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miércoles, 25 de enero de 2023

CAPITULO 6. DEL ABANDONO EN LOS BIENES ESENCIALES ESPIRITUALES Artículo 3º.- La práctica de las virtudes

 


Artículo 3º.- La práctica de las virtudes 

Dios no deifica la sustancia de nuestra alma por la gracia santificante, y nuestras facultades por las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, sino para hacernos producir actos sobrenaturales, como se planta un árbol frutal para que nos dé frutos. Si nuestro Señor nos ha dado el precepto y el ejemplo, si nos intima sus amenazas y sus promesas, si nos prodiga sus gracias exteriores e interiores, es tan sólo para hacernos practicar la virtud, que huyamos del pecado y consigamos la vida eterna. Porque la práctica de las virtudes es el único camino de salvación y de perfección para los adultos, es también el fin próximo de la vida espiritual, es un ejercicio esencial, que unas veces es obligatorio y otras voluntario, es, en fin, la tarea que Dios asigna a nuestra actividad y ha de ser también el trabajo de toda la vida, pues las virtudes son numerosas, complejas e indefinidamente perfectibles. 

Como la práctica de las virtudes pertenece, dice Bossuet, «a la voluntad significada, es decir, al expreso mandamiento de Dios, no hay en ella abandono ni indiferencia que practicar, y sería impiedad abandonarse a no adquirir virtudes o estar indiferente para tenerlas». Y San Francisco de Sales se expresa en idénticos términos: «Dios nos ha ordenado -dice- hacer cuanto podamos por adquirir las virtudes; así es que no olvidemos nada a fin de salir bien en esta santa empresa»; y añade en otra parte que podemos desearlas y pedirlas, y hasta es más, lo debemos hacer de un modo absoluto y sin condición alguna. 

Puesto que la práctica de las virtudes pertenece a la voluntad de Dios significada, debemos consagramos a ellas según los principios de la ascética cristiana, con la gracia desde luego, mas por propia determinación y sin esperar a que Dios, mediante las disposiciones de su Providencia, nos coloque en condiciones de hacerlo y nos declare de nuevo su voluntad, puesto que nos es ya suficientemente conocida, y esto basta. Labor nuestra es suscitar las ocasiones y utilizar las que nos ofrecen nuestras santas Reglas y los acontecimientos, pudiendo, además, multiplicar los actos de virtud sin ocasiones exteriores. No hay, pues, lugar al abandono en cuanto a la esencia de esta práctica, pero tendrá lugar en muchas cosas, como el grado, la manera y ciertos medios. 

1º.- El grado de virtud. «Este depende a la vez -dice el P. le Gaudier- del hombre y de la gracia. Podemos, pues, y hasta debemos hacer los mayores esfuerzos para aumentarlo sin cesar, contentándonos, sin embargo, con la medida que pluguiere a la divina Bondad. Por esto, si observamos que nuestros progresos disminuyen o se paralizan, si llegamos a omitir obras de virtud y aun a caer positivamente en algún defecto, hemos de afligimos de haber faltado a la gracia y por no haber correspondido a los deseos de Dios. Mas, ya que El juzgó oportuno permitir esta caída o poner este limite a nuestros progresos para procurar su gloria y nuestra humillación y para castigar también nuestra negligencia, es de todo punto necesario conformar nuestra voluntad a la suya.» Declaramos, sin embargo, con este piadoso autor, que «si no subimos más alto, es por lo regular debido a nuestra culpa: la gracia abunda en toda alma fiel, pero nosotros no tenemos un ideal bastante elevado, y nos falta el valor y la perseverancia».

 2º.- Las maneras defectuosas de practicar la virtud. Un orgullo secreto, la necesidad de gozar, el miedo de sufrir, pueden en efecto mezclarse en ella. Pertenece a la mortificación cristiana poner orden, mas la Providencia nos proveerá gustosa de los medios para conseguirlo. Citemos algunos ejemplos: Existe ante todo la manera egoísta de buscarnos a nosotros mismos en las diversas consolaciones, en nuestros ejercicios de devoción y hasta en el progreso de nuestras virtudes. Dios nos gobernará en forma tal que nos quite poco a poco estos apegos, a fin de que con mayor pureza y simplicidad no ansiemos sino el beneplácito de su divina Majestad, y cultivemos en adelante las virtudes; «no ya porque ellas nos son agradables, honrosas y a propósito para contentar el amor que nos tenemos a nosotros mismos, sino porque son agradables a Dios, útiles a su honor y destinadas a su gloria». De ahí el que aun las almas más selectas sientan la aridez, atormentadas por mil repugnancias y dificultades, quebrantadas y aniquiladas por el sentimiento de su impotencia y de sus miserias. Dios quiere despojarlas del orgullo y de la sensualidad, para que aprendan a no servirle sino a El sólo y por puro espíritu de fe. 

Existe también la manera inquieta y apresurada. Muchas, luego que se han decidido a perfeccionarse por la adquisición de las virtudes, querrían poseerlas todas de un golpe; como si aspirar a la perfección bastara para poseerlas sin trabajo. Dios exige que hagamos cuanto está de nuestra parte por la fidelidad en conservar cada virtud según nuestra condición y vocación. Nos quiere así acostumbrar a tender a la perfección por grados con un corazón tranquilo. Por lo que mira a llegar a ella más pronto o más tarde, pide que lo dejemos a su Providencia; y suavemente nos conducirá, de suerte que moderemos la impaciencia de nuestros deseos y nos conservemos en la humildad. 

3º.- Algunos medios de practicar la virtud. Dios se reserva el intervenir a su tiempo y como le plazca, para allanar los obstáculos, suscitar las ocasiones y facilitar el trabajo. Lo hace por cada acontecimiento de su beneplácito, empleando a todos los hombres en los intereses de su gloria, «pero a unos en la acción más que en el sufrimiento, a otros por el martirio, las persecuciones, la mortificación voluntaria, la enfermedad, etc. Nuestro papel consiste en hacernos indiferentes a todas estas cosas y esperar el divino beneplácito, y después, en abrazar su santa voluntad y estrecharla con amor así que aparezca claramente». ¿Acaso no es ella soberanamente sabia, paternal y saludable? Por otra parte, nadie tiene derecho a pedir cuenta a Dios de por qué nos pone aquí o por qué no nos conduce de otra manera. Mucho menos podemos exigir de El algunas de esas intervenciones especiales, en que su acción singularmente poderosa ilumina, abrasa, transforma las almas, o al menos las hace realizar un sensible progreso en poco tiempo y como sin esfuerzo de su parte. 

Santa Teresa en varios lugares de su Vida señala casos de este género. Cuenta en particular cómo el primer rapto con que el Señor la favoreció despególa súbitamente de ciertas amistades muy inocentes, pero a las que estaba muy apegada, y cómo después le era imposible entablar otras de las que no fuere Dios el único lazo. Mas estas ascensiones rápidas, estas iluminaciones súbitas, estas transformaciones sorprendentes no son sino muy raras excepciones. Dios, habiéndonos dotado de inteligencia y de voluntad libre, poniendo su gracia a nuestra disposición, «nos ha dejado en manos de nuestro consejo»; y así a nuestra actividad espiritual es a la que debemos exigir la práctica de las virtudes. Sería harto temerario y hasta insensato quien, contando con intervenciones extraordinarias de Dios, descuidase la iniciativa personal y se durmiera en la pereza.