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Hemos considerado ya los bienes y los males temporales, la esencia de la vida espiritual y sus modalidades extrínsecas. Réstanos estudiar las penas de la vida interior; primero en general, y después algunas en particular, como las tentaciones, las arideces, las oscuridades, etc. Allí en donde el abandono será moneda corriente, pues, estas pruebas son inevitables y muy frecuentes; según San Alfonso, constituyen «la más amarga de todas las penas posibles».
«No hay día -dice San Francisco de Sales- que se parezca enteramente a otro; y así los hay nebulosos, de lluvia, secos y de viento. Otro tanto sucede en el hombre: su vida se desliza como el agua, flotando y ondulando en una continua diversidad de movimientos que, ya le levantan a la esperanza, ya le abaten por el temor, ya le tuercen a la derecha por los consuelos, ya a la izquierda por la aflicción; de suerte que nunca se halla en un mismo estado... Quisiéramos no hallar ninguna dificultad, ninguna contradicción, ninguna pena, sino más bien consolaciones sin arideces, reposo sin trabajo, paz sin turbación, pero, ¿no es esto una locura? Pretendemos un imposible, pues solución tan completa sólo se halla en el paraíso o en el infierno; en el paraíso: el bien, el reposo, la consolación sin mezcla alguna de mal, de turbación ni de aflicción; en el infierno reina el mal, la desesperación, la turbación y la inquietud sin mezcla alguna de bien, de esperanza, de tranquilidad ni de paz. Mas en esta vida perecedera nunca se halla el bien sin su correspondiente mal, ni reposo sin trabajo, consolación sin aflicción.»
La vida interior no puede sustraerse a esta ley general, debiendo, por tanto, hallarse en ella, y en grande, las vicisitudes y las pruebas, de las que nuestra miseria puede ser la causa inmediata, o bien la malicia del demonio; pero Dios es siempre su primera causa. Cuando se originan de nuestro propio fondo, se explican por la ignorancia del espíritu, la sensibilidad del corazón, el desarreglo de la imaginación, la perversidad de nuestras inclinaciones, etc. Mas, ¿no obedece a un designio de Dios que hayamos nacido hijos de Adán, y a su voluntad que hayamos de soportar estas enfermedades para nuestra santificación? ¿Puede el demonio mismo cosa alguna contra nosotros sin la permisión de Dios? Cuando Saúl era asediado de tentaciones de envidia y de aversión contra David, los libros santos nos dicen que «el espíritu maligno, venido del Señor, le agitaba». Pero, si este espíritu viene de Dios, ¿cómo puede ser malo? Y si es malo, ¿cómo puede venir de Dios? Es malo, por la depravada voluntad que tiene de afligir a los hombres para perderlos; es del Señor, porque Dios le ha permitido que nos aflija, atendiendo a los designios que tiene de salvarnos.
Con mucha frecuencia es el mismo Señor quien obra y diversifica su acción en relación con la fuerza y necesidades de las almas y los designios que sobre ellas tiene. He aquí cómo el venerable Luis de Blosio resume en maravillosos rasgos «la conducta admirable del Celestial Esposo para con un alma que le está unida». Al principio, cuando los nudos del contrato apenas están formados, El la visita, la fortifica, la ilumina, cautiva su corazón haciéndola encontrar tan sólo la alegría en su servicio, la atrae por la dulzura de sus atractivos, y de continuo muéstrasele lleno de encantos por retenerla en su presencia; en una palabra, no le hace gustar sino las delicias y dulzuras en consideración a su debilidad. Mas, con el tiempo, la retira la leche de la consolación, dándola el alimento sólido de las aflicciones; ábrela los ojos, y la hace conocer cuánto habrá de sufrir en adelante. Y ved ahí el cielo y la tierra y el infierno conjurados todos contra ella. Enemigos por fuera, y tentaciones por dentro; fuera, tribulaciones y tinieblas, y en el interior del alma sequedades y desolaciones: todo lo cual contribuye a su martirio. Aquí el Esposo se sustrae a sus miradas, y si algún tiempo después reaparece, es para volverla a dejar. Ya la abandona en las sombras y horrores de la muerte, ya la llama a la luz y a la vida para hacerla gustar la verdad de este oráculo: «El es quien conduce al sepulcro y saca de él.»
¿Por qué esta conducta de la Providencia? Es porque en nosotros hay dos pueblos. «El amor divino y el amor propio están en nuestro corazón como Jacob y Esaú en el seno de Rebeca; y como entre ellos hay marcada antipatía chocan de continuo entre sí. "Dos naciones hay en tu seno -dijo el Señor a Rebeca-: los dos pueblos que de ti saldrán estarán divididos, y el uno dominará al otro; el mayor servirá al menor". Del mismo modo, el alma que tiene dos amores dentro de su corazón, tiene, por consiguiente, dos grandes pueblos o muchedumbres de movimientos, afectos y pasiones; y así como los dos hijos de Rebeca le ocasionaban grandes convulsiones por el encuentro y lucha de sus movimientos, así los dos amores de nuestra alma causan grandes trabajos a nuestro corazón; pero aquí es preciso también que el mayor sirva al menor, es decir, que el amor sensual sirva al amor de Dios.»
El amor propio se manifiesta por el horror al sufrimiento, por el interés de los goces, y sobre todo por el orgullo, de donde nace esta guerra intestina de que se lamentaba el Apóstol; guerra siempre ruda y tenaz, pero más violenta en determinadas personas, sobre ciertas materias y en determinadas edades, en determinados tiempos y en determinadas ocasiones. Aun en los espirituales aprovechados queda un fondo de amor propio oculto, un orgullo refinado y casi imperceptible, de donde se origina una infinidad de imperfecciones de que apenas tiene conciencia, vanas complacencias en sí mismo, vanos temores, vanos deseos, manifestaciones de confianza en el valor personal, sospechas y burlas contra el prójimo, todo un caos de miserias, debilidades y pequeñas faltas. ¿Cuál será el remedio? Indudablemente que la mortificación cristiana, a la que hemos de entregarnos de lleno, y proseguir y perseverar en ella sin tregua ni descanso. Pero unas veces nos faltará la luz, otras decaerá el ánimo; mas nunca podremos cantar victoria definitiva sobre ese enemigo casi imperceptible y que forma parte de nosotros mismos, si Dios por la acción de su Providencia no nos alarga la mano poderosa de su gracia.
De dos maneras nos la puede alargar: mediante las dulzuras, o los santos rigores. Cuando un alma comienza a entregarse a El, cólmala de consuelos sensibles para atraerla, para alejarla de los placeres terrenales; y así engolosinada, despégase ella poco a poco de las criaturas y se une a Dios, si bien de manera defectuosa, pues es vicio general de las almas todavía imperfectas buscar su satisfacción casi en todo cuanto hacen. Y precisamente las dulzuras constituyen el plato más delicado tanto para el orgullo como para la gula espiritual. Por medio de miras imperceptibles de complacencia, se apropia los dones de Dios, y uno se siente satisfecho en tal o cual estado; y en lugar de bendecir a la infinita misericordia, se atribuye a sí el mérito de lo que hace, por lo menos en el interior de su corazón. Conveniente será, pues, dar el golpe de gracia al amor propio, que Dios nos someta a los recios golpes de las pruebas interiores, que aunque dolorosas serán decisivas.
Por este medio, Dios nos humilla y nos instruye. Celoso de conservar su gloria y de asegurarla contra estos secretos latrocinios del corazón, nos oculta la mayor parte de sus gracias y favores. Sólo dos excepciones hemos de poner en esta regla: primero, los principiantes que tienen necesidad de ser atraídos y ganados por medio de estos dones sensibles y conocidos; y segundo, los grandes santos, que a fuerza de haber sido purificados del amor propio con mil pruebas interiores, pueden reconocer en sí las gracias de Dios sin la menor mirada de propia complacencia. En general, también oculta a las almas los favores de que las coima, de modo que no vean ni su humildad, ni su paciencia, ni sus progresos, ni su amor a Dios. De ahí que algunas veces no puedan menos de llorar por la presunta ausencia de estas virtudes y su falta de generosidad en el sufrimiento. Al propio tiempo les descubre este profundo abismo de nativa corrupción que llevamos en nosotros mismos, y que hasta entonces no habían podido ni querido sondear; y muéstraselo despacio, no mediante luces gloriosas, sino a fuerza de dolorosas experiencias. Nada más a propósito para destruir nuestro amor propio que este cuadro tan aflictivo y humillante. Sentir a cada instante su debilidad, y verse al borde del precipicio, ¿no es la prueba más fuerte para llevarnos a la desconfianza de nosotros mismos y a la confianza en sólo Dios? Si nos es provechoso ser abatidos en presencia de los demás, no menos lo es vernos anonadados a nuestros propios ojos, y esto será lo que poco a poco hará morir nuestro orgullo: esta es la razón por la que Dios permite tantas humillaciones interiores. Es una lección de evidencia deslumbradora, por lo que la prolonga hasta que quede bien aprendida y no pueda, por decirlo así, ser jamás olvidada. Sólo resta saber aprovecharse de ella, para establecerse en la verdadera humildad dulce y tranquila, que arroja fuera de sí la falsa humildad malhumorada y despechada. El enojo y el despecho en la humillación son otros tantos actos de orgullo, como en los dolores son otros tantos actos de impaciencia.
Por medio de estas pruebas, Dios nos acaba de despegar. El amor propio es una hidra con muchas cabezas y que es preciso cortar una a una. Al principio se trabajó en cercenar el apego al mundo, a los bienes de la tierra, a los placeres de los sentidos, a la salud, etc. Y para ofrecernos su mano poderosa, Dios ha derramado la amargura en las alegrías de acá abajo, nos ha herido en las personas y en las cosas que nos eran más queridas, ha entregado a nuestro cuerpo a toda clase de enfermedades. Dóciles a su acción, hemos reportado ya notables ventajas; mas el amor propio, vencido en este terreno, nos espera en otro más delicado: aficiónase a la parte sensible de la piedad, y este apego es tanto más de temer, cuanto es menos grosero y más legítimo en apariencia. Y, sin embargo, el amor perfecto no puede soportar que nuestro corazón ande dividido por el afecto a los consuelos con el amor de Dios. ¿Qué sucederá? Si se trata de almas menos privilegiadas para las que Dios no tiene una ternura tan celosa, las dejará disfrutar de estas santas dulzuras, y se dará por contento con el sacrificio de los placeres de los sentidos que ellas le han hecho. Tal es la vida ordinaria de las personas devotas, cuya piedad está mezclada con ciertas tendencias a buscarse a sí mismas. A la verdad, Dios no aprueba esos defectos, pero como no les concede tantas gracias, no espera de ellas tan elevada perfección. Muy distintas son las exigencias, como distintos son también los designios, tratándose de almas escogidas. El celo de su amor iguala al de la ternura que les manifiesta. Deseoso de entregarse todo a ellas, quiere también poseer su corazón sin participación ajena; y así, no se contenta con las cruces y penas exteriores que las desprendan de las criaturas, sino que se propone desasirías de sí mismas, y matar en ellas las últimas raíces de este amor propio que se adhiere al sentimiento de devoción, que en él se apoya, de él se nutre, y en él se complace. Para llevar a término esta segunda muerte, retira Dios todo consuelo, todo gusto, todo apoyo interior, y prueba al alma por las arideces, las repugnancias, las insensibilidades y otras penas, de suerte que ella se encuentra en un estado de anonadamiento.
No siempre la acción de Dios alcanza ese grado de intensidad, sino que lo aumenta o disminuye según los designios de amor, y conforme a la fuerza y a la generosidad de las almas. Si no juzga conveniente tratarlas con este santo rigor, las hace al menos pasar por alternativas de consuelos y desolación, de paz y de combate, de luz y de oscuridad. Y merced a estas continuas vicisitudes, las vuelve flexibles y dóciles a todas sus mociones; pues, a fuerza de cambiar de situación interior, se acaba por no tener ninguna y se halla dispuesto a tomar todas las formas, obedeciendo a este Espíritu divino que sopla donde quiere y como quiere.
Finalmente, por medio de estas pruebas, dice el venerable Luis de Blosio, «Dios purifica a las almas, las humilla, las instruye, las hace dóciles a su voluntad, cercena todo cuanto tenían de rudo, deforme y repugnante, y las embellece con todos los atavíos que puedan hacerlas agradables a sus ojos. Y cuando las halla fieles, llenas de paciencia y buena voluntad; cuando el dilatado ejercicio de las tribulaciones las ha conducido, con la ayuda de su gracia, hasta aquel elevado grado de perfección, que consiste en sufrir con tranquilidad y con alegría todo género de tentaciones y de penas, entonces las une consigo del modo más perfecto, les confía sus secretos y sus misterios, y se comunica plenamente a ellas».
Estos son los días del puro amor, puesto que en ellos servimos a Dios por El mismo, y a nuestras propias expensas. ¡Cuán difícil es amarle de verdad en la alegría, sin que se mezcle algo de amor propio y de yana complacencia! Mas en el tiempo de las cruces y de las privaciones interiores santamente aceptadas, no hemos de temer ya que el amor propio se mezcle en nuestras relaciones con Dios, puesto que nada hay en ellas que no tienda a crucificar el amor propio. ¡Qué a propósito es esta seguridad para consuelo del que comprende el precio del amor puro! He aquí la razón por qué tantos santos preferían las privaciones y las penas a los consuelos y alegrías, por qué amaban tan apasionadamente las unas y tenían verdadera pena en gozar de las otras.
Es el tiempo de la rica cosecha para el cielo, porque ahora es cuando el alma se eleva a las obras santas, puras y desinteresadas. «En el estado de consuelos -dice San Alfonso-, no es menester gran virtud para renunciar a los placeres sensuales, ni para soportar las afrentas y las adversidades; un alma así favorecida lo sufre todo, pero muchas veces su paciencia proviene más de las dulzuras que experimenta, que de la fuerza de su amor a Dios.» Por el contrario, es efecto de no mediana virtud saber soportar sus miserias, sus debilidades, su temperamento, sus defectos y todas las penas de que Dios se sirve para corregirnos. Después de estas purificaciones y estos desasimientos interiores, se facilita la elevación al perfecto abandono, a la confianza filial sólo en Dios; es decir, que las virtudes más perfectas llegan a sernos como naturales. Por este motivo, ¡cuántas riquezas no han procurado a los santos estas miserias y estas pruebas, sirviendo de materia a sus combates interiores, a sus victorias y al triunfo de la gracia! Por lo demás, sólo después de haber sido despojado de esta manera y por completo de sí mismo, es cuando uno puede llegar a no pensar sino en Dios, a no gustar sino de Dios, a no apoyarse y complacerse sino en Dios; y ésta es la vida nueva en Jesucristo, la formación del hombre nuevo y destrucción del viejo. Apresurémonos, pues, a morir como el gusano de seda, para llegar a ser la mariposa que se remonte al cielo, en vez de arrastrarse sobre la tierra.
Mas el amor propio tiene una vida muy resistente, y no muere sino después de larga agonía. El alma aún imperfecta, es la madera verde que suda y gime, que se retuerce y se agita antes de abrasarse. Es la estatua bajo el cincel del escultor, la piedra que se talla a golpe de martillo; así las tentaciones, las arideces, las otras penas nos hacen sentir dolorosamente sus penetrantes golpes, pero es que sin esto permaneceríamos bloque informe, y no tomaríamos la semejanza de Jesús, paciente, humillado y crucificado. Al perfecto amor no se llega sino por múltiples desprendimientos, y cuanto más nos propongamos adelantar en los caminos de la oración, en la unión de amor y la verdadera santidad, más necesario nos será estar desasidos y libres. Buscaríamos tanto los consuelos de Dios como al Dios de los consuelos, si no aprendiéramos a servirle en los más terribles abandonos. En una palabra, siendo las penas interiores el camino de la perfección, Dios nos privará de sus dulzuras sólo porque nos ama, sin que por eso hayamos desmerecido. Quizá sintamos en el claustro menos dulzuras que en el mundo, pues Dios nos purifica más enérgicamente, a fin de unirnos a El con mayor perfección.
El cáliz, a no dudarlo, es amargo, pero mucho más lo sería el infierno, y Dios obra con nosotros misericordiosísimamente sustituyendo los rigores del otro mundo con este purgatorio mitigado. Además, puesto que de gana o por fuerza es necesario beber el cáliz de la salud, hagamos de la necesidad virtud, que es el modo de dulcificar su amargura. Se nos hará todo más dulce, conforme la prueba nos vaya purificando y desprendiendo, de suerte que apenas sentiremos el dolor, sino por permisión de Dios, y en los momentos de pruebas excepcionalmente graves. Porque la viveza del dolor proviene en gran parte de la fuerte oposición del amor propio que no quiere ni morir ni abdicar. El amor divino se limitaría casi a no producir sino impresiones dulces y encantadoras, si no hallara en el corazón obstáculo alguno que le resistiera. De cualquier modo, ¿querríamos gozar del cielo en la tierra y caminar siempre sobre rosas, en tanto que nuestro adorado Maestro lleva su cruz y desmaya en la agonía? Bien merece el Paraíso todos los sacrificios. El hombre espiritual no tiene el monopolio de las pruebas, pues van las suyas embalsamadas en amor y esperanza, y todo bien considerado, menos le cuesta a él correr hacia la santidad, que al tibio languidecer bajo el peso de sus pasiones inmortificadas.
Siendo esto así, evitemos con cuidado estorbar los favores divinos; mas si Dios tuviera a bien quitarnos estos días claros en que experimentamos gustos sensibles en la oración, en la comunión, en que nuestra unión con el Amado sólo nos proporciona encantos y delicias, no echemos de menos las dulzuras, porque Dios nos las quita sin culpa nuestra; han desempeñado su misión y no ofrecen ya la misma utilidad. ¡Qué preciosos son bajo otro aspecto el martirio y la agonía de los días presentes! Si se supiera aceptar, estimar y amar esta feliz abyección interior, se la querría sentir siempre y permanecer siempre en ella, porque en ella el alma se hallaría más cerca de Dios.
Muchos santos, impulsados por particular inspiración, decían a Dios en sus sufrimientos: Más, Señor, más. Según el P. Caussade, es por lo regular presunción e ilusión pretender seguir estos ejemplos, y juzga que somos demasiado pequeños y demasiado débiles para llegar hasta ahí, a menos de una certeza moral de que Dios quiere esto de nosotros. Nunca deseó ni pidió penas y contradicciones para sí mismo, y a una de sus Filoteas prohíbe solicitar más ni menos de las que ya tiene: porque Dios sabe mejor que nosotros la justa medida de todo lo que necesitamos, y las pruebas que nos envía son suficientes, sin necesidad de desearías o procurarías uno mismo. Esperarlas y prepararse a ellas es el mejor medio de disponer de más valor y ánimo para recibirlas con fruto cuando las envíe.
Por lo demás, preciso nos será armarnos de paciencia y de humildad. Si no tenemos una naturaleza afortunada, y si Dios nos envía más pruebas a fin de reducirla, la violencia y la resistencia del combate no acarrean mal alguno al alma que lucha con la resolución de no desanimarse jamás. Lo rudo de los ataques hará crecer la fatiga y el peligro, pero, con la ayuda de Dios, dará lugar a más victorias, santidad, méritos y recompensas.
Mientras que el Médico celestial nos prodiga las lancetadas y las píldoras amargas, mirémonos, no en el engañoso espejo del amor propio, sino en el espejo fiel de la verdad, pero sin perder de vista nuestras miserias. Entonces nos humillaremos sin esfuerzo bajo la poderosa mano de Dios, y lejos de recriminar su justicia y su amor, reconoceremos que aún nos perdona, y que es muy misericordioso hasta en sus rigores.
Establezcámonos sobre todo en la santa indiferencia. «Que el navío se incline al levante o poniente, al mediodía o septentrión, sea cual fuere el viento que le empuje, nunca su aguja dejará de mirar a su hermosa estrella norte y del polo. De igual modo, aunque todo se revuelva de arriba abajo en derredor de nosotros, y aun en nuestro interior, esto es, que nuestra alma esté triste o alegre, entre dulzuras o amarguras, o en tranquilidad o en guerra, en claridad o en tinieblas, en tentaciones, gusto o disgustos, en sequedad o en ternura, que el sol la abrase o el rocío la refresque, siempre la cumbre del corazón y del espíritu, esto es, nuestra voluntad superior que es nuestra brújula, ha de mirar sin cesar y se ha de dirigir perpetuamente al amor de Dios.» La parte inferior de nuestra alma quizá se halle en la inquietud y agitación, mas la voluntad ha de permanecer tranquila en medio de la borrasca, vuelta hacia Dios y no buscando otra cosa que a El, sin que nada pueda jamás separarnos de su amor: ni la tribulación, ni la angustia, ni el dolor presente, ni el temor a los males futuros. Amar a Dios y hacer su santísima voluntad, ¿no es lo esencial y nuestro mismo fin? Todo lo demás no es sino el medio de conseguirlo, lo mismo los consuelos que las aflicciones, la paz como el combate, la luz como las tinieblas. ¿Qué camino será el mejor para nosotros? Lo ignoramos; Dios lo sabe y nos ama; dejémosle, pues, disponer de nosotros como vea que nos conviene, que nuestra suerte mejor está en sus manos que no en las nuestras. Por otra parte, no nos dejará la elección, sino que dispone como dueño y soberano; por tanto, prestémonos de buena gana a su acción: El es quien nos pone en la prueba, El nos sostendrá. Los santos preferían el dolor, pues más se aprovecha padeciendo que obrando; el santo abandono es el camino más seguro y más directo.
El P. Baltasar Álvarez hacía a Dios esta admirable oración: «Dignaos disponer de mí según vuestra voluntad, que esto es todo lo que deseo y no os pediré ni otra fe, ni otros medios, ni más favores, ni menos padecimientos. Deseo permanecer tal como me habéis hecho, y ser tratado como lo he merecido. Me contentaré con los consuelos que me diereis, y no me quejaré de las desolaciones que me enviareis. Ejecutad, Señor, vuestros designios sobre mi con toda libertad, que tan sólo así puede hallar mi alma el reposo que tanto desea.
Cuando las penas vengan a caer sobre nosotros duras y persistentes, abandonémonos sin reservas a Aquel de quien nos creemos quizá abandonados, y digámosle con ánimo resuelto: «Vos lo queréis, Dios mío, también lo quiero yo y por todo el tiempo que quisiereis.» Nada mejor podemos hacer entonces, en el coro, en la oración, en la Misa, en la Sagrada Comunión, que repetir dulcemente y sin esfuerzo nuestro fiat -hágase-; repetir con frecuencia durante el día, según lo encomienda San Francisco de Sales: «Sí, Padre celestial, si y siempre si», y conservarnos en esta disposición habitual de completo abandono. Ved ahí una corta y sencilla práctica, y no sería necesario más para adquirir esa perfección que frecuentemente vamos a buscar muy lejos. El simple fiat en todas nuestras penas interiores y exteriores, bastará para conducirnos a una elevada santidad.
Sin duda podemos pedir a Dios que aligere nuestras pruebas, o nos las quite, pero no estamos a ello obligados; lo más conveniente para su gloria y para nuestro bien sería que El se dignare aumentar nuestra paciencia. San Alfonso nos enseña a decir: «¡Heme aquí, Señor! Si queréis que permanezca en la desolación y en la aflicción toda mi vida, dadme gracia, haced que os ame, y disponed de mí como os plazca.» Evitemos por lo menos la inquietud y el apresuramiento, que denotaría un deseo desarreglado. Suframos en paz sin ir a mendigar las consolaciones en las criaturas. Para no condolernos de nosotros mismos, hablemos de nuestras penas lo menos posible, evitando aun ocupar demasiado en ellas nuestro espíritu, pero pidamos consejo y esfuerzo a un hombre de Dios; sobre todo, refugiémonos en la oración, a fin de implorar la fortaleza y aceptar la cruz, fijos amorosamente los ojos en nuestro Amado Jesús, que nos amó y se entregó por nosotros. Nunca como en estas circunstancias necesitamos perseverar en la oración, llamar al Señor en nuestra ayuda y apoyarnos sólo en El.