Consideremos aquí la vida espiritual en su parte esencial:
1º Su fin esencial, que es la vida de la gloria.
2º Su esencia aquí abajo, que es la vida de la gracia.
3º Su ejercicio esencial en este mundo, es decir, la práctica de sus virtudes y la huida del pecado.
4º Sus medios esenciales, que son la observancia de los preceptos, de nuestros votos y de nuestras Reglas, etc. Todas estas cosas son necesarias a los adultos, religiosos o seglares, cualquiera que sea la condición en que Dios los ponga o el camino por donde los lleve. Son ellas el objeto propio de la voluntad de Dios, significada, y, por tanto, son del dominio de la obediencia y no del abandono. El abandono, sin embargo, hallará ocasiones de ejercitarse aun en estas cosas.
Artículo 1º.- La vida de la gloria
«Dios nos ha significado de tantos modos y por tantos medios su voluntad de que todos fuésemos salvos, que nadie puede ignorarlo. Pues aunque no todos se salven, no deja, sin embargo, esta voluntad de ser una voluntad verdadera, que obra en nosotros según la condición de su naturaleza y de la nuestra; porque la bondad de Dios le lleva a comunicarnos liberalmente los auxilios de su gracia, pero nos deja la libertad de valernos de estos medios y salvarnos, o de despreciarlos y perdernos. Debemos, pues, querer nuestra salud como Dios la quiere, para lo cual hemos de abrazar y querer las gracias que Dios a tal fin nos dispensa, porque es necesario que nuestra voluntad corresponda a la suya.» Así se expresa San Francisco de Sales, al que nos complacemos en citar, para vindicar su doctrina del abuso que de ella han hecho los quietistas.
De este pasaje toma pie Bossuet para establecer con mil pruebas en su apoyo, que comprendida como está la salvación en primer término en la voluntad de Dios significada, el piadoso Doctor de Ginebra no la hacía materia del abandono y que, «si él extiende la santa indiferencia a todas las cosas», ha de entenderse con esto los acontecimientos que caen bajo el beneplácito divino. Además, sería impiedad contra Dios y crueldad para nosotros mismos hacernos indiferentes para la salvación o la condenación.
Esta monstruosa indiferencia era con todo muy querida de los quietistas, y condenaban el deseo del cielo y despreciaban la esperanza: unos, porque este deseo es un acto; otros, porque la perfección exige que se obre únicamente por puro amor, y el puro amor excluye el temor, la esperanza y todo interés propio. Tantos errores hay en esta doctrina como palabras contiene. Para dejar obrar a Dios y tornarse dócil a la gracia, es preciso suprimir lo que hubiera de defectuoso en nuestra actividad, mas no la actividad misma, ya que ella es necesaria para corresponder a la gracia: A Dios rogando y con el mazo dando, reza el refrán. El motivo del amor es el más perfecto, pero los demás motivos sobrenaturales son buenos y Dios mismo se complace en suscitarlos a las almas. La caridad anima las virtudes, las gobierna y ennoblece, mas no las suprime; y como reina que es, no va nunca sin todo su cortejo, ocupando ella el primer puesto y siguiéndola la esperanza, pues ambas son necesarias y, lejos de excluirse, viven en perfecta armonía. ¿Acaso no es propio del amor tender a la unión? Y así, cuanto más se enciende el amor, más intenso es el deseo de la unión, se piensa en el Amado, deséase su presencia, su amistad, su intimidad y no acertamos a separarnos de él. Cuando un alma fervorosa consiente de grado en no ir al cielo sino algún tanto más tarde, es por el sólo deseo de agradar a Dios abrazando su santa voluntad y de verle mejor, de poseerle más perfectamente durante toda la eternidad. En definitiva, ¿no es la salvación el amor puro, siempre actual, invariable y perfecto, mientras que la condenación es su extinción total y definitiva?
Es verdad que Moisés pide ser borrado del libro de la vida, si Dios no perdona a su pueblo; San Pablo desea ser anatema por sus hermanos; San Francisco de Sales asegura que un alma heroicamente indiferente «preferiría el infierno con la voluntad de Dios al Paraíso sin su divina voluntad; y si, suponiendo lo imposible, supiera que su condenación seria más agradable a Dios que su salvación, correría a su condenación». En estos supuestos imposibles, los santos muestran la grandeza, la vehemencia, los transportes de su caridad, que están, sin embargo, a infinita distancia de una cruel indiferencia de poseer a Dios o perderlo, de amarle u odiarle eternamente. Tan sólo quieren decir que sufrirían con gusto, si el cumplimiento de la voluntad divina lo precisara, todos los males del mundo y hasta los tormentos del infierno, pero no el pecado; en todo lo cual demuestran lo que aman a Dios, y cuán deseosos se hallan de agradarle haciendo todo lo que El quiere, y glorificarle convirtiéndole almas. Santa Teresa del Niño Jesús era el eco fiel de estos sentimientos cuando, «no sabiendo cómo decir a Jesús que le amaba, que le quería ver por todas partes servido y glorificado, exclamaba que gustosa consentiría en verse sepultada en los abismos del infierno, porque El fuese amado eternamente. Esto no podía glorificarle, ya que no desea sino nuestra felicidad; pero cuando se ama, se experimenta la necesidad de decir mil locuras». Tales protestas son muy verdaderas en San Pablo, en Moisés y otros grandes santos; en las almas menos perfectas corren el riesgo de ser una presuntuosa ilusión, un vano alimento de su amor propio.
En resumen, es necesario querer positivamente lo que Dios manda; y como nada desea tan ardientemente como nuestra dicha eterna, es necesario querer nuestra salvación de un modo absoluto y por encima de todo. Aquí no cabe el abandono sino en cuanto al tiempo más cercano o más lejano, como hemos dicho tratando de la vida o de la muerte, y también en cuanto a los grados de gracia y gloria que ahora vamos a explicar.
Artículo 2º.- La vida de la gracia
La vida de la gracia es el germen cuya expansión es la vida de la gloria. La una pasa luchando en la prueba, la otra triunfa en la felicidad; mas en realidad, es una sola y misma vida sobrenatural y divina la que comienza aquí abajo y se consuma en el cielo. Por otra parte, la vida de la gracia es la condición indispensable de la vida de la gloria. y es la que determina su medida. En consecuencia, hemos de desear tanto la una como la otra. Dios quiere ante todo que aspiremos a ellas como a fin supremo de la existencia, ya que trabaja exclusivamente por hacérnoslas alcanzar, y el demonio por hacérnoslas perder.
Las almas que plenamente han entendido la importancia de su destino, no tienen otro objetivo en medio de los trabajos y vicisitudes de esta vida, que conservar la vida de la gracia tan preciosa y tan disputada, y de llevarla a su perfecto desenvolvimiento. Tocante, pues, a la esencia de esta vida, no hay lugar al santo abandono, por ser la voluntad claramente significada que las almas «tengan la vida y que la tengan en abundancia».
Pero el abandono hallará su puesto en lo que concierne al grado de la gracia, y por ende al grado de las virtudes y al grado de la gloria eterna; pues, según el Concilio de Trento, «recibimos la justicia en nosotros en la medida que place al Espíritu Santo otorgárnosla, y en la proporción que cada uno coopera a ella». La gracia, las virtudes y la gloria dependen, por tanto, de Dios que da como El quiere, y del hombre en cuanto que se prepara y corresponde.
Puesto que todo esto depende de la generosidad individual, es preciso orar, orar más, orar mejor, corresponder a la acción divina con ánimo y perseverancia, no omitir esfuerzo alguno para no quedar por debajo del grado de virtud y de gloria que la Providencia nos ha destinado. ¿Cuál es la causa de que no seamos más santos? ¿Quién tiene la culpa de que tan sólo vegetemos como plantas marchitas, en lugar de tener sobreabundancia de vida espiritual? La gracia afluye a las almas generosas, se nos prodiga en el claustro, y más aún se nos prodigaría y frutos más copiosos produciría si supiéramos obtenerla mejor por la oración y no contrariaría por nuestras infidelidades. No, no es la gracia la que nos falta, nosotros somos los que faltamos a la gracia. No acusemos a Dios de paliar nuestra negligencia, pues tenemos muy merecida esta reflexión de San Francisco de Sales: «Jesús, el Amado de nuestras almas, viene a nosotros y halla nuestros corazones llenos de deseos, de afectos y de pequeños gustos. No es esto lo que El busca, sino que querría hallarlos vacíos para hacerse dueño y guía suyo. Verdad es que nos hemos apartado del pecado mortal y de todo afecto pecaminoso, pero los pliegues de nuestro corazón están llenos de mil bagatelas que le atan las manos, y le impiden distribuimos las gracias que nos quiere otorgar. Hagamos, pues, lo que de nosotros depende, y abandonémonos a la divina Providencia.»
A pesar de todo, Dios permanece dueño de sus dones, y a nadie niega las gracias necesarias para alcanzar el fin que se ha dignado asignarnos. Pero a unos concede más, a otros menos, y con mucha frecuencia su mano abre con sobreabundancia y profusión cuando El quiere y como a El le place. Por eso Nuestro Señor, «con corazón verdaderamente filial, previniendo a su Madre con las bendiciones de su dulzura la ha preservado de todo pecado», y de tal suerte la ha santificado, que Ella es su «única paloma, su toda perfecta sin igual». Con certeza se afirma de San Juan Bautista y con probabilidad de Jeremías y de San José, que la divina Providencia veló por ellos desde el seno de su madre y los estableció en la perpetuidad de su amor. Los Apóstoles elegidos para ser las columnas de la Iglesia fueron confirmados en gracia el día de Pentecostés. Entre la multitud de los santos no hay quizá dos que sean iguales, pues la Liturgia nos hace decir en la fiesta de cada Confesor Pontífice: «No se halló otro semejante a él.» La misma diversidad reina entre los fieles, y ¿quién no ve que entre los cristianos los medios de salvación son más numerosos y eficaces que entre los infieles, y que entre los mismos cristianos hay pueblos y ciudades donde los ministros de la Religión son de mayor capacidad y el ambiente más ventajoso? La gracia riega el claustro más que el mundo, y con frecuencia un monasterio mucho más que otro. Pero es preciso guardarse bien de inquirir jamás por qué la Suprema Sabiduría ha concedido tal gracia a uno con preferencia a otro, ni por qué.
Ella hace abundar sus favores más en una parte que en otra. «No, Teótimo, nunca tengas esta curiosidad, porque contando todos con lo suficiente y hasta con lo abundante para la salvación, ¿qué razón puede nadie tener para lamentarse, si a Dios place distribuir sus gracias con mayor abundancia a unos que a otros...? Es, pues, una impertinencia el empeñarse en inquirir por qué San Pablo no ha tenido la gracia de San Pedro, ni San Pedro la de San Pablo; por qué San Antonio no ha sido San Atanasio, ni San Atanasio San Jerónimo.
La Iglesia es un jardín matizado de infinidad de flores; y así, conviene que las haya de diversa extensión, de variados colores, de distintos olores y, en suma, de diferentes perfecciones. Cada cual tiene su valor, su gracia y su esmalte, y todas en conjunto forman una agradabilísima perfección de hermosura. Además, no creamos jamás hallar una razón más plausible de la voluntad de Dios que su misma voluntad, la que es sobradamente razonable y aun la razón de todas las razones, la regla de toda bondad, la ley de toda equidad.»
En consecuencia, un alma que practica bien el santo abandono, deja a Dios la determinación del grado de santidad que ha de alcanzar en la tierra, de las gracias extraordinarias de que esta santidad pueda estar acompañada aquí abajo y de la gloria con que ha de ser coronada en el cielo. Si Nuestro Señor eleva en poco tiempo a alguno de sus amigos a la más alta perfección, si les prodiga señalados favores, luces sorprendentes, sentimientos elevadísimos de devoción, no por esto siente celos, sino que, muy al contrario, se regocija de todo esto por Dios y por las almas. En lugar de dar cabida a la tristeza malsana o a los deseos vanos, mantiénese firme en el abandono; y con esto, el grado de gloria a que aspira es precisamente el que Dios le ha destinado. Mas hace cuanto de sí depende con ánimo y perseverancia, a fin de no quedarse en plano inferior a ese grado de santidad, que es el objeto de todos sus deseos.