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lunes, 27 de enero de 2014

CONSOLACIONES A LOS FIELES EN TIEMPOS DE PERSECUCIÓN O DE HEREJÍA

CONSOLACIONES A LOS FIELES EN TIEMPOS DE PERSECUCIÓN O DE HEREJÍA

El padre Demaris[1], que veía a los fieles amenazados de quedarse sin sacerdotes,
 su Caridad, aunque encarcelado, le hizo escribir, por requerimiento de ellos y para
su consuelo la Regla de Conducta que sigue:
                                                                                                 
Mis queridos hijos:  Pedís una regla de conducta. Voy a mostrárosla y a tratar de llevar a vuestras almas el consuelo que necesitáis. Jesucristo, el modelo de los cristianos, nos enseña con su conducta lo que debemos hacer en los penosos momentos en que nos hallamos.
    Todo lo que veis, todo lo que oís, es atemorizador. Pero consolaos: se está cumpliendo la voluntad de Dios. Vuestros días están contados, su Providencia gravita sobre vosotros. Amad a esos hombres que la humanidad presenta como bestias salvajes. Son instrumentos que el cielo utiliza para sus designios y, como un mar enfurecido, no traspasarán el límite prescripto contra las olas que oscilan, se agitan y amenazan.
     Os diré pues lo que San Pedro a los primeros fieles: “Es una gracia que por consideración a Dios se soporten dolores injustamente padecidos.
   Los discípulos de Jesucristo, en su fidelidad a Dios, son fieles a su patria, y plenos de sumisión y respeto hacia las autoridades. Abroquelados en sus principios, con una conciencia irreprochable, adoran la voluntad de Dios. No han de huir cobardemente de la persecución. Cuando se ama la cruz, se es audaz para abrazarla y el amor mismo nos regocija. La persecución es necesaria para nuestra íntima unión con Jesucristo. Puede desatarse a cada instante, pero no siempre tan meritoria ni tan gloriosa”.
    He aquí, mis queridos hijos, cuáles deben ser vuestras disposiciones. El escudo de la fe debe armarnos, la esperanza sostenernos y la caridad dirigirnos en todo. Si en todo y siempre hay que ser simples como las palomas y prudentes como las serpientes, tanto más cuando somos afligidos a causa de Jesucristo.
   Os recordaré ahora una máxima de San Cipriano que, en estos momentos, debe ser la regla de vuestra fe y vuestra piedad: “No busquemos demasiado, dice este ilustre mártir, la ocasión del combate y no la evitemos demasiado. Aguardémosla de la orden de Dios y esperemos todo de su misericordia. Dios requiere de nosotros más bien una humilde confesión que un testimonio demasiado audaz”.
   La humildad es toda nuestra fuerza. Esta máxima nos invita a meditar sobre la fuerza, la paciencia e incluso la alegría con que los santos sufrieron.
   Ved lo que San Pablo dice. Os convenceréis de que cuando uno está animado por la fe, los males no nos afectan más que en lo exterior y no son más que un instante de combate que la victoria corona. Esta verdad consoladora sólo puede ser apreciada por el justo.
   Amar a Dios y no temer más que a Él es patrimonio del pequeño número de los elegidos. Este amor y este temor forma a los mártires, desapegando a los fieles del mundo y apegándolos a Dios y a su santa ley.
   Para mantener este amor y temor en sus corazones, velad y orad, incrementad vuestras buenas obras y unid a ello las instrucciones edificantes de que los primeros fieles nos dieron ejemplo.
   Esta práctica os será tanto más saludable cuanto más privados estéis de los ministros del Señor, que alimentaban vuestras almas con el pan de la palabra.  Parecéis abandonados a vosotros mismos, pero este abandono, a los ojos de la Fe, ¿no podría seros saludable? La fe es lo que une a los fieles.
    Por legítima que sea vuestra desolación, no olvidéis que Dios es vuestro Padre y que, si permite que carezcáis de los mediadores instituidos por El para dispensar sus misterios, no cierra por eso los canales de sus gracias y sus misericordias. No busquemos más que la verdad y nuestra salvación en la abnegación de nosotros mismos, en nuestro amor a Dios y en una perfecta sumisión a su voluntad.
  Vosotros conocéis la eficacia de los sacramentos, sabéis la obligación a nosotros impuesta de recurrir al sacramento de la penitencia para purificarnos de nuestros pecados. Pero para aprovechar de estos canales de misericordia se necesitan ministros del Señor. ¡En la situación en que estamos, sin culto, sin altar, sin sacrificio, sin sacerdote, no vemos más que el cielo! ¡Y no tenemos mediador alguno entre los hombres!… Que este abandono no os abata. La fe nos ofrece a Jesucristo, ese mediador inmortal. El ve nuestro corazón, oye nuestros deseos, corona nuestra fidelidad. A los ojos de su misericordia todopoderosa somos ese paralítico enfermo hacía treinta y ocho años (Juan, cap. 5) a quien para curarlo le dijo no que hiciera venir a alguno que lo arrojara a la piscina, sino que tomara su camilla y anduviera…
   Ahora tenemos un solo talento que es nuestro corazón. Hagamos que fructifique y nuestra recompensa será igual a la que recibiríamos de haber hecho fructificar más. Dios es justo. No pide de nosotros lo imposible. Pero porque es justo pide de nosotros la fidelidad en lo que es posible. Con todo respeto por las leyes divinas y eclesiásticas que nos llaman al sacramento de la penitencia, debo deciros que hay circunstancias en que estas leyes no obligan. Es esencial para vuestra instrucción y vuestra consolación que conozcáis bien tales circunstancias, a fin de que no toméis el propio espíritu de vosotros por el de Dios.
   Si en el curso de nuestra vida hubiéramos descuidado el más pequeño de los recursos que Dios y su Iglesia instituyeron para santificarnos, habríamos sido hijos ingratos; pero si se nos diera por creer que, en circunstancias extraordinarias, no podemos prescindir aun de los mayores de esos recursos, olvidaríamos e insultaríamos a la sabiduría divina que nos pone a prueba y que, queriendo que nos veamos privados de ellos, los suple con su espíritu.
    Es verdad de fe que el primero y más necesario de los sacramentos es el bautismo: es la puerta de la salvación y de la vida eterna. Pero el deseo, el anhelo del bautismo es suficiente en ciertas circunstancias. Los catecúmenos sorprendidos por las persecuciones no lo recibieron sino en la sangre que derramaron por la religión. Hallaron la gracia de todos los sacramentos en la confesión libre de su fe y fueron incorporados a la Iglesia por el Espíritu Santo, vínculo que une todos los miembros a la cabeza.
   Así se salvaron los mártires. Su sangre les sirvió de Bautismo.
   Cuando uno tiene el espíritu de Jesucristo, cuando por amor a El quedamos expuestos a la persecución, privados de toda ayuda, agobiados por las cadenas del cautiverio, cuando se nos conduce al cadalso, entonces tenemos en la Cruz todos los sacramentos. Este instrumento de nuestra redención contiene todo lo necesario para nuestra salvación.
   San Ambrosio consideró santo al piadoso emperador Valentiniano, aunque murió sin el bautismo, que había deseado, sin poder recibirlo. El deseo, la voluntad es lo que nos salva. “En tal caso, dice este santo doctor de la Iglesia, quien no recibe el sacramento de la mano de los hombres, lo recibe de la mano de Dios. El que no es bautizado por los hombres, lo es por la piedad, lo es por Jesucristo”. Lo que nos dice del bautismo este gran hombre digámoslo de todos los sacramentos, de todas las ceremonias y todas las oraciones en los momentos actuales.
   Quien no puede confesarse a un sacerdote, pero, teniendo todas las disposiciones necesarias para el sacramento, lo desea y tiene un anhelo firme y constante de él, oye a Jesucristo que, tocado por su fe y testigo de ella, le dice lo que una vez a la mujer pecadora: “Vete. Mucho te está perdonado porque has amado mucho” (Lucas 7. 36-48).
     Rodeados por esos extremos que son las pruebas de los Santos, si no pudiéramos confesar nuestros pecados a los sacerdotes, confesémoslos a Dios. Siento, hijos míos, vuestra delicadeza y vuestros escrúpulos. Que cesen y que aumenten vuestra fe y vuestro amor por la cruz. Decíos a vosotros mismos, y con vuestra conducta decid a todos los que os vean, lo mismo que decía San Pablo: “¿Quién me separará de la caridad de Jesucristo?” (Romanos 8.35).
    Vuestra conducta es una verdadera confesión ante Dios y ante los hombres. Si la confesión debe preceder a la absolución, aquí vuestra conducta debe preceder a las gracias de santidad o de justicia que Dios os dispense; y es ésta una confesión pública y continua. La confesión es necesaria, dice San Agustín, porque incluye la condenación del pecado. Aquí lo condenamos tan pública y solemnemente que ella es conocida en toda la tierra. Y esta condenación, que es la causa de que no podamos acercarnos a un sacerdote, ¿no es mucho más meritoria que una acusación de pecados particular y hecha en secreto? ¿No es más satisfactoria y más edificante? La confesión secreta de nuestros pecados al sacerdote nos costaba poco. ¡Y la que hacemos hoy es sostenida por el sacrificio general de nuestros bienes, de nuestra libertad, de nuestro reposo, de nuestra reputación e incluso tal vez de nuestra vida!
   La confesión al sacerdote casi no era útil más que para nosotros, mientras que la que hoy hacemos es útil para nuestros hermanos y puede servir para la Iglesia entera. Dios, por indignos que seamos, nos hace la gracia de querer servirse de nosotros para mostrar que ofender la verdad y la justicia es un crimen enorme, y nuestra voz será tanto más inteligible cuanto mayores los males y mayor la paciencia con que los suframos.
   El hábito y la facilidad que teníamos para confesarnos, nos dejaba a menudo en la tibieza, mientras que hoy, privados de confesores, uno se repliega sobre sí mismo y el fervor aumenta. Consideremos esta privación como un ayuno para nuestras almas y una preparación para recibir el bautismo de la penitencia que, vivamente deseado, se convertirá en un alimento más saludable. Intentemos apartar de nuestra conducta, que es nuestra confesión ante los hombres y nuestra acusación ante Dios, todos los defectos que pudieran haberse deslizado en nuestras confesiones ordinarias; sobre todo la poca humildad interior.
    Cuando se confía en Dios no hay que hacerlo a medias; sería carecer de confianza el considerar que los recursos con los que Dios llama y conserva son incompletos y dejan algo que desear en el orden de la gracia. En la sabiduría, la madurez y la experiencia de los ministros del Señor encontraban consejos y prácticas eficaces para evitar el mal, hacer el bien y avanzar en la virtud. Nada de eso hace al carácter sacramental, sino a las luces particulares. Un amigo virtuoso, celoso y caritativo puede ser en esto vuestro juez y vuestro director. Las personas piadosas no iban al tribunal de Dios a buscar sólo instrucciones y luces; se abrían a personas notables por su santa vida en conversaciones familiares. Haced otro tanto. Pero que la caridad más recta reine en este comercio mutuo de vuestras almas y vuestros deseos. Dios os bendecirá y encontraréis las luces que necesitáis. Si este recurso os fuera imposible, descansad sobre las misericordias de Dios. Él no os abandonará. Su espíritu hablará por sí mismo a vuestros corazones mediante inspiraciones santas que os inflamarán y dirigirán a los objetivos augustos de vuestros destinos.

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jueves, 23 de enero de 2014

Los Católicos Cristeros

Continuación...

A partir del 1° de agosto de 1926, dieciséis millones de católicos mexicanos se quedaron sin misa ni sacramentos. Sintieron que el mundo se les caía encima. Roma callaba en lugar de seguir denunciando la barbarie comunista; las tropas federales asaltaban y fusilaban sin freno alguno; los gobernadores de los estados mandaban ahorcar a los líderes católicos. Al pueblo no le quedaba otra salida que la guerra, por lo que empezaron a sucederse alzamientos populares, poco después de la suspensión del culto.



El propio tirano marxista Elías Calles, el 21 de agosto de 1926, cuando recibió en audiencia a los representantes del episcopado, les dijo: “ a los católicos no les queda más remedio que (hacer gestiones ante) las Cámaras o (empuñar) las armas!”


Casi de inmediato se recabaron muchas firmas de ciudadanos católicos; se realizaron manifestaciones multitudinarias; boicot contra los artículos de lujo; se interpusieron recursos legales ante los diputados el 6 de septiembre de 1926. Dichas peticiones ni siquiera fueron admitidas a trámite.


Por todo ello, era más evidente que el acorralamiento feroz que sufría el pueblo, era lo que le llevaba a la guerra. Este pueblo que hasta entonces lo había soportado todo, no pudo sufrir que se le privara de los sacramentos de su religión, no pudo aguantar que se le privara de Cristo Sacramentado, por lo que poniendo en práctica las enseñanzas de la Religión Católica, de que “no sólo de pan vive el hombre”, y de que “la única muerte que ha de temerse no es la del cuerpo, sino la muerte eterna (del alma)”, se lanzó a combatir en nombre de Cristo Rey y de la Virgen de Guadalupe. La suspensión del culto público fue, pues, la gota que derramó el vaso (…) Su grito de batalla era “¡Viva Cristo Rey!”; de ahí la denominación que encontraron los federales para referirse a los “Cristeros”.


La mayoría de los obispos de México, impidieron que los sacerdotes bajo su jurisdicción los auxiliaran espiritualmente. De un total de 3,500 sacerdotes que había en el país, sólo un centenar entraron a la clandestinidad para asistir sacramentalmente a los cristeros.


Algunos obispos, llegaron al grado de prohibir la insurrección en sus diócesis, amenazando incluso a los sublevados con la excomunión. De 38 obispos, los únicos que apoyaron a los cristeros fueron:


José de Jesús Manríquez y Zárate, Obispo de Huejutla, José María González y Valencia, Arzobispo de Durango, Francisco Orozco y Jiménez, Arzobispo de Guadalajara, Leopoldo Lara y Torres, Obispo de Tacámbaro y Emeterio Valverde y Téllez, Obispo de León.


Por su parte, los obispos norteamericanos tampoco apoyaron a los cristeros; sino que, por el contrario, se sumaron a la infamia y sólo les dieron migajas, limosnas insultantes. Ellos conocían bastante bien lo que estaba sucediendo en México; no ignoraban que el gobierno estadounidense patrocinaba al gobierno comunista de Calles, que sus huestes incendiaban millares de aldeas; arrojaban a la gente desplazada de sus tierras a los caminos y a veces las ametrallaba; robaban sus cosechas y el ganado, para matar luego a tiros a los animales que no habían podido llevarse. Poblaciones enteras fueron deportadas en vagones del ferrocarril, como represalia contra los combatientes cristeros, a quienes temían enfrentar. Los postes telegráficos contiguos a las vías del tren, les sirvieron como cadalso para ahorcar católicos, a lo largo de kilómetros y kilómetros. Las tropas gubernamentales, en sus asaltos, gritaban: ¡viva nuestro padre satanás!; a la vez que profanaban las iglesias entrando a caballo, derribando y fusilando imágenes de la Santísima Virgen y de los Santos.


Las Sagradas Hostias eran pisoteadas bajo los cascos de sus cabalgaduras. Solamente los arzobispos de Baltimore y de San Antonio Texas, movidos por la vergüenza, confesaron lo que sabían: “… Washington… es el aplastante poder que sostiene a los bolcheviques mexicanos”.


No obstante la falta de apoyos, los católicos mexicanos con sus solas fuerzas, y gracias a la sangre de muchos mártires, en tres años de guerra, habían logrado el control de gran parte de los territorios rurales de quince estados de la República, y contaban con un valeroso ejército llamado la Guardia Nacional, de hasta cincuenta mil combatientes, distribuidos en el territorio mexicano.


martes, 21 de enero de 2014

Los Católicos Cristeros (primera parte)

                                      LOS CATÓLICOS CRISTEROS


   A mediados del siglo  XIX, en la época del siempre publicitado Benito Juárez, con motivo de las llamadas “leyes de Reforma” se despojó a la Iglesia de todos sus bienes rústicos, se declaró la separación del Estado, se introdujo en nuestras leyes, tanto el matrimonio civil como el divorcio, se prohibió la enseñanza religiosa en las escuelas y se expulsó a todos los religiosos de sus  monasterios.
   Durante el prolongado régimen porfirista, el gobierno soslayó la aplicación de las leyes anticatólicas; pero mantuvo oficialmente su obligatoriedad y vigencia.
   Bajo la jefatura de Venustiano Carranza (1915-1920), el país volvió a sufrir una furiosa persecución en contra de la Iglesia Católica. El grupo en el poder, continuó imponiendo una política jacobina y marcadamente comunista. En la constitución de 1917 se estableció normativamente, que se prohibía el apostolado de los sacerdotes no mexicanos; adueñándose, además, el Estado, de todos los edificios religiosos.
   Carranza, se propuso subyugar a la Iglesia y, de ser posible, aniquilarla.
   En los años veinte, fueron cerradas muchas iglesias, por simple decisión gubernamental.
   Ante la crítica situación, el  Arzobispo Mora y del Río,  el 4 de febrero de 1926, declaró públicamente que no se podía reconocer lo decretado en los artículos 3, 5, 27 y 130 de la constitución política.
   Los católicos organizados, crearon la Liga Defensora de la Libertad Religiosa,  y publicaron un  folleto en el que se condenaba el Texto Constitucional.
   El Papa reinante Pío XI, escribió, al efecto, una carta pastoral en la que expresó que el gobierno mexicano había emitido tan injustas medidas gubernamentales, que  “no  merecen el nombre de leyes”.
   En cuanto sube al poder Plutarco Elías Calles (1924-1928), socialista, radical y masón, determinó hacer aplicación rigurosa  de las leyes anticlericales.
   El Episcopado Mexicano  estaba dividido.
   La gran mayoría de los obispos eran “conciliadores”, dispuestos a  pactar con el régimen con tal de llegar a un acuerdo que devolviese la libertad a la Iglesia.
   Había un grupo de prelados que constituían una facción diplomática-legalista, dirigida por el obispo de Tabasco, Pascual Díaz, así como por los ordinarios Ruiz y Flores, y Banegas y Galván, Vicepresidente del Comité Episcopal Mexicano y Obispo de Querétaro, respectivamente. Estos estaban alineados a la “estricta legalidad jurídica” y eran también muy del agrado del Cardenal Pietro Gasparri, secretario de Estado de Pío XI.
   Desde luego, también existía la facción  conservadora, llamada “radical”, integrada por un grupo reducido de obispos que enseguida se mencionan.
   Sin embargo, ante los acontecimientos, el poder civil tuvo una reacción tan drástica que “hizo vacilar la línea” conciliadora, y empujó a los prelados a adoptar contramedidas enérgicas.
   Llegado el verano de 1926, la situación se hizo insostenible y el Episcopado tomó la decisión extrema de suspender el culto, como una medida de presión a las autoridades políticas con el fin de exhibirlos como perseguidores de los católicos ante el pueblo y ante la opinión pública internacional.
   Se había llegado al límite de lo soportable. El pueblo se levantó en armas contra el ateísmo, el sectarismo y los atropellos; pero conviene puntualizar que lo que provocó la insurrección armada  de los católicos, no fue la persecución religiosa promovida por los revolucionarios, mismos que venían azotando a la nación desde hacía  ya mucho tiempo, sino la suspensión del culto público que     el episcopado ordenó el 24 de julio de 1926, junto con el cierre de las iglesias y la privación de los sacramentos.
   Los obispos declararon:
      “En la imposibilidad en que estamos de mantener el ejercicio del ministerio sacramental…, (y) habiendo consultado al Santo Padre, Su Santidad Pío XI, y obtenido su aprobación ordenamos que a partir del 31 de julio… se suspenda en todas las Iglesias de la República el culto público que requiera intervención del ministerio sacerdotal”.
   ¡Medida inaudita hasta entonces en la historia de la Iglesia!

Continuará en entradas subsecuentes... 

lunes, 20 de enero de 2014

Receta para los tiempos de crisis actuales

Estimados hermanos en Jesucristo Nuestro Señor:

   La Divina Providencia nos ha elegido para vivir en estos  tiempos difíciles. Debemos preparar nuestras almas para fuertes acontecimientos que se avecinan (persecución religiosa, catástrofes naturales, enfermedades, muerte de seres queridos, falta de Sacramentos verdaderos, falta de sana doctrina... etc.
 ¿Qué tenemos que hacer? Nada nuevo. Hagamos lo que han hecho todos los santos a lo largo de la historia de la Cristiandad. Seamos hombres y mujeres de oración. ¡A mayores pruebas, mayores gracias!  Nuestro Señor Jesucristo nunca abandona a los hijos que le imploran su ayuda.

    Recordemos lo que nos dice San Buenaventura: “Si quieres sufrir con paciencia las adversidades y miserias de esta vida, sé hombre de oración. –Si quieres obtener el valor y las fuerzas necesarias para vencer las tentaciones del demonio, sé hombre de oración. –Si quieres mortificar tu propia voluntad con todas sus inclinaciones y apetitos, sé hombre de oración. –Si quieres conocer las astucias de Satán y descubrir sus engaños, sé hombre de oración. –Si quieres vivir alegre y andar con facilidad por las sendas de la penitencia, sé hombre de oración. –Si quieres arrojar de tu alma las moscas importunas de los pensamientos y cuidados vanos, sé hombre de oración. –Si quieres llenar tu alma de la mejor devoción y tenerla siempre ocupada de buenos pensamientos y buenos deseos, sé hombre de oración. –Si quieres afirmarte y fortificarte en los caminos de Dios, sé hombre de oración. –Por último, si quieres arrancar de tu alma todos los vicios y plantar en ella todas las virtudes, sé hombre de oración. En la oración es donde se recibe la unión y la gracia del Espíritu Santo que nos lo enseña todo; digo más, si quieres elevarte a las alturas de la contemplación y gozar los dulces abrazos del Esposo, ejercítate en la oración. Ella es la senda por la cual llega el alma a contemplar y gustar las cosas celestiales.”
    San Pedro de Alcántara nos dice: “En la oración, el alma se purifica de sus pecados, se alimenta de la caridad, se afirma en la fe, se fortifica en la esperanza; el espíritu se ensancha, el corazón se purifica, la verdad aparece, la tentación se vence, la tristeza se disipa, los sentidos se renuevan, las fuerzas perdidas se recobran, la tibieza cesa, el orín de los vicios desaparece. De la oración salen como vivas centellas los deseos del cielo. En ella se descubren los secretos y Dios siempre está atento para escucharla…”.


(Tomado del libro Los Caminos de la Oración Mental por Don Vital Lehodey)