LA REGLA
DE
SAN BENITO
Introducción y Comentario por
GARCÍA M. COLOMBÁS
MONJE BENEDICTINO
Traducción y notas por
IÑAKI ARANGUREN
MONJE CISTERCIENSE
TERCERA EDICIÓN
(reimpresión)
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID * MM
PROLOGO
1
Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con
gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica,
2
para que por tu
obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente
desobediencia.
3 A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, quienquiera que seas, si es que te
has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas
armas de la obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el Señor.
4 Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy
insistente y apremiante que él la lleve a término, 5
para que, por haberse dignado contarnos
ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones.
6
Porque, efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle en la
obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no sólo no llegue a
desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus hijos,
7
sino que ni como
señor temible, encolerizado por nuestras maldades, nos entregue al castigo eterno por ser
unos siervos miserables empeñados en no seguirle a su gloria.
8 Levantémonos, pues, de una vez; que la Escritura nos espabila, diciendo: «Ya es hora
de despertamos del sueño».
9
y, abriendo nuestros ojos a la luz de Dios, escuchemos
atónitos lo que cada día nos advierte la voz divina que clama: 10
«Si hoy escucháis su voz,
no endurezcáis vuestros corazones».
11
y también: «Quien tenga oídos, oiga lo que dice el
Espíritu a las Iglesias».
12 ¿Y qué es lo que dice? «Venid, hijos; escuchadme; os instruiré en
el temor del Señor».
13
«Daos prisa mientras tenéis aún la luz de la vida, antes que os
sorprendan las tinieblas de la muerte».
14 Y, buscándose el Señor un obrero entre la multitud a laque lanza su grito de
llamamiento, vuelve a decir: 15
«¿Hay alguien que quiera vivir y desee pasar días
prósperos?»
16 Si tú, al oírle, le respondes: «Yo», otra vez te dice Dios: 17 Si quieres gozar
de una vida verdadera y perpetua, «guarda tu lengua del mal; tus labios, de la falsedad; obra
el bien, busca la paz y corre tras ella».
18 Y, cuando cumpláis todo esto, tendré mis ojos
fijos sobre vosotros, mis oídos atenderán a vuestras súplicas y antes de que me interroguéis
os diré yo: «Aquí estoy».
19 Hermanos amadísimos, ¿puede haber algo más dulce para
nosotros que esta voz del Señor, que nos invita? 20 Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos
indica el camino de la vida.
21 Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia
de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para que
merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino.
22 Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino, hemos de saber que nunca
podremos llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las buenas obras.
23 Pero
preguntemos al Señor como el profeta, diciéndole: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu
tienda y descansar en tu monte santo?»
24 Escuchemos, hermanos, lo que el Señor nos
responde a esta pregunta y cómo nos muestra el camino hacia esta morada, diciéndonos: 25
«Aquél que anda sin pecado y practica la justicia; 26 el que habla con sinceridad en su
corazón y no engaña con su lengua; 27 el que no le hace mal a su prójimo ni presta oídos a
infamias contra su semejante».
28 Aquel que, cuando el malo, que es el diablo, le sugiere
alguna cosa, inmediatamente le rechaza a él y a su sugerencia lejos de su corazón, «los
reduce a la nada», y, agarrando sus pensamientos, los estrella contra Cristo.
29 Los que así
proceden son los temerosos del Señor, y por eso no se inflan de soberbia por la rectitud de
su comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar nada por sí mismos,
sino por el Señor,
30 proclaman su grandeza, diciendo lo mismo que el profeta: «No a
nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria», al igual que el apóstol Pablo,
quien tampoco se atribuyó a sí mismo éxito alguno de su predicación cuando decía: «Por la
gracia de Dios soy lo que soy».
32 Y también afirma en otra ocasión: «E1 que presume, que
presuma del Señor».
33 Por eso dice el Señor en su evangelio: «Todo aquel que escucha
estas palabras mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato, que edificó su casa
sobre la roca.
34 Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la
casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca».
35 Al terminar sus palabras, espera el Señor que cada día le respondamos con nuestras
obras a sus santas exhortaciones.
36 Pues para eso se nos conceden como tregua los días de
nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males,
37 según nos dice el Apóstol: «¿No te
das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia?»
38
Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: «No quiero la muerte del
pecador, sino que cambie de conducta y viva».
39 Hemos preguntado al Señor, hermanos,
quién es el que podrá hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las
condiciones para poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su
casa.
40 Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en
el servicio de la santa obediencia a sus preceptos.
41 Y como esto no es posible para nuestra
naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la asistencia de su
gracia.
42 Si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna,
43 mientras
todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas
estas a cosas a luz de la vida,
44 ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica
lo que en la eternidad redundará en nuestro bien.
45 Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. 46 Y, al organizarla, no
esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. 47 Pero si, no
obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de
corregir los vicios o mantener la caridad, 48 no abandones en seguida, sobrecogido de
temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo
estrecho. 49 Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la
dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios.
50
De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su
doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los
sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amén.
I . LAS CLASES DE MONJES
1 Como todos sabemos, existen cuatro géneros de monjes.
2 El primero es el de los
cenobitas, es decir, los que viven en un monasterio y sirven bajo una regla y un abad. 3 El
segundo género es el de los anacoretas, o, dicho de otro modo, el de los ermitaños. Son
aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica, sino tras larga prueba en el
monasterio, 4
aprendieron a luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros,
5
y,
bien formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto, se
encuentran ya capacitados y seguros sin el socorro ajeno, porque se bastan con el auxilio de
Dios para combatir, sólo con su brazo contra los vicios de la carne y de los pensamientos.
6
El tercer género de monjes, y pésimo por cierto, es el de los sarabaítas. Estos se
caracterizan, según nos lo enseña la experiencia, por no haber sido probados como el oro en
el crisol, por regla alguna, pues, al contrario, se han quedado blandos como el plomo. 7
Dada su manera de proceder, siguen todavía fieles al espíritu del mundo, y manifiestan
claramente que con su tonsura están mintiendo a Dios.
8
Se agrupan de dos en dos o de tres
en tres, y a veces viven solos, encerrándose sin pastor no en los apriscos del Señor, sino en
los propios, porque toda su ley se reduce a satisfacer sus deseos.
9 Cuanto ellos piensan o
deciden, lo creen santo, y aquello que no les agrada, lo consideran ilícito.
10 El cuarto género de monjes es el de los llamados giróvagos, porque su vida entera se
la pasan viajando por diversos países, hospedándose durante tres o cuatro días en los
monasterios.
11 Siempre errantes y nunca estables, se limitan a servir a sus propias
voluntades y a los deleites de la gula; son peores en todo que los sarabaítas.
12 Será mucho mejor callamos y no hablar de la miserable vida que llevan todos éstos.
13
Haciendo, pues, caso omiso de ellos, pongámonos con la ayuda del Señor a organizar la
vida del muy firme género de monjes que es el de los cenobitas.
II. CÓMO DEBE SER EL ABAD
1 El abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se
le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior.
2
Porque, en efecto, la fe nos
dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es designado con su
sobrenombre,
3
según lo que dice el Apóstol: «Habéis recibido el espíritu de adopción filial
que nos permite gritar: Abba! ¡Padre!»
4
Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o
mandar cosa alguna que se desvíe de los preceptos del Señor,
5
sino que tanto sus mandatos
como su doctrina deben penetrar en los corazones como si fuera una levadura de la justicia
divina,
6
Siempre tendrá presente el abad que su magisterio y la obediencia de sus
discípulos, ambas cosas a la vez, serán objeto de examen en el tremendo juicio de Dios.
7 Y
sepa el abad que el pastor será plenamente responsable de todas las deficiencias que el
padre de familia encuentre en sus ovejas.
8
Pero, a su vez, puede tener igualmente por cierto
que, si ha agotado todo su celo de pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha
aplicado toda suerte de remedios para sus enfermedades,
9
en ese juicio de Dios será
absuelto como pastor, porque podrá decirle al Señor como el profeta: «No me he guardado
tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad y tu salvación. Pero ellos,
despreciándome, me desecharon».
10 Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán
por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo.
11 Por tanto, cuando alguien acepta el título de abad, debe enseñar a sus discípulos de
dos maneras; 12 queremos decir que mostrará todo lo que es recto y santo mas a través de su
manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a los discípulos capaces
les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras, pero a los duros de corazón y a los
simples les hará descubrir los mandamientos divinos en lo conducta del mismo abad. 13 Y a
la inversa, cuanto indique a sus discípulos que es nocivo para sus almas, muéstrelo con su
conducta que no deben hacerlo, «no sea que, después de haber predicado a otros, resulte
que el mismo se condene».
14 Y que, asimismo, un día Dios tenga que decirle s causa de sus
pecados «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en lo boca mi alianza, tú que
detestas mi corrección y te echas, a lo espalda mis mandatos?»
15 Y también: «¿Por qué te
fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el
tuyo?».
16 No haga en el monasterio discriminación de personas.
17 No amará más a uno que a
otro, de no ser al que hallare mejor en las buenas obras y en la obediencia.
18 Si uno que ha
sido esclavo entra en el monasterio, no sea pospuesto ante el que ha sido libre, de no mediar
otra causa razonable.
19 Mas cuando, por exigirlo así la justicia, crea el abad que debe
proceder de otra manera, aplique el mismo criterio con cualquier otra clase de rango. Pero,
si no, conserven todos la precedencia que les corresponde,
20 porque «tanto esclavos como
libres, todos somos en Cristo una sola cosa» y bajo un mismo Señor todos cumplimos un
mismo servicio, «pues Dios no tiene favoritismos».
21 Lo único que ante él nos diferencia
es que nos encuentre mejores que los demás en buenas obras y en humildad. 22 Tenga, por
tanto, igual caridad para con todos y a todos aplique la misma norma según los méritos de
cada cual.
23 El abad debe imitar en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice: «Reprende,
exhorta, amonesta».
24 Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las circunstancias,
amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un maestro inexorable, y
entrañable, con el afecto de un padre bondadoso. 25 En concreto: que a los indisciplinados y
turbulentos debe corregirlos más duramente; en cambio, a los obedientes, sumisos y
pacientes debe estimularles a que avancen más y mas. Pero le amonestamos a que reprenda
y castigue a los negligentes y a los despectivos.
26 Y no encubra los pecados de los delincuentes, sino que tan pronto como empiecen a
brotar, arránquelos de raíz con toda su habilidad, acordándose de la condenación de Helí,
sacerdote de Silo. 27 A los más virtuosos y sensatos corríjales de palabra, amonestándoles
una o dos veces; 28 pero a los audaces, insolentes, orgullosos y desobedientes reprímales en
cuanto se manifieste el vicio, consciente de estas palabras de la Escritura: «Sólo con
palabras no escarmienta el necio». 29 Y también: «Da unos palos a tu hijo, y lo librarás de
la muerte».
30 Siempre debe tener muy presente el abad lo que es y recordar el nombre con que le
llaman, sin olvidar que a quien mayor responsabilidad se le confía, más se le exige.
31 Sepa también cuan difícil y ardua es la tarea que emprende, pues se trata de almas a
quienes debe dirigir y son muy diversos los temperamentos a los que debe servir. Por eso
tendrá que halagar a unos, reprender a otros y a otros convencerles; 32
y conforme al modo
de ser de cada uno y según su grado de inteligencia, deberá amoldarse a todos y lo
dispondrá todo de tal manera que, además de no perjudicar al rebaño que se le ha confiado,
pueda también alegrarse de su crecimiento. 33 Es muy importante, sobre todo, que, por
desatender o no valorar suficientemente la salvación de las almas, no se vuelque con más
intenso afán sobre las realidades transitorias, materiales y caducas,
34 sino que tendrá muy
presente siempre en su espíritu que su misión es la de dirigir almas de las que tendrá que
rendir cuentas.
35 Y, para que no se le ocurra poner como pretexto su posible escasez de
bienes materiales, recuerde lo que está escrito: «Buscad primero el Reino de Dios y su
justicia, y todo eso se os dará por añadidura».
36 Y en otra parte: «Nada les falta a los que le
temen».
37 Sepa, una vez más, que ha tomado sobre sí la responsabilidad de dirigir almas, y, por
lo mismo, debe estar preparado para dar razón de ellas.
38 Y tenga también por cierto que en
el día del juicio deberá dar cuenta al Señor de todos y cada uno de los hermanos que ha
tenido bajo su cuidado; además, por supuesto, de su propia alma.
39 Y así, al mismo tiempo,
que teme sin cesar el futuro examen del pastor sobre las ovejas a él confiadas y se preocupa
de la cuenta ajena, se cuidará también de la suya propia; 40
y mientras con sus
exhortaciones da ocasión a los otros para enmendarse, él mismo va corrigiéndose de sus
propios defectos.
II. COMO SE HAN DE CONVOCAR LOS HERMANOS A CONSEJO
1
Siempre que en el monasterio hayan de tratarse asuntos de importancia, el abad
convocará toda la comunidad y expondrá él personalmente de qué se trata.
2 Una vez oído
el consejo de los hermanos, reflexione a solas y haga lo que juzgue más conveniente.
3 Y
hemos dicho intencionadamente que sean todos convocados a consejo, porque muchas
veces el Señor revela al mis joven lo que es mejor.
4
Por lo demás, expongan los hermanos su criterio con toda sumisión, y humildad y no
tengan la osadía de defender con arrogancia su propio parecer,
5
sino que, por quedar
reservada la cuestión a la decisión del abad, todos le obedecerán en lo que él disponga
como más conveniente.
6
Sin embargo, así como lo que corresponde a los discípulos es
obedecer al maestro, de la misma manera conviene que éste decida todas las cosas con
prudencia y sentido de la justicia.
7
Por tanto, sigan todos la regla como maestra en todo y nadie se desvíe de ella
temerariamente.
8 Nadie se deje conducir en el monasterio por la voluntad de su propio
corazón, 9
ni nadie se atreva a discutir con su abad desvergonzadamente o fuera del
monasterio. 10 Y, si alguien se tomara esa libertad, sea sometido a la disciplina regular.
11 El
abad, por su parte, actuará siempre movido por el temor de Dios y ateniéndose a la
observancia de la regla, con una conciencia muy clara de que deberá rendir cuentas a Dios,
juez rectísimo, de todas sus determinaciones.
12 Pero, cuando se trate de asuntos menos transcendentes, será suficiente que consulte
solamente a los monjes más ancianos,
13 conforme está escrito: «Hazlo todo con consejo, y,
después de hecho, no te arrepentirás».
IV. CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS
1 Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas»,
2
y además «al prójimo como a sí mismo».
3 Y no matar.
4 No cometer adulterio. 5
No hurtar.
6 No codiciar.
7 No levantar falso testimonio, 8 Honrar a todos los hombres 9
y
«no hacer a otro lo que uno no desea para sí mismo».
10
Negarse sí mismo para seguir a Cristo. 11 Castigar el cuerpo. 12 No darse a los
placeres,
13 amar el ayuno. 14 Aliviar a los pobres,
15
vestir al desnudo, 16
visitar a los
enfermos,
17 dar sepultura a los muertos,
18 ayudar al atribulado, 19 consolar al afligido.
20 Hacerse ajeno a la conducta del mundo, 21 no anteponer nada al amor de Cristo. 22 No
consumar los impulsos de la ira 23 ni guardar resentimiento alguno. 24 No abrigar en el
corazón doblez alguna,
25 no dar paz fingida,
26 no cejar en la caridad. 27 No jurar, por temor
a hacerlo en falso; 28 decir la verdad con el corazón y con los labios.
29 No devolver mal por mal,
30 no inferir injuria a otro e incluso sobrellevar con
paciencia las que a uno mismo le hagan, 31 amar a los enemigos,
32 no maldecir a los que le
maldicen, antes bien bendecirles; 33 soportar la persecución por causa de la justicia.
34 No ser orgulloso, 35 ni dado al vino, 36 ni glotón, 37 ni dormilón, 38 ni perezoso, 39 ni
murmurador,
40 ni detractor.
41 Poner la esperanza en Dios.
42 Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a
Dios y no a uno mismo; 43 el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que
siempre es una obra personal.
44 Temer el día del juicio, 45 sentir terror del infierno, 46 anhelar la vida eterna con toda
la codicia espiritual,
47 tener cada día presente ante los ojos a la muerte.
48 Vigilar a todas
horas la propia conducta,
49 estar cierto de que Dios nos está mirando en todo lugar.
50
Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra
Cristo y descubrirlos al anciano espiritual.
51 Abstenerse de palabras malas y deshonestas,
52
no ser amigo de hablar mucho, 53 no decir necedades o cosas que exciten la risa,
54 no
gustar de reír mucho o estrepitosamente.
55 Escuchar con gusto las lecturas santas,
56 postrarse con frecuencia para orar,
57
confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas,
58
y de
esas mismas culpas corregirse en adelante.
59 No poner por obra los deseos de la carne,
60 aborrecer la propia voluntad, 61 obedecer
en todo los preceptos del abad, aun en el caso de que él obrase de otro modo, lo cual Dios
quiera que no suceda, acordándose de aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os
digan, pero no hagáis lo que ellos hacen».
62 No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente,
para ser así llamado con verdad. 63 Practicar con los hechos de cada día los preceptos del
Señor; 64 amar la castidad, 65 no aborrecer a nadie,
66 no tener celos,
67 no obrar por envidia,
68 no ser pendenciero, 69 evitar toda altivez.
70 Venerar a los ancianos,
71 amar a los jóvenes.
72 Orar por los enemigos en el amor de Cristo, 73 hacer las paces antes de acabar el día con
quien se haya tenido alguna discordia.
74 Y jamás desesperar de la misericordia de Dios.
75 Estos son los instrumentos del arte espiritual.
76 Si los manejamos incesantemente día
y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que
tiene prometida: 77
«Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las
cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman».
78 Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del
monasterio y la estabilidad en la comunidad.
V. LA OBEDIENCIA
1 El primer grado de humildad es la obediencia sin demora.
2 Exactamente la que
corresponde a quienes nada conciben más amable que Cristo. 3 Estos, por razón del santo
servicio que han profesado, o por temor del infierno, o por el deseo de la vida eterna en la
gloria,
4
son incapaces de diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta
emana del superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios.
5 De ellos dice el Señor:
«Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció».
6 Y dirigiéndose a los maestros
espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí».
7 Los que tienen esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares,
renuncian a su propia voluntad 8
y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están
haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan ágiles como su
obediencia.
9 Y como en un momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, hacen
coincidir ambas cosas a la vez: el mandato del maestro y su total ejecución por parte del
discípulo.
10 Es que les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna,
11
y por eso eligen con
toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor: «Estrecha es la senda que
conduce a la vida».
12 Por esta razón no viven a su antojo ni obedecen a sus deseos y
apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en
los cenobios y desean que les gobierne un abad. 13 Ellos son, los que indudablemente imitan
al Señor, que dijo de sí mismo: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que
me envió».
14 Pero incluso este tipo de obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres
cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin
protesta.
15 Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa,
como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha».
16 Y los discípulos
deben ofrecerla de buen grado, porque «Dios ama al que da con alegría».
17 Efectivamente,
el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la boca, sino sólo con el
corazón, 18 aunque cumpla materialmente lo preceptuado, ya no será agradable a Dios, pues
ve su corazón que murmura,
19
y no conseguirá premio alguno de esa obediencia. Es más,
cae en el castigo correspondiente a los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.
VI. LA TACITURNIDAD
1 Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no
pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve
de hablar aun de cosas buenas».
2 Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales
debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad,
cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece
el pecado. 3
Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán
los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones
honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad. 4
Porque
escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado».
5 Y en otro lugar: «Muerte y vida están
en poder de la lengua».
6 Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le
corresponde callar y escuchar.
7
Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda
humildad y respetuosa sumisión. 8
Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que
provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no consentimos que
el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.
VII. LA HUMILDAD
1 La divina escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será
humillado y el que se humilla será ensalzado».
2 Con estas palabras nos muestra que toda
exaltación de sí mismo es una forma de soberbia.
3 El profeta nos indica que él la evitaba
cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo
grandezas que superan mi capacidad».
4 Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente
de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién
destetado, que está penando en los brazos de su madre».
5
Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más
alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la
humildad en la vida presente,
6
hemos de levantar con los escalones de nuestras obras
aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los
ángeles que bajaban y subían. 7
Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa
ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube.
8 La escala
erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo
levanta hasta el cielo. 9 Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma,
en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de
la observancia para subir por ellos.
10 Y así, el primer grado de humildad es que el monje mantenga siempre ante sus ojos el
temor de Dios y evite por todos los medios echarlo en olvido; 11 que recuerde siempre todo
lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo el infierno abrasa por
sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida eterna está ya preparada para los
que le temen. 12 Y, absteniéndose en todo momento de pecados y vicios, esto es, en los
pensamientos, en la lengua, en las manos, en los pies y en la voluntad propia, y también en
los deseos de la carne,
13 tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas
desde el cielo, que esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus acciones y que los
ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante.
14 Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de
nuestros mismos pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las
entrañas».
15 Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hombres».
16 Y vuelve a
decirnos: «De lejos conoces mis pensamientos».
17 Y en otro lugar dice: «El pensamiento
del hombre se te hará manifiesto».
18 Y para vigilar alerta todos sus pensamientos
perversos, el hermano fiel a su vocación repite siempre dentro de su corazón: «Solamente
seré puro en su presencia si sé mantenerme en guardia contra mi iniquidad».
19
En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura:
«Refrena tus deseos».
20 También pedimos a Dios en la oración «que se haga en nosotros su
voluntad».
21 Pero que no hagamos nuestra propia voluntad se nos avisa con toda la razón,
pues así nos libramos de aquello que dice la Escritura santa: «Hay caminos que les parecen
derechos a los hombres, pero al fin van a parar a la profundidad del infierno».
22 Y también
por temor a que se diga de nosotros lo que se afirma de los negligentes: «Se corrompen y se
hacen abominables en sus apetitos».
23 Cuando surgen los deseos de la carne, creemos también que Dios está presente en
cada instante, como dice el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia».
24
Por eso mismo, hemos de precavernos de todo mal deseo, porque la muerte está apostada al
umbral mismo del deleite.
25 Así que nos dice la Escritura: «No vayas tras tus
concupiscencias».
26 Luego si «los ojos del Señor observan a buenos y malos», si «el Señor mira
incesantemente a todos los hombres para ver si queda algún sensato que busque a Dios»
28
y si los ángeles que se nos han asignado anuncian siempre día y noche nuestras obras al
Señor,
29 hemos de vigilar, hermanos, en todo momento, como dice el profeta en el salmo,
para que Dios no nos descubra cómo «nos inclinamos del lado del mal y nos hacemos unos
malvados»; 30
y, aunque en esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos
convirtamos a una vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé».
31 El segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se
complace en satisfacer sus deseos,
32 sino que cumple con sus obras aquellas palabras del
Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado».
33 Y dice
también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona».
34 El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda
obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo
obediente hasta la muerte».
35 El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la
paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores
contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36
y lo soporte
todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el
final se salvará».
37 Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor».
38 Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor
aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte
todo el día, nos tienen por ovejas de matanza».
39 Mas con la seguridad que les da la
esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de
sobra gracias al que nos amó».
40 Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos
pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa,
nos echaste a cuestas la tribulación».
41 Y para convencernos de que debemos vivir bajo un
superior, nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas».
42
Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias,
porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la
túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le acompañan otras
dos; 43 como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a
los que les maldicen.
44 El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a
su abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas
ocultamente.
45 La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus
pasos y confía en él».
46 Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno,
porque es eterna su misericordia».
47 Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de
ocultar mi injusticia.
48 Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia injusticia, y
tú perdonaste la malicia de mi pecado».
49 El sexto grado de humildad es que el monje se sienta contento con todo lo que es más
vil y abyecto y que se considere a sí mismo como un obrero malo e indigno para todo
cuanto se le manda,
50 diciéndose interiormente con el profeta: «Fui reducido a la nada sin
saber por qué; he venido a ser como un jumento en tu presencia, pero yo siempre estaré
contigo».
51 El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como
el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52
humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza
de la gente, el desprecio del pueblo».
53
«Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y
abatido».
54 Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus
justísimos preceptos».
55 El octavo grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del
monasterio, ni se aparte del ejemplo de los mayores.
56 El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en
la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar,
57
ya que la Escritura nos
enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado»
58
y que «el deslenguado no prospera en
la tierra».
59 El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida,
porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».
60 El undécimo grado de humildad es que el monje hable reposadamente y con seriedad,
humildad y gravedad, en pocas palabras y juiciosamente, sin levantar la voz,
61 tal como
está escrito: «Al sensato se le conoce por su parquedad de palabras».
62 El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su
interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63 es decir, que
durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de
viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza
baja y los ojos fijos en el suelo. 64 Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios
pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios,
65 diciendo sin cesar en
la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada
clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el
cielo».
66 Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado».
67 Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a
ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68 gracias al cual,
cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como
instintivamente y por costumbre; 69 no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por
cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas.
70
Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero,
purificado ya de sus vicios y pecados.
VIII. EL OFICIO DIVINO POR LA NOCHE
1 Durante el invierno, esto es, desde las calendas de noviembre hasta Pascua, se
levantarán a la octava hora de la no che conforme al cómputo correspondiente,
2
para que
reposen hasta algo más de la media noche y puedan levantarse ya descansados.
3 El tiempo
que resta después de acabadas las vigilias, lo emplearán los hermanos que así lo necesiten
en el estudio de los salmos y de las lecturas.
4
Pero desde Pascua hasta las calendas de noviembre ha de regularse el horario de tal
manera, que el oficio de las vigilias, tras un cortísimo intervalo en el que los monjes puedan
salir por sus necesidades naturales, se comiencen inmediatamente los laudes, que deberán
celebrarse al rayar el alba.
IX. CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE DECIR POR LA NOCHE
1 En el mencionado tiempo de invierno se comenzará diciendo en primer lugar y por
tres veces este verso: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza».
2 Al
cual se añade el salmo 3 con el gloria.
3
Seguidamente, el salmo 94 con su antífona, o al
menos cantado. 4 Luego seguirá el himno ambrosiano, y a continuación seis salmos con
antífonas.
5 Acabados los salmos y dicho el verso, el abad da la bendición. Y, sentándose
todos en los escaños, leerán los hermanos, por su turno, tres lecturas del libro que está en el
atril, entre las cuales se cantarán tres responsorios.
6 Dos de estos responsorios se cantan sin
gloria, y en el que sigue a la tercera lectura, el que canta dice gloria.
7 Todos se levantarán
inmediatamente cuando el cantor comienza el gloria, en señal de honor y reverencia a la
Santísima Trinidad. 8 En el oficio de las vigilias se leerán los libros divinamente inspirados,
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, así como los comentarios que sobre ellos
han escrito los Padres católicos más célebres y reconocidos como ortodoxos.
9 Después de estas tres lecciones con sus responsorios seguirán otros seis salmos, que se
han de cantar con aleluya.
10 Y luego viene una lectura del Apóstol, que se dirá de
memoria; el verso, la invocación de la letanía, o sea, el Kyrie eleison,
11
y así se terminan
las vigilias de la noche.
X. CÓMO HA DE CELEBRARSE LA ALABANZA NOCTURNA EN VERANO
1 Desde Pascua hasta las calendas de noviembre se mantendrá el número de salmos
indicado anteriormente,
2
y sólo se dejarán de leer las lecturas del libro, porque las noches
son cortas. Y en su lugar se dirá solamente una, de memoria, tomada del Antiguo
Testamento, seguida de un responsorio breve.
3 Todo lo demás se hará tal como hemos
dicho; esto es, que nunca se digan menos de doce salmos en las vigilias de la noche, sin
contar el 3 y el 94.
XI. CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS
1 Los domingos levántense más temprano para las vigilias.
2 En estas vigilias se
mantendrá íntegramente la misma medida; es decir, cantados seis salmos y el verso, tal
como quedó dispuesto, sentados todos convenientemente y por orden en los escaños, se
leen en el libro, como ya está dicho, cuatro lecciones con sus responsorios.
3
Pero
solamente en el cuarto responsorio dirá gloria el que lo cante; y cuando lo comience se
levantarán todos con reverencia.
4 Después de las lecturas seguirán por orden otros seis salmos con antífonas, como los
anteriores, y el verso. 5 A continuación se leen de nuevo otras cuatro lecciones con sus
responsorios, de la manera como hemos dicho. 6 Después se dirán tres cánticos de los libros
proféticos, los que el abad determine, salmodiándose con aleluya.
7 Dicho también el verso,
y después de la bendición del abad, léanse otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento de la
manera ya establecida.
8 Acabado el cuarto responsorio, el abad entona el himno Te Deum
laudamus.
9 Y, al terminarse, lea el mismo abad una lectura del libro de los evangelios,
estando todos de pie con respeto y reverencia.
10 Cuando la concluye, respondan todos
«Amén», e inmediatamente entonará el abad el himno Te decet laus. Y, una vez dada la
bendición, comienzan el oficio de laudes.
11 Esta distribución de las vigilias del domingo
debe mantenerse en todo tiempo, sea de invierno o de verano, 12 a no ser que, ¡ojalá no
ocurra!, se levanten más tarde, y en ese caso se acortarán algo las lecturas o los
responsorios.
13 Pero se pondrá sumo cuidado en que esto no suceda. Y, cuando así fuere, el
causante de esta negligencia dará digna satisfacción a Dios en el oratorio.
XII. CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES
1 En los laudes del domingo se ha de decir, en primer lugar, el salmo 66, sin antífona y
todo seguido. 2 Después, el salmo 50 con aleluya.
3 A continuación, el 117 y el 62; 4
luego,
el Benedicite y los Laudate, una lectura del Apocalipsis, de memoria, y el responsorio, el
himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces litánicas, y de esta manera se
concluye.
XIII. CÓMO HAN DE CELEBRARSE LOS LAUDES EN LOS DIAS FERIALES
1 Los días de entre semana, en cambio, el oficio de laudes se celebra de la siguiente
manera: 2
se dice sin antífona, como los domingos, el salmo 66, a ritmo un poco lento con
el fin de que lleguen todos para el salmo 50, que se dirá con antífona.
3 Y después otros dos
salmos, según costumbre; esto es,
4
el lunes, el 5 y el 35; 5 el martes, el 42 y el 56; 6
el
miércoles, el 63 y el 64; 7
el jueves, el 87 y el 89; 8
el viernes, el 75 y el 91; 9
el sábado, el
142 y el cántico del Deuteronomio, que se partirá con dos glorias.
10 Y los demás días de la
semana debe decirse un cántico de los profetas, en cada día el suyo, como salmodia la
Iglesia romana.
11 A continuación se dicen los Laudate; luego, de memoria, una lectura del
Apóstol, el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, la letanía, y
así termina el oficio. 12 Nunca deben terminarse las celebraciones de laudes y vísperas sin
que al final recite el superior íntegramente la oración que nos enseñó el Señor, en voz alta,
para que todos la puedan oír, a causa de las espinas de las discordias que suelen surgir,
13
con el fin de que, amonestados por el compromiso a que obliga esta oración cuando
decimos: «Perdónanos así como nosotros perdonamos», se purifiquen de ese vicio. 14 Pero
en las demás celebraciones solamente se dirá en alta voz la última parte de la oración, para
que todos respondan: «Mas líbranos del mal».
XIV. CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS EN LAS FIESTAS DE LOS
SANTOS
1 En las fiestas de los santos y en todas las solemnidades, el oficio debe celebrarse tal
como hemos dicho que se haga en el oficio dominical,
2
sólo que los salmos, antífonas y
lecturas serán los correspondientes al propio del día. Pero se mantendrá la cantidad de
salmos indicada anteriormente.