San Juan Eudes toma la palabra Oración en su sentido lato: dicho término sería para el sinónimo de oración y se toma para aplicarlo a toda clase de oración, no importa los actos y ejercicios que implique y la manera de ejecutarlos. Para él los coloquios espirituales y las buenas lecturas son verdaderas oraciones siempre que hagan nacer en nosotros sentimientos de piedad y actos de amor o Dios.
A menudo se define la oración como la petición hecha a Dios de una necesidad, y muchos cristianos en realidad sólo conocen tal forma de oración imperfecta e invariablemente interesada. Así entendida la oración es sumamente buena y Nuestro Señor la recomienda en el Evangelio repetidas veces: «Petite el accipiétis, quaerite el invenietis, pulsáte et aperiétur vobis» - «Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». Mat. 7, 11. Y esto que lo decía a sus Apóstoles, en otra circunstancia se los recordaba quejosamente en la siguiente forma: «Hasta ahora nada habéis pedido: pedid y recibiréis» - «Usqemódo nihil petistis: pétite el accipiétis» (San Juan)
Con todo, por excelente que sea la oración de petición, no llega a constituir la esencia de la oración ni a ser por lo mismo, su elemento Principal, y así, San Juan Eudes nos da de ella una noción mucho más amplia, basándose desde luego en lo más ortodoxa tradición católica: «La Oración, dice, es una elevación respetuosa y amante de nuestro espíritu y de nuestro corazón hacia Dios; es un coloquio dulce y una comunicación santa del alma cristiano con su Dios».
Con la mayor frecuencia en efecto, en la oración el cristiano habla a Dios, como ocurre en el «Padre Nuestro», y Dios le responde sugiriéndole buenos pensamientos, actos de fe, de confianza, de amor, etc. Puede, sin embargo, suceder que el espíritu y el corazón se levanten hasta Dios con un sentimiento más o menos vivo de adoración y de amor que no se manifieste por palabra alguna exterior o interior, y en tal caso habrá verdadera oración. He aquí por qué el Santo comienza por decirnos que la oración es una «elevación respetuosa y amante del espíritu y del corazón hacia Dios».
San Juan Eudes no se limita a definir la oración; expone detalladamente los elementos que la forman, con las palabras siguientes: «En la oración el alma cristiana considera y contempla a Dios en sus divinas perfecciones, en sus misterios y en sus obras; lo adora, bendice, ama y glorifica; se entrega a Él, se humilla ante su divino acatamiento a la vista de sus pecados e ingratitudes, pidiéndole misericordia y aprende a asemejarse a Él, por la imitación de sus virtudes y divinas perfecciones y le pide cuanto necesita para servirlo y amarlo sobre todas las cosas».
Estas pocas líneas espigadas al
azar de un capítulo del «Reino de Jesús» contienen en germen todo
un tratado de oración; volveremos sobre este asunto, al ocuparnos de la
meditación espiritual.
Notemos únicamente de paso, que
según Son Juan Eudes, la oración es, ante todo, un ejercicio que tiene por
objeto pagar a Dios el tributo de adoración y de amor, de humilde acatamiento y
acción de gracias a que tiene derecho. Sólo cuando el cristiano se ha liberado
de esta obligación, debería preocuparse de sí mismo y pedir lo que necesite, y
aún entonces, lo debería hacer sin ningún personal ni mezquino interés, sino
con el único fin de capacitarse más y más para amor y servir a Dios con todo
Perfección. Y es que, efectivamente, como tantas veces lo recuerda San Juan
Eudes, en pos del Cardenal de Bérulle y de su escuela, el interés divino debe
sernos mucho más caro que el nuestro. De tal suerte, la oración que nos enseñó
nuestro Santo Fundador es profundamente «teocéntrica».
Definida así la oración, Son Juan
Eudes nos habló de su excelencia:
«Es una participación de la vida de
los Ángeles y de los Santos, de la de Jesucristo y María
Santísima, de la de Dios mismo en su Trinidad beatísima, Porque la vida de los Ángeles, de los Santos, de Jesús y de María no es sino un continuo ejercicio de oración y contemplación, ya que están sin cesar ocupados y absortos en contemplar, glorificar y amar a Dios y en pedirle para nosotros cuanto necesitamos. Y la vida de los tres Divinas Personas perpetuamente consiste en contemplarse, glorificarse y amarse mutuamente, que es precisamente, lo que deberíamos hacer cuando oramos: contemplar, glorificar y amor la Majestad infinita de nuestro Dios y Señor».
Estas últimas palabras acentúan hasta el máximo el carácter teocéntrico de la oración según la doctrino eudística, y nos muestran que para San Juan Eudes la oración es primordial y principalmente un ejercicio de contemplación y de amor, y lo realización plena de la obra de caridad que el Divino Espíritu ha derramado en nuestros corazones. Así mirado, es ciertamente una participación perfecta de la vida divina de la Santísima Trinidad y un aprendizaje real de nuestra futura existencia en la gloria del cielo.
La oración, continúa nuestro Santo, es «la perfecta felicidad, la dicha soberana y el verdadero paraíso en este suelo. Por este divino ejercicio el alma se une a su Dios, su centro, su fin y bien soberano; lo posee plenamente y a su vez, se siente por su Dios poseída y dominada; por medio del mismo, le tributo pleitesía, adoración y rendido amor y recibe la lluvia bienhechora de sus bendiciones, de sus luces y de los mil testimonios y pruebas de su amor indeficiente. En él, finalmente, Dios se complace en vivir en medio de los hijos de los hombres su paraíso de delicias, según sus palabras: «Deliciae meae esse cum filiis hóminum» - «Mi felicidad es morar con los hijos de los hombres». Prov. V1119 31; y en la oración es donde la Divina Majestad nos hace comprender que la felicidad verdadera y el goce perfecto están en solo Dios y que cien, y aún mil años de los falsos placeres del mundo no equivalen instante siquiera de las verdaderos dulzuras que Dios da gustar a las almas que fincan toda su alegría en conversar con El por medio de la oración».
Y añade que «la oración es la verdadera y propia función del hombre y del cristiano, ya que aquél no fue creado por Dios sino para vivir en su compañía y éste no está sobre la tierra más que para continuar en ella lo que Jesucristo en la misma realizó mientras en ella moraba».
La oración constituye, pues, el fondo de una vida. verdaderamente humano y, sobre todo cristiana; es cierto que, para ser cristiano de verdad, hay que juntar a la oración la práctica de las virtudes y el cumplimiento de los diarios deberes, pero es la oración la que nos hace amar y practicar la virtud y ella es igualmente la que nos da el valor suficiente para enfrentarnos o los exigencias a menudo penosas del deber.
Y así el Santo concluye con esta apremiante exhortación: «He aquí por qué yo os exhorto, en cuanto puedo y os conjuro, en nombre de Dios, a vosotros, mis lectores, que ya que nuestro amabilísimo Jesús se digna fincar su dicha en estar y conversar con nosotros por medio de la oración, no lo privéis de tal goce y felicidad, sino que por el contrario experimentéis cuán cierto es el oráculo del Espíritu Santo, según el cual: «No hay amargura en su conversación ni tedio aburridor en su compañía, sino gozo y alegría plena, Sab. V111e,16. Mirad este negocio como el primero, el principal, el más importante, el más necesario y urgente de todos, y hasta debéis dejar de lodo todos los demás pare consagrar a éste el mayor tiempo posible».
No tenemos por qué ocuparnos de las diversas clases de oración de que nos habla Son Juan Eudes en el «Reino de Jesús»; tan sólo la meditación o mejor, la oración mental, debe copar nuestra atención.
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