Creo ¡Oh María! Que, como vos misma revelasteis a Santa Brígida, sois Reina del Cielo, Madre de misericordia, alegría de los justos y guía de los pecadores arrepentidos; y que no hay hombre tan perverso que, mientras viva, no tengáis misericordia de él; y que ninguno está tan abandonado de Dios, que, si os invoca no pueda volver a Dios y hallar su perdón, mientras que siempre será desgraciado el que, pudiendo, no recurra a vos.
Creo que sois la Madre de todos los hombres, a los que recibisteis como hijos, en la personas de San Juan, según el deseo de Jesús.
Creo que sois, como declarasteis a Santa Brígida, la Madre de los pecadores que quieren corregirse, y que intercedéis por toda alma pecadora ante el trono de Dios, diciendo: Tened compasión de mí.
Creo que sois nuestra vida, y uniéndome a San Agustín, os aclamaré como única esperanza de los pecadores después de Dios.
Creo que estáis, como os veía Santa Gertrudis, con el manto abierto, y que bajo él se refugian muchas fieras: leones, osos, tigres, etc. Y que Vos, en lugar de espantarlas, las acogéis con piedad y ternura.
Creo que por vos recibimos nosotros el don de la perseverancia: si os sigo, no me descarriaré; si acudo a Vos, no me desesperaré; si vos me sostenéis, no caeré; si Vos me protegéis, no temeré; si os sigo a vos, no me cansaré; si os alcanzo, me recibiréis con amor.
Creo que vos sois el soplo vivificante de los cristianos, su ayuda y su refugio, en especial a la hora de la muerte, según dijisteis a Santa Brígida, pues no es vuestra costumbre abandonar a vuestros devotos en la hora de la muerte, como asegurasteis a San Juan de Dios.
Creo que vos sois la esperanza de todos, máxime de los pecadores; Vos sois la ciudad de refugio, en particular de quienes carecen de toda ayuda y socorro. Creo que sois la protectora de los condenados, la esperanza de los desesperados, y como oyó Santa Brígida que Jesús os decía, hasta para el mismo demonio obtendríais misericordia, si humildemente os la pidiera. Vos no rechazáis a ningún pecador, por cargado de culpas que se halle, si recurre a vuestra misericordia. Vos con vuestra mano maternal lo sacaríais del abismo de la desesperación, como dice San Bernardo.
Creo que vos ayudáis a cuantos os invocan y que más solicita sois para alcanzarnos gracias, que nosotros para pedíroslas.
Creo que, como dijisteis a Santa Gertrudis, acogéis bajo vuestro manto a cuantos acuden a Vos, y que los Ángeles defienden a vuestros devotos contra los ataques del infierno. Vos salís al encuentro de quien os busca y también, sin ser rogada, dispensáis muchas veces vuestra ayuda y creo que serán salvados los que vos queráis que se salven.
Creo que, como revelasteis a Santa Brígida, los demonios huyen, al oír vuestro nombre, dejando en paz al alma. Me asocio a San Jerónimo, Epifanio, Antonino y otros, para afirmar que vuestro nombre bajó del cielo, y os fue impuesto por orden de Dios. Declaro que siento con San Antonio de Padua las mismas dulzuras al pronunciar vuestro nombre que las que San Bernardo sentía al pronunciar el de vuestro Hijo. Vuestro nombre, ¡Oh María!, es melodía para el oído, miel para el paladar, júbilo para el corazón.
Creo que no hay otro nombre, fuera del de Jesús, tan rebosante de gracia, esperanza y suavidad para los que invocan. Estoy convencido con San Buenaventura de que vuestro nombre no se puede pronunciar sin algún fruto espiritual. Tengo por cierto que, como revelasteis a Santa Brígida, no hay en el mundo alma tan fría en su amor, ni tan alejada de Dios, que no se vea libre del demonio si invoca vuestro santo nombre.
Creo que vuestra intercesión es moralmente necesaria para salvarnos, y que todas las gracias que Dios dispensa a los hombres pasan por vuestras manos, y que todas las misericordias divinas se obran por mediación vuestra, y que nadie puede entrar en el cielo sin pasar por vos, que sois la puerta.
Creo que vuestra intercesión es, no solo útil, sino moralmente necesaria.
Creo que vos sois la cooperadora de nuestra justificación; la reparadora de los hombres, corredentora de todo el mundo.
Creo que cuantos no se acojan con vos, como arca de salvación, perecerán en el tempestuoso mar de este mundo. Nadie se salvará sin vuestra ayuda.
Creo que Dios ha establecido no conceder gracia alguna sino es por vuestro conducto; que nuestra salvación está en vuestras manos y que quien pretende obtener gracia de Dios sin recurrir a vos, pretende volar sin alas.
Creo que quien no es socorrido de vos, recurre en vano a los demás santos: lo que ellos pueden con Vos, Vos lo podéis sin ellos; si Vos calláis, ningún santo intercederá; si Vos intercedéis, todos los santos se unirán a vos. Os proclamo con Santo Tomás como la única esperanza de mi vida, y creo con San Agustín que vos sola sois solícita por nuestra eterna salvación.
Creo que sois la tesorera de Jesús y que ninguno recibe nada de Dios, sino por vuestra mediación: hallándonos a vos se encuentra todo bien. Creo que uno de vuestros suspiros vale más que todos los ruegos de los santos, y que sois capaz de salvar a todos los hombres.
Creo que sois abogada tan piadosa, que no rechazáis defender a los más infelices. Confieso con San Andrés cretense que sois la reconciliadora celestial de los hombres.
Creo que sois la pacificadora entre Dios y los hombres y que sois el señuelo divino para atraer a los pecadores al arrepentimiento, como Dios mismo reveló a Santa Catalina de Siena. Cómo el imán atrae el hierro, así atraéis vos a los pecadores, según asegurasteis a Santa Brígida. Vos sois toda ojos, y toda corazón para ver nuestras miserias, compadecemos y socorremos. Os llamaré pues, con San Epifanio: «La llena de ojos». Y esto confirma aquella visión de Santa Brígida, en la que Jesús os dijo: «Pedidme, Madre, lo que queráis». Y Vos le respondisteis: «Pido misericordia para los pecadores».
Creo que la misericordia divina que tuvisteis con los hombres cuando vivíais en la tierra, innata en vos, ahora en el Cielo se os ha aumentado en la misma proporción de que el sol es mayor que la luna, como opina San Buenaventura. Y que, así como no hay en el firmamento y en la tierra cuerpo que no reciba alguna luz del sol, tampoco hay en el Cielo ni en la tierra alma que no participe de vuestra misericordia.
Creo también con San Buenaventura, que no solo os ofenden los que os injurian, sino también los que no os piden gracias. Quien os obsequia, no se perderá, por pecador que sea, al contrario, como asegura San Buenaventura, quien no es devoto vuestro, perecerá inevitablemente. Vuestra devoción es el billete del cielo, diré con Efrén.
Creo que, como revelasteis a Santa Brígida, sois la Madre de las almas del Purgatorio, y que sus penas son mitigadas por vuestras oraciones. Por tanto, afirmo con San Alfonso que son muy afortunados vuestros devotos y con San Bernardino que vos libráis a vuestros devotos de las llamas del Purgatorio.
Creo que vos, cuando subíais al cielo, pedisteis, y lo obtuvisteis sin ninguna duda, llevar con vos al Cielo todas las almas que entonces se hallaban en el purgatorio.
Creo también que, como prometisteis al Papa Juan XXII, libráis del Purgatorio el sábado siguiente a su muerte a cuantos lleven vuestro escapulario del Carmen. Pero vuestro poder va introduciendo en el cielo a cuantos queráis. Por vos se llena el Cielo y queda vacío el infierno.
Creo que los que se apoyan en vos no caerán en pecado, que quienes os honran alcanzarán la vida eterna. Vos sois el piloto celestial, que conducís al puerto de la gloria a vuestros devotos en la barquilla de vuestra protección, como dijisteis a Santa María Magdalena de Pazzis. Afirmo lo que asegura San Bernardo: El profesaros devoción es señal cierta de predestinación, y también lo del abad Guerrico: Quien os tiene un amor sincero, puede estar tan cierto de ir al Cielo, como si ya estuviese en él.