Las persecuciones pueden venirnos de parte de los malos y de parte también de las personas buenas. «Ser despreciado, reprendido y acusado por los malos, es realmente dulce para un hombre animoso -dice San Francisco de Sales-; empero ser reprendido, acusado y maltratado por los buenos, por los amigos, por los parientes, eso sí que es meritorio. Así como las picaduras de las abejas son más agudas que las de las moscas, del mismo modo, el mal que proviene de las personas buenas y las contradicciones que nos ocasionan, se toleran con mayor dificultad que las de los otros.»
San Pedro de Alcántara, penetrado de la más viva compasión por Santa Teresa, le dijo que una de las mayores penas de este destierro era lo que ella había soportado, es decir, esta contradicción de los buenos. ¿Radica esto en que el aprecio y el afecto de estas personas nos son más estimados, o en que la prueba era menos esperada? ¿Obedece acaso a que las personas buenas, creyendo seguir el dictamen de su conciencia, guardan menos consideraciones? Sean cualesquiera el origen y las circunstancias de estas duras pruebas, nos parece conveniente entrar en algunas consideraciones que ayudarán a santificarías. Todos los santos han pasado aquí abajo por la persecución, dice San Alfonso.
Ved a San Basilio acusado de herejía ante el Papa San Dámaso, a San Cirilo condenado por hereje por un Concilio de cuarenta Obispos y depuesto luego vergonzosamente, a San Atanasio perseguido por culpársele de hechicero y a San Juan Crisóstomo por costumbres relajadas. «Ved también a San Romualdo, quien contando más de cien años, es con todo acusado de un crimen vergonzoso, tanto que se intentó quemarle vivo; a San Francisco de Sales, a quien por espacio de tres años se le juzgó manteniendo relaciones ilícitas con una persona del mundo, y esperar por todo ese tiempo que Dios le justifique de esta calumnia; por último, ved a Santa Liduvina, en cuyo aposento entró un día una mujer desgraciada para vomitar injurias a cuál más grosera.»
Ninguno de nosotros ignora que nuestro bienaventurado Padre San Benito estuvo a punto de ser envenenado por los suyos, y ¡cuánto no tuvieron que sufrir nuestros primeros padres del Cister, así de sus hermanos de Molismo, como de otros monjes de su tiempo! Otro tanto aconteció al venerable Juan de la Barriére y al Abad de Rancé cuando quisieron implantar su reforma. San Francisco de Asís renunció al cargo de Superior a causa de la oposición que encontró entre los suyos: Fray Elías, su vicario general, no reparó en acusarle ante un crecido número de religiosos de ser la ruina del Instituto, y este mismo Fray Elías fue el que encarceló a San Antonio de Padua.
San Ignacio de Loyola fue encerrado en los calabozos del Santo Oficio. San Juan de la Cruz, habiendo reformado el Carmelo, es arrojado por los Padres de la Observancia en una oscura cárcel, y allí privado de celebrar la Santa Misa durante largos meses, y tuvo además que sufrir rigurosísima abstinencia y las más duras disciplinas y reprensiones. Por idéntico motivo, y a causa de los caminos por los que Dios la llevaba, hubo de sufrir Santa Teresa durísimas vejaciones, de las que se percibe el eco en su Vida. Su confesor, el P. Baltasar Álvarez, sufrió también una especie de persecución motivada por su oración sobrenatural. Otros muchísimos podríamos citar, pero terminaremos por San Alfonso, que fue perseguido durante largos años: como teólogo por los rigoristas, como fundador de los Redentoristas por los regalistas, y finalmente por sus hijos, como ya dejamos dicho.
Baronio cuenta cómo el Papa San León IX cedió a las prevenciones contra San Pedro Damiano: «Yo lo digo -añade este sabio Cardenal-, para consolar a las víctimas de estas malas lenguas, para hacer más prudentes a los demasiado crédulos y enseñarles a no prestar fácilmente oídos a las calumnias.» Estas persecuciones hallan su aparente explicación en la diversidad de espíritus: «¿Qué acuerdo puede haber entre Jesucristo y Belial?» Los malos no pueden soportar la virtud por modesta y reservada que sea, porque los condena, los molesta y los quiere convertir. Las personas buenas, hasta que no han mortificado bastante sus pasiones (si éstas son numerosas), déjanse cegar y arrastrar cualquier día con menoscabo de la paz y de la caridad. Ejemplo de ello tenemos en el P. Francisco de Paula, encarnizado perseguidor de San Alfonso, que lejos de ser mal religioso, hasta gozaba de reputación muy recomendable. Mucho se hubiera extrañado si se le hubiese predicho que, andando el tiempo, trabajaría con celo digno de mejor causa en perder a su ilustre y santo Fundador, mediante informes tendenciosos, envenenados y llenos de calumnias; hízolo, sin embargo, porque no había combatido suficientemente su desmesurada ambición, que ni siquiera había echado de ver hasta entonces.
Los más santos pueden hacerse sufrir mutuamente, ya porque se engañan, o porque no entienden su deber de la misma manera, existiendo como existe entre los hombres diversidad de miras y caracteres. Mas para penetrar a fondo el misterio de estas pruebas es preciso remontarse hasta Nuestro Señor y penetrar en los consejos de la Providencia. Jesús nos advierte que ha venido a traer la espada y no la paz, y que los enemigos del hombre serán los de su casa; que ha sido perseguido y hasta se ha llegado a llamarle Belcebú, y que no es el discípulo más que su Maestro; se nos odiará, se nos perseguirá de ciudad en ciudad, se nos entregará y llegará tiempo en que los mismos que nos den la muerte crean hacer un servicio a Dios.
El Apóstol, a su vez, se hace eco de su Maestro: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo padecerán persecución»; pero termina diciendo el Señor, «bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Cuando os maldijeren y persiguieren y se hubieren dicho contra vos todos los males imaginables sin razón y por mi causa, regocijaos, alegraos porque vuestra recompensa es grande en el Reino de los cielos y tened presentes a los Profetas, que antes que vosotros fueron también perseguidos». Y ¿qué fin se propone la Providencia con estas pruebas purificadoras? Quiere señalar todas sus obras con el sello de la cruz, despojarnos de la estima y afecto propio, formarnos en la paciencia, en el perfecto abandono, en la caridad sólo por amor de Dios, consumar la santidad de sus mejores amigos. Jesús humilde, despreciado, víctima de la iniquidad, pero manso y humilde de corazón en medio de los ultrajes, amante y abnegado hasta la total efusión de su sangre a pesar de todas las injusticias y perfidias, es el Maestro que nos muestra el camino, el Modelo al que el Espíritu Santo ha encargado la misión de hacernos semejantes.
La Providencia emplea a los buenos y a los malos como instrumento para reproducir en nosotros a Jesús ultrajado, vilipendiado, tratado indignamente; pero al propio tiempo el Espíritu Santo nos ofrece la gracia, obra en nosotros para hacernos imitar fielmente a Jesús manso y humilde de corazón, a Jesús lleno de dulzura y de heroica caridad. Caminar con paso resuelto por las huellas de Jesús perseguido, es entrar en las vías de la santidad. Murmurar, quejarse y andar con repugnancia, es arrastrarse penosamente en la mediocridad.
San Alfonso, por su parte, dice: «Persuadámonos que en recompensa de nuestra paciencia en sufrir de buen grado las persecuciones, tendrá Dios cuidado de nosotros, pues es Dueño de levantarnos cuando quisiere. Mas aunque fuera preciso vivir en lo sucesivo, bajo el peso del deshonor, existe la otra vida, en la que por nuestra paciencia seremos colmados de honores tanto más sublimes.»
Olvidemos, pues, a los hombres y todas las faltas que creemos tienen, y desechemos de nuestro corazón la amargura y el resentimiento. Fijos constantemente los ojos en el eterno perseguido, en Jesús nuestro modelo y en el Amado de nuestras almas, adoremos como El todos los designios de su Padre, que es también el nuestro. Abracemos con amor las pruebas que El nos envía y los efectos de ellas ya consumados e irreparables, esforzándonos por sacar de ellos el mejor partido posible, entrando plenamente en las disposiciones de nuestro dulce Jesús y obrando en todo como El lo haría en nuestro caso. Esto no nos impide, en cuanto al porvenir, hacer lo que depende de nosotros para precaver los peligros, para evitar las consecuencias si fuere del agrado de Dios, siempre que la gloria divina, el bien de las almas, u otras justas razones lo exijan o lo permitan.
El beato Enrique Susón recorrió durante largo tiempo este doloroso camino, y ved las enseñanzas que recibió del cielo. Díjole una voz interior: «Abre la ventana de tu celda, mira y aprende.» La abrió, y fijando la vista, vio a un perro que corría por el claustro, llevando en su boca un trozo de alfombra con la que se divertía, ya lanzándola al aire, ya arrastrándola por el suelo, destrozándola y haciéndola pedazos. Una voz interior dijo al beato: «así serás tú tratado y despedazado por boca de tus hermanos». Entonces hízose esta reflexión: «Puesto que no puede ser de otra manera, resígnate; mira cómo esta alfombra se deja maltratar sin quejarse, haz tú lo mismo.» Bajó, cogió la alfombra y la conservó durante largos años como preciado tesoro. Cuando tenía una tentación de impaciencia, la cogía en sus manos, a fin de reconocerse en ella y de adquirir la valentía de callarse. Cuando desviaba el rostro despreciando a los que le perseguían, era por ello castigado interiormente y una voz decíale en el fondo de su corazón: «Acuérdate que Yo, tu Señor, no aparté mi rostro a los que me escupían.» Entonces experimentaba un verdadero arrepentimiento y entraba de nuevo en sí mismo... Decíale aún la voz interior: «Dios quiere que cuando seas maltratado con palabras y hechos soportes todo con paciencia, quiere que mueras del todo a ti mismo, que no tomes tu diario alimento antes de haberte dirigido a tus adversarios y de haber sosegado, en cuanto te fuere posible, la ira de su corazón por medio de palabras y modales caritativos, dulces y humildes... No has de suponer que ellos sean otros Judas en el verdadero sentido de la palabra, sino los cooperadores de Dios que debe probarte para bien tuyo.»
San Alfonso, condenado por el Papa a causa de injustas acusaciones y separado definitivamente de la Congregación que había fundado, no se quejó y no recriminó a nadie, tan sólo dijo con heroica sumisión: «Seis meses ha que hago esta oración: Señor, lo que Vos queréis lo quiero yo también.» Y aceptó con el alma toda destrozada, aunque con resignación, vivir proscrito hasta la muerte, puesto que tal era la voluntad de Dios. Lejos de conservar animosidad contra su perseguidor, escribíale: «Me entero con alegría de que el Papa os prodiga sus favores. Tenedme al corriente de todo lo bueno que os acontezca, para que pueda dar gracias a Dios. Le pido aumente en vos su amor, que multiplique vuestras casas, y que os bendiga a vos y a vuestras misiones.» En esta prueba, como en todas las circunstancias difíciles, había comenzado por hacer que orase su Congregación y por recomendar a cada uno se renovase en el fervor, a fin de tener a Dios de su parte; después había tomado cuantas medidas podía aconsejar la prudencia, pero sometiéndose de antemano al divino beneplácito.
En lo más crudo de la persecución, San Juan de la Cruz recibía los oprobios con alegría, porque creíase merecedor de peores tratamientos. Parecíale que no se le injuriaba bastante y suspiraba por el momento en que tendría que sufrir sangrientas disciplinas, a fin de poder sufrir por Dios esta afrenta y dolor. Creía tener tantos defectos, ser culpable de tantos pecados, que no se indignaba por las reprensiones y ultrajes, pues para él no eran injustos ni crueles. Por más que sus penas interiores fuesen aún mayores en esta época, se consolaba en sus continuas comunicaciones con Dios, y componiendo ese admirable cántico que explicó más tarde.