Artículo 5º.- Muerte santa y valimiento cerca de Dios
A medida que el alma avanza en el Santo Abandono,
progresa también en el desasimiento de todas las cosas para
no adherirse sino a Dios sólo; la fe, la confianza y el amor con
todas las demás virtudes han tomado en ella vastas
proporciones, y la unión de su voluntad con la de Dios se ha
ido estrechando de día en día. El alma camina a pasos
agigantados por el camino de la perfección. Una santa vida prepara
una muerte santa, y en cierto modo la asegura. La
perseverancia final es siempre la gracia de las gracias, el don
gratuito por excelencia; mas nada hay comparable al Santo
Abandono para mover a nuestro Padre celestial a
concedernos esta gracia decisiva. El, que va en busca del
pecador, ¿podrá acaso rechazar un alma que sólo vive de
amor y filial sumisión? Que ella prosiga por este camino hasta
el fin, y vedla salva, pero al modo de los santos. Aun hablando
de los cristianos ordinarios, el piadoso Obispo de Ginebra
acostumbraba decir: «A Dios con todo su poder le es
imposible condenar a un alma que, al salir de su cuerpo, tiene
su voluntad sumisa a la voluntad divina. Tal como se halla
nuestra voluntad a la hora de nuestra muerte, del mismo modo
permanecerá toda la eternidad. Como queda el árbol al ser
derribado, así permanece. Por este motivo, cuando asistía a
un moribundo hacia los mayores esfuerzos para conseguir que
sometiera por completo su voluntad a la de Dios, y apenas le
hablaba de otra cosa.»
La muerte nos arrebatará nuestros bienes y nuestra
situación, nuestros parientes y hasta nuestro cuerpo. Cuando
uno está bien afianzado en el Santo Abandono, ni siquiera
llega a sentir esas crueles separaciones que desgarran el
alma apegada a las cosas de este mundo. Este abandono nos
ha hecho indiferentes por virtud a todo lo que la muerte nos ha
de arrebatar por fuerza; venga cuando quiera, que el sacrificio
está ya hecho en el corazón y ninguna mella hacen en éste las
cosas que ella nos quita, pues no se quiere sino a Dios solo, y
precisamente la muerte es la que va a colmar este deseo.
Sin duda, traerá un terrible cortejo de sufrimientos y
tentaciones; es el combate decisivo y la prueba dolorosa entre
todas. Nada, empero, dispone a este trance supremo como el
Santo Abandono, pues él nos ha formado para recibirlo todo
de la mano de Dios con amor y confianza, y a cumplir con
valentía nuestro deber hasta bajo el peso de la cruz,
apoyándonos en el poder y en la bondad de Dios. He aquí la
razón por qué Santa Teresa del Niño Jesús haya podido decir
con legítima seguridad: «No temo en manera alguna los
últimos combates, ni los sufrimientos de la enfermedad por
intensos que sean. Dios me ha socorrido siempre: El me ha ayudado
y conducido desde mi tierna infancia... Cuento con
El. Podrá el sufrimiento alcanzar su máxima intensidad, mas
estoy segura de que El no me abandonará jamás.» Aun para
las almas más santas, es una cosa en sumo grado
impresionante el paso del tiempo a la eternidad. « ¡ Qué
solemne hora ésta en que me hallo! -decía en sus últimos
momentos Sor Isabel de la Trinidad-. El más allá es
imponente; parecíame haber vivido en él después de largo
tiempo y, sin embargo, lo desconozco por completo... Yo
experimento un sentimiento indefinible, algo de la justicia, de
la santidad de Dios. ¡Me hallo tan pequeña, tan desprovista de
méritos! ¡Cuán necesario es exhortar a los agonizantes a la
confianza! » « ¡Qué necesario es -decía Santa Teresa del Niño
Jesús-, qué necesario es orar por los agonizantes! ¡Si lo
entendiéramos bien! » Razón tenía ella para expresarse de
esta suerte, pues a pesar de haber llevado una vida tan pura,
percibía el sonido de una voz maldita que murmuraba a sus
oídos: «¿Tienes seguridad de ser amada de Dios? ¿Ha venido
El a decírtelo?» Con esto permaneció durante muchos días en
un estado de angustia que no se puede explicar. «¡Padre mío
-decía a su confesor Santa Juana de Chantal en su agonía-,
os aseguro que los juicios de Dios son espantosos! »
Preguntóle aquél si tenía miedo. - «No, respondió ella; mas os
aseguro que los juicios de Dios son terribles.» Es el grito de la
naturaleza en el último trance, es el pasmo de este momento
decisivo, infinitamente solemne; es la angustia de una
conciencia delicada, alarmada por su misma humildad. Un
alma que vive en el Santo Abandono triunfará de este temor.
No descuida medio alguno de completar su preparación, mas
ante todo piensa en que va por fin a ver a su Padre, a su
Amigo, a su Amado, a Aquel en quien ella ha puesto todas sus
complacencias; el Dios de su corazón, al cual no ha cesado de
dar su vida gota a gota; gusta recordar con una dulce emoción
las innumerables pruebas de su amor, de sus misericordias,
de sus inefables ternuras, y siente que ella le ama del fondo
de su alma y que a su vez es aún mucho más amada. ¡Cuán
feliz se considera pudiendo decir con el Salmista en esta hora
tan seria y decisiva: «Vos sois mi Dios, y mi suerte está en
vuestras manos!». En una palabra, ella ha vivido de amor y de
confianza, muere en el amor y en la confianza. Después de
una vida tan llena de penas interiores, Santa Juana de Chantal
y San Alfonso de Ligorio tuvieron la más dulce muerte. Tal vez
quiera Dios conservarnos sobre la cruz hasta el fin, mas no es
raro ver a las almas que han practicado el abandono morir sin
temor alguno, irse a la eternidad tranquilas y alegres, como un
niño que entra en el hogar paterno, cual religioso que se dirige
a cantar el Oficio. Tal fue el fin de la bienaventurada María
Magdalena Postel: «En su muerte no encontramos debilidad
alguna, ningún temor. Después de haber estado tan
perfectamente sometida a la divina voluntad durante su larga
carrera, no podía dejar de estarlo en el día decisivo. Sus horas
postreras rebosan en calma, en confianza y en abandono. A la
invitación del capellán para que ofrezca el sacrificio de su vida,
responde: "Nada me cuesta, ¡hágase en todo la voluntad de
Dios!" Maravilladas de su serenidad y sosiego, pregúntanle
sus hijas si es feliz. "¡Que si soy feliz!" y su rostro se tomó
radiante, parecía transparente como un alma que vuela al
cielo, no cesando de unirse a su Amado por actos de fe y
amorosas aspiraciones.» En esta hora decisiva nadie se
encontrará sobradamente puro ni bastante rico en méritos. Es
verdad, mas nada hay de tanta eficacia como el Santo
Abandono para hacer del todo fructuosa la suprema prueba.
¡Cuánto se gana soportando con una amorosa paciencia el
duro trabajo de la destrucción, recibiendo de la mano de Dios
con filial confianza el golpe de la muerte! Esto formará un
magnifico haz de méritos añadidos a otros muchos, y éste
será el más cargado de buen grano. Es además una ofrenda
muy agradable a la justicia divina, y quizá una satisfacción
suficiente por nuestros pecados. Según San Alfonso, «aceptar
la muerte que Dios nos presenta para conformarnos con su
voluntad, es merecer una recompensa parecida a la de los
mártires: éstos no son reputados por tales, sino en cuanto han
aceptado los tormentos y la muerte para agradar a Dios. El
que muere conformándose con la Divina Voluntad tiene una
muerte santa, y el que muere en una mayor conformidad tiene
una muerte más santa. Asegura el Padre Luis de Blosio que
en la muerte, un acto de perfecta conformidad nos preserva no
tan sólo del infierno, sino que también del purgatorio». ¿No será, al
menos, un motivo de angustia dejar en el
destierro, en los peligros, en la necesidad tal vez, todo lo que
se ha amado después de Dios: su familia, su Comunidad,
seres queridos que habrán puesto su confianza en nosotros?
La bienaventurada María Magdalena deja en el mayor
desamparo una Congregación apenas fundada, «pero ella,
que no había sido durante su vida sino el instrumento de la
Providencia, muere sin preocupación por su Comunidad; no
habiendo contado nunca con ningún brazo humano, en sus
últimos momentos tampoco cuenta sino con el Señor». A todos
los que se ha amado según Dios, no se deja de amarlos en el
cielo; lejos de esto, el afecto se hace más intenso y más puro,
y se está mejor situado para velar sobre ellos y para manejar
sus verdaderos intereses. ¿No es Dios el Soberano Dueño de
su suerte? ¿Y quién será tan poderoso cerca de El como un
alma que no ha vivido sino de su amor, en una constante
fidelidad para cumplir su voluntad significada, en un perfecto
abandono a su beneplácito? El mismo nos ha declarado «que
hará la voluntad de los que le temen, y que escuchará sus
ruegos». No hay palabra que más anime que ésta: hagamos la
voluntad de Dios, y El hará la nuestra; hagamos todo lo que El
quiere, que El hará todo lo que nosotros queramos. De ahí es
de donde procede el poder de intercesión de las almas que
viven en una amorosa y perfecta conformidad: ellas nada
niegan a Dios y Dios no les negará nada a ellas. El poder de
su oración en la tierra y en el cielo, estará siempre en relación
con su grado de amor, de obediencia y de abandono; y si Dios
se complace en glorificar algunas almas entre las mejores, no
busquemos en otra parte la causa de su elección.
He aquí por qué Santa Teresa del Niño Jesús es el gran
taumaturgo de nuestros días. Al fin de su vida parece tener
conciencia de su misión, cuyos secretos revela más de una
vez: «Yo quiero pasar mi cielo haciendo bien sobre la tierra.
Después de mi muerte haré caer una lluvia de rosas. Siento
que mi misión va a comenzar, mi misión de hacer amar a Dios
como yo le amo y de manifestar mi pequeño camino a las
almas. «¿Cuál es el pequeño camino que queréis enseñar?»
«Es el camino de la infancia espiritual, es el camino de la
confianza y del completo abandono.» Escuchemos ahora la razón que ella pone en primer término. «Yo no he dado a Dios
sino amor. El me devolverá amor. El cumplirá todos mis
deseos en el cielo, porque yo no he hecho jamás mi voluntad
en la tierra.»
Terminemos por un rasgo que se encuentra en todas
partes, pero que de un modo especial nos pertenece: pues el
héroe es un hermano converso de nuestra Orden, el
bienaventurado Aniano de Eberbach, y el narrador es también
de los nuestros, el bienaventurado Cesáreo, Prior de
Heisterbach. Vivía en el Monasterio de Eberbach un santo
hermano que se distinguía sobre todo por la obediencia y
simplicidad. Habíale Dios otorgado con tanta largueza el don
de milagros, que con sólo tocar su cinturón o sus hábitos los
enfermos sanaban de cualquier enfermedad. Maravillado de
un favor tan singular, y no advirtiendo en este hermano señal
alguna de santidad, preguntóle su Abad un día cómo explicaba
que Dios hiciera tantos prodigios por su mediación.-No lo sé,
respondió éste, porque ni oro, ni velo, ni trabajo, ni ayuno más
que mis hermanos; lo único que puedo decir es que en
cualquier acontecimiento, próspero o adverso, adoro la
voluntad de Dios. Tengo siempre un gran cuidado de querer
en todas las cosas lo que Dios quiere, y El me concede la
gracia de conservar mi voluntad enteramente abandonada a la
suya. Ni me eleva la prosperidad, ni me abate la adversidad,
porque todo lo recibo indiferentemente como de la mano de
Dios, y el único fin de mis oraciones es que se cumpla
perfectamente su santa voluntad en mí y en todas las
criaturas. - Decidme, replicó el Abad, ¿no os turbasteis algo
cuando el otro día una mano malvada incendió la granja, y
destruyó nuestros medios de subsistencia? - No, padre, muy
por el contrario, he dado gracias a Dios, según mi costumbre
en semejantes ocasiones, persuadido de que el Señor nada
hace o permite que no redunde en su gloria y en mayor bien
nuestro. Habida esta respuesta, que muestra tan perfecta
conformidad con la voluntad de Dios, ya no se maravilló el
Abad de que aquel religioso obrase tantos prodigios.