CAPITULO III
De la
posesión - Su naturaleza, sus causas, sus remedios
Antes
de abordar los casos de posesión, muy diferente a las infestaciones cuyos
ejemplos más famosos acabamos de exponer, nos parecen indispensables algunas
explicaciones doctrinales.
Un hecho extraordinario
No existe
tal vez un hecho más extraordinario que el de la posesión diabólica. Que
tal hecho existe es lo que demuestran muchísimas experiencias. Existieron
poseídos, sin duda, largo tiempo antes de la venida de Jesucristo a la tierra.
Los hubo alrededor de Él y hemos visto que el Evangelio nos lo garantiza. Se
produjeron innumerables casos en la Iglesia primitiva y la institución de la
Orden de los Exorcistas, entre los miembros del clero, es una buena prueba de
ello.
Tenemos
la intención, en los capítulos siguientes, de proporcionar ejemplos notables
entre los cuales trataremos de dar en lo posible algunos de los más recientes.
Por añadidura, la teología católica ha tomado tan decidida posición con
respecto a este problema, que está autorizada a tener una teoría completa,
basada sobre los hechos, de la posesión demoníaca; en tanto que el Ritual
Romano, órgano oficial de la acción eclesiástica, explica las señales por las cuales
se conoce la verdadera posesión y da los remedios que es necesario oponerle,
remedios que son lisa y llanamente los exorcismos, de los cuales
hablaremos dentro de un instante.
En lo que
concierne a la posesión y a sus causas, no podemos elegir una guía más segura y
más precisa que la obra de monseñor Saudreau: "El Estado místico... y los
hechos extraordinarios de la Vida Espiritual."
Naturaleza de la posesión
Si se ha
comparado algunas veces la posesión diabólica a la Encarnación, es debido
solamente a una cierta analogía. La posesión es una imitación y de acuerdo con
la palabra que ya hemos empleado, una "payasada" de Satán, digamos:
una caricatura de la Encarnación.
"La
posesión no llega jamás hasta la animación", escribe sin tardanza monseñor
Saudreau. Esto quiere decir que el Demonio no reemplaza el alma del poseído, no
da vida al cuerpo, pero, sin que sepamos cómo, se apodera de ese
cuerpo, hace su vivienda en él, ya sea en el cerebelo, ya sea en las entrañas,
pero en todo caso en el sistema nervioso. Le quita pues al alma, su dominio
normal sobre el cuerpo y sobre los miembros, imprime a las facciones del rostro
una expresión desconocida y que responde a la acción de él, del Demonio; es
decir ¡que traduce su cólera, su ira, su orgullo, sus designios o, bajo la flagelación
de los exorcismos, sus sufrimientos!
El
Demonio parece mirar por los ojos del poseído, hablar por su boca, a tal punto
que se sirve de un lenguaje a menudo obsceno e infame, aun mismo cuando su
víctima sea una persona delicada y de buena educación, a la cual semejante
lenguaje le es totalmente extraño. Y como los demonios son muchos, como tienen
cada cual su carácter propio, imprimen tan claramente su sello particular al poseído
que puede adivinarse cuál es el demonio que opera en éste, cuando hay varios
dentro de él. Cabe destacar, sin embargo, que esta acción del Demonio está condicionada
por la naturaleza y el carácter del poseído. El cual emplea igualmente sus
maneras habituales de hablar, de tenerse, de actuar.
El
Demonio no está siempre presente en el poseído. Entra en él cuando quiere.
Provoca en él ataques. Un poseído podrá hasta ser liberado momentáneamente por
los exorcismos, y luego ser presa de nuevo del Demonio. En su estado normal el
poseído es como todo el mundo.
No se
diría que se halla sometido a manifestaciones tan extrañas como las que se
comprueban en él durante una crisis. Estas mismas crisis no son siempre
igualmente violentas. En ciertos casos, el proceso conserva toda su conciencia.
Pero no puede dominar las contorsiones, las gesticulaciones, las palabras, que
otro opera y pronuncia en él. Vamos a
utilizar la segunda edición, París, Amat, 1921, en el capítulo XXII, intitulado:
"Hechos preternaturales diabólicos."
Otras
veces, el Demonio lo duerme a tal punto que no sabrá nada de lo ocurrido y por
consiguiente no guardará ningún recuerdo de todo ello. Con mucha frecuencia el
Demonio va y viene a través del cuerpo; se pasea, en cierto modo, de la cabeza a
los pies de su víctima, provoca en alguno de sus miembros una rigidez semejante
a la de una barra de hierro, sin alterar los otros.
Los
demonios, por otra parte, no actúan todos de la misma manera, porque están
lejos de ser todos iguales. El biógrafo de San Martín que fué, como es sabido,
un temible destructor de demonios, en el siglo IV de nuestra era, ya hacía esta
observación.
Creía, no
sin razón, que todos los dioses del paganismo eran demonios, pero hacía una
gran diferencia entre Mercurio, demonio ágil, maligno y encarnizado, y Júpiter
al cual consideraba bruto y estúpido: Jovem brutum et hebetem esse dicebat. De
igual modo en Jean Casien, el abate Serenius declara: "Todos los demonios
no tienen la misma crueldad, la misma ira, como no tienen la misma fuerza ni la
misma malicia." Diremos más adelante que hay un demonio del orgullo, que es
Satán, un demonio de la avaricia, que sería Belzebú y un demonio de la impureza
que tomó el nombre de Isacaronf en un caso de posesión que nos
proponemos estudiar. Pero también hay demonios de la pereza, de la intemperancia,
de la blasfemia, etc. Lo cual no impide que los demonios dueños de tal o cual
"especialidad" en el mal, sean igualmente aficionados a otros vicios.
Los demonios no tienen tampoco todos el mismo poder. Algunos que los exorcismos
echan sin vuelta y como sin dificultad; otros que resisten largo tiempo, que se
obstinan o que reinciden sin descanso. Como lo observa monseñor Saudreau: "Cuando
las vejaciones están producidas por demonios de último orden, algunas oraciones
o prácticas piadosas, algunos exorcismos, bastan en general para hacerlas
cesar."
En
cambio, en los casos más célebres de posesión, los exorcistas tienen que librar
batallas pertinaces y parece que tuvieran entonces que luchar con los príncipes
del infierno.
Citaremos
en un capítulo especial un caso que, después de seis años de esfuerzos y
después de peripecias innumerables y palpitantes, todavía no ha llegado a su
término, a principios de este año 1959.
Causas de la posesión
El buen
sentido popular tendería a colocar en la primera fila de las causas de la
posesión las faltas del poseído. No es así en absoluto.
Los casos
de posesión, en realidad, son muy variables y relativamente raros. Si decimos,
al igual que el profesor Lhermitte, que citaremos oportunamente, que son
"más numerosos de lo que se cree" no significa necesariamente un
porcentaje elevado de la cantidad de pecadores. Si los demonios hicieran
libremente sus estragos entre los hombres, la humanidad estaría trastornada, no
seríamos ya dueños de nuestros destinos, la obra de Dios entre nosotros estaría
desviada de su objetivo. La cosa es en sí inconcebible y por más poderosos que
sean los demonios es una verdad que "esos perros están encadenados".
Se trate
de la infestación, como en el caso del cura de Ars, o de la obsesión o de la
posesión, nada ocurre sin el permiso de Dios.
Los
demonios no actúan entre nosotros sino en la medida en que obtienen, como está
escrito en el Libro de Job, el permiso de Dios, soberano Señor. El caso del
mismo Job sometido a las infestaciones de Satán, es una buena prueba de que no
son las faltas de la víctima las que explican sus penas. En el caso del santo
cura de Ars es, si fuera posible, todavía más evidente.
Los ataques del Demonio tienen una razón de
ser que nosotros creemos adivinar. Las posesiones y en general las
"diabluras" espectaculares como las que hemos citado ya y citaremos
de nuevo, son prueba de la realidad de un mundo preternatural en el cual muchos
hombres ya no creen. Dios deja libre curso, en determinados casos, al orgullo o
al deseo de homicidio de tal o cual demonio, para arruinar la táctica general
denunciada por Baudelaire en esta conocida frase: "¡La mejor astucia del
Diablo es la de persuadirnos que no existen!"
Recordemos
que Baudelaire, nacido en 1821, murió en 1867. Fue precisamente en la época en
que formuló esta explicación que acabamos de transcribir que, por una violación
de la táctica demoníaca, se produjeron en Ars, en Lourdes, en Alsacia y otros
lugares, manifestaciones diabólicas que no permitieron acreditarse esa mentira
de que "el diablo no existe".
Pero si
ni las infestaciones y ni siquiera las posesiones, que son mucho más graves, no
siempre pueden imputársela a las faltas de los infestados o poseídos, ocurre,
no obstante, que estas faltas son la causa inmediata de esta clase de
infortunio. El abate Saudreau cita muchos casos en el pasado. Luego añade,
hablando de un hecho reciente, conocido por él: "Tenemos el caso
contemporáneo — quizá dure todavía — de una persona a quien le ocurrió
semejante desgracia, como consecuencia de una oración a Mercurio que ella le
había rezado, siguiendo el consejo de una vieja que se las daba de
curandera."
Los sortilegios
En muchos
casos de los cuales hablaremos, parecería que en el origen de la posesión
hubiera habido un maleficio. Así se llama lo que el público denomina más
corrientemente "una brujería". El abate Saudreau es categórico en
este punto: "Una de las causas más frecuentes de las vejaciones diabólicas
— escribe — es el maleficio." Y precisa que "los maleficios son los
sacramentos del diablo". Actúa por medio de "sortilegios", cuyo
secreto ha descubierto a sus adherentes. Entre los pueblos que siguen siendo
paganos, es raro que el brujo no ejerza una especie de autoridad y de
preeminencia.
Todo el
mundo lo detesta, pero todo el mundo le teme y recurre a él. Posee poderes que
se consideran sobrenaturales. Se le juzga capaz de dominar la enfermedad, las
fuerzas de la naturaleza, ¡la meteorología misma! El brujo no ha desaparecido
enteramente de nuestros viejos distritos campesinos. Existen en nuestros
campos, individuos a los cuales se les atribuyen poderes misteriosos y
considerables. Estos poderes son los que se llaman a veces "magia", a
veces "brujería". Que en la magia y en la brujería haya una gran
parte de superstición, es indudable y es deplorable. Pero que todo sea falso en
las acciones que se les atribuyen no ha sido, tal vez, demostrado.
El ritual
reconoce, en todo caso, la existencia de la magia y ordena combatirla. Existen en
el ritual oraciones en contra de esto. Parecería que el Demonio, después de
haber establecido su ritual propio para el lanzamiento de sortilegios, se halla
obligado a actuar cuando el brujo observa las formas que él ha prescrito. Se
nos asegura que circulan esta clase de rituales demoníacos en nuestras campiñas
de Francia. Libretos tales como "El dragón rojo", y el "Gran
Alberto" proporcionan fórmulas mágicas, y estas fórmulas se emplean para
dañar a los que uno quiere mal o de los cuales se está celoso. Un brujo lanza
sus sortilegios y no son siempre ineficaces. Se explican de este modo las innumerables
peripecias que se manifiestan en el curso de los exorcismos.
El
demonio huye bajo la acción benéfica del exorcista pero vuelve a la carga. Se
diría que va a quejarse de los golpes recibidos al brujo que lo ha puesto en
acción el cual le ordena volver a la carga. Es lo que observa con mucha
claridad el abate Saudreau: "Un demonio que ha perdido gran parte de sus
fuerzas —escribe— por causa de los conjuros y de las prácticas santas, parecerá
a veces que ha vuelto a encontrar nuevo vigor, e interrogado por el exorcista
estará obligado a reconocer que debe a las prácticas mágicas las fuerzas que ha
recobrado."
Los
maleficios tienen pues una acción y esta acción no puede ser sino diabólica. El
abate Saudreau lo comprueba cuando dice: "Casi todas las posesiones
célebres tuvieron por causa maleficios, por ejemplo la de Madeleine de la Palud
y de Louise Capel, en Marsella, la de las Ursulinas de Loudun, la de las
Hermanas Hospitalarias de Louviens." Pero los maleficios no tienen todos
la misma eficacia, y actúan con mayor vigor cuando están perpetrados en formas
más culpables.
Existen
en el transcurso de los siglos — y aún existen hoy— formas de sortilegios que
emplean preferentemente el sacrilegio, la profanación de la hostia consagrada,
por ejemplo, o la celebración de "misas negras". En el siglo xvii, en
proceso célebre, se descubrió que los maleficios tenían por base asesinatos de
niños, pecados contra natura, misas sacrílegas.
En los
casos nombrados más arriba por el abate Saudreau, "los autores de los
maleficios eran sacerdotes infortunados, y hostias consagradas habían sido
horriblemente profanadas para componer amuletos".
En fin,
tenemos motivos para creer que existe entre los brujos o fabricadores de
maleficios, una horrible jerarquía que no permite sino a los más pervertidos, o
a los más dañinos de entre ellos, "movilizar", si así puede decirse,
a los más temibles tenientes de Lucifer o a Lucifer en persona.
Nos vemos
obligados a hacer conjeturas sobre algunos puntos de esta acción demoníaca.
Pero que hayan existido y que aún existen "pactos" con Satán, es algo
que parece bien demostrado.
Este
asunto, por otra parte, será estudiado más adelante en un capítulo especial
sobre el "satanismo".
Misterios no elucidados
Habiendo
hablado de las dos primeras causas de la posesión: faltas del poseído o, con
mayor frecuencia, maleficio que le ha sido dirigido, el abate Saudreau no cree
que ha agotado su lista de explicaciones posibles. Quedan algunos casos que no
corresponden ni a una ni a otra de las categorías que acabamos de nombrar.
La
posesión puede ser y es seguramente, a veces, una prueba permitida por Dios,
como en el caso del santo hombre Job o en el del cura de Ars; sin que haya
habido falta por parte del infestado o del poseso y sin que haya habido
maleficio. El Demonio recibe u obtiene, a su pedido, el permiso de actuar. Este
permiso le es acordado.
Es una
prueba como cualquier otra, peor que muchas otras, pero que resulta para
confusión de Satán y de su orgullo. El Arpeo convertido en
"camarada" del cura de Ars no debe de haber estado orgulloso de su
fracaso frente a éste. Por lo demás ¡no se privaba de decirle su odio, de
escupirle su cólera! El cura de Ars le quitaba almas. El lo hostigaba sin
cesar, sin poder, sin embargo, vencerlo.
Citaremos
un caso más adelante en el cual el demonio fué autorizado a "poseer"
a su cliente, sin poder salir de él cuando se le daba la gana: es el caso de
Antoine Gay que merece un examen detallado.
Pero el
abate Saudreau cita un caso muy parecido, el de Nicole Aubry, de Vervins, cuya
posesión, nos dice, conmovió a Francia entera (1565). Ella no había sido
víctima de "magia". Los demonios, en el transcurso de los exorcismos,
declararon, muy a pesar suyo, que esta posesión había tenido lugar por voluntad
de Dios, para manifestar el poder de los exorcismos católicos y proporcionar
así a los calvinistas de la región una razón para convertirse. Estos demonios agregaban
que sufrían mucho de hablar en contra de sí mismos y de poseer a esta mujer. Es
exactamente lo que volveremos a comprobar en el caso de Antoine Gay. En el caso
de Nicole Aubry, buen número de calvinistas se convirtió, en efecto.
Se
verifica, pues, en ciertos casos de posesión, de acuerdo con la frase de San
Agustín, que Dios prefiere extraer el bien del mal antes que suprimir del todo
el mal. Ha habido en la historia almas que han aprovechado los sufrimientos de
la posesión para elevarse a un alto grado de santidad. "Si Marie des
Vallées, quien fué poseída como consecuencia de maleficios — dice el abate
Saudreau —, no hubiera tenido que sufrir esta prueba que resultó para ella un
largo y terrible martirio, no se hubiera elevado a ese alto grado de heroísmo
que hizo llamarla "la santa de Coutances" (1590-1656). Todo el mundo conoce
también el célebre caso del padre Surin cuya prueba — la posesión — duró
treinta y un años y fue para él la fuente indudable de méritos muy grandes.
Sabemos
de casos en los cuales todos los exorcismos son impotentes, a tal punto que los
demonios mismos se ven obligados a confesar que se marcharían de buena gana por
los sufrimientos que les causan los exorcismos, pero que no pueden irse porque
Dios no se lo permite. En un caso histórico señalado ya por nosotros, el de
Madeleine de la Palud, la poseída de Marsella, los exorcismos consiguieron
echar a Asmodée y a otros dos demonios anónimos, en 1611, pero por permisión
divina quedó uno, Belzebú, que hubiera deseado mucho irse, pero debió quedar
cautivo en el cuerpo de la poseída.
En un
caso semejante, y más adelante citaremos un ejemplo notable de la cosa, en
época muy reciente, el exorcista consiguió desatar los lazos de la posesión.
Una posesa, por ejemplo, que el diablo no deja confesar ni comulgar, puede
hacerlo de tiempo en tiempo bajo la acción de los exorcismos, pero el demonio
no ha sido echado o ha vuelto. En este caso, empero, la víctima que ha
comprendido su estado y conoce el provecho espiritual que puede sacar de él,
acepta ese estado. Sabe que el demonio está dentro de ella como un animal enjaulado,
una bestia enfurecida, pero que no podrá en definitiva hacerle ningún mal.
"El
poseído — escribe el abate Saudreau — continúa pues sufriendo, pero sus
sufrimientos son extremadamente útiles a la Iglesia porque el demonio no puede
actuar más que sobre un alma que se santifica a pesar suyo. ¡Cuántas almas
débiles escapan a sus seducciones!"
Un
biógrafo reciente de San Jean Eudes, el padre Boulay, declaraba que había en
esa época —el año 1907— más de treinta personas que habían aceptado ser
víctimas para la salvación de las almas. Y al citar esto el abate Saudreau
añade: "Sabemos nosotros de varias otras, en diversas diócesis, que no son
conocidas de él ni están comprendidas en este número."
Un
exorcista de nuestros días, muy ejercitado, nos ha afirmado igualmente que
existen "poseídos-víctimas", ¡que ofrecen sus sufrimientos para el
clero de nuestro tiempo tan necesitado de ello!
Por lo
demás, no vayamos a creer que todo es sin compensación para estas almas
extraordinarias. Casi siempre es todo lo contrario.
"Cuando
los demonios toman posesión de un alma fiel — concluye el abate Saudreau—, Dios
permite a menudo que ésta reciba del Cielo un auxilio extraordinario, que viene
a ser como el contrapeso de las pruebas extraordinarias que le hace sufrir el
infierno. Frecuentemente si tiene visiones diabólicas, tendrá, como desquite,
visiones celestes; si el demonio la golpea, su ángel guardián la reconforta.
Los
santos que le inspiran mayor devoción, los ángeles que ella invoca, a veces
impiden que los demonios le hagan daño, la ayudan poderosamente a realizar los
actos de virtud que debilitarán al enemigo y la impulsarán hacia la
perfección."
En suma,
los casos de posesión son casos extremos de un hecho inmenso que se extiende
por todo el universo espiritual: la lucha del bien contra el mal, de la Ciudad
de Dios contra la Ciudad de Satán.
La
posesión, colocada de nuevo en su marco, no es más que un episodio más
llamativo de la inmensa pelea de los espíritus. Tiene su razón de ser
precisamente en este carácter de visibilidad. Si es verdad que "la mejor
astucia del Diablo es la de persuadirnos que no existe", no hay de su
parte más flagrante contradicción, absurdo más revelador, que las
manifestaciones de la posesión.
Mucho más
terribles, por cierto, son los casos de posesión invisible, los casos en los
cuales Satán no tiene que mostrarse cuando está más presente que nunca
alentando dentro de los corazones que se le han entregado los designios más
abominables. ¿No fue éste el caso de ese apóstol, cuyo nombre casi nunca está
escrito en el Evangelio sin que el mote de traidor vaya unido a él? Quizá no
había, a decir verdad, invocado a Satán. Pero el Evangelio de San Juan dice
exactamente que después "del bocado, en la última Cena, entró en él
Satán".
Y San
Agustín comenta esta entrada del Demonio diciendo: "Entró para poseer más
completamente al que ya se había entregado a él."
Remedios
¿Las
posesiones diabólicas no tienen remedio? ¿Dios habría abandonado a sus
criaturas en poder de Satán sin proporcionarles los socorros suficientes para
escapar a su dominio? Es evidentemente imposible. No existe predestinación al
mal y al infierno.
El
remedio que Dios ha querido para la posesión es lo que llamamos por un vocablo
extraído del griego: exorcismo, que significa conjuro. Pero
existen reglas muy precisas para practicar el exorcismo.
La
primera cosa es asegurarse que se trata de una posesión y no de una enfermedad
de orden natural. Para lo cual el simple razonamiento sugiere el procedimiento
siguiente: si el sujeto manifiesta en él la presencia de tina inteligencia
diferente de la suya, existe posesión y no enfermedad. Anotaremos en un
instante las precisiones que proporciona sobre este punto esencial el Ritual
Romano. Pero los autores reconocen por unanimidad que los comienzos de la
posesión son generalmente muy insidiosos. El demonio sabe, desde hace mucho
tiempo, que los exorcismos son de uso corriente en la Iglesia, que tienen sobre
él un poder temible, que sufre por ellos física y moralmente, es decir en su
orgullo. Para evitar el exorcismo se esfuerza por disimular el hecho de la
posesión durante semanas y meses. En un ejemplo que citaremos más adelante, los
exorcismos regulares sólo comenzaron al término de tres años. El objetivo de
Satán parece haber sido en este caso particular, y ocurre lo mismo en muchos
otros, hacer pasar a la poseída por loca para que la encerraran en un instituto
psiquiátrico y así privarla de toda intervención espiritual. Esta táctica del
demonio se halla ya denunciada en el siglo XV por el padre Surin. Y el Ritual
donde se resume la experiencia secular de la Iglesia dice textualmente: "Los
demonios tienen la costumbre de dar contestaciones erróneas y de no
manifestarse sino con gran dificultad a fin de inducir al exorcista a renunciar
o hacer creer que el paciente no está poseído."
Esta
táctica del silencio y del incógnito es tanto más fácil en nuestros días cuantos
muchos médicos, inclusive creyentes, no admiten ya la posibilidad de la
posesión y tratan a los enfermos por procedimientos naturales de los cuales el
demonio se burla soberanamente.
Lo más
delicado de todo, por lo tanto, es guardar el equilibrio, el justo medio, no
creer demasiado pronto en la posesión, mientras que la hipótesis de una
enfermedad natural no sea descartada, y no retardar el empleo de remedios
naturales, propuestos por la Iglesia, cuando el hecho de la posesión se ha
tornado certidumbre.
Las
primeras sospechas de la presencia del demonio reposan sobre indicios que no
son decisivos, pero a los cuales hay motivo para tener en cuenta si se desea
ejercer un control más atento sobre el sujeto sospechoso. De acuerdo con
Saudreau, citando a un especialista de su época, el doctor Hélot (en Neurosis
y posesiones, "El diagnóstico"), los síntomas son los siguientes:
l9 convulsiones en las que puede discernirse una inteligencia extraña a la del
paciente, con frecuentes alternativas de estados normales y anormales; 2 9
movimientos extraordinarios que no pueden producirse sin adiestramiento prolongado,
tales como saltos, bailes, equilibrios, reptaciones complicadas, golpes,
llagas, caídas sin causa aparente, torsiones del cuello, de la nuca, etc.; 39
deformaciones, dolores intolerantes, súbitamente aplacados mediante agua
bendita, el signo de la cruz, el pan bendito, etc.; 49 pérdida súbita de los
sentidos y de la sensibilidad, instantáneamente devueltos por un conjuro; 59
gritos de animales, aullidos involuntarios e inconscientes, en el sentido de
que el sujeto no los recuerda inmediatamente después; 69 visiones extrañas y
diabólicas en una persona de otro modo normal; 79 iras y furores súbitos
causados por la presencia de objetos benditos, o la vista de un sacerdote, o al
pasar delante de una iglesia cuando se desea entrar en ella; 89 imposibilidad de
ingerir o de conservar alimentos benditos o bebidas benditas.
Todos
estos síntomas separados o juntos son solamente indicios.
Deben
despertar la atención. Importa, cuando se los comprueba, armarse de valor. Los
exorcismos significan librar una batalla que puede ser dura y larga. No hay que
retroceder ante los inconvenientes que pueda causar. El Ritual dice con mucha
razón: "Los demonios suscitan todos los obstáculos que pueden levantar
para impedir que el paciente sea sometido a exorcismos."
Con toda
seguridad será necesario conferenciar con uno o más médicos, discutir la cosa
con ellos asegurándose que son a la vez competentes y prudentes, es decir que
no oponen a los hechos de posesión un prejuicio irrazonable con el fin de no
acusar recibo. Hablando de algunos de sus colegas, el doctor Hélot decía:
¡Tienen oídos para no oír!"
Es
evidente que existen inconvenientes para lanzarse en exorcismos que no tuvieran
su razón» de ser, porque sería exponer la religión al descrédito. Pero existen inconvenientes
mucho mayores en retardar indefinidamente el exorcismo cuando no hay otro medio
para aliviar a pobres seres que el demonio atormenta. Y no es solamente ni
principalmente el cuerpo de la víctima lo que corre peligro, sino también su
alma si no se la ayuda a tiempo. Cuando se ha llegado a la conclusión de que el
exorcismo es necesario, es pues un deber proceder a él sin tardanza,
preparándose por el ayuno y la plegaria, poniendo en acción todos los medios de
los cuales la Iglesia dispone.
No hay
que olvidar que no se trata aquí de una intervención facultativa.
Del mismo
modo que el Código Civil reconoce el delito de "no asistencia" a una
persona en peligro, la teología reconoce una falta en quienes tienen a
su cargo las almas, y no intervienen a favor de un sujeto sometido a la acción
de Satán. Es la advertencia de Saudreau, quien escribe: "Tanto que los
teólogos que han tratado estas cuestiones ex profeso declaran que es pecado
mortal para aquel que tiene a su cargo las almas, si no exorcisa a los que
están poseídos.
Es
evidente que sería pecado mortal también oponerse a que se lleve socorro a
pobres almas que tienen que sufrir una prueba espiritual y corporal tan
terrible."
Posesión probada
Lleguemos
pues a los síntomas que da el Ritual como indudables pruebas de la posesión.
Hemos visto que estos síntomas son en general los que revelan la presencia
de una inteligencia evidentemente ajena a la del paciente. Estos signos, en
el Ritual, son sobre todo los l 9 Hablar un idioma desconocido o comprender a
quien lo habla; 29 Dar a conocer cosas lejanas u ocultas; 39 Desplegar fuerzas
superiores a su edad o condición, como mantenerse en el aire sin punto de
apoyo, andar con la cabeza para abajo y los pies contra una bóveda o un cielo
raso, permanecer inmóvil a pesar de los esfuerzos de hombres sumamente robustos
que reúnen sus fuerzas, etc.
Estos
diversos ejemplos no están literalmente en el Ritual pero forman en él un
comentario autorizado.
Por
añadidura, el sacerdote provisto de la autorización episcopal para un exorcismo
oficial y público o semipúblico — porque los exorcismos privados están
permitidos a todos los cristianos — se dará cuenta pronto, en el transcurso del
exorcismo, que tiene frente a él a un adversario inteligente, con respuestas a
menudo inesperadas, muy distintas en todo caso de las que daría el sujeto en un
estado normal.
Así, en
el cuerpo de una mujer poseída y hablando por boca de esta mujer, Satán hablará
siempre en masculino de sí mismo, se glorificará en términos grandilocuentes de
los cuales daremos ejemplos, revelará cosas ocultas, responderá de más o menos
buen grado a las preguntas que se le hacen, sobre todo cuando se le da la orden
en el nombre de Dios, en nombre de Cristo, y más especialmente en nombre de la
Virgen, de dar estas contestaciones. En cuanto el Demonio se ve obligado a
declinar su calidad "es tan fácil llegar a esta convicción — dice el abate
Saudreau — como saber con certidumbre los otros hechos de la vida
ordinaria".
El
exorcista no debe jamás retroceder, jamás perder la paciencia ni el valor, pero
es muy importante para él prepararse lo mejor posible por la oración y la
mortificación a las batallas seguramente violentísimas que tendrá que librar.
La lucha contra Satán no es asunto de poca monta. Es por el contrario algo muy
serio y muy conmovedor.
El
exorcista puede estar seguro de que el demonio tratará de vengarse de él por
los golpes recibidos. Pero se consuela pensando que es el campeón de Cristo y
de Dios contra el Poder del mal. Es para el exorcista una certidumbre que puede
extraer de su acción gracias eminentes, tanto que tiene el derecho de
"considerar la tarea que le incumbe como uno de los medios más poderosos
de santificación que la Providencia pudo haberle reservado". (Saudreau.)
No
olvidemos por otra parte que uno de los cuidados más solícitos del exorcista
será no solamente el de "curar" al poseído, sino de conducirlo, a él
también, a la santidad. No hay nada que pueda rechazar más seguramente el poder
de Satán y su dominación que la sólida conversión de la víctima contra la cual
se encarniza, si ésta tiene necesidad de conversión, y su progresión en la
virtud si no la tiene. Los vicios y los defectos del pac'ente son puntos de
apoyo para la persecución diabólica, y en sentido inverso, los actos de piedad cumplidos
con la ayuda del exorcista, por el paciente, son las garantías más seguras de
la derrota del demonio.
La legislación canónica
Al
terminar este capítulo de doctrina sobre la posesión es indispensable citar
aquí las disposiciones canónicas concernientes a los exorcismos. Los artículos
o cánones del Codex juris ecclesiastici son tres: 1151 a 1153.
Canon 1151: "Nadie puede, aunque esté revestido del poder de exorcista,
proferir exorcismos contra los obsesionados, de manera legítima si no ha
recibido del Ordinario —es decir de su obispo— un permiso especial y
expreso."
Este
permiso no será acordado por el Ordinario más que al sacerdote dotado de
piedad, de prudencia y de conducta irreprochable: y éste no procederá a los
exorcismos sino después de haber comprobado con certidumbre, después de un
examen atento y prudente, que el sujeto por ser exorcizado está realmente
obsesionado por el demonio.
Canon 1152: "Los exorcismos practicados por ministros
legítimos pueden ser hechos no solamente sobre fieles y catecúmenos, sino
también sobre no católicos o excomulgados."
Canon 1153: "Los ministros de los exorcismos que son
practicados en el bautismo y en las consagraciones y las bendiciones, son los
mismos que son ministros legítimos de los mismos ritos sagrados."
Este
último canon quiere decir que si todo el mundo, en caso de necesidad, puede
bautizar, no son más que los ministros del bautismo solemne, es decir
acompañado de todos los ritos establecidos por la Iglesia, en el número de los
cuales están los exorcismos, y los ministros de las consagraciones y
bendiciones rituales, los que pueden legítimamente practicar los exorcismos
públicos y oficiales con el permiso episcopal. De hecho, el obispo no otorga
jamás el poder de exorcizar solemnemente sino a un sacerdote elegido con
cuidado por su competencia y la dignidad de su vida.