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domingo, 2 de abril de 2017

LOS SUFRIMIENTOS DE JESUCRISTO EN SU PASIÓN




 El Interior de Jesús y de María

  No sin razón llamó anticipadamente Isaías a Jesucristoel varón de dolores.Si fueron extremos sus padecimientos exteriores, los superaron en mucho los interiores. Desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza ninguna parte de su cuerpo quedó ilesa. Ya en el huerto de los olivos, aquel sudor de sangre tan extraordinario no pudo ser producido sino por las más violentas y raras convulsiones. Su cabeza fue coronada de espinas que los soldados hundieron en ella con golpes redoblados; su rostro fue lastimado de bofetadas; su cuerpo desgarrado, y derramada su sangre en la flagelación. Se le renovaron las llagas cuando se le arrancó la túnica, ya para cubrirle con un mal trozo de escarlata, ya para crucificarlo. ¡Cuánto no tuvo que sufrir llevando su cruz por las calles de Jerusalén, hasta la montaña del Calvario! ¡Qué dolores tan agudos cuando le taladraron con gruesos garfios las manos y los pies! ¡Cuán terribles sacudimientos, qué desconcierto y estirón en todos sus nervios cuando se levantó la cruz y se la puso de pie en tierra! Sus tormentos llegaron a su colmo, durante las tres horas que estuvo colgando en la más violenta posición en que pueda hallarse un hombre. Todos sus sufrimientos se sucedieron sin interrupción, y siempre en aumento por el espacio de quince o dieciocho horas. Hasta su lengua y su paladar tuvieron su particular tormento, cuando se le dio a beber vinagre y vino mezclado con hiel.

  He hablado de sus martirios interiores, al tratar de su agonía. Nos es imposible formarnos idea de ellos. Todo lo que podemos decir y que lo abraza todo, es que eran tan grandes, que solo un Hombre Dios era capaz de soportarlos.

  Sufrió sin consuelo divino ni humano, privado de todo recurso, de todo sostén en sí mismo. Sufrió, creyéndose digno de sufrir aún más, y deseándolo por amor a su Padre y a nosotros. Sufrió sin querer que se le tuviese lástima, ni se diese la menor señal de compasión.Hijas de Jerusalén,dijo a las mujeres que le seguían caminando hacia el Calvario,no lloréis sobre mí, llorad sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos.Más le ocupaban,  más le conmovían los males que debían desplomarse sobre aquella culpable ciudad, que los suyos propios. Sufrió con una paz, con una serenidad de alma maravillosa, saboreando, por decirlo así, sus tormentos, y no dejando pasar ninguno sin sentirlo con toda su fuerza.

  Vayamos ahora a la otra parte de la cruz de Jesucristo, quiero decir, a sus humillaciones, que fueron, si cabe, superiores a sus sufrimientos, y más amadas de su corazón. Ya lo es una muy grande el verse abandonado de todos sus discípulos, vendido por uno, negado por otro, como si Él les hubiese engañado con sus imposturas, haciéndose indigno de que le confesasen por su maestro. Sus enemigos supieron sin duda valerse de este general abandono, echándole en cara que nadie tenía a su favor. Todo el mundo sabe los oprobios que sufrió en los tres tribunales, y nadie seguramente acusará a los evangelistas de haberlos referido con exageración. En la primera palabra con que en casa de Anás contestó a las preguntas de aquel pontífice, uno de los criados de este le dio un bofetón, diciéndole:¿Así respondes al pontífice?No bien hubo declarado que era el Hijo de Dios, cuando se le llamó blasfemo, se le escupió a la cara, se le dieron puñetazos y bofetadas, añadiendo:Cristo, profetiza quién es el que te ha herido?Herodes aturdido de su silencio, le trata con el último desprecio junto con toda su corte, le hace el blanco de sus burlas, y le vuelve a enviar vestido de blanco como un insensato. En casa de Pilatos el pueblo le pospone a Barrabás, bandido culpable de sedición y de homicidio. Es condenado a los azotes, que era castigo propio de un esclavo. Y después sirvió de diversión a toda una cohorte de soldados romanos, los cuales habiéndole despojado de su túnica, le cubrieron con un manto de púrpura, le pusieron en la cabeza una corona de espinas y en la mano una caña por cetro. Y doblando después por befa la rodilla delante de Él, le decían:Salve rey de los judíos,y escupiéndole y tomándole de su caña, le golpeaban con ella la cabeza.  En este aparato de rey de farsa, en que debía causar tanto horror como lástima, Pilatos lo presentó a los judíos, creyendo mover su compasión; mas estos gritaron, mezclando todos los insultos que pueden imaginarse.Que sea crucificado.En vano sería querer expresar las risotadas, los alaridos, las imprecaciones que sobre Él descargaron al pasar de un tribunal a otro, y dirigiéndose al Calvario. No, nunca sufrió un verdadero reo tan horroroso trato. Fue crucificado entre dos ladrones, como si fuese más malvado que ellos. Los que pasaban le insultaban, mezclando a las palabras señales de mofa. Los príncipes, los sacerdotes, los escribas y los ancianos le echaban en cara sus milagros con irrisión.

  Recordemos ahora toda nuestra fe, la cual nos enseña que el hombre a quien así se trata es el Hijo de Dios; que todas estas ignominias le estaban reservadas en los consejos del Eterno; que las aceptó y sufrió con alegría para glorificar a su Padre, para expiar nuestro orgullo y todos los pecados que este nos ha hecho cometer. Ella nos enseña que Jesucristo es nuestro modelo aquí tanto más que en otras partes; que a ejemplo suyo para aterrar este miserable orgullo, nuestro primer y principal vicio, debemos aspirar a querer los desprecios y los oprobios; a mirarlos como la librea de un servidor de Jesucristo, como su traje y ornato distintivo; que hasta tanto que hayamos llegado a este punto, no meramente en deseos y resoluciones, sino en práctica, no seremos los amigos y favoritos de Jesucristo. Que el amor de las humillaciones es lo más elevado y perfecto que hay en su moral, el medio más seguro para llegar a la santidad, o más bien la cima y la consumación de la santidad.

Examinémonos ahora delante de Dios y veamos, sin hacernos ilusión, cuáles son nuestras íntimas disposiciones con respecto a los sufrimientos y a las humillaciones.  Si nos causan horror, si al solo pensar en ellas se rebela nuestro espíritu y nuestro corazón, la naturaleza vive en nosotros enteramente, y ni siquiera sabemos qué cosa sea ser cristiano. Si sentimos aprecio hacia ellas, y si bien con una extrema repugnancia para abrazarlas, nos avergonzamos de nosotros mismos, tenemos rubor de estar tan distantes de parecernos a Jesucristo, entonces empezamos a ser cristianos a lo menos en los sentimientos. Si a pesar de las rebeldías interiores nos resignamos con los sufrimientos y con las humillaciones que place a Dios enviarnos, ya tenemos dado un gran paso hacia la sólida virtud. Si de la resignación y de la paciencia pasamos a regocijarnos, estamos ya muy adelantados en el camino de la perfección. Ya no nos falta sino el desear las cruces con todo el ardor de  nuestra alma, y preferirlas a todos los consuelos y favores celestiales. Esto es lo que hizo Jesucristo. Habiéndosele propuesto la alegría, y ¿qué alegría? La más pura y deliciosa que puede gozarse en el cielo, quiso más sufrir la cruz.

  Humillémonos delante de Dios: de nada nos creamos capaces, ejercitémonos en las pequeñas ocasiones que se presentan; tengamos ya en mucho el reprimir un movimiento de orgullo, un sentimiento de amor propio, el privarnos de una ligera satisfacción de los sentidos, el sufrir alguna molestia, algún dolor, sin quejarnos. Cuando por algún tiempo hallamos sido fieles en estas cortas prácticas, no atribuyendo la gloria a nosotros mismos, sino a Dios, perseverando constantes por otra parte en los ejercicios de la vida interior, tal vez entonces seremos juzgados dignos de que Jesucristo nos haga participar de su cáliz. Pidamos a Dios tan solo el llenar la medida de los sufrimientos y de las humillaciones que nos ha destinado, sin meternos en si es pequeña o grande. La mayor de todas es nada en comparación de la de Jesucristo, y la más pequeña es suficiente para aterrarnos en razón de nuestras fuerzas. Acordémonos también que las mejores cruces no son aquellas que nos buscamos, sino las que nos vienen de la mano de Dios. No moriremos jamás por nuestra propia voluntad, ni por los golpes que nos daremos nosotros mismos.