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viernes, 31 de octubre de 2014
miércoles, 29 de octubre de 2014
EL MISTERIO DEL MAS ALLA (continuación): Royo Marin
IV
RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y JUICIO UNIVERSAL
Os hablaba ayer
del juicio particular. De ese juicio que todos y cada uno de nosotros habremos
de sufrir en el momento mismo de nuestra muerte, y en el que contemplaremos la
película sonora y en tecnicolor de toda nuestra vida, de todo cuanto hicimos a
la luz del sol y en la oscuridad de las tinieblas en nuestra niñez, adolescencia,
juventud, edad viril y hasta en los años de nuestra ancianidad y vejez.
Pero ese juicio
particular no basta. El hombre no es solamente una persona particular, sino
también un miembro de la sociedad, y, como tal, debe sufrir un juicio público y
solemne ante la faz del mundo. Esto, que no puede ser más razonable ante la
simple razón natural, nos lo asegura terminantemente la fe. Al fin de los
tiempos tendremos que comparecer todos juntos ante Dios en la asamblea más
solemne y grandiosa que jamás habrán visto los siglos: el juicio final.
Pero antes del
juicio final se producirá otro hecho tremendo, que constituye también un dogma
de nuestra fe católica: la resurrección de la carne. Y ahí tenéis los dos
puntos que, a la luz de la teología católica, os voy a exponer brevemente en la
presente conferencia: la resurrección de la carne y el juicio final.
Moriremos.
Moriremos todos, pero no del todo. Lo mejor de nuestro ser –nuestra alma,
nuestro pensamiento y nuestro amor–no morirá jamás. La muerte no tiene imperio
alguno sobre el alma.
Cuando el
leñador, con los golpes de su hacha, logra derribar el árbol, el pajarillo que
anidaba en sus ramas emprende el vuelo y marcha a posarse en otro lugar, porque
tiene vida propia, independiente, y no sigue las vicisitudes de aquel árbol en
el que estaba circunstancialmente posado.
Algo parecido
ocurrirá con nuestra alma. Cuando la guadaña de la muerte derribe por el suelo
el viejo árbol de nuestro pobre cuerpo, nuestra alma volará a la inmortalidad,
porque tiene vida propia y no necesita del cuerpo para seguir viviendo.
El alma, como
decíamos ayer, comparecerá delante de Dios y será juzgada. Nuestro cuerpo,
mientras tanto, convertido en cadáver, será llevado al cementerio.
No os asuste la
palabra cementerio, señores, porque, cristianamente considerada, no puede ser
más bella, ni más dulce, ni más esperanzadora. ¿Sabéis lo que significa la
palabra cementerio? Proviene del griego “koiméterion”, que significa dormitorio, lugar de reposo, lugar de
descanso.
¡Ah!, en los
cementerios los muertos, en realidad, están dormidos. Están durmiendo nada más,
porque la muerte, que no afecta para nada al alma, tampoco destruye la vida del
cuerpo de una manera definitiva, sino sólo provisionalmente: vendrá la
resurrección de la carne. ¡Los muertos están dormidos nada más!
Los cristianos
deberíamos visitar con frecuencia los cementerios. Es una meditación estupenda,
que eleva el corazón y el alma a Dios. Aquella paz, aquel sosiego, aquella
tranquilidad del cementerio; aquellos epitafios sobre las losas sepulcrales,
cargados de luz y de esperanza; aquellos cipreses que se yerguen hacia el
cielo, señalando la patria de las almas... ¡Cuánta belleza y poesía cristiana, que nada tiene que ver con la
melancolía enfermiza de un romanticismo trasnochado!
La palabra
cementerio no tiene que asustar a nadie; es una palabra dulce, entrañablemente
cristiana: es el dormitorio.
No empleéis nunca
la palabra “necrópolis”, que prefiere la impiedad actual. La palabra necrópolis
significa ciudad de los muertos, y eso
no es verdad. El cementerio no es la ciudad de los muertos. Es el dormitorio, el lugar de descanso.
Nunca, señores,
he experimentado esta verdad con tanta fuerza y con tanta suavidad y dulzura al
mismo tiempo como visitando las Catacumbas de Roma. Un grupo de jóvenes
dominicos españoles, que estábamos ampliando nuestros estudios teológicos en la
Ciudad Eterna, acudimos un día, por la mañanita temprano, a las catacumbas para
celebrar la santa Misa junto al sepulcro de los primeros cristianos. Satisfecha
ya nuestra piedad, un guía hispanoamericano –hablaba perfectamente el español–
nos acompañó por aquellos vericuetos subterráneos, y pudimos contemplar por
todas partes los huesos de aquellos
cristianos enterrados allá en los primeros siglos de la Iglesia, en la época
terrible de las sangrientas persecuciones. Y al llegar a un recodo, por encima
del cual se filtraban, a través de una claraboya, las primeras luces del
amanecer, apagó el guía su linterna eléctrica al mismo tiempo que decía:
“Oigan, Padres, oigan el silencio”. Escuchamos con atención, y efectivamente,
no se oía nada; silencio, paz, sosiego, nada más. Y nos dijo el guía: “Duermen,
duermen. ¡Ya despertarán!”
Este es el
sentido católico del cementerio, señores: un lugar de reposo, un dormitorio. Duermen,
pero despertarán al sonido de la trompeta.
Porque sonará la
trompeta, lo dice el apóstol San Pablo (1 Cor 15, 52). La trompeta –aclara el
evangelista San Juan– será la voz de Cristo (Jn, 5, 28), que dirá: “Levantaos,
muertos, y venid a juicio”. E inmediatamente se producirá el hecho colosal de
la resurrección de la carne. Es un dogma de nuestra fe católica, y en este
sentido tenemos seguridad absoluta de
que se producirá la resurrección, puesto que la fe no puede fallar, ya que se
apoya inmediatamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni
engañarnos. Estamos más ciertos, más seguros de que se producirá el hecho de la
resurrección de la carne que de cualquier verdad matemática o metafísica de
evidencia inmediata. El dato de fe no puede fallar. Pero como la fe nunca
contradice a la razón, y la razón nunca puede contradecir a la fe, los teólogos
han encontrado fácilmente los argumentos de simple razón natural, que muestran
la altísima conveniencia y maravillosa armonía del dogma de la resurrección
universal. Os voy a hacer un brevísimo resumen de tales argumentos.
Los principales
son tres, que Santo Tomás de Aquino expone con la maestría sin igual que le
caracteriza. Os voy a hacer un resumen de su magnífica argumentación.
En primer lugar
hay un argumento ontológico, de alta
envergadura metafísica: por ser el alma la forma sustancial del cuerpo.
Señores: El alma
es una sustancia incompleta, y el cuerpo también. Han sido creados y formados
la una para el otro, para completarse mutuamente constituyendo la persona
humana. El alma dice una relación trascendental hacia su propio cuerpo, una
especie de exigencia del mismo, y el
cuerpo encuentra en su propia alma el complemento adecuado que necesita para
vivir. Son dos sustancias incompletas, repito, que al juntarse y unirse
vitalmente constituyen la persona humana. Al separarse se produce un estado de
violencia, un estado antinatural o, por lo menos, no natural, como decimos en
filosofía. Hay una tendencia del alma hacia el cuerpo, y, en cierto modo, del
cuerpo hacia el alma, porque se necesitan y complementan mutuamente. El cuerpo
separado del alma no es una persona humana, es un cadáver, y el alma separada
del cuerpo tampoco es persona humana. La persona humana resulta de la unión
sustancial del alma y del cuerpo, de suerte que, al separarse el alma del
cuerpo, queda rota nuestra personalidad. El alma sin el cuerpo está incompleta,
le falta algo. Por consiguiente, la sabiduría infinita de Dios, que ha puesto
en el alma esta tendencia trascendental a su propio cuerpo, debe reunir otra
vez esos elementos que Él ha creado para que vivan juntos. He ahí una razón
estrictamente filosófica, ontológica, natural. En virtud de la relación
trascendental del alma hacia su propio cuerpo es convenientísimo que sobrevenga
la resurrección de la carne. Una vez más, la razón confirma el dato de fe.
El segundo
argumento es de tipo moral. El cuerpo
ha sido instrumento del alma para la práctica de la virtud o del vicio. ¡Cuánta
mortificación exige la práctica del Evangelio, la auténtica vida cristiana! El
cuerpo tiene tendencias que tiran hacia abajo; la virtud, exigencias que tiran
hacia arriba. Y ese contraste, ese antagonismo de las dos tendencias, produce
una lucha terrible, que describe dramáticamente el apóstol san Pablo. Para
practicar la virtud hay que hacer un gran esfuerzo. Hay que mortificar
continuamente las tendencias malsanas del cuerpo. Y es muy justo que el cuerpo
que en la práctica de la virtud ha tenido que mortificarse tanto resucite para
recibir el premio que le corresponde. En realidad fue el alma la que luchó y
triunfó con la práctica de la virtud, pero el cuerpo fue el instrumento del que
ella se valió para practicar sus actos más heroicos. Es justo que también el
instrumento reciba su premio correspondiente.
El mismo
argumento vale para reclamar y justificar la resurrección del cuerpo de los
condenados, ese cuerpo que fue instrumento de tantos placeres prohibidos por
Dios. La inmensa mayoría de los pecados que cometen los hombres tienen por
objeto satisfacer las exigencias de su carne, gozar de los placeres prohibidos.
En realidad fue el alma la que cometió formalmente el pecado, pero lo hizo
empujada, y casi obligada, por las exigencias desordenadas del cuerpo. Justo es
que, a la hora de la cuenta definitiva, resucite el cuerpo pecador para que
reciba también su correspondiente castigo. No puede ser más lógico ni natural.
Hay, finalmente,
un argumento teológico de gran
envergadura. Está revelado por Dios que Cristo triunfó plenamente de la muerte
(1 Cor 15, 55). Triunfó de ella, en primer lugar, resucitándose a Sí mismo,
gloriosamente, al tercer día después de su crucifixión y muerte. Y tiene que
triunfar de ella también en todos sus redimidos, buenos y malos. Porque es de
fe, señores, que Cristo murió por todos, no solamente por los predestinados. Y
como la muerte es una consecuencia del pecado, y Cristo vino a destruir ese
pecado, es preciso que la muerte sea vencida en todos sus redimidos, buenos o
malos, ya que este triunfo sobre la muerte corresponde a Cristo como Redentor
de todo el género humano, independientemente de los méritos o deméritos de cada
hombre en particular.
Estos argumentos,
como se ve, manifiestan la alta conveniencia de la resurrección de la carne a
la luz de la simple razón natural, pero nuestra fe no se apoya en estos
argumentos de razón, aunque sean tan claros, tan profundos y tan convincentes,
sino en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. El cielo y la
tierra pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás. Podemos estar bien
seguros de ello.
Y ¿sabéis cómo
resucitaremos, señores?
Maravillosa la
teología de la resurrección de la carne. En primer lugar, resucitaremos con
nuestros propios cuerpos, los mismos que ahora tenemos. Está definido por la
Iglesia. Inocencio III impuso a los valdenses la siguiente profesión de fe:
“Creemos de corazón y confesamos con la boca la resurrección de esta misma
carne que ahora tenemos, y no otra”. La Iglesia ha repetido reiteradamente
semejante rotunda afirmación.
Señores: Es como
para echarse a reír que alguien, en nombre de una pretendida filosofía o de una
seudociencia trasnochada, se empeñe en poner obstáculos a la resurrección del
mismo cuerpo numérico que ahora tenemos. Es como para echarse a reír o, quizá
mejor, para tener compasión de la estupenda ignorancia que con ello se pone de
manifiesto. ¿Qué es más fácil, señores, sacar una cosa absolutamente de la
nada, produciendo el ser en toda su integridad, sin ninguna materia
preexistente, como ocurrió al principio del mundo con el acto creador, o
recoger nuestras propias cenizas, que son algo tangible y existente, aunque el
viento las haya dispersado a los cuatro puntos cardinales? ¡Si para Dios es
ésta la cosa más sencilla del mundo!
Fijaos lo que
ocurre con un electroimán. Aplicado a un montón de basura no recoge, no atare
hacia sí nada más que las limaduras de hierro; las selecciona instantáneamente
y las atrae hacia sí, dejando intacto todo lo demás. Algo parecido ocurrirá con
la resurrección de la carne. El electroimán poderosísimo de la omnipotencia
divina atraerá desde los cuatro puntos cardinales, dondequiera que el viento
las haya dispersado, nuestras propias cenizas y reconstruirá instantáneamente
nuestro mismo cuerpo. El mismo numéricamente, el mismísimo que ahora tenemos,
aunque adornado de espléndidas prerrogativas, como os explicaré en una de mis
próximas conferencias.
Señores: La
química moderna ha logrado desintegrar el átomo. Pero desde mucho atrás
sabíamos ya que dentro del átomo existe todo un verdadero sistema planetario.
Millones y millones de electrones, que, girando vertiginosamente en trillonadas
de revoluciones por minuto, nos dan la sensación de la materia continua, cuando en realidad no existe más que la materia
discreta, o discontinua. El mundo de
la materia se reduce a combinaciones de electrones. No existe más que
electricidad; lo demás son meras ilusiones ópticas. En un pedazo de madera, que
parece compacto y continuo, hay trillonadas de elementos ultramicroscópicos,
que están dando vueltas vertiginosamente, a velocidades fantásticas, dándonos
la sensación de una cosa continua, cuando en realidad no hay más que una danza
gigantesca de electrones.
En el mundo de la
materia no hay más que electrones. La diversidad específica de las cosas
materiales que nos rodean obedece al distinto modo de combinarse esos elementos
tan simples. En el mundo de la materia no hay más que electrones y
combinaciones de electrones.
Ahora bien: la
omnipotencia de Dios, que supo sacar de la nada todos esos electrones, ¿no
podrá volverlos a reorganizar en una determinada forma, aunque estén dispersos
los que pertenecían a nuestro propio cuerpo por los cuatro puntos cardinales
del universo?
Repito, señores.
Es como para echarse a reír ver a tantos pseudosabios racionalistas poniendo dificultades,
desde el punto de vista científico, a una simple y sencilla reorganización de
la materia, que es lo único que se requiere para que se produzca el hecho
colosal de la resurrección de la carne.
No vale objetar
que esa reorganización instantánea de la materia no envolvería dificultad
alguna si una misma y determinada materia hubiera pertenecido únicamente a una
sola y determinada persona sin pasar jamás a otra, pero es del todo imposible
cuando ha formado parte de varias personas distintas, como ocurre, por ejemplo,
en el caso de los antropófagos.
No se sigue
inconveniente alguno de este hecho. Porque, como explica Santo Tomás, para que
se resucite el mismo cuerpo numéricamente no se requiere que se integre a él toda la materia que lo constituyó anteriormente.
Basta con que se recupere la suficiente para salvar la identidad numérica,
supliendo la divina potencia lo que falte. Pues aun en este mundo vemos que el
niño va creciendo y desarrollándose –cambiando totalmente o en parte
grandísima, la materia corporal que lo constituye–, sin que deje de tener
siempre el mismo cuerpo.
Sin duda alguna
que la resurrección de la carne constituirá un gran milagro, que trasciende en
absoluto las fuerzas de la simple naturaleza. Pero la omnipotencia divina lo
realizará con suma facilidad y sencillez. Para el que supo sacar de la nada
todo cuanto existe al conjuro taumatúrgico de su palabra creadora, no puede
ofrecer dificultad alguna la simple reorganización de una materia ya existente,
aunque el viento la haya dispersado por el mundo.
La segunda
cualidad de los cuerpos resucitados será la integridad
perfecta. Ello quiere decir que resucitará sin los fallos y deficiencias
que acaso tuvieron en este mundo deformidades, falta de algún miembro,
etcétera.).
Y ¿por qué así?
Santo Tomás expone tres argumentos de alta conveniencia: Porque la resurrección
será obra de Dios, que nunca hace las cosas imperfectas; porque es conveniente
que los buenos reciban en la integridad de su cuerpo la plenitud del premio, y
los malos, la plenitud del castigo; y porque deben resucitar todos los miembros
que el alma tenga aptitud natural para informar, con el fin de que no quede
manca, o imperfecta, esa tendencia natural.
Resucitaremos
íntegros. Y según una opinión probable, compartida por gran número de teólogos
y de Santos Padres, los bienaventurados resucitarán en plena edad juvenil,
porque Cristo –modelo de los resucitados gloriosos– resucitó joven, en la
plenitud de su vida, y porque la juventud es la edad más hermosa de la vida y
es conveniente que los eternos moradores del cielo resuciten con un cuerpo
hermosísimo, en el que brillen todos los encantos de una perpetua y radiante
primavera. Repito, sin embargo, que esto no es un dato de fe, sino sólo una
opinión teológica muy bella y razonable.
Sublime el dogma
de la resurrección de la carne. Pero terriblemente trágico lo que ocurrirá
inmediatamente después de producirse ese hecho. La asamblea de todos los
resucitados, buenos y malos, comparecerá delante de Cristo Juez para la
celebración del tremendo drama del juicio universal, en el que vamos a meditar
unos instantes.
Ha sido el mismo
Jesucristo quien se ha dignado describir con toda clase de detalles la escena
del juicio final. No se trata de una opinión teológica más o menos probable.
Son datos de fe. Constan expresamente en el Evangelio.
En él se nos dice
que aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre –la santa cruz, acaso la
misma numéricamente en que se consumó el sacrificio del Calvario–, y
contemplarán todos los resucitados al mismo Hijo del Hombre, que vendrá sobre
las nubes con gran poder y majestad. Y ante Él caerán de rodillas todos los
hombres del mundo, los buenos y los malos, los bienaventurados y los
condenados. Tendrán que ponerse de rodillas ante Cristo glorioso los que en
este mundo le persiguieron, los que le escupieron, los que le clavaron en la
cruz, los grandes perseguidores de la Iglesia, los que intentaron borrar su
nombre de la historia de la humanidad. Santo Tomás de Aquino explica que hasta
los mismos condenados contemplarán aquel día la gloria radiante de Cristo para
su mayor vergüenza, espanto y confusión. Y entonces es cuando se realizará la
separación tremenda y definitiva. No quiero añadir un solo detalle por mi
cuenta. Escuchad las palabras mismas del Evangelio:
“Cuando el Hijo
del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su
trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a
unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las
ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los
que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino
preparado para vosotros desde la creación del mundo...”
Y dirá a los de
la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el
diablo y sus ángeles...”
E irán al
suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 31-46).
Estos son los
datos de fe, las noticias que nos ha proporcionado el mismo Cristo, que actuará
de Juez Supremo de vivos y muertos en aquella tremenda asamblea. Estos datos se
cumplirán al pie de la letra: la palabra de Cristo no puede fallar. Pero es
conveniente que examinemos las razones de altísima conveniencia que la simple
razón natural descubre ante el hecho formidable del juicio final.
La primera de
todas, señores, es para el triunfo público y solemne de Nuestro Señor
Jesucristo ante la faz del mundo entero.
Tiene
perfectísimo derecho a ello. Dice el apóstol San Pablo que Cristo Nuestro
Señor, siendo nada menos que el Hijo de Dios, “se anonadó tomando la forma de
esclavo y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por
lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, a fin de que
se doble ante Él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil.
2, 7-11).
Es necesario, en
efecto, que Cristo sea exaltado sobre las nubes del cielo en justa compensación
de sus tremendas humillaciones. Porque asusta, señores, considerar hasta qué
punto quiso humillarse y anonadarse por nuestro amor.
Cuando quiso
venir al mundo, no encontró siquiera un lugar decente donde nacer. Nació como
un gitano –¡perdóname Señor!– en una cueva abandonada en las afueras de un
pueblo y fue reclinado sobre unas pajas en un pesebre de animales, “porque no
hubo lugar para ellos en el mesón”. Si San José y la Virgen María hubieran
poseído grandes bienes de fortuna, ¡vaya si hubiera habido lugar para ellos en
el mesón! Pero eran unos pobres aldeanos, no tenían nada, y Cristo tuvo que
nacer en el portal de Belén y ser reclinado sobre las pajas de un pesebre.
Y, poco tiempo
después, la persecución de Herodes. Y tiene que huir a Egipto como un
malhechor. Y cuando regresa a Nazaret comienza su vida oculta, llena de
privaciones y trabajos. Nuestro Señor Jesucristo no tenía las manos finas del
señorito, sino las ásperas del obrero manual: era un pobre carpintero.
Y cuando empezó a
predicar el Evangelio, derrochó bondad y misericordia, sanó a los enfermos,
devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el movimiento a los
paralíticos y hasta la vida a los muertos. Pasó por el mundo haciendo bien, y,
a pesar de ello, los escribas y fariseos le persiguieron y calumniaron
brutalmente: “¡Es un samaritano! ¡Hace los milagros en nombre de Belcebú! ¡Es
un embaucador de las masas, está soliviantando al pueblo!” Y cuando lograron
crucificarle, señores –y esto ya es el colmo–, le desafiaron burlescamente:
“¿Pues no eres el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en Ti!” Y
Jesucristo pasó por esta humillación suprema, aceptó aquellas burlas y
carcajadas, aquel espantoso fracaso, porque quiso salvarnos a todos con su
muerte infamante en la cruz. Nos amó tanto que se olvidó de Sí mismo aceptando
aquellos dolores y humillaciones inefables.
Y después de su
muerte y a través de los siglos de la historia, todavía se le sigue
persiguiendo en su Iglesia y en sus discípulos. Las catacumbas, los cristianos
arrojados a las fieras, las iglesias destruidas, los sacerdotes asesinados...,
y eso no en una época determinada de la historia, sino –con mayor o menor
intensidad– siempre y en todas partes. Y todavía hoy, tras el terrible telón de
acero, la Iglesia de Cristo sufre y se desangra ante la indiferencia o la
complicidad de la mayor parte de las naciones civilizadas.
Esto no podía
quedar así. Es preciso –lo exige la justicia más elemental– que caigan de
rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales
enemigos: desde Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata; desde
Voltaire y Renán hasta los corifeos de la masonería y del comunismo
internacional. Mal que les pese, todos ellos caerán de rodillas ante Cristo y
reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra.
El triunfo
grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del juicio final.
Pero hay una
segunda razón que justifica plenamente ese juicio: el triunfo de la virtud
ultrajada y el castigo del vicio triunfante.
En este mundo,
señores, suelen triunfar los malvados. Y la virtud, ultrajada y escarnecida,
suele terminar en la cárcel, en el destierro, cuando no en la más afrentosa de
las muertes. Los ejemplos históricos y contemporáneos son tan abundantes y
conocidos, que renuncio a poner ninguno.
No os escandalice
este hecho, señores. No os cause extrañeza alguna, porque tiene una explicación
clarísima a la luz de la teología católica y aún del simple sentido común. Ha
sido siempre así y continuará siendo hasta el fin de los siglos: en este mundo
triunfarán siempre los malos, y los buenos serán siempre perseguidos. ¡Siempre!
No os escandalice
esto, que la explicación es sencillísima. Es una consecuencia lógica de la
infinita justicia de Dios. ¿Os extraña esta afirmación? Tened la bondad de
escucharme un momento.
No hay hombre tan
malo que no tenga algo de bueno, y no hay hombre tan bueno que no tenga algo de
malo. Y como Dios es infinitamente justo, ha de premiar a los malos lo poco
bueno que tienen y ha de castigar a los buenos lo poco malo que hacen. Esto es
cosa clara: lo exige así la justicia de Dios.
Ahora bien: como
los malvados, en castigo de sus crímenes, irán al infierno para toda la
eternidad, Dios les premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen. Y
como los buenos han de ir al cielo para toda la eternidad, Dios comienza a
castigarles en esta vida lo poco malo que tienen, con el fin de ahorrarles
totalmente, o en parte, las terribles purificaciones ultraterrenas.
Ahí tenéis la
clave del misterio. La mejor señal de reprobación, la más terrible señal de que
un hombre malvado acabará en el infierno para toda la eternidad, es que siendo
efectivamente un malvado, un anticatólico, un blasfemo, un ladrón, un inmoral,
etc., triunfe en este mundo y todo le salga bien. ¡Pobre de él! No le tengáis
envidia por sus triunfos, tenedle profunda compasión. ¡La que le espera para
toda la eternidad! Dios le está premiando en este mundo lo poquito bueno que
tiene y le reserva para el otro el espantoso castigo que merece para toda la
eternidad. ¡No tengáis envidia de los malvados que triunfan, tenedles profunda
compasión!
En cambio, no
tengáis compasión del bueno que sufre, no compadezcáis a los Santos que en este
mundo sufren tanto y son víctimas de tantas persecuciones. Tenedles más bien,
una santa envidia; porque esos fracasos y tribulaciones humanas dicen muy a las
claras que Dios les castiga en este mundo misericordiosamente sus pequeñas
faltas y flaquezas para darles después el premio espléndido de sus virtudes en
la eternidad bienaventurada.
Los Santos,
señores, veían con toda claridad estas cosas. Iluminados por las luces de lo
alto, se echaban a temblar cuando las cosas les salían bien, pensando que quizá
Dios les quería premiar en este mundo las pocas virtudes que practicaban,
reservando para el otro el castigo de los muchos defectos que su humildad
multiplicaba y agrandaba. Y, al contrario: cuando el mundo les perseguía,
cuando les pisoteaban, levantaban sus ojos al cielo para darle rendidas gracias
a Dios, porque esperaban de Él el perdón y la recompensa en el cielo, por toda
la eternidad.
Esto que los
Santos veían ya con toda claridad en este mundo, es preciso que aparezca con la
misma evidencia palmaria ante la humanidad entera.
Es preciso que se
desvanezca el tremendo escándalo del triunfo de los malos y el fracaso de los
buenos. Tiene que haber un juicio universal y lo habrá. Entonces volverán las
cosas al lugar que les corresponde y se verá claramente quiénes son los que
verdaderamente han triunfado y quiénes han fracasado para toda la eternidad.
Esto que acabamos
de decir en términos generales, podría concretarse en infinitos casos
particulares. ¡Cuántas veces el justo e inocente aparece ante los hombres como
culpable y pecador! Errores judiciales, calumnias atroces que no se desvanecen,
virtudes heroicas ignoradas o perseguidas...
Las cosas no
pueden quedar así. En el juicio particular se hace justicia a todos, pero
únicamente en el fuero meramente individual o particular. Es preciso que haya
otro segundo juicio, público y universal, donde aparezca radiante ante todos la
inocencia ultrajada de los justos.
Y, al contrario,
¡cuántas veces son tenidos en este mundo por personas honorables los más
vulgares malhechores! El caballero “intachable” que tenía tratos con una mujer
que no era la suya; el vulgar estafador que pasaba por hombre honrado o por
comerciante “inteligente”; el joven disoluto que aparecía ante la sociedad como
modelo y ejemplar de buenas costumbres; el sacrílego que comulgaba con
edificante piedad después de haberse callado, a sabiendas, un pecado grave en
la confesión; los crímenes conyugales perpetrados en el seno del hogar al
amparo de las tinieblas... Todo aparecerá a la faz del mundo el día de la
cuenta definitiva.
Y los pecados
colectivos de las naciones, los grandes crímenes políticos, las injusticias
sociales, los negocios fabulosos, las recomendaciones injustas, las
maquinaciones tenebrosas de las sociedades anticatólicas... ¿Por qué Dios
permite tamañas monstruosidades? Sencillamente porque habrá un juicio final en
el que Dios mismo echará abajo las caretas y disfraces de tantos hipócritas
enmascarados y pronunciará el anatema eterno sobre tantos crímenes impunes.
Estas son,
señores, las razones principales que el simple buen sentido descubre sin
esfuerzo para comprender lo justo y lo razonable del juicio universal. Nuestra
fe, sin embargo, no se apoya en esas razones, sino en la palabra divina de
Jesucristo. Lo ha revelado Él: habrá un juicio universal y habrán de comparecer
en él todos los hombres del mundo, sin excepción.
Pero todavía
concretó mucho más Nuestro Señor Jesucristo en el anuncio y descripción del
juicio final. Se dignó revelarnos, con todo detalle, la sentencia misma que
pronunciará en aquella tremenda asamblea mundial. Hela aquí, tomada
textualmente del Evangelio:
“Entonces dirá el
Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión
del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve
hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me
acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y
vinisteis a verme”.
Y le responderán
los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te
dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te
vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”
Y el Rey les
dirá: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis
hermanos menores, a Mí me lo hicisteis”.
Y dirá a los de
la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el
diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y
no me disteis de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no
me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.
Entonces, ellos
responderán, diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o
peregrino, o desnudo, o enfermo, o en prisión y no te socorrimos?” Él les
contestará diciendo: “En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con
uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”.
E irán al
suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna”. (Mt 25, 34-46).
Señores: esto es
dogma de fe, son palabras de Cristo, no son opiniones inventadas por los
teólogos, no son “cosas de curas y de frailes”, como dicen insensatamente los
incrédulos. Son cosas de Cristo, están en el Evangelio, se cumplirán al pie de
la letra.
Es conveniente,
señores, que meditemos un poco en el verdadero significado y alcance de esa
fórmula divina del juicio universal.
Sería un error
pensar que en el juicio final se nos examinará exclusivamente sobre la práctica
de las obras de caridad. Es cosa clara e indiscutible, que tanto en nuestro
juicio particular, como en el juicio universal, se nos juzgará acerca de todo
el conjunto de la Ley de Dios, sin excluir ninguno de sus mandamientos. Pero no
olvidemos que, en cierta ocasión, los escribas y fariseos preguntaron al mismo
Cristo: “Maestro, dinos: ¿Cuál es el primero y más importante de los preceptos
de la Ley? Y Jesucristo contestó, sin vacilar: Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y
el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como
a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas” (Mt 22,
35-40).
Con esta
respuesta, Cristo quiso poner de manifiesto que, ante todo y sobre todo, la ley
evangélica es una ley de caridad. Por eso aludirá a ella especialísimamente en
la fórmula del juicio universal. Se nos examinará, sin duda alguna, de toda la
ley y los profetas; pero, ante todo, y sobre todo, de la caridad, que es su
resumen y compendio.
Se nos
preguntará, principalmente, si hemos dado de comer al hambriento y de beber al
sediento; si hemos visitado a los enfermos y presos; si hemos vestido al
desnudo y hospedado a los peregrinos; si hemos enseñado al que no sabe,
corregido al que yerra y dado buenos consejos al que los necesitaba; si hemos
consolado al triste y hemos sufrido con paciencia los defectos de nuestros
prójimos.
Señores, ante
todo, y sobre todo, la caridad. Hay mucha gente que está completamente
equivocada; son legión los que han falsificado el cristianismo. No sin alguna
razón nos echan en cara por esos mundos de Dios a los católicos españoles que
hemos falsificado el catolicismo, que lo hemos transformado en una serie de
cofradías y capillitas, de procesiones y desfiles espectaculares, y nos hemos
olvidado de la verdad, de la justicia y de la caridad. Esto es lo que habría
que hacer, sin omitir aquello, como dice el Señor en el Evangelio. Todo aquello
está muy bien. Benditas cofradías, benditas procesiones, benditos escapularios
y medallas. Pero esto sólo, ¡no! Esto sólo, no es el catolicismo.
El catolicismo
es, ante todo, y sobre todo, caridad, amor, compenetración íntima en Cristo de
los de arriba y de los de abajo y de los del medio: “Ya no hay judío ni griego;
ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer; todos sois uno en
Cristo” (Gal 3, 28).
Este es el
verdadero cristianismo. Ante todo, y sobre todo, caridad. Que hay muchos
cristianos, señores, que pertenecen a todas las cofradías, que andan cargados
de escapularios y de medallas y no tienen caridad. Y cometen con ello un
gravísimo escándalo, porque hacen odiosa la religión a los fríos e indiferentes
y esterilizan la sangre de Cristo sobre tantos y tantos desgraciados.
Señores: ante
todo, y sobre todo, la caridad. La salvación del mundo, la salvación de esta
sociedad pagana y alejada de Dios, no podrá venir de otra manera que por una
auténtica y desbordada inundación de caridad por parte de todos los católicos
del mundo. Mientras no practiquemos la caridad no seremos auténticamente
cristianos, no podremos llevar al mundo el auténtico mensaje de Cristo. La
caridad por encima de todo.
¡Ah!, pero no
olvidemos que la caridad, la reina de todas las virtudes, no puede venir en suplencia
de la justicia, otra virtud fundamentalísima. La caridad no puede ser el
paliativo que encubra los fraudes de la justicia, sobre todo de la social;
tiene que venir a completarla, a darle su último toque, su esplendor y su
brillo cristiano. Hay que practicar la justicia social en la forma proclamada
en estos últimos tiempos por los grandes Papas, Vicarios de Cristo en la
tierra. El obrero, el trabajador tiene derecho a comer, no en plan de limosna,
no en plan de caridad: en plan de estricta justicia social. El obrero, señores,
por su mera condición de persona humana, por el solo hecho de haber nacido,
tiene derecho a percibir –a base de su trabajo– el jornal suficiente para vivir
él, su mujer y sus hijos.
La doctrina
social de la Iglesia está bien clara: salario familiar, participación en los
beneficios de la empresa, introducción progresiva en el contrato de trabajo de
elementos del contrato de sociedad. Y el empresario, el patrono, que pudiendo
incorporar esta doctrina a su empresa o negocio –aunque sea, naturalmente,
disminuyendo sus pingües ganancias– no lo hace, es un mal católico y está
quebrantando uno de sus más gravísimos deberes.
Claro está que el
obrero tiene, por su parte, la obligación de trabajar. Porque es preciso
reconocer que se está abusando demasiado al proclamar exclusivamente los
derechos de los obreros, sin hablarles jamás de sus deberes. Es preciso
proclamar bien alto que los obreros tienen derechos indiscutibles por exigencia
de la ley natural: tienen derecho al salario suficiente, tienen derecho a
comer. ¡Pero tienen también obligación de trabajar! No es lícito boicotear a la
empresa, dejar de trabajar y exigir un salario individual o familiar que no se
ha ganado honradamente con el trabajo estipulado. ¡Que trabaje el obrero y que
el patrono le dé el salario que necesita para atender a sus necesidades! Los
dos tienen que cumplir sus deberes para que puedan reclamar sus derechos. Eso
es lo que pide y exige la justicia más elemental y hasta la verdadera caridad
cristiana.
¡Ah, si practicáramos
todos la verdadera justicia social, completada por la más entrañable caridad
cristiana! ¡Qué pronto cambiaría la faz del mundo! Serían imposibles los
conflictos sociales, los cataclismos internacionales, la amenaza continua de la
guerra.
Cumplidas todas
las exigencias de la justicia social, todavía queda un amplio margen para la
caridad cristiana. ¡Cuántos sufrimientos y dolores se pueden aliviar, cuántas
lágrimas enjugar con el pañuelo de la caridad cristiana!
¡Ricos que me
escucháis! Tenéis en vuestras manos un gran instrumento de salvación. Utilizad
esas riquezas para granjearos amigos en el cielo, como dice Nuestro Señor en el
Evangelio. Utilizad esas riquezas para practicar, con mano espléndida, la
limosna al necesitado, como pide la caridad cristiana. Justicia social, sin
duda alguna; pero ella sola no basta. La justicia puede mitigar las luchas
sociales, pero nunca podrá realizar la unión de los corazones. Es preciso
completar la justicia con la caridad cristiana. Y entonces, sí, señores. Cuando
los de arriba y los de abajo y los del medio practiquemos la gran virtud, de la
que están pendientes toda la ley y los profetas, seremos auténticamente
cristianos y alcanzaremos, en el juicio final, la dicha inefable de estar a la
derecha de Jesucristo para oír de sus labios divinos la sentencia suprema que
habrá de hacernos felices para toda la eternidad. Así sea.
martes, 28 de octubre de 2014
Venerable Holzhauzer: tres días de tinieblas cubrirán la tierra
Venerable
Bartolomé Holzhauzer
(1613-1658)
El Venerable Bartolomé Holzhauser, después de predecir la Revolución Francesa,
Napoleón y su caída, dice:
"En medio de esto, la paz no se habrá aún restablecido definitivamente, pues de todos lados conspirarán los pueblos en favor de la república. Y así se verán todavía terribles calamidades por todas partes: la Iglesia y sus ministros serán hechos tributarios; los príncipes serán derribados; los monarcas, muertos y sus vasallos entregados a la anarquía. El Omnipotente, entonces, intervendrá con un golpe admirable que nadie en el mundo puede imaginarse. Y aquel poderoso monarca que debe venir de la parte de Dios reducirá a nada la república, subyugará a todos sus enemigos, destruirá el imperio de los franceses, y reinará de Oriente a Occidente. Lleno de celo por la verdadera Iglesia de Cristo, unirá sus esfuerzos a los del futuro Pontífice por la conversión de los infieles y herejes. Bajo semejante Pontífice será menester que el reino de Francia y las otras Monarquías se pongan de acuerdo después de las sangrientas guerras que las habrán desolado, y que, bajo la dirección de aquel gran Papa, emprendan la conversión de los infieles. Y así todas las naciones vendrán a adorar al Señor su Dios" En la interpretación del Apocalipsis, cap. II, versículos 7 al 13, dice:
"Porque si bien en la quinta
edad no vemos por todas partes sino las más deplorables calamidades; devastado
todo por la guerra; oprimidos los católicos por los herejes y malos cristianos;
la Iglesia y sus ministros hechos tributarios; trastornados los reinos, muertos
los monarcas, atormentados los vasallos y conspirando todos los hombres por
erigir repúblicas; se hace un cambio admirable, por la mano de Dios
Todopoderoso, tal que nadie pueda humanamente imaginárselo. Pues este monarca
poderoso que vendrá como enviado de Dios, destruirá las repúblicas hasta los
cimientos, someterá todo a su poder y empleará su celo en favor de la verdadera
Iglesia de Cristo. Todas las herejías serán relegadas al infierno. El
imperio de los turcos será destruido y aquel monarca reinará de Oriente a Occidente..."
(S. M. Mirakles, pág. 48; M. Servant, pág. 277).
Todavía sobre el Castigo:
"Durante tres días, la tierra será sumergida en la obscuridad más completa; como antaño en Egipto, el Ángel Exterminador abatirá todos aquellos que se han levantado con odio satánico contra la Iglesia y los sacerdotes" (M. Servant, pág. 376)
sábado, 25 de octubre de 2014
martes, 21 de octubre de 2014
INTERVENCIÓN DIVINA EN LAS CRISIS DE LA IGLESIA (5a parte)
LOS PRESBÍTEROS
ORTODOXOS TRIUNFAN Y SALVAN A LA IGLESIA DE OCCIDENTE.
Por un largo tiempo me
desentendí de este tema tan interesante y,
a la vez, tan actual y providencial para las almas que, afligidas por
este misterio de iniquidad que todo lo está oscureciendo y trastornando, tengan
en esta crisis de la cristiandad en tiempos de San Sofronio un remanso y un
ejemplo de firmeza en la fe aun cuanto el Pontífice Honorio I dio también su
apoyo incondicional a la herejía promovida por el Patriarca Sergio de
Constantinopla.
En el ultimo escrito sobre
el tema se daban algunas razones del triunfo de la herejía que, por desgracia
también ahora no se escapa a la problemática actual de la crisis de la Iglesia,
crisis de la fe y enfriamiento de la caridad, no es producto sino de una
IGNORANCIA RELIGIOSA de nuestra doctrina católica tan acentuada y profunda que,
por si misma socavo y socava estremeciendo y amenazando terminar con la Santa
Madre Iglesia y borrar todo lo que Dios hay en la tierra. Pido al amable lector
que, por caridad lea la carta pastoral de nuestro querido Monseñor Lefebvre
sobre este tan acuciante tema en el cual, de alguna manera nosotros mismos
somos también responsables y cómplices de esta catástrofe en la cual no se
vislumbra el fin aunque ya haya destellos del mismo. Aclarado esto paso la
palabra a San Sofronio.
“Pero Cristo Nuestro Señor,
si bien permite que su Iglesia pase por crisis muy agudas, (como a la que
estamos asistiendo en estos momentos) que han durado varias décadas y hasta
siglos, quizá para probar en ellas LA FE, LA FORTALEZA Y LA PERSEVERANCIA de
los cristianos y especialmente de los clérigos; no permite nunca como lo tiene
prometido, que su iglesia sea DEFINITIVAMENTE VENCIDA y la salva, dando su
asistencia sobrenatural por regla general a los Papas y a los Concilios, y
cuando estos excepcionalmente fallan; dando dicha asistencia a esos santos
varones, a veces SANTOS REBELDES que, como San Atanasio, San Sofronio, San
Bernardo y otros tantos, hace surgir siempre en estas graves crisis.
La santa rebeldía de San
Sofronio, en defensa de la ortodoxia y en contra de la Jerarquía eclesiástica
herética o cómplice de los herejes (como vemos los cómplices NO SON HEREGES,
pero por no reprimir, o no tomar medidas para apartarse de ellos, o dejando
estar confiando con una falsa confianza que raya en la presunción SE DEJAN
ESTAR QUE ALCABO Dios hará un gran milagro y nos librara de todo eso sin pensar
en aquellas sabias palabras del Santo Obispo de Hipona: “ El que te creo sin ti, no podrá salvarte sin ti” en donde
notamos que Nuestro Señor nos pide una colaboración necesaria no para El sino
para nosotros ignorar estas palabras de San Agustín y seguir nuestro parecer
marcado por la inercia, nos conduce a fomentar lo que no queríamos en esta
tierra y contra nuestro divino Maestro, dicha colaboración es tan culpable como
la de aquellos que, conscientemente prestan su apoyo a dichas herejías.
San Sofronio comenzó la
labor de la defensa de la fe con una gran actividad proselitista realizada por él
y sus seguidores; recibieron la ayuda divina, aumentando las huestes de la
ortodoxia. Algunos monjes, desde años atrás, convertían sus conventos en
verdaderas fortalezas de la ortodoxia, expulsando de su ceno a los disidentes y
enfrentándose a las protestas y condenaciones de los Obispos que apoyaban a sus
Patriarcas herejes, pudieron INSTRUYENDO A SUS FIELES SOBRE EL FONDO DE LA
CONTROVERSIA TEOLOGICA, obtener el apoyo de estos para sostenerse al frente de
la parroquia, (En los tiempos de San Sofronio todavía no existía la actual
organización parroquial de las ciudades, con excepción de Roma y Alejandría,
que vino a quedar establecida hasta el siglo X, sin embargo ya existían las
parroquias rurales) en contra de las órdenes de destitución que dictaban contra
ellos tal o cual Obispo herético, empleando en caso necesario, los mencionados
feligreses la fuerza física y hasta las armas, para impedir que tomara posición
de la parroquia, el presbítero hereje enviado por el Obispo para sustituir al
ortodoxo.
CEREBRO INCORRUPTO DE SAN SOFRONIO
Estas parroquias al igual
que los conventos antes dichos, se convirtieron así en fortalezas de la
Ortodoxia, que a pesar de estar rodeadas de un inmenso mar de herejía pudieron
salvar de esta a muchas almas, y mantener viva en gran número de fieles, la
llama de la verdadera fe, y fueron factor decisivo para el triunfo posterior de
la Ortodoxia, constituyendo así eficazmente, a la salvación de la Iglesia, en
momentos en que todo parecía humanamente perdido (Cuanta
similitud guarda este hecho con la actual realidad que nos toco vivir, realidad
que parece mostrarnos no solo el triunfo Satanás en el mundo, que siempre fue
suyo, sino principalmente en la Iglesia fundada por Nuestro Señor Jesucristo!
Cuan tan incrédulos asistimos a un misterio de iniquidad en donde reina la
CONFUSION en las almas aun católicas que, ante este verdadero Tsunami, intenta
convencernos que nuestra causa católica está perdida! Ante este panorama
desolador parecería que quienes, solo con la gracia de nuestro buen Dios sin
merito alguno de nuestra parte, desean ver a nuestra Madre la Iglesia libre de
todas estas angustias, nos viésemos obligados a CLAUDICAR porque es lo mas
“prudente” y nos “acomodemos” a todas estas novedades que son el pan de cada día.
Todo esto nace y se convierte en una especie de tedio, desaliento y tristeza,
porque vemos inútiles nuestros pequeñísimos esfuerzos y aun más nos hundimos en
la confusión cuando aquellos, que otrora, luchaban con nosotros, ahora nos
consideran SOBERBIOS Y REBELDES palabras que, a pesar de sernos conocidas cusan
una terrible decepción en nuestros corazones. Cuan tan ciertas son las palabras
de nuestro buen Maestro: “No he venido a traer la paz sino la guerra” como si
dijera: “Guerra avisada no mata soldado”, pero, por desgracia, puede más la
parte humana que debe nuestra alma hacer un esfuerzo grande para pedir a Nuestro
Señor nos enseñe a proceder según su Santa Voluntad y no la nuestra asi
encontramos consuelo para nuestras almas en aquel bellísimo y dolorosísimo
pasaje de los Santo Evangelios como lo es EL HUERTO DE LOS OLIVOS en donde
nuestro Salvador fue presa de muchas congojas, hastió, miedo y tristeza, pero
no se quedo ahí sino que, levantándose obro nuestra salvación. Este ejemplo,
entre otros nos debe levantar porque aunque todo este tan denso por el error
que llega a oscurecer nuestros días de fe, sepamos muy por cierto que la VERDAD
ES POR SI MISMA y el error NO ES POR SI MISMO sino una CARENCIA DE VERDAD O DE
BIEN y, como dijo Nuestro buen Dios, este no prevalecerá contra LA VERDAD
MISMA. Este es el momento de anclar nuestras frágiles y débiles barcas en la
piedra fundamental, que es Jesucristo, que su Santísimo Padre nos dejo. Ver
todo, como alguien me dijo una vez, desde la misma cruz y no desde nuestro
rastrero suelo. Es así como estos santos, cuya lucha relatamos hoy, tuvo un
final feliz.)
Este triunfo de la
Ortodoxia solo fue capaz mientras las autoridades civiles locales, quizá por
simpatizar con los curas ortodoxos, disimularon y toleraron el hecho (hoy
no solo disimulan y toleran sino que también colaboran formalmente con la
actual Iglesia para acelerar la descristianización de la sociedad católica en
todo el mundo) sin intervenir por la fuerza para
expulsar al sacerdote fiel de su parroquia y poner en su lugar a un hereje, lo
cual sucedió cuando recibieron órdenes expresas del Emperador.
La historia de la Santa
Iglesia con posterioridad a la crisis del Monotelismo, nos sigue demostrando el
papel importante que han desempeñado, en el triunfo de la ortodoxia católica,
los sacerdotes, ya párrocos o capellanes, fieles a la verdad revelada, (hoy por
hoy parece que la voluntad divina quiere mostrarnos de nuevo que su triunfo
puede venir de los dóciles e indignos instrumentos como lo son sus sacerdotes
fieles a la VERDAD) al mismo tiempo dicha historia eclesiástica, nos demuestra
una y otra vez, el papel decisivo, que las autoridades civiles, pueden
desempeñar para dar el triunfo a la Ortodoxia o a la herejía. Así por ejemplo
durante la reforma protestante, la intervención de las autoridades civiles fue
decisiva en todas partes.
Es de suma importancia mencionar la acción definitiva
de la Providencia Divina que ha utilizado a reyes y emperadores, como lo es el
caso del Emperador Federico II de Alemania. (Quizá, diríamos, estos
hechos históricos están muy lejos de nosotros pues ya no hay reyes y
emperadores sino Estados “Cristianos” de constitución liberal, en donde existe
LA LIBERTAD RELIGIOSA Y DE CULTOS y, por lo tanto estos estados no defenderán
la ortodoxia católica, es verdad, pero, acaso está todo perdido para la
Omnipotencia Divina, cuya principal virtud es escribir en renglones torcidos?
Admitir esta “limitación” de Dios en los acontecimientos mundiales que atañen
principalmente a su esposa Castísima, es caer en la desconfianza divina que
significa la muerte espiritual del alma, lo cual es inaceptable para un alma
católica. El modernismo, ciertamente es el mayor mal, en la actualidad, dentro
de la Iglesia y esta forma de pensar dio a luz un engendro que la está
devorando o que, al parecer, puede ser el instrumento incondicional de Nuestro
Señor para los males de nuestro tiempo, el PROGRESISMO. Este desde hace años alimento
y alimenta a otro gran bestia terrible EL COMUNISMO que conspirado y conspira
contra la Iglesia (modernista) para derrocarla y a su vez destruir esos
gobiernos traidores a Cristo. No podemos cerrar los ojos ante esta realidad
sobre todo cuanto es la misma Santísima Virgen María quien, en repetidas
ocasiones, lo menciona ya no implícitamente sino explícitamente el gran peligro
que el comunismo significa para la cristiandad y el mundo entero, la Sallete y
Fátima son las dos apariciones que nos alertan de este gran peligro) .
Terminado
este breve paréntesis y volviendo a la crisis del Monotelismo se debe decir con
toda propiedad, que la labor de los presbíteros fue muy eficaz en la misma Roma,
donde a espaldas del mismo Papa Honorio, muchos seguían defendiendo la
existencia de las dos voluntades en Cristo Nuestro Señor, a pesar de la
prohibición papal de tratar de estas cuestiones. Uno de ellos era el presbítero
Severino, quien a pesar de la gran amistad que lo ligaba al Papa, hacia labor
de apostolado, a favor de la verdadera fe.
Los presbíteros de Roma, se
preparaban en secreto, para elegir un Papa ortodoxo cuando ocurriera la muerte
de Honorio I, mientras que los Patriarcas y obispos herejes, por otro lado,
hacían también preparativos, en unión de los Obispos monotelitas, para obtener
la elección de un Papa monotelita. La incansable labor del apostolado de los
primeros, hizo que la mayoría de los presbíteros de Roma tomaran partido en definitiva
por la doctrina verdadera.
El Papa Honorio I falleció
el 12 de octubre del año 638. Los presbíteros ortodoxos de Roma, obrando con
resolución y energía, lograron que los presbíteros de la ciudad eligieran como
Papa al presbítero Severino. La gran amistad de este último con el Papa
Honorio, podía atraer a los amigos y admiradores de este y su ortodoxia era la
mejor garantía para los ortodoxos, consiguiendo de esta manera en Roma la tan
ansiada UNIDAD de la cristiandad en la ortodoxia, tan necesaria para
enfrentarse al mar de herejía que carcomía a la cristiandad.
(En el siguiente
capítulo se verá como el Patriarca y Obispos herejes, lucharan para anular la
elección del presbítero Severino como Papa)
lunes, 20 de octubre de 2014
EXCELENCIA DE LUCIFER, SU INFLUJO EN EL PECADO DE LOS DEMÁS Y NUMERO DE LOS PREVARICADORES.
La revelación y la
tradición opinaron de diversas maneras siempre buscando la solución en las
Sagradas Escrituras.
Santo Tomás, que en las
cuestiones opinables es siempre respetuoso con la tradición cuando otros
testimonios de mayor valor a una poderosa razón nos obliga a adoptar una
posición determinada, deja en su exposición amplio margen como en este caso,
para elegir entre una u otra sentencia aunque sin ocultar lo que personalmente
considera más razonable.
Comentario: No
es otro su proceder sino el mismo en lo que los teólogos dan por llamar
“cuestiones disputadas”, es decir, que en esta materia que estamos tratando los
católicos pueden tener una u otra opinión sin que ello comprometa la salvación
de su alma puesto que no han sido definidas como dogma de fe, y así vemos que
en el pecado de Adán difieren los teólogos de su época como San Buenaventura
sobre si era necesaria la venida de Nuestro Señor Jesucristo. El solo se limita
a decir que si las Sagradas Escrituras dicen que si, así debe ser, pero siempre
respetando la opinión de los demás. Lo mismo sucedió con el dogma de la Inmaculada
Concepción en la cual el opinaba de manera contraria a los teólogos
contemporáneos, mas no por eso se le notó una disputa agria o ácida, ni
pretendió poner, con su autoridad de teólogo, algo que era también muy
disputado en virtud de que la Iglesia no se había declarado con respecto a ese
dogma, por lo tanto era opinable y no se oponía a la salvación de las almas.
Ejemplos muy claros y evidentes de almas verdaderamente imbuidas en la verdad
divina que con su ejemplo nos invitan a actuar de la misma manera prudente y
santa ante las opiniones actuales que se enraízan en cuestiones teológicas o de
derecho canónico, o como se dice de sentido práctico. Pretender imponer una
“questio disputata” a las demás personas sin tomar dicho ejemplo de los santos
es una cuestión grave de imprudencia aunque sea apoyada por los “teólogos
modernos” que pululan a granel y que, por desgracia sin querer ni pensarlo algunos,
quieren imponerlo como una “questio sine qua non”, es decir una cuestión sin la
cual uno no se puede salvar, y esto sí es grave por estar en contradicción del
actuar de los santos y más de un santo teólogo por excelencia a quien NADIE
SUPERARA hasta el fin del mundo. No pretendamos ser mas teólogos que ellos, no
opinemos sobre temas candentes sin la ayuda imponderable de la gracia y la luz
divina que a nadie se le niega si se pide con humildad, no contribuyamos a la
incertidumbre de los espíritus débiles que apenas inician el camino de la perfección
y de la unión con Dios y en prosecución de su fin último al que todos estamos
llamados antes bien contribuyamos a cerrar el numero de los elegidos en el
cielo para que se acaben de una vez por todas las aflicciones que, con mayor
ímpetu, caen sobre nuestras almas. Este es, a mi forma de ver el verdadero espíritu
de la verdad, y del apostolado actual. Habrá quienes difieran de este criterio
respeto siempre y cuando su forma de actuar provenga de la voluntad de cumplir bajo el influjo de la gracia divina, todo lo dicho o hecho
fuera de esta norma no lo apruebo y estoy en contra de ello.
Sigamos con Santo tomas:
Probablemente el principal de los ángeles que pecaron
era el más perfecto de todos los ángeles.
Respecto a esto debemos
atender exclusivamente al motivo que los indujo a pecar. Y si este fue la
propia perfección y excelencia, esta era mayor en el Ángel más perfecto que los
otros, por donde es verosímil que fuese el principal en pecar.
“En el pecado se deben
considerar dos cosas: LA PROPENCIÓN AL PECADO Y EL MOTIVO DE PECAR. Si en el ángel
se considera la PROPENCIÓN al pecado, más bien parece que pecaron los
inferiores y no los superiores, y por esto dice el Damasceno que el mayor de
los que pecaron fue el que precedía al orden terrestre. Y esta opinión parece afín
con otra de los platónicos, según lo refiere San Agustín en de trinitate,
quienes decían que los dioses son todos buenos, y los demonios, en cambio, unos
son buenos y unos son malos (errores que hoy en el vulgo se difunden actualmente ya de broma o
serio, no así en los “teólogos modernistas” quienes van más allá negando la
existencia del demonio)advirtiendo que llamaban dioses a las sustancias
intelectuales que están por encima del globo de la luna, y demonios a las
sustancias intelectuales que están debajo, aunque superiores a los hombres en
el orden de la naturaleza. Y no hay motivo para desechar esa opinión como
contraria a la fe, ya que Dios administra todas las criaturas corporales por
medio de los Ángeles, como dice San Agustín. Y, por consiguiente, nada impide
decir que los anteles inferiores están destinados por disposición divina para
administrar los cuerpos superiores y los supremos, para asistir delante de Dios.
Y por eso dice San Juan Damasceno que los que pecaron fueron los inferiores,
aunque en aquel orden inferior quedaron fieles algunos ángeles buenos. (El paganismo clásico o aquel que prevaleció
en todos los pueblos antes de la venida de Nuestro Señor se les puede
comprender porque no conocían la verdadero Dios y a su Hijo Jesucristo, por tal
razón cayeron en esos excesos que el Apóstol de las gentes nos señala en sus
epístolas. Mas después de la gloriosa venida del Salvador y que el mundo ya ha
recibido la buena nueva hasta los más remotos confines de la tierra, no podemos
aceptar y mucho menos tomar como referencia espiritual por no cumplir con el
fin teológico esas “doctrinas” y costumbres paganas como complementarias a la
religión católica como que si esta última no hubiese sido totalmente enriquecida
por su divino Maestro y “algo” le hiciera falta. Lo que es peor aun que se
pondere en mucho a esos escritores como que son contribuyentes al
“enriquecimiento” de la doctrina católica, me refiero más concretamente a las
famosas obras de Tolkins y a las Crónicas de Narnia entre otras del mismo
estilo que contradicen la doctrina del Angélico dejando de lado la divina
revelación gracias a los “teólogos de hoy en día”. Que sean aceptados como una
distracción no me parece mal, pero que sean considerados como que en algo
contribuyen a la verdadera doctrina lo considero aberrante).
Si, en cambio, se considera
el motivo de pecar, hallaremos que es mayor en los superiores que en los
inferiores. En efecto, según hemos visto, el pecado de los demonios fue el de
soberbia, cuyo motivo es la excelencia, que poseyeron en mayor grado los
superiores que los inferiores, y por esto dice San Gregorio: que el que pecó fue el supremo entre todos.
Y esto parece ser lo más
probable. El pecado del ángel no procedió de ninguna propensión, sino solo de
su libre albedrío, y, por tanto, parece que preferentemente se ha de tomar en
cuenta el motivo de pecar.
Si el pecado del primer Ángel fue la causa de que los
otros pecasen.
Santo tomas se plantea
cuestión porque antes que nada corresponde a su sistema teológico ver las
posibilidades contrarias a lo que
posteriormente va a refutar y en este caso considera como dificultad de que por
el pecado del primer ángel no haya sido la causa de que otros pecaron y la formula
de la siguiente manera: “La causa es anterior al efecto. Pero como dice el Damasceno,
los Ángeles pecaron todos a la vez. Luego el pecado de uno no fue la causa de
que otros pecasen (Causa-efecto ej: el sol nos calienta no
porque los rayos del sol sean la causa sino por el fuego que se encuentra en el
mismo sol, lo primero es el efecto y lo segundo es la causa).
A lo que responde el Doctor
Angélico: En el libro del Apocalipsis se dice que el dragón (Lucifer) arrastró tras de sí la tercera parte de las estrellas.
Por lo tanto el pecado del
primer ángel fue la causa de pecar, no coactiva, (como obligados a pecar) sino
a modo de acción persuasiva
(aquí vemos al primer mal orador, seria
demagógico el demonio en su primer discurso frente a los demás Ángeles que se
revelaron?) Un indicio de esto lo tenemos en que los demonios están sujetos a aquel
primer rebelde, como claramente se ve por lo que dice el Señor en San Mateo: “Id, malditos, al fuego eterno que está
preparado para el diablo y sus ángeles (argumento
fehaciente de la eternidad el fuego del infierno en contra de quienes ahora
opinan lo contrario basados en sentimientos más que en la verdad)
y esto porque en el orden de la divina justicia está dispuesto que, si alguno consciente
en la culpa por sugestión de otro, queda en castigo sujeto a su poder, conforme
a lo que dice San Pedro: “Cada cual es
esclavo del que triunfo de el”
domingo, 19 de octubre de 2014
¿PAULO SEXTO BEATO? SOLO PARA LA IGLESIA CONCILIAR
ESCANDALOSAS PALABRAS DE PAULO SEXTO:
«La Iglesia del Concilio – dijo – se ha ocupado mucho
del hombre, del hombre en nuestra época: del
hombre vivo, del hombre totalmente ocupado de si,
del hombre que se hace no solo el centro de todo su
interés sino que se atreve a pretender que es el principio
y razón última de toda la realidad… El humanismo
secular, revelándose en su horrible realidad
anticlerical ha definido, en un cierto sentido, al Concilio.
La religión del Dios que se convirtió en hombre
se encontró con la religión del hombre que se hace
dios a si mismo. ¿Y que ocurrió? ¿Hubo un choque,
una batalla, un anatema? Pudo haber sido, pero no
hubo ninguno. La antigua historia del Samaritano ha
sido el modelo de la espiritualidad del Concilio. Un
sentimiento de inmensa simpatía lo ha penetrado todo.
La atención de nuestro Concilio ha sido absorbida
por el descubrimiento de las necesidades humanas.
Reconocedle al menos este mérito, vosotros, humanistas
modernos que habéis renunciado a la trascendencia
de las cosas supremas y sabed reconocer
nuestro nuevo humanismo: Nos, también, más que
cualquier otro, honramos a la Humanidad;
¡NOSOTROS
TENEMOS EL CULTO DEL HOMBRE!» [Paulo VI] sábado, 18 de octubre de 2014
PRESENCIA DE SATAN EN EL MUNDO MODERNO: Las '"diabluras" de Lourdes
CAPITULO II
Las '"diabluras" de
Lourdes (por Mons. Cristiani)
Una
pequeña ciudad sale de la sombra. Si la
muy modesta aldea de Ars debe toda su fama a su santo cura, en el sentido de
que era completamente desconocida en el mundo antes de él, no es exactamente lo
mismo en el caso de Lourdes.
En
su Francia pintoresca, que data de 1835, Abel Hugo, el hermano mayor de Víctor,
habla de ella en estos términos: "Esta capital del antes llamado
Lavedan-en-Bigorre tenía el nombre, antiguamente, de «Mirabel», palabra que en
el dialecto del lugar significa bella vista."
En
Lourdes existe un viejo castillo que había servido sobre todo de prisión de
Estado desde el siglo XIV. Este castillo acababa, nos dice Abel Hugo, de ser
reparado. Y añade: "La ciudad rodea la roca del costado opuesto al Gave;
se extiende en una barranca atravesada por un torrente. Bien construida pero
irregular, ningún edificio notable la decora; pero se halla situada
ventajosamente en la unión de cuatro valles que recorren las rutas de Pau, Tarbes,
Baréges y Bagnéres."
Pero
no fué un bello lugar lo que acudieron a ver millones de peregrinos en el
transcurso del año 1958. Este año marcó el centenario de las apariciones. ¿De
qué apariciones se trata? Todo el mundo lo sabe. El 11 de febrero de 1858, una
niña, muy simple, muy pobre, muy ignorante, pero muy piadosa, Bernadette
Soubirous, vio de pronto, en el hueco de una roca, en la entrada de la gruta de
Massabieille, a "una joven blanca".
Y
dieciocho veces, entre el 11 de febrero y el 16 de julio, la aparición volvió.
Pero
nuestro objeto no es, evidentemente, repetir un relato tantas veces ofrecido a
los lectores de todos los países del mundo.
¿El
diablo ha intervenido en esta extraordinaria aventura? Su silencio o su
ausencia sería bastante asombroso... Iba a rondar sin duda por Ars, alrededor
de un santo. ¿Podía desatender lo que ocurría en la Gruta milagrosa? Todos los
que han escrito sobre Lourdes, y son muchos, han señalado, en efecto, sus
intervenciones. Fueron lo que se llama en teología infestaciones y vamos en
este capítulo a recorrer las rarezas tan dignas de Satán.
Un alerta dudoso.
Si
creemos al excelente J. B. Estrade, uno de los primeros relatores de las
apariciones, hubo ya un alerta, el 19 de febrero, en ocasión de la cuarta aparición.
Cuando
Bernadette, desde la Gruta, subía hacia la ciudad, habría revelado que la
aparición había sido perturbada por clamores extraños e insólitos. Estos
clamores parecían subir del Gave, y eran numerosos y como contestándose unos a
otros. Se interpelaban, se cruzaban como las vociferaciones de una muchedumbre
tumultuosa. Entre estos aullidos deformados una voz más clara se elevó iracunda
y se oyeron estas palabras proferidas como una amenaza: "¡Escapa!. . .
¡Escapa! . . ¿A quién se dirigía esta orden perentoria? Bernadette comprendió
en seguida que no era a ella, demasiado insignificante para ser peligrosa, sino
a la "joven blanca" que se mostraba a sus ojos extasiados, y cuyo
nombre aún ignoraba. Pero — siempre de acuerdo con la versión de J. B. Estrade
—la Visión de luz no hizo más que volver los ojos un instante hacia el punto de
donde salían los clamores y esta rápida mirada fué tan eficaz, de una autoridad
tan perfectamente soberana, que el silencio siguió inmediatamente a los
clamores que se habían oído hasta ese instante.
J.
B. Estrade declara que el relato de este primer alerta le fue "hecho
directamente por la vidente, a él y a su hermana". El abate Nogaro, cura
de la catedral de Tarbes, recibió también el dato de "la misma
extática".
Creemos,
pues, con monseñor Trochu, que debemos admitir el hecho. Pero tenemos dudas
sobre la fecha. El padre Cros, S. J., en efecto, que ha estudiado con tanta
minucia todo lo que concierne a las Apariciones, no habla de ello en la fecha
19 de febrero, ni más tarde por cierto. Además, tiene ocasión, con harta
frecuencia, de señalar los errores en los recuerdos del buen señor Estrade, lo
cual nos induce a creer que éste ha situado mal el citado episodio en el
sentido de habernos dado una fecha muy anterior. No lo descartamos, por cierto,
pero pensamos que ha de haberse producido más adelante.
Lleguemos,
pues, a las "diabluras" mejor fechadas y por lo tanto más seguras.
Pero
cumpliendo nuestro propósito de no dar más que hechos bien atestiguados
seguiremos de muy cerca los datos del padre Cros1.
Antes
que nada, entonces, los hechos y después los ensayos de explicación.
Cantidad
de visionarias Fué un jueves 15 de abril cuando el alcalde de Lourdes, el señor
Lacadé, entregó un primer informe al subprefecto de Argeles sobre otras
visionarias además de Bernadette Soubirous. Recordemos bien la fecha. De
acuerdo con los cálculos del padre Cros, habíanse producido ya 18 apariciones,
del 11 de febrero al 7 de abril 2. La serie estaba, pues, terminada. Bernadette
permanecerá alejada de todo cuánto
va a producirse. Pero leamos el informe del alcalde: "El sábado último
pasado, 10 de abril —escribe—, tres niñas de Lourdes estaban en la Gruta
rezando a Dios y a las dos de la tarde la Virgen, afirman ellas, se les
apareció. Una de ellas ha puesto en manos del señor cura una declaración
escrita que éste ha enviado al señor obispo.
"La
llamada Pauline Labantés, que estaba en la Gruta ayer por la mañana, 14 de
abril, a las diez, para rezarle allí al Señor, dice haber visto a la
Virgen."
No
era, sin embargo, más que un comienzo.
El
muy concienzudo comisario de policía Jacomet, redacta a su vez un informe, como
era su deber, dirigido al subprefecto, luego al prefecto.
Las
visionarias van a multiplicarse. Bernadette está, si nos atrevemos a decirlo,
"hundida". No puede rivalizar con tantas otras que ven maravillas. El
comisario da detalles muy precisos. Estos detalles son muy útiles para formarse
una opinión sobre el valor de estas nuevas visiones. ¿Dónde ocurren? Jamás en
el lugar mismo donde Bernadette había visto a la Virgen y oído su nombre de
labios de Ella misma. Parece que una protección invisible rodea ese lugar, como
rodea a la persona misma de Bernadette. En tanto que ésta permanecerá siempre
tan "natural", es decir, tan exactamente lo que trata de la bella obra: Historia de Nuestra
Señora de Lourdes según los documentos y los testigos, por L. J. M. Cros, S.
J., París Beauchesne, 1927 sobre todo en el tomo II, pág. 47 y siguientes y
passim.
Sabemos que hubo todavía una aparición a
Bernadette el 16 de julio, pero el padre Cros no la cuenta. Para él la serie se
cerró el 7 de abril. Ella era, muy simple, muy modesta, muy ignorante, pero muy
recta y muy sincera, he aquí las indicaciones que nos han sido proporcionadas
sobre las nuevas videntes.
El
10 de abril eran cinco y no tres, como lo decía el primer informe del alcalde.
"Una
de ellas — escribe el comisario — es Claire-Marie Sazenave, de veintidós años,
muchacha virtuosa, de una fe ardiente, de una imaginación exaltada: «He visto
—dice ella— una piedra blanca, casi al mismo tiempo una forma de mujer, de
estatura normal, llevando un niño en el brazo izquierdo: el rostro sonriente,
cabellos ondulados que le caían por los hombros; sobre su cabeza algo blanco
levantado como por una peineta; por fin un vestido blanco. En cuanto al niño,
lo distinguí confusamente y sólo al principio; después no lo vi más»."
"La
segunda, Madeleine Cazaux, cuarenta y cinco años, casada, mala mujer, adicta a
la bebida, explica así su visión: «Vi sobre la piedra blanca algo, del tamaño
de una niña de diez años; tenía un velo blanco sobre la cabeza que le caía
sobre los hombros, los cabellos le caían sobre el pecho. Todas las veces que se
movía un poco la vela, esta forma desaparecía»."
"La
tercera, Honorine Lacroix, de más de cuarenta años, prostituta, de costumbres
innobles, dijo que había visto, la primera, a la Virgen. «Esta Virgen — declaró
— tenía la forma de una niñita de cuatro años, cubierta por un velo blanco y cuyos
cabellos le caían sobre los hombros y estaban recogidos sobre la frente. Sus
ojos eran azules, sus cabellos eran rubios, la parte inferior del rostro era
blanco y las mejillas rojas»."
"En
cuanto a las dos extranjeras, de las cuales una ha tenido también una visión,
según dicen, no se ha oído hablar más de ellas: se ignora de dónde son."
Todo esto, a primera vista, es muy sospechoso! Pero lo que no lo es menos es el
lugar donde se manifestaban estas pretendidas apariciones.
El
lugar es siempre el comisario el que nos ha hecho una descripción detallada.
Después
que la Gruta, como consecuencia de las apariciones a
Bernadette,
se hubo convertido en un punto de peregrinaje popular, se había levantado allí
una especie de altar donde los visitantes llevaban ramos de flores del campo o
de los jardines y depositaban allí sus ofrendas. La Gruta tenía la forma de un
horno de alrededor de cuatro metros de profundidad. La bóveda de este horno se
hallaba a dos metros sesenta de altura. Ahora bien, a los dos metros cincuenta,
más o menos, es decir en un punto al cual no podía llegarse sin una pequeña
escalera, se abría en la bóveda misma un corredor estrecho que se hundía,
aunque ascendiendo abruptamente en el interior de la roca. Este corredor podía
tener cuatro metros de largo y desembocaba en un espacio oval que medía
alrededor de dos metros sesenta de diámetro. Más adelante el corredor se
estrechaba de nuevo. Y cuatro metros más adelante uno estaba bloqueado, pero se
podían percibir a la luz de los cirios, paneles de rocas blanquecinas.
Se
sobreentiende que para deslizarse en este hueco de la roca era necesario, casi
sin excepción, arrastrarse boca abajo en una posición muy
incómoda y bastante poco decente para una mujer. Además, la primera vez las
"videntes" no habían llevado consigo ninguna escalera, como se hizo
después, sino que habían trepado sin vergüenza al altar levantado en el fondo
de la Gruta para arrastrarse desde ahí en el corredor misterioso que acabamos
de describir sumariamente.
Se
iluminaban con velas cuya luz vacilante arrojaba, sin duda, formas cambiantes
que podían tomarse, con un poco de imaginación, ora por una mujer de estatura
normal, ora por una niñita de diez años o aún mismo de cuatro.
El
comisario decía claramente, con una expresión de reprobación: "Fué el
sábado 10 de abril que por primera vez las mujeres se arriesgaron a visitar el
lugar que les describo. Ni el altar que era necesario hollar, ni la decencia,
ni nada las detuvo. Eran cinco, grupo bien curioso por las diferencias de edad,
de vida y de costumbres."
Esta
primera visita no tuvo mucha repercusión. Marie Cazenave, la más honorable de
las tres videntes, parece haberse sentido, dijo el comisario, "avergonzada
de lo que declaraban haber visto sus poco dignas compañeras". Pero la cosa
se propagó, con todo. La curiosidad fué más fuerte que el respeto humano. Otras
mujeres entraron a su vez en el hueco de la roca. Muchas no vieron nada y
regresaron muy desconcertadas.
Pero el 14 de abril, Suzette Lavantes, sirvienta
de cincuenta años de edad, realiza la ascensión de la galería y vuelve toda
entusiasmada. La rodean, la interrogan. Ella ha visto. Está todavía toda
temblorosa. ¿Qué ha visto? "Una forma blanca — dice — más o menos del
tamaño mío, una especie de vapor como un velo, y debajo un vestido de cola,
pero no distinguí ninguna forma humana, ni cabeza, ni brazos, ni piernas, ni
parte alguna del cuerpo. Por lo demás — añade —, lo que he visto es tan
indeciso y vago que no puedo darme cuenta de lo que es."
Y
con estos elementos empezó el alboroto. A partir de este momento los
peregrinajes a la galería tan poco abordable se multiplican.
El
17 de abril, por primera vez, hombres y mujeres se encuentran reunidos para
esta expedición perturbadora. Una joven, Josephine Albario, de quince años, empieza
a llorar, a agitarse. La tranquilizan, la hacen salir. Se ven obligados a
conducirla de nuevo a su casa y a acostarla. Declara que ha visto a "la
Inmaculada Concepción, llevando a un niño en brazos y junto a ella a un hombre
con una larga barba". ¡Y esta misma aparición parece perseguirla hasta su
cama! Los ánimos desde ese momento se alteran. Dos corrientes de opinión
parecen definirse. Unos están llenos de admiración, creen en todas las
apariciones, las de Bernadette y las de sus émulos. Otros, chocados por muchos
detalles de las nuevas visiones, no creen ni en las de Bernadette. La confusión
es enorme. El 18 de abril, la propia sirvienta del alcalde es presa de
convulsiones porque ella también ha creído ver algo.
Pero
esta vez ella no ha tenido ni siquiera que subir al corredor de la roca, puesto
que sus convulsiones empezaron delante del altar de la Gruta, cuando rezaba su
rosario. El alcalde tiene absoluta confianza en su sirvienta. Va a ordenar que
se realicen experiencias para saber si los juegos de luz pueden provocar las
visiones que enloquecen a tantas mujeres. El 19 de abril una comisión
investigadora entra en la gruta superior; se desea tener la conciencia
tranquila.
Las
visiones, y sobre todo la de Josephine Albario, que le han provocado un éxtasis
de tres cuartos de hora, ¿pueden tener una explicación natural?
Pero
el resultado de esta investigación es completamente negativo.
Con
todo debemos destacar que las apariciones a Bernadette habían estado rodeadas
de circunstancias muy diferentes de las que acabamos de relatar.
Lo
cierto es que la muchedumbre tenía tendencia a confundirlas.
Las
personas serias como el comisario Jacomet, se creyeron, por lo tanto,
autorizadas, sin más trámites, a atribuirlas, las unas y las otras, a
imaginaciones deplorables. Y el procurador Dutour escribirá al procurador
general, el 18 de abril, quejándose de la actitud del clero:
"No
se hace nada para desviar del camino por el cual avanza cada día más el
sentimiento religioso que se extravía como consecuencia de la locura o de la
superchería. Las visiones se multiplican; ya no se alcanza a contar los
milagros; el clero y el señor alcalde de Lourdes no parecen tener otra
preocupación que registrarlos."
Y
reconstruye, a su vez, como el comisario Jacomet, todo el proceso de las
visiones que acabamos de relatar.
No
hay duda que en esa fecha de fines de abril de 1858, la confusión de los
espíritus era extrema en lo tocante a las apariciones.
Primeros temores:
Y
sin embargo una voz se hizo oír que debemos registrar y que nos servirá aquí
como principio de distinción. Hemos dicho que había hasta ese momento dos
tendencias: o admitir y admirarlo todo, o condenar todo y poner todo en
cuarentena. Por primera vez, un sacerdote va a insinuar lo que más tarde fue
reconocido como verdad.
Hacia
esa misma época, en el número de "videntes" se contaba una cierta
Marie-Bernard, de Carrére-basse.
"Pretendía
— cuenta el abate Pene — haber visto en la Gruta a
un
grupo de tres personas: un hombre con barba blanca, una mujer bastante joven, y
un niño. El anciano tenía llaves en una mano y con la otra se enrulaba los
bigotes. Al principio se dijo en la ciudad que podía ser la Santa Familia. Más
tarde la misma visión se reprodujo y se añadió que se habían observado ademanes
poco decentes hechos por estos personajes. Si estos ademanes fueron advertidos
por la misma visionaria o por otros que hubieran podido tener la misma visión,
tanto mi hermana como yo nunca lo supimos. No obstante esta mujer era penitente
mía y varias veces me había relatado estos hechos, pero no le presté mayor
atención, creyendo que no eran más que maniobras diabólicas tratando de
escribir con su sombra las apariciones precedentes"
Nosotros
subrayamos estas últimas líneas. Nos parecen dar, en efecto, la explicación más
razonable sobre todo el conjunto de hechos.
Aunque
atribuyamos a la exaltación, a la imaginación, al contagio espiritual, las
visiones que se agregan a las apariciones a Bernadette, no hay duda, en efecto,
que el demonio hallaba en ellas su, provecho y que se veía asomar en el
conjunto de los episodios de los cuales no hemos comentado más que una parte,
una táctica: la de desvirtuar las visiones autentiquísimas y las apariciones
certísimas de la Virgen bajo el flujo de imitaciones absurdas o estrambóticas
con las que una parte del público se saciaba con deleite en Lourdes, mientras
que los más cuerdos se encogían de hombros.
Ahogar
la verdad en la mentira era un procedimiento muy digno del demonio. Y lo que
vamos a decir confirmará esta primera apreciación de los acontecimientos.
Debemos
hacer notar, con todo, que las interdicciones y oposiciones que sufrieron las
apariciones verídicas de Bernadette, tuvieron por lo menos un buen resultado:
el de limitar o de suprimir las manifestaciones diabólicas en su extrema
violencia. Con el tiempo se llegará a comprender que no se trataba de admirar
todo ni de condenar todo, sino simplemente de distinguir.
La
más acreditada de estas visionarias había sido la joven Josephine Albario.
Pero había en su caso demasiadas perturbaciones, agitaciones, lágrimas. El
señor Estrade que hemos citado en varias oportunidades y cuyos juicios son más
seguros que sus recuerdos, escribirá sobre ella después de haberla colocado,
interiormente, en el mismo nivel, en su confianza, que a Bernadette: "Algo
secreto incomodaba, sin embargo, mi admiración y parecía advertirme que la
verdad no se hallaba ahí. Establecí comparaciones y recordé que ante los
éxtasis de Bernadette me sentía transportado, en tanto que ante los de
Josephine . . . sólo me sentía sorprendido.
Yendo
al fondo de los primeros percibía en ellos una acción verdaderamente celestial;
enfrentándome con los segundos sólo encontré en ellos las agitaciones de un organismo
fuertemente sobreexcitado.
Al
hablar así, el señor Estrade, como todas las personas sensatas, practicaba ese
arte necesario que San Ignacio de Loyola había llamado "discernimiento de
los espíritus". Y el mismo San Ignacio no había hecho sino poner en
fórmulas el grande precepto de San Pablo, en los albores del cristianismo:
"El espíritu no lo apaguéis, las profecías no las menospreciéis; probadlo
todo, quedaos con lo bueno..
(I
Tesalonicenses, V, 19-21).
Juicios razonables.
La
verdad estaba, pues, en camino. La luz se hacía poco a poco en los espíritus,
aunque se estaba todavía bastante lejos del objetivo final, como vamos a verlo.
Pero
antes de ocuparnos de otra serie de perturbaciones y agitaciones en las cuales
las infestaciones diabólicas se tornarán cada vez más visibles, daremos otro
ejemplo más de las apreciaciones que se hacían en torno de las demasiadas
"videntes" que le hacían la competencia a Bernadette. Acabamos de
hablar de Josephine Albario, muchacha excelente, por lo demás. He aquí otra:
Marie Courrech, la sirvienta del alcalde de Lourdes. Sería demasiado largo
consignar aquí sus propias declaraciones que figuran en la obra del padre Cros.
(II, 96 v siguientes.)
Pero
lo que nos llama la atención es el juicio que sigue, hecho por un habitante de
Lourdes, Antoinette Garros: "No tenía fe —dice— en las visiones de Marie
Courrech; su rostro no era el de Bernadette ni sus ademanes tampoco. Tenía
sacudimientos, sobresaltos. Muchas veces, viendo estas apariciones más allá del
Gave, se lanzaba hacia adelante, porque, decía ella después, la Aparición la
llamaba a la Gruta. Si no la hubiésemos retenido con grandes esfuerzos, se hubiera
precipitado en el Gave. Cierto día que yo la retuve violentamente las personas
que miraban empezaron a gritar: «Déjela ir: si cruza el Gave será un milagro.»
Pero yo no los escuché; prefería evitar que se ahogara y me dije: «Si la
Santísima Virgen quiere que cruce el Gave sabrá bien cómo arrancarla de mis
brazos.»
Lo
que debemos retener de estos ejemplos y estas discusiones es que siempre hay
manera de discernir los dones auténticos, los verdaderos carismas de sus
imitaciones diabólicas.
Visionarios en masa.
Los
desórdenes — es menester llamarlos así — no estuvieron limitados por mucho
tiempo a algunas mujeres o niñas, como las que hemos citado. Los
"videntes", de ambos sexos, van a multiplicarse y sus agitaciones y
remilgos, cuyo carácter casi siempre ridículo o burlesco vamos a relatar, se
prolongaron hasta comienzos del año 1859.
El
padre Cros pudo investigar sobre ellos alrededor de veinte años más tarde.
"En
el mes de junio de 1878, escribió, encontramos en Lourdes el recuerdo y el
nombre de estos visionarios de ambos sexos y de todas las edades: y eso que
sólo hemos descubierto a los más ilustres, porque ya nadie en esa época tenía
orgullo de haber sido visionario."
El
padre Cros pudo comprobar, de este modo, que los informes del comisario
Jacomet, a quien, con mucha frecuencia, se le ha criticado la severidad,
atribuyéndole erróneamente una parcialidad hostil a las cosas divinas, no
tenían nada de exagerado. En realidad el comisario estuvo lejos de conocer
todos los hechos: no denunció más que una parte e ignoró o descuidó el resto.
Las
manifestaciones alcanzaron un grado tal de exageración que se produjo un
verdadero escándalo y el mismo cura de Lourdes, en septiembre de 18 58, debió
conjurar desde el pulpito a los padres, para que les pusieran fin, impidiendo
que sus hijos se entregaran a esas incesantes excentricidades.
Leyendo
los textos reunidos por el padre Cros se tiene la impresión de estar frente a
una especie de epidemia. Juzguemos: he aquí las declaraciones de los testigos:
Hermano Léobard, director de las escuelas de Lourdes: El diablo hizo surgir una
infinidad de visionarios. Los vimos librarse a las más grandes extravagancias.
¿Veían algo? Sí, y tenemos motivos para creer que muchos de ellos han visto al
espíritu maligno, bajo formas diversas. . . Muchos de mis alumnos pretendieron
haber visto apariciones.
Faltaban
a menudo al colegio . . . Sus extravagancias se produjeron no sólo en la Gruta,
y en un arroyo abajo de la ladera de la Basílica, sino también en casa de
ellos, donde habían improvisado pequeñas capillas. . ."
Hermano
Córase: Una multitud de niños y niñas pretendieron haber visto a la Virgen
Santísima. Los he encontrado en el camino de la Gruta. Llevaban una vela en la
mano y se arrodillaban junto a los charcos... En oportunidad de uno de estos
encuentros, un hombre me dijo: «Mi hijita también ve a la Santísima Virgen, en
la Gruta; ¡son tantos los que la ven!» Yo consideré todo esto como pura
comedia, y me asaltaron dudas muy grandes con respecto a las visiones de
Bernadette a las cuales yo no había asistido nunca. . "
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