Del libro El Interior de Jesús y de María
Capítulo LIII
Pasión de Jesucristo ordenada por Dios
“…El pecado que Dios no quiere, pero que prevé y permite, entra en el
plan de la Providencia, y sirve para el cumplimiento de sus designios, para su gloria,
para el adelantamiento de su Iglesia, y para nuestra propia perfección: que el
pecado redunda en la gloria de Dios, del cual se vale para la manifestación de
sus atributos, de lo cual es la más revelante prueba la pasión de Jesucristo.
Si
la santidad de Dios fue ultrajada por el pecado de los judíos, ella brilló con
todo su esplendor, porque un Hombre Dios sufrió para hacerle una reparación
solemne de todos los ultrajes que aquella ha recibido por nuestros pecados. Si
parecía ofendida su justicia por los indignos tratamientos hechos al más
inocente, al más santo de los hombres, de otra parte ella ejerce todos sus
derechos, ella se vindica y se satisface plenamente sobre este cordero sin
mancha sustituido en lugar nuestro, y que se constituyó fiador por los deudores
insolventes.
Si su misericordia aparece como eclipsada sobre el Calvario, en
donde Dios parece que abandona y desconoce su propio Hijo, desplegase con todas
sus riquezas en el perdón que por motivo de él concede generosa y gratuitamente
al género humano, que de él era indigno. Si nos parece aún que la sabiduría
divina a como faltado a su designio, viendo a Jesucristo expirar en la cruz, y
sucumbir bajo el poder del infierno y de la muerte, aguardemos un momento, y
esta sabiduría se mostrará con toda su luz, cuando veamos a Jesucristo triunfar
por su resurrección gloriosa, del diablo
y de la muerte, e insultar al uno y a la otra diciéndoles: Oh muerte, yo seré tu muerte; oh infierno, yo seré tu destrucción,
(Ose. XIII 14) y yo te arrancaré tu presa.
¿De qué pecado no sacará Dios su gloria, habiéndola sacado del de los
judíos? No puede faltarle este fin ora sea en este mundo, ora en el otro.
Seamos pues celosos por la gloria de Dios, procurémosla de cuantas maneras nos
sea posible; mas no nos inquietemos por ella, como si pudiesen dañarla los
esfuerzos de los hombres. Todo pecador que no quiere glorificar en esta vida su
misericordia, glorificará en la otra su justicia.
A vista de los escándalos que suceden en la Iglesia, y que hacen como vacilar
nuestra fe, acordémonos tan solo que aquella es la esposa de Jesucristo, que la
adquirió con su sangre, y que la esposa debe participar de la suerte de su
esposo. Es necesario que ella glorifique
como Él a Dios por sus sufrimientos, después de los cuales Dios la asociará a
la gloria de Jesucristo. Y aun en este mundo, todos los males que ha sufrido han
redundado por fin en provecho suyo. Seguid su historia, y veréis que las
persecuciones sirvieron para establecerla: que las herejías han afirmado su fe;
que estas han caído y ella ha quedado en pie; que lo que ha perdido por un lado
lo ha ganado por otro, y que en las regiones y en los tiempos en que es menor
el número de sus hijos, son estos más fervientes y más edificantes. Los
elegidos serán puestos a prueba, pero ninguno de ellos perecerá. Terminante es
sobre este punto la palabra de Jesucristo.
Desde que alguno se entrega a Dios de un modo especial, está expuesto a
sufrir mucho de su prójimo, contradicciones, calumnias, injusticia de toda especie,
no solo de parte de los perversos, sino de la parte de las gentes de bien, o de
las que pasan por tales. ¿Y por qué admirarnos de esto, cuando Jesucristo fue
la víctima de los falsos devotos sentados en la cátedra de Moisés? Todo lo que
entonces nos sucede, está previsto por Dios, el cual lo permite por parte de
los autores del mal, pero lo quiere con respecto a nosotros que lo sufrimos. Así lo ha dispuesto todo para su gloria y para
nuestra santificación; y se cumplirán sus designios, si nosotros tomamos a
Jesucristo por modelo de nuestros sentimientos y de nuestra conducta.
El objeto
que Él se ha propuesto no puede faltar como no sea por culpa nuestra; y los
pecados de los demás, lejos de perjudicar a nuestra perfección, contribuirá a ella si queremos:
su pérdida será nuestra salud, ¿qué puede haber de más consolador?
En fin nuestros propios pecados, cuyo recuerdo tan a menudo nos
desalienta y nos espanta, pueden en las manos de Dios convertirse en un medio
de santidad: con solo este objeto los ha permitido; quiere de ellos hacer la
materia de sus grandes misericordias; quiere que sirvan para humillarnos, para
desconfiar de nosotros mismos, para redoblar nuestra confianza en Él, aumentar
nuestro amor y nuestro reconocimiento, hacernos capaces de los mayores
esfuerzos de virtud, ya para expiarlos, ya para repararlos. Sin hablar de los
ejemplos de tantos grandes Santos que fueron pecadores, ¡cuántos judíos que
habían tenido parte en la muerte de Jesucristo, se convirtieron después, y
formaron la Iglesia de Jerusalén, la más perfecta de todas! ¿Creeremos que su
amoroso arrepentimiento no hubiese contribuido infinitamente a su
santificación? ¿por qué no habrá de ser así con
nosotros, si después de nuestros extravíos hemos vuelto o volvemos
sinceramente a Dios?
De un gran pecador a un santo hay por lo común menos distancia, que de
una vida tibia a una vida ferviente. Todo depende de la rectitud y de la
generosidad del corazón, y de la correspondencia a la gracia.
Es un gran mal el ofender a Dios, pero de nosotros pende que este mal
nos sirva de un grandísimo bien.