1. Cuán grande sea la dignidad del casto matrimonio, principalmente puede colegirse, Venerables
Hermanos, de que habiendo Cristo, Señor nuestro e Hijo del Eterno Padre, tomado la carne del hombre caído,
no solamente quiso incluir de un modo peculiar este principio y fundamento de la sociedad doméstica y hasta
del humano consorcio en aquel su amantísimo designio de redimir, como lo hizo, a nuestro linaje, sino que
también lo elevó a verdadero y gran1 sacramento de la Nueva Ley, restituyéndolo antes a la primitiva pureza de
la divina institución y encomendando toda su disciplina y cuidado a su Esposa la Iglesia.
Para que de tal renovación del matrimonio se recojan los frutos anhelados, en todos los lugares del
mundo y en todos los tiempos, es necesario primeramente iluminar las inteligencias de los hombres con la
genuina doctrina de Cristo sobre el matrimonio; es necesario, además, que los cónyuges cristianos,
robustecidas sus flacas voluntades con la gracia interior de Dios, se conduzcan en todos sus pensamientos y en
todas sus obras en consonancia con la purísima ley de Cristo, a fin de obtener para sí y para sus familias la
verdadera paz y felicidad.
2. Ocurre, sin embargo, que no solamente Nos, observando con paternales miradas el mundo entero
desde esta como apostólica atalaya, sino también vosotros, Venerables Hermanos, contempláis y sentidamente
os condoléis con Nos de que muchos hombres, dando al olvido la divina obra de dicha restauración, o
desconocen por completo la santidad excelsa del matrimonio cristiano, o la niegan descaradamente, o la
conculcan, apoyándose en falsos principios de una nueva y perversísima moralidad. Contra estos perniciosos
errores y depravadas costumbres, que ya han comenzado a cundir entre los fieles, haciendo esfuerzos solapados
por introducirse más profundamente, creemos que es Nuestro deber, en razón de Nuestro oficio de Vicario de
Cristo en la tierra y de supremo Pastor y Maestro, levantar la voz, a fin de alejar de los emponzoñados pastos y,
en cuanto está de Nuestra parte, conservar inmunes a las ovejas que nos han sido encomendadas.
Por eso, Venerables Hermanos, Nos hemos determinado a dirigir la palabra primeramente a vosotros, y
por medio de vosotros a toda la Iglesia católica, más aún, a todo el género humano, para hablaros acerca de la
naturaleza del matrimonio cristiano, de su dignidad y de las utilidades y beneficios que de él se derivan para la
familia y la misma sociedad humana, de los errores contrarios a este importantísimo capítulo de la doctrina
evangélica, de los vicios que se oponen a la vida conyugal y, últimamente, de los principales remedios que es
preciso poner en práctica, siguiendo así las huellas de Nuestro Predecesor León XIII, de s. m., cuya encíclica
Arcanum2
, publicada hace ya cincuenta años, sobre el matrimonio cristiano, hacemos Nuestra por esta Nuestra
Encíclica y la confirmamos, exponiendo algunos puntos con mayor amplitud, por requerirlo así las
circunstancias y exigencias de nuestro tiempo, y declaramos que aquélla no sólo no ha caído en desuso sino que
conserva pleno todavía su vigor.
3. Y comenzando por esa misma Encíclica, encaminada casi totalmente a reivindicar la divina
institución del matrimonio, su dignidad sacramental y su perpetua estabilidad, quede asentado, en primer
lugar, como fundamento firme e inviolable, que el matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los
hombres, sino por obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes
del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de Cristo Señor, Redentor de la misma, y que, por lo tanto, sus leyes
no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges.
Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura3
, ésta la constante tradición de la Iglesia universal, ésta la definición
solemne del santo Concilio de Trento, el cual, con las mismas palabras del texto sagrado, expone y confirma
que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y su estabilidad tienen por autor a Dios4
.
Mas aunque el matrimonio sea de institución divina por su misma naturaleza, con todo, la voluntad
humana tiene también en él su parte, y por cierto nobilísima, porque todo matrimonio, en cuanto que es unión
conyugal entre un determinado hombre y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de
ambos esposos, y este acto libre de la voluntad, por el cual una y otra parte entrega y acepta el derecho propio
del matrimonio5
, es tan necesario para la constitución del verdadero matrimonio, que ninguna potestad
humana lo puede suplir6
. Es cierto que esta libertad no da más atribuciones a los cónyuges que la de
determinarse o no a contraer matrimonio y a contraerlo precisamente con tal o cual persona, pero está
totalmente fuera de los límites de la libertad del hombre la naturaleza del matrimonio, de tal suerte que si alguien ha contraído ya matrimonio se halla sujeto a sus leyes y propiedades esenciales. Y así el Angélico
Doctor, tratando de la fidelidad y de la prole, dice: “Estas nacen en el matrimonio en virtud del mismo pacto
conyugal, de tal manera que si se llegase a expresar en el consentimiento, causa del matrimonio, algo que les
fuera contrario, no habría verdadero matrimonio”
7
.
Por obra, pues, del matrimonio, se juntan y se funden las almas aun antes y más estrechamente que los
cuerpos, y esto no con un afecto pasajero de los sentidos o del espíritu, sino con una determinación firme y
deliberada de las voluntades; y de esta unión de las almas surge, porque así Dios lo ha establecido, un vínculo
sagrado e inviolable.
4. Tal es y tan singular la naturaleza propia de este contrato, que en virtud de ella se distingue
totalmente, así de los ayuntamientos propios de las bestias, que, privadas de razón y voluntad libre, se
gobiernan únicamente por el instinto ciego de su naturaleza, como de aquellas uniones libres de los hombres
que carecen de todo vínculo verdadero y honesto de la voluntad, y están destituidas de todo derecho para la
vida doméstica.
De donde se desprende que la autoridad tiene el derecho y, por lo tanto, el deber de reprimir las uniones
torpes que se oponen a la razón y a la naturaleza, impedirlas y castigarlas, y, como quiera que se trata de un
asunto que fluye de la naturaleza misma del hombre, no es menor la certidumbre con que consta lo que
claramente advirtió Nuestro Predecesor, de s. m., León XIII8: No hay duda de que, al elegir el género de vida,
está en el arbitrio y voluntad propia una de estas dos cosas: o seguir el consejo de guardar virginidad dado por
Jesucristo, u obligarse con el vínculo matrimonial. Ninguna ley humana puede privar a un hombre del derecho
natural y originario de casarse, ni circunscribir en manera alguna la razón principal de las nupcias, establecida
por Dios desde el principio: “Creced y multiplicaos”
9
.
Hállase, por lo tanto, constituido el sagrado consorcio del legítimo matrimonio por la voluntad divina a
la vez que por la humana: de Dios provienen la institución, los fines, las leyes, los bienes del matrimonio; del
hombre, con la ayuda y cooperación de Dios, depende la existencia de cualquier matrimonio particular —por la
generosa donación de la propia persona a otra, por toda la vida—, con los deberes y con los bienes establecidos
por Dios.
5. Comenzando ahora a exponer, Venerables Hermanos, cuáles y cuán grandes sean los bienes
concedidos por Dios al verdadero matrimonio, se Nos ocurren las palabras de aquel preclarísimo Doctor de la
Iglesia a quien recientemente ensalzamos en Nuestra encíclica Ad salutem10, dada con ocasión del XV
centenario de su muerte. Estos, dice San Agustín, son los bienes por los cuales son buenas las nupcias: prole,
fidelidad, sacramento11. De qué modo estos tres capítulos contengan con razón un síntesis fecunda de toda la
doctrina del matrimonio cristiano, lo declara expresamente el mismo santo Doctor, cuando dice: "En la
fidelidad se atiende a que, fuera del vínculo conyugal, no se unan con otro o con otra; en la prole, a que ésta se
reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, a que el matrimonio no
se disuelva, y a que el repudiado o repudiada no se una a otro ni aun por razón de la prole. Esta es la ley del
matrimonio: no sólo ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la perversidad de la
incontinencia12
.
6. La prole, por lo tanto, ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y por cierto que el
mismo Creador del linaje humano, que quiso benignamente valerse de los hombres como de cooperadores en la
propagación de la vida, lo enseñó así cuando, al instituir el matrimonio en el paraíso, dijo a nuestros primeros
padres, y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la tierra13
.
Lo cual también bellamente deduce San Agustín de las palabras del apóstol San Pablo a Timoteo14
,
cuando dice: «Que se celebre el matrimonio con el fin de engendrar, lo testifica así el Apóstol: “Quiero —dice— que los jóvenes se casen”. Y como se le preguntara: “¿Con qué fin?, añade en seguida: Para que procreen hijos,
para que sean madres de familia”»15
.
Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio se deduce de la dignidad y altísimo fin del
hombre. Porque el hombre, en virtud de la preeminencia de su naturaleza racional, supera a todas las restantes
criaturas visibles. Dios, además, quiere que sean engendrados los hombres no solamente para que vivan y
llenen la tierra, sino muy principalmente para que sean adoradores suyos, le conozcan y le amen, y finalmente
le gocen para siempre en el cielo; fin que, por la admirable elevación del hombre, hecha por Dios al orden
sobrenatural, supera a cuanto el ojo vio y el oído oyó y pudo entrar en el corazón del hombre16. De donde
fácilmente aparece cuán grande don de la divina bondad y cuán egregio fruto del matrimonio sean los hijos,
que vienen a este mundo por la virtud omnipotente de Dios, con la cooperación de los esposos.
7. Tengan, por lo tanto, en cuenta los padres cristianos que no están destinados únicamente a propagar
y conservar el género humano en la tierra, más aún, ni siquiera a educar cualquier clase de adoradores del Dios
verdadero, sino a injertar nueva descendencia en la Iglesia de Cristo, a procrear ciudadanos de los Santos y
familiares de Dios17, a fin de que cada día crezca más el pueblo dedicado al culto de nuestro Dios y Salvador. Y
con ser cierto que los cónyuges cristianos, aun cuando ellos estén justificados, no pueden transmitir la
justificación a sus hijos, sino que, por lo contrario, la natural generación de la vida es camino de muerte, por el
que se comunica a la prole el pecado original; con todo, en alguna manera, participan de aquel primitivo
matrimonio del paraíso terrenal, pues a ellos toca ofrecer a la Iglesia sus propios hijos, a fin de que esta
fecundísima madre de los hijos de Dios los regenere a la justicia sobrenatural por el agua del bautismo, y se
hagan miembros vivos de Cristo, partícipes de la vida inmortal y herederos, en fin, de la gloria eterna, que
todos de corazón anhelamos.
Considerando estas cosas la madre cristiana entenderá, sin duda, que de ella, en un sentido más
profundo y consolador, dijo nuestro Redentor: “La mujer..., una vez que ha dado a luz al infante, ya no se
acuerda de su angustia, por su gozo de haber dado un hombre al mundo”
18, y superando todas las angustias,
cuidados y cargas maternales, mucho más justa y santamente que aquella matrona romana, la madre de los
Gracos, se gloriará en el Señor de la floridísima corona de sus hijos. Y ambos esposos, recibiendo de la mano de
Dios estos hijos con buen ánimo y gratitud, los considerarán como un tesoro que Dios les ha encomendado, no
para que lo empleen exclusivamente en utilidad propia o de la sociedad humana, sino para que lo restituyan al
Señor, con provecho, en el día de la cuenta final.
8. El bien de la prole no acaba con la procreación: necesario es que a ésta venga a añadirse un segundo
bien, que consiste en la debida educación de la misma. Porque insuficientemente, en verdad, hubiera provisto
Dios, sapientísimo, a los hijos, más aún, a todo el género humano, si además no hubiese encomendado el
derecho y la obligación de educar a quienes dio el derecho y la potestad de engendrar. Porque a nadie se le
oculta que la prole no se basta ni se puede proveer a sí misma, no ya en las cosas pertenecientes a la vida
natural, pero mucho menos en todo cuanto pertenece al orden sobrenatural, sino que, durante muchos años,
necesita el auxilio de la instrucción y de la educación de los demás. Y está bien claro, según lo exigen Dios y la
naturaleza, que este derecho y obligación de educar a la prole pertenece, en primer lugar, a quienes con la
generación incoaron la obra de la naturaleza, estándoles prohibido el exponer la obra comenzada a una segura
ruina, dejándola imperfecta. Ahora bien, en el matrimonio es donde se proveyó mejor a esta tan necesaria
educación de los hijos, pues estando los padres unidos entre sí con vínculo indisoluble, siempre se halla a mano
su cooperación y mutuo auxilio.
Todo lo cual, porque ya en otra ocasión tratamos copiosamente de la cristiana educación19 de la
juventud, encerraremos en las citadas palabras de San Agustín: “En orden a la prole se requiere que se la reciba
con amor y se la eduque religiosamente”
20, y lo mismo dice con frase enérgica el Código de derecho canónico:
“El fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole”
21
.
Por último, no se debe omitir que, por ser de tanta dignidad y de tan capital importancia esta doble
función encomendada a los padres para el bien de los hijos, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios en orden a la procreación de nuevas vidas, por prescripción del mismo Creador y de la ley natural, es derecho y
prerrogativa exclusivos del matrimonio y debe absolutamente encerrarse en el santuario de la vida conyugal.
CONTINÚA