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viernes, 28 de agosto de 2020

EL MODERNISMO INFILTRADO EN LA IGLESIA CATOLICA

EL MODERNISMO INFILTRADO EN LA IGLESIA CATOLICA
Conferencia del R. P. Ramiro Ribas


NdB: Este sitio rechaza la tesis de la Sede Vacante. Tesis a la que se adhirió, desafortunadamente, el padre Ribas. Los modernistas han usurpado la jerarquía de la Iglesia Católica, conservan sólo la jerarquía, puesto que la doctrina y liturgia que profesan los modernistas no es católica. Se puede decir que usurparon la jerarquía y la usaron para construir su falsa iglesia masónica conciliar. 
Sin embargo recomendamos el contenido y análisis en esta conferencia. Dios los bendiga queridos lectores.



LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 13 Y 14)

(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capitulo 12
EL ESPOSO DE MARÍA

“Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús...” (Mt 1, 16)

El Evangelio de San Mateo nos dice que José, tras la aparición del ángel, hizo lo que le había sido indicado: recibió a María en su casa. Lo cual quiere decir que" debía ser, en efecto, sólo la prometida de José, ya que las costumbres no le permitían tenerla en su casa hasta la boda. Así pues, se apresuraría a ratificar mediante el matrimonio la unión que había acordado con ella el día de los esponsales.
Se conoce con bastante precisión cómo se desarrollaban entonces entre los judíos las ceremonias nupciales. Ni qué decir tiene que María y José, respetuosos con los menores detalles de la Ley, observarían exactamente todas las costumbres y ritos tradicionales.

María llevaría el atuendo en uso: una larga túnica multicolor cubierta por un amplio manto. Bajo su velo y ciñendo su pelo cuidadosamente dispuesto, una corona sobredorada. Al caer la tarde, montaría en un palanquín y la conducirían a la casa de José. Los invitados a la boda, vestidos de blanco, con un anillo de oro en el dedo,' la escoltaban, y un grupo de jóvenes doncellas la precedían con una lámpara encendida, mientras otras ondeaban ramas de mirto sobre su cabeza.

Los habitantes de Nazaret, avisados por el sonido de las flautas y los tamboriles, se apretaban curiosos, en las terrazas y a lo largo de las calles para aplaudir a la desposada. Nadie sospechaba que se trataba de la elegida de Dios, en cuyo seno habitaba ya el Mesías, objeto de todos los deseos y anhelos de la nación.

José esperaría, a María en el umbral de su morada, vestido también de blanco y coronado de brocado de oro. Uno y otro, ya. dentro de la casa, intercambiarían sus anillos y se sentarían mirando a Jerusalén, María a la derecha de José, bajo un dosel o nicho ricamente adornado con objetos dorados y telas pintadas.

Tras la lectura de¡ contrato de sus esponsales, beberían en el mismo vaso, roto enseguida en su presencia con un gesto que significaba que debían estar dispuestos a compartir sus penas y alegrías.

El banquete se desarrollaría en la hospedería de Nazaret, y las fiestas se prolongarían, en un clima de desbordante jolgorio, durante varios días.

José y María ya se pertenecían. Estaban unidos ante Dios y ante los hombres. Dios se había reservado a María, pero se complacía en dar a un hombre mortal, a José, un derecho matrimonial sobre esta criatura privilegiada, bendita entre todas las mujeres. Ponía en sus manos a la que había creado con tanto amor, en la que había pensado desde toda la eternidad, a la que iba a hacer suya con tanto celo.

No había, sin embargo, desigualdad entre los dos esposos. El matrimonio era ajustado. Indudablemente, María, llamada a ser Madre de Dios y elevada por la gracia a' la altura de esta función, superaba ampliamente en santidad a José, pero José había oído del ángel estas palabras tranquilizadoras:  no temas tomar a María por esposa...

El significado de esta frase, que ya hemos comentado, puede interpretarse así: "Cálmate. Tú eres el que Dios ha escogido para esposo de la que acaba de concebir por obra del Espíritu Santo. Estarás a la altura de tu misión. Ser esposo de la Madre de Dios sería una función aplastante sólo para las fuerzas humanas, pero lo que es imposible para los hombres, es posible con la ayuda de Dios. Tú recibirás las gracias necesarias".

José y María son esposos realmente, no se trata de una simple ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto una pareja de almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan maravilloso amor. Se aman, por supuesto, sobre todo en Dios. Sus corazones laten al unísono con ternura recíproca bajo la inspiración del Espíritu Santo. Su única ambición es unirse más y más a la voluntad de Dios tres veces Santo; es la aspiración esencial de su ser. El amor del Altísimo constituía la base de su alianza.

Pero es precisamente esto lo que da al amor humano toda su fuerza y su belleza. El apóstol San Pablo dice en la Epístola, a los Romanos (8, 58): Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro…  Un clamor semejante hace vibrar constantemente el corazón de José y de María. Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta de¡ de Dios. Y, en consecuencia, se afanan por complacerse mutuamente, tanto más cuanto que esta actitud, lejos de apartarles de Dios, les une a El más y más.

Había sido así desde que se hicieron las primeras promesas. José creía entonces que su amor a María no podría crecer más, pero tras la revelación de] ángel aumentó considerablemente. La fuerza de su amor se redobló hasta tal punto que se sentía como un hombre nuevo. Las perfecciones de' María se embellecieron a sus ojos porque el Niño que llevaba en su seno era el Dios de las promesas, hacia el cual tendían todas sus aspiraciones y deseos: la contemplaba y la veneraba como una nueva Arca de la Alianza, tabernáculo de¡ Santo de los Santos.

María, por su parte, se sentía ligada a él, como al representante de la autoridad de Dios, escogido para ser su coadjutor en el misterio de la Encarnación. Le presta, pues, una confianza y un cariño llenos de deferencia, de sumisión tierna y afectuosa.

Han hecho ambos votos de virginidad, pero eso les une más estrechamente. Precisamente porque su, amor es virginal y la carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las decepciones.  Las vírgenes tienen una ternura que no conocen los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama "las aflicciones de la carne" en su Epístola a los Corintios (1, 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor capaz de todas las riquezas, de todos los matices. «Oh, Santísima Virgen —exclama Bossuet—, tus llamas son tanto más vivas cuanto que son más puras y más sueltas, y el fuego de la concupiscencia que arde en nuestro cuerpo no puede igualar jamás el ardor de los castos abrazos de los espíritus que el amor a la pureza une».

Por otra parte, nos equivocaríamos si pensáramos que su atracción recíproca era solamente mística, que su afecto no tenía nada de sensible. No tenemos ningún motivo para negarles esa limpia ternura hace palpitar el corazón, esa dulzura amorosa que ilumina el corazón de los esposos.

¿Presentía José que a causa de su misión María sería llamada un día por el mundo entero "causa de nuestra alegría"? En cualquier caso, en cuanto la instaló en su casa para vivir con ella una vida en común que sólo la muerte podría, interrumpir, María se convirtió para él en fuente de desbordante alegría.

 Y mientras que él la rodea de cuidados y atenciones que para ella formarán parte de ese tesoro de pensamientos y de recuerdos que conservará en su corazón, María, por su parte, se comporta como una esposa amorosa y dulce, cuya entrega pronta y alegre está atenta a los menores detalles.

Hay entre ellos una admirable emulación para servirse mutuamente:  "Soy tu servidora", dice María. "No —responde José—, soy yo el designado por Dios para servirte".

Y mientras María cose y borda la canastilla del Niño, José hace la cuna de madera donde reposará el Hijo del Altísimo, el Rey del universo, el Salvador del mundo.


Capitulo 13

BELÉN
“José subió... a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén...” (Lc 2, 4)

No se puede tratar de imaginar sin emoción en qué intimidad pasarían María y José los meses que les separaban del esperado nacimiento. Es muy probable que los dos juntos, con el rollo de los profetas en la mano, tratarían de escrutar los oráculos divinos concernientes a la venida del Mesías, no por vana curiosidad, sino para encarar mejor preparados el próximo acontecimiento. Y sobre los textos proféticos que parecían referirse al niño que María sentía ya palpitar en ella, proyectaban el nombre de Jesús.

Unas palabras de Miqueas (5, l), que precisaba que Belén sería donde había de nacer, les dejaba sorprendidos y en suspenso:

Pero tú, Belén de Efratá,
pequeña entre los clanes de Judá,
de ti me saldrá quien señoreará en Israel,
cuyos orígenes serán de antiguo,
de días de muy remota antigüedad.
Miqueas, ciertamente, no había podido equivocarse, pero ellos se preguntaban cómo era Belén el lugar designado, y no Nazaret...

Y he aquí que, una mañana, un pregonero que recorre el pueblo haciendo sonar un cuerno anuncia que el emperador Augusto acaba de ordenar que se haga un nuevo censo de sus súbditos; así pues, según la costumbre, ya que la organización del Estado judío reposaba sobre la división de los ciudadanos en tribus, razas y familias, deberían inscribirse no en el lugar de su nacimiento o en su domicilio actual, sino en aquél del cual su familia era oriunda, donde se conservaban los registros civiles de sus antepasados.

Es probable que este edicto de Augusto tuviera una intención vejatoria. “El emperador quiere contar a los hijos de Israel como se cuentan las cabezas de ganado'”, comentarían los judíos, y tal vez hubiera manifestaciones de cólera y de indignación.

En cuanto a María y José, lejos de pensar en discutir los decretos de una autoridad a la que Dios había permitido que estuviesen sometidos, escucharían con el corazón palpitante la proclamación de la ordenanza imperial. ¿Acaso no era de Belén su antepasado David...? Tendrían, pues, que inscribirse en el censo en aquella ciudad, donde debía cumplirse providencialmente la profecía de Miqueas... Porque también María debería trasladarse a Belén, bien por ser hija única, heredera de sus padres, bien porque la obligación de presentarse personalmente se extendiese a las mujeres, que de los 12 a los 60 años estaban sometidas al impuesto.

Así pues, hicieron sus preparativos de viaje y se pusieron en camino. Es probable que José tuviese un asno, que utilizaría para buscar madera y llevarla a su taller. Las imágenes tradicionales nos los muestran en ruta, María a lomos del asno y José caminando al lado, con un cayado en la mano y un saco de viaje a la espalda.

De Nazaret a Belén hay unos 120 kilómetros, lo que representa cuatro o cinco jornadas de marcha por Betulia, Siquem, Betel y Jerusalén; pero como era invierno, el viaje resultaba más penoso e incómodo, si bien es de suponer que María, en virtud de su milagrosa maternidad, se viese libre de las molestias del embarazo.

Tal vez hicieran un alto más prolongado en Jerusalén para visitar el Templo y rezar en él. Escucharían a los fieles cantar con voz plañidera las quejas de su espera mortal ("¿Cuándo Señor piensas enviamos el libertador prometido?"), y pensarían que muy pronto esos gemidos iban a cesar, ¡Cómo les habría gustado gritar que el Salvador estaba allí, a su lado! Oculto todavía, sí, pero pronto nacido en Belén, tal y como estaba escrito...

El último día de marcha, los dos viajeros divisaron Belén sobre su redondeada colina, en medio de viñas y de huertos opulentos que le habían valido el título de Efratá, "la fructuosa, la fértil', y enseguida pensarían en su tatarabuelo David, que había vivido allí, y en su Descendiente, que allí también había de nacer...

Llegados a la población, se someterían sin tardanza a las obligaciones del censo, observando a la letra el precepto del que habría de decir: Dad al César lo que es del César...  Se colocan en la fila que espera para inscribirse, donde todos fingen no darse cuenta de que la joven está encinta para no dejarla pasar antes, y José tiene que vigilar para que la muchedumbre impaciente y egoísta no la empuje ni la aplaste... Por fin, logran llegar hasta los escribas,, rodeados de soldados con capas rojas. Les hacen las preguntas pertinentes y José responde dando -Su filiación completa: “José, carpintero, de Nazaret, de la familia de David. Mi mujer, Miriam, de la misma familia…”. Quienes les oyen y les ven exhibir sus pergaminos, los miran con curiosidad, preguntándose cómo los descendientes de un linaje tan noble pueden tener tan humilde apariencia. El escriba, por su parte, deseando terminar de una vez, registra los datos con indiferencia, sin sospechar en absoluto que a causa de esta pobre pareja el mundo se ha puesto en movimiento para que se cumplan las profecías...

José hace sin murmurar el juramento de fidelidad y paga el tributo. Luego, se pone a buscar alojamiento, lo que resulta muy difícil, pues la ciudad está llena de gente venida para el censo. Abriéndose camino en medio de la turba de viajeros, se dirige a la hospedería y pregunta al posadero cortésmente, si le queda algún lugar para pasar la noche. No es exigente; si estuviera solo, ni le molestaría, se contentaría con cualquier rincón, pero le acompaña su joven esposa que espera un niño de un momento a otro y necesita una habitación independiente y tranquila.

El posadero, con aire altivo, mira de hito en hito a los dos viajeros, que esperan con timidez una respuesta. Se da cuenta de que se trata de pobres gentes y piensa que no podrán pagarle mucho. Así pues, dice a José que lo siente en el alma, pero que su casa está llena a rebosar.

José, con el corazón angustiado, continúa preguntando, acompañado de María. Camina por las calles llamando a todas las puertas, pero nadie le hace caso. Lejos de apiadarse, las gentes le rechazan a causa del embarazo  de María. Nadie quiere cargar con las molestias de un posible alumbramiento.

Es conocido el célebre cuadro de Luc Olivier Merson: es de noche y José está en el umbral de una puerta a la que acaba de llamar. En el marco de una ventana aparece alguien que le intima a seguir su camino. Mientras tanto, María, arrodillada en plena calle, vuelve la cabeza como pidiendo al Niño que va a nacer que perdone a los hombres que se niegan a recibirlo.

María y José no se quejan. Saben excusar a todos. Más bien se lamentan de ser inoportunos.

Alguien, por fin, les indica un refugio: una especie de cueva horadada en la roca —semejante a tantas otras de las montañas calcáreas de Judea— que  se utiliza como establo y como refugio de mendigos. Sin otra posibilidad, allí se dirigen.

Era, en verdad, un lugar miserable, oscuro y mal ventilado. Un olor acre, a humo y excrementos, se agarra a la garganta. Un lecho de paja semipodrida cubre el suelo. Pegados a la roca, se ven varios pesebres, y, según una tradición piadosa, hay una mula y un buey.

La indignidad del lugar agarrota el corazón de José. «Belén —ha escrito el P. Faber— fue su Cruz». Se cree y se declara responsable de todo. Se acusa ante Dios y ante su esposa, pero María le consuela y le reconforta. Le dice que el misterio de estas deplorables humillaciones responde a un designio providencial del Señor. Conviene que Dios, al venir a liberar a los hombres de sus pecados, comience por darles ejemplo de desprendimiento. Le invita, pues, a arrodillarse y a repetir juntos el Magnificat, ese himno de acción de gracias que tiene siempre en los labios...

martes, 25 de agosto de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 11 Y 12)

(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F
Capitulo 11
EL ANUNCIO A JOSÉ
“No temas recibir en tu casa  a María, tu esposa...”  (Mt 1, 20)
Dios había conducido a José hasta el borde de la sima de la desolación, hasta el límite en que el sufrimiento, colmado, no se puede superar. El momento de la atroz separación había llegado.

A la espera de partir en secreto, antes de que amanezca, Dios ha permitido que José, rendido de cansancio y de dolor, se duerma. Y de repente, mientras duerme, un ángel del Señor se le aparece.

Parece razonable presumir que este ángel fuese Gabriel, el mismo que se había aparecido a María para anunciarle la concepción del Salvador, ya que habría sido designado por Dios para ejecutar todas las órdenes concernientes al misterio de la Encarnación.

Habiendo tomado esta resolución —dice San Mateo en su evangelio—, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a, quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados...
"José, hijo de David", le dice el ángel. El pobre carpintero de Nazaret, consciente tan sólo de su pequeñez, es llamado con el máximo respeto. Le saluda como descendiente de reyes, le da su título de nobleza, pues ha llegado el momento de recordar las promesas que fueron hechas a su antepasado el rey David y que han empezado ya a cumplirse.

"No temas recibir en tu casa a María, tu esposa". Si José estaba dispuesto a abandonar a María, no era por indignación o despecho, sino por temor. Temía que, quedándose, pareciera que asumía una paternidad a la que no tenía derecho, que se inmiscuía indiscretamente en un misterio que no le concernía, ofendiendo así al Señor.

"Pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo". Esta frase proporciona la clave del enigma y revela la prodigiosa grandeza de lo que se ha realizado en el seno de María. Se trata de una concepción que tiene por autor al Espíritu Santo. El Dios eterno ha intervenido allí donde no había lugar para la carne y la sangre.

"Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados". Aunque José no haya participado en la concepción, no deberá considerarse por eso como un extraño respecto al niño. Antes al contrario, se le anuncia que ejercerá el oficio —con todos sus derechos— de un auténtico padre, en especial el de darle un nombre. Ese nombre designará su misión, pues "Jesús" quiere decir "Salvador": viene a la tierra, en efecto, para librar a los hombres de la peor esclavitud: la del pecado. Y con ello afirmará su naturaleza divina, pues ¿quién puede librar a la humanidad de su pecado sino Dios?...

José no tuvo oportunidad de dialogar con el ángel como María en el momento de la Anunciación. Recibe el mensaje de Dios mientras duerme, pero eso le basta para disipar sus temores.  Es como el centurión del Evangelio que está acostumbrado a obedecer y a que le obedezcan sin resistencia alguna. Aunque la visión se ha producido en sueños, hay motivos para pensar que fuese una visión de carácter profético, sin lugar para la ilusión o la duda, que llevaba en sí misma la certeza de una procedencia divina. José estaba seguro de que no ha "soñado" en el sentido vulgar del término: es Dios quien se ha dirigido a él por mediación de un ángel.

Inundado de felicidad, se despierta inmediatamente. Le invade una alegría desbordante, equivalente a su anterior angustia. Las sombras desaparecen, la tempestad se disipa. El lazo que anudaba su corazón se rompe y, liberado de su tortura, exulta de júbilo. Todo se ilumina a sus ojos, todo resplandece. Se da cuenta de que Dios le ha confiado no sólo lo más valioso del mundo, sino también —en frase de Monseñor Gay— «lo que vale más que todos los universos posibles...». Comprende que el niño que se ha encarnado en el seno de su prometida es el Mesías, por cuya venida tanto ha rezado. Se acuerda del texto de Isaías: una virgen concebirá y alumbrará un hijo... Y esa Virgen profetizada es María, lo cual no le sorprende, pues conoce mejor que nadie su santidad y sus virtudes. Sí, es digna de convertirse en tabernáculo del Altísimo...

Al mismo tiempo, se dibuja ante sus ojos el papel que le ha sido asignado. Se da cuenta de que, lejos de dejar d e ser su esposa al convertirse en madre del Hijo de Dios, lejos de seguir considerándose como un intruso, Dios mismo le ha encargado salvaguardar, con su presencia, el honor de María y del niño, asegurarles con su entrega la necesaria protección. Sin él, el misterio de la Encarnación. habría carecido de su armoniosa expresión.

Su misión se le presenta corno soberanamente grave. Es un peso exaltante y abrumador a la vez. Se pregunta cómo él, simple trabajador aldeano, ha podido ser elegido para tal tarea y, lejos de enorgullecerse, se siente penetrado de la conciencia de su bajeza y miseria. Pero sabe que Dios lo quiere así y que, en adelante, deberá callar sus temores y sus dudas. Está dispuesto a encarar esa responsabilidad, convencido de que Dios le ayudará.

Enseguida, pues, acepta su misión. No es su costumbre responder a los favores del cielo con protestas de incapacidad. Estima que es más urgente, cuando Dios habla, responder a su llamada con presteza y sin vacilaciones.

Al despertar José de su sueño  —dice el Evangelio— hizo como el ángel del Señor te había mandado. Puede imaginarse lo que, en concreto, significan estas palabras. Se apresura a vaciar el saco de viaje y, en cuanto amanece, corre a casa de su prometida. María, que le abre la puerta, comprende inmediatamente, viendo la expresión de su cara, su sonrisa radiante, que Dios le ha revelado el misterio. Es lo que, por supuesto, le anuncia contándole la visión del ángel. María, por su parte, informa, por primera vez a una criatura humana, de la escena que precedió a la Encarnación del Verbo.

Al terminar, José, posando sus ojos, llenos de ternura y de respeto, en el rostro de su esposa, quien, a causa del misterio operado en ella le parece más bella, más pura y más divina, la saludaría como la Flor de Jesé, que, según la profecía, contenía, en germen, la esperanza de los tiempos futuros. Y por primera vez, haciéndose eco de las palabras que María había escuchado en la Anunciación y en la Visitación, entonaría la alabanza que los labios humanos habían de repetir incesantemente hasta el fin de los siglos: "Dios te salve, María, llena de eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús". Y María respondería a su vez repitiendo una vez más los versículos del Magnificat...

Luego, hablarían de la ceremonia nupcial, manifestándose de acuerdo en la conveniencia de celebrarla cuanto antes, no sólo porque fuera oportuno socialmente, sino también, y sobre todo, porque José tenía prisa en obedecer las órdenes del cielo y poner así de manifiesto que deseaba incorporarse de lleno al misterio inefable en que Dios había querido implicarle. Deseaba mostrar que aceptaba la paternidad legal del Niño y que ocupaba el lugar que se le había asignado. Ella le pertenecía ya, pero cuando él había pronunciado el "sí" de los esponsales, no había dado más que un asentimiento a su unión con una mujer virgen. Ahora, sin embargo, esa virgen se había convertido en madre del Mesías y Dios mismo le había pedido que la aceptara tras —si se puede hablar así— esta divina metamorfosis. Por eso, arde en deseos de pronunciar un nuevo "sí" que le asocie definitiva y plenamente a los imprevisibles destinos —tal vez dolorosos— de la Corredentora del género humano...

Capitulo 12
EL ESPOSO DE MARÍA
“Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús...” (Mt 1, 16)

El Evangelio de San Mateo nos dice que José, tras la aparición del ángel, hizo lo que le había sido indicado: recibió a María en su casa. Lo cual quiere decir que" debía ser, en efecto, sólo la prometida de José, ya que las costumbres no le permitían tenerla en su casa hasta la boda. Así pues, se apresuraría a ratificar mediante el matrimonio la unión que había acordado con ella el día de los esponsales.

Se conoce con bastante precisión cómo se desarrollaban entonces entre los judíos las ceremonias nupciales. Ni qué decir tiene que María y José, respetuosos con los menores detalles de la Ley, observarían exactamente todas las costumbres y ritos tradicionales.

María llevaría el atuendo en uso: una larga túnica multicolor cubierta por un amplio manto. Bajo su velo y ciñendo su pelo cuidadosamente dispuesto, una corona sobredorada. Al caer la tarde, montaría en un palanquín y la conducirían a la casa de José. Los invitados a la boda, vestidos de blanco, con un anillo de oro en el dedo,' la escoltaban, y un grupo de jóvenes doncellas la precedían con una lámpara encendida, mientras otras ondeaban ramas de mirto sobre su cabeza.

Los habitantes de Nazaret, avisados por el sonido de las flautas y los tamboriles, se apretaban curiosos, en las terrazas y a lo largo de las calles para aplaudir a la desposada. Nadie sospechaba que se trataba de la elegida de Dios, en cuyo seno habitaba ya el Mesías, objeto de todos los deseos y anhelos de la nación.

José esperaría, a María en el umbral de su morada, vestido también de blanco y coronado de brocado de oro. Uno y otro, ya. dentro de la casa, intercambiarían sus anillos y se sentarían mirando a Jerusalén, María a la derecha de José, bajo un dosel o nicho ricamente adornado con objetos dorados y telas pintadas.

Tras la lectura de¡ contrato de sus esponsales, beberían en el mismo vaso, roto enseguida en su presencia con un gesto que significaba que debían estar dispuestos a compartir sus penas y alegrías.

El banquete se desarrollaría en la hospedería de Nazaret, y las fiestas se prolongarían, en un clima de desbordante jolgorio, durante varios días.

José y María ya se pertenecían. Estaban unidos ante Dios y ante los hombres. Dios se había reservado a María, pero se complacía en dar a un hombre mortal, a José, un derecho matrimonial sobre esta criatura privilegiada, bendita entre todas las mujeres. Ponía en sus manos a la que había creado con tanto amor, en la que había pensado desde toda la eternidad, a la que iba a hacer suya con tanto celo.

No había, sin embargo, desigualdad entre los dos esposos. El matrimonio era ajustado. Indudablemente, María, llamada a ser Madre de Dios y elevada por la gracia a' la altura de esta función, superaba ampliamente en santidad a José, pero José había oído del ángel estas palabras tranquilizadoras:  no temas tomar a María por esposa...

El significado de esta frase, que ya hemos comentado, puede interpretarse así: "Cálmate. Tú eres el que Dios ha escogido para esposo de la que acaba de concebir por obra del Espíritu Santo. Estarás a la altura de tu misión. Ser esposo de la Madre de Dios sería una función aplastante sólo para las fuerzas humanas, pero lo que es imposible para los hombres, es posible con la ayuda de Dios. Tú recibirás las gracias necesarias".

José y María son esposos realmente, no se trata de una simple ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto una pareja de almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan maravilloso amor. Se aman, por supuesto, sobre todo en Dios. Sus corazones laten al unísono con ternura recíproca bajo la inspiración del Espíritu Santo. Su única ambición es unirse más y más a la voluntad de Dios tres veces Santo; es la aspiración esencial de su ser. El amor del Altísimo constituía la base de su alianza.

Pero es precisamente esto lo que da al amor humano toda su fuerza y su belleza. El apóstol San Pablo dice en la Epístola, a los Romanos (8, 58): Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro…  Un clamor semejante hace vibrar constantemente el corazón de José y de María. Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta de¡ de Dios. Y, en consecuencia, se afanan por complacerse mutuamente, tanto más cuanto que esta actitud, lejos de apartarles de Dios, les une a El más y más.

Había sido así desde que se hicieron las primeras promesas. José creía entonces que su amor a María no podría crecer más, pero tras la revelación de] ángel aumentó considerablemente. La fuerza de su amor se redobló hasta tal punto que se sentía como un hombre nuevo. Las perfecciones de' María se embellecieron a sus ojos porque el Niño que llevaba en su seno era el Dios de las promesas, hacia el cual tendían todas sus aspiraciones y deseos: la contemplaba y la veneraba como una nueva Arca de la Alianza, tabernáculo de¡ Santo de los Santos.

María, por su parte, se sentía ligada a él, como al representante de la autoridad de Dios, escogido para ser su coadjutor en el misterio de la Encarnación. Le presta, pues, una confianza y un cariño llenos de deferencia, de sumisión tierna y afectuosa.

Han hecho ambos votos de virginidad, pero eso les une más estrechamente. Precisamente porque su, amor es virginal y la carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las decepciones.  Las vírgenes tienen una ternura que no conocen los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama "las aflicciones de la carne" en su Epístola a los Corintios (1, 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor capaz de todas las riquezas, de todos los matices. «Oh, Santísima Virgen —exclama Bossuet—, tus llamas son tanto más vivas cuanto que son más puras y más sueltas, y el fuego de la concupiscencia que arde en nuestro cuerpo no puede igualar jamás el ardor de los castos abrazos de los espíritus que el amor a la pureza une».

Por otra parte, nos equivocaríamos si pensáramos que su atracción recíproca era solamente mística, que su afecto no tenía nada de sensible. No tenemos ningún motivo para negarles esa limpia ternura hace palpitar el corazón, esa dulzura amorosa que ilumina el corazón de los esposos.

¿Presentía José que a causa de su misión María sería llamada un día por el mundo entero "causa de nuestra alegría"? En cualquier caso, en cuanto la instaló en su casa para vivir con ella una vida en común que sólo la muerte podría, interrumpir, María se convirtió para él en fuente de desbordante alegría.

 Y mientras que él la rodea de cuidados y atenciones que para ella formarán parte de ese tesoro de pensamientos y de recuerdos que conservará en su corazón, María, por su parte, se comporta como una esposa amorosa y dulce, cuya entrega pronta y alegre está atenta a los menores detalles.
Hay entre ellos una admirable emulación para servirse mutuamente:  "Soy tu servidora", dice María. "No —responde José—, soy yo el designado por Dios para servirte".

Y mientras María cose y borda la canastilla del Niño, José hace la cuna de madera donde reposará el Hijo del Altísimo, el Rey del universo, el Salvador del mundo

miércoles, 19 de agosto de 2020

LOS SILENCIOS DE SAN JOSE (CAPITULO 9 Y 10)

(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F

Capítulo 9
LA ENCARNACIÓN DEL VERBO
“He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo...” (Mt 1, 23; Is 7, 14)
Nunca un alma tuvo una alegría parecida a la de José después de sus esponsales. Consideraba su felicidad única en el mundo. No cesaba de repetir las palabras de la Sagrada Escritura: Dichoso el marido de una mujer buena (Sir 26, l). La mujer fuerte... vale mucho más que las perlas (Prv 31, 10). Sabía que había tenido una suerte inmensa y, por eso, no dejaba de pensar en su prometida. La llevaba como un sello en su corazón. La amaba cada día más y su agradecimiento a Dios aumentaba en la misma medida.

Guardémonos de creer que el corazón de María permaneciera insensible tras pronunciar su promesa matrimonial. Así como había de ser un día modelo de esposas y de madres, fue también, en la espera, una perfecta prometida. No trataría, en absoluto, de frenar el impulso que la llevaba hacia José. Lejos de sentir por él un cariño ficticio o reprimido, su amor era tanto más vivo cuanto que se alimentaba en el horno de una pureza inmaculada. También le agradecía al Señor el haber escogido para ella un compañero tan dulce y un apoyo tan seguro.

Se amaban mutuamente, admirando cada uno las bellezas morales del otro. De momento, vivían separados, pero la proximidad de sus casas les permitiría verse con frecuencia. Cada vez que se reunían, sus rostros se iluminaban con una sonrisa confiada. Una perfecta corrección inspiraba sus intercambios de afecto, exentos, por otra parte, de cualquier ceremoniosidad que rompiera su sencillez.

A la espera de verse reunidos bajo un mismo techo, mientras María preparaba su modesto equipo, José fabricaba los muebles del futuro hogar. No sospechaban que Dios estaba a punto de visitarles para hacerles instrumentos iniciales del acontecimiento prodigioso que cambiaría la historia del mundo.

Como ya hemos visto, los exégetas han discutido mucho para dilucidar si en el instante de la Anunciación María ya estaba casada con José o sólo prometida en esponsales, ya que el texto evangélico permite una u otra interpretación. Que estuviese casada o solamente prometida, carece de importancia, ya que los esponsales conferían prácticamente los mismos derechos que el matrimonio y, por lo tanto, pertenecía legalmente a José. Aunque sólo hubiera estado prometida, una maternidad anterior a la formalización del matrimonio no habría manchado en absoluto su honor, antes al contrario, le habría merecido toda clase de felicitaciones, ya que la fecundidad era considerada un gozo y una gloria de la unión conyugal.

María debió recibir la embajada del ángel Gabriel poco tiempo después de sus esponsales. Convenía que fuese en primavera, ya que el acontecimiento haría salir al mundo, sobrenaturalmente, del largo invierno de la espera. La liturgia lo sitúa a finales de marzo, para poder repetir con el Cantar de los Cantares:  el invierno se ha ido, las lluvias han cesado, las flores se abren, la higuera tiene yemas, la viña se perfuma, la tórtola canta.

Sería superfluo revivir la escena. El relato del Evangelio está vivo en el recuerdo... María está en su casa y, a la hora en que el crepúsculo envuelve en sombras la tierra, ella prolonga su oración. De pronto, el ángel se presenta. Calma su turbación y le hace partícipe del gran designio de Dios: es ella la elegida para alumbrar al Mesías. No se llena de orgullo. Piensa solamente en la felicidad que va a inundar al mundo, pero se pregunta también cómo el voto de virginidad que ha pronunciado puede conciliarse con la misión que se le pide, por lo que no duda en preguntar, con precisión y candor, la manera y las circunstancias en que se obrará el prodigio. El ángel la tranquiliza: se convertirá en madre sin perder nada de su integridad virginal, pues el Espíritu Santo en persona será el autor del prodigio. María entonces, serena ya, sabiendo que la mayor sabiduría de la criatura consiste en abrazar la voluntad de Dios, da su consentimiento: he aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Inmediatamente, en el seno de María, se opera la Encarnación del Verbo. Se ha consumado el gran misterio del amor de Dios. Las entrañas de María se han convertido en Tabernáculo divino.

Sin embargo, como garantía de su mensaje, el ángel le anuncia que en otro matrimonio bien conocido por ella se ha obrado otro prodigio parecido: Y he aquí que Isabel, tu pariente, ha concebido también un hijo en su vejez, y se encuentra ya en el sexto mes aquella que se llamaba estéril, porque para Dios nada es imposible.

Esta información del ángel embajador fue para María como una señal. Estimó que era su deber, puesto que Dios se tomaba la molestia de facilitarle un signo, ir a comprobarlo personalmente, aunque, evidentemente no pusiera en duda un solo momento la veracidad del mensaje celestial. Por otra parte, la moción del niño que acababa de concebir en su vientre la impelía hacer ese viaje: el Mesías tenía prisa en ir a santificar a su Precursor.

Al día siguiente de la Anunciación, cuando José fue a visitar a María, nada notó en ella que le hiciera sospechar el misterio a no ser, tal vez, una luz todavía más dulce en su rostro y una gravedad más atenta en su mirada. Pero María no le dijo nada: ni una insinuación, ni una alusión que pudiera hacerle adivinar el divino secreto.

Expresó, sin embargo, un deseo a su prometido. Quería visitar, lo más pronto posible, a su prima Isabel, que le había informado de su inesperado y tardío embarazo, y que, quizá, necesitara su ayuda. José, probablemente, se extrañaría de esa prisa repentina por emprender un viaje del que nada le había dicho hasta entonces, y que implicaba una separación dolorosa. No obstante, convencido de que todos los deseos de su prometida eran siempre razonables, y dispuesto como siempre a aceptar toda clase de sacrificios en prueba de su amor, no le pidió ninguna explicación, diciéndole que, a pesar de que lo sentía mucho, podía irse tranquila.

Algunos autores piensan que José la acompañó. Alegan que como Isabel vivía lejos, posiblemente en Hebrón o.en Karem, hoy Ain-Karim, y se necesitaban cuatro o cinco días de marcha para llegar, no habría dejado irse a María sola, expuesta a los riesgos de un viaje de casi treinta leguas a través de regiones inhospitalarias y malos caminos jalonados de salteado res y bandoleros. Nada se opone a tal suposición, aunque el texto del evangelio da a entender que viajó sola. De lo que podemos estar seguros es de que el fiel guardián de María procuraría que estuviera segura. Si no la acompañó, la confiaría a un pariente o a una caravana de peregrinos que fueran a Jerusalén para la Pascua.

En cualquier caso no parece ser que asistiera al encuentro entre las dos primas y, sin duda, no escuchó a María entonar el Magnificat, pues de haberlo oído se habría enterado del misterio de su maternidad, acontecimiento que sólo conoció por la revelación del Ángel.

La prometida de José, partió, pues, dispuesta y presurosa; sabiendo que llevaba en su seno a Aquél que la libraría de todos los peligros, nada turba su tranquilidad. A lo largo del camino irían cuajando en su alma los versículos del Magnificatmientras caminaba deprisa, impaciente por contar a su prima las grandes cosas que Dios había obrado en ella, por cantar con aquella que —según los Santos Padres— representaba a la Ley Antigua el himno de acción de gracias de los nuevos tiempos.

Durante los tres meses que va a permanecer ausente, José, con el corazón lleno de una inexpresable emoción, esperará su regreso. Los días se le hacen interminables, pero su radiante esperanza le hace olvidar su pena: piensa que pronto va a poder llevar a su casa —que acaba de amueblar y que querría convertir en un palacio— a la que Dios ha destinado para ser reina de su hogar...  No sospecha en absoluto que lleva ya en su seno un germen de vida que no es otro que el Hijo de Dios encarnado. Aquel que, más tarde, hará oír esta tremenda advertencia: el que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga...

Capitulo 10
LA DOLOROSA PASIÓN  DE JOSÉ

“José... resolvió repudiaría en secreto ” (Mt 1, 19)
María —dice el Evangelio— permaneció unos tres meses con su prima Isabel y luego regresó a su casa. Este lacónico texto nos permite imaginar los sentimientos de la Virgen durante el viaje de vuelta...

Volvía feliz, pensando en José, pero su felicidad era menos clara que a la ¡da. Sabía que pronto su prometido advertiría su estado, y tal idea le causaba una inquietud que sólo podía paliar pensando en la gloria del Ser divino que llevaba en su seno, adorándole llena de confianza y de abandono.

Al llegar a Nazaret, José la acogería con desbordante gozo, que le impediría reparar en su estado.  Sin embargo, los signos de su futura maternidad ya habrían comenzado a manifestarse y ciertos síntomas la traicionarían... Las gentes de Nazaret, al darse cuenta, no dejarían de felicitar a la joven pareja...

Es entonces cuando estalla el drama en el alma de José. Al principio, no termina de creérselo. Está a punto de rechazar como injurias las enhorabuenas, pero pronto comprende que no hay error posible. No cabe duda: María lleva un niño en su vientre... Y ante esta realidad indudable, sucumbe. Su espíritu se hunde en un abismo de agonía...

¿Dudó de la virtud de María? Bastantes Padres de la Iglesia así lo creen: San Justino, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Agustín... Nosotros pensamos que no, pues nos repugna imaginar que la virginidad de María fuese puesta en entredicho, incluso fugitivamente, en el espíritu de José. Preferimos, con mucho, la opinión de San Jerónimo: «José, sabedor de la virtud de María, rodeó de silencio el misterio que ignoraba».

¿Cómo iba a dudar de la inocencia de María? ¿Cómo iba a creerla culpable de esa debilidad...? Rechazaría tal pensamiento como un crimen. Habría creído más fácilmente a quien le hubiera dicho que las aguas del Jordán corrían hacia su fuente o que el monte Hermón había desaparecido. La inocencia de María era patente en todas sus palabras, en todos sus gestos. Seguía siendo igual de cándida, igual de sencilla... Continuaba realizando sus tareas habituales con la misma dedicación, sin artificio ni duplicidad. Ninguna inquietud, ningún gesto equívoco, rompía la serenidad de su sonrisa o la pureza de su semblante. Cuando se acercaba a él, le miraba con sus ojos profundos, más llenos que nunca de amor y de lealtad, y le tendía las manos con su naturalidad habitual... No, no es una culpable la que tiene ante él. Además, ¿no le ha hecho partícipe de su voto de virginidad?... Pero, ¿por qué no le dice nada? ¿Por qué calla? ¿No tiene acaso derecho a saber la verdad?

María, con una sola palabra, hubiera podido tranquilizar e inundar de gozo al angustiado José. Si no lo hizo, fue porque no había recibido el mandato de descubrir el secreto del Rey. Pensaría que era conveniente que, por delicadeza, no hiciera ella tal confidencia a su esposo, y esperaría, llena de confianza, que Dios hablara a José. Y mientras esperaba, rezaría y se abandonaría, en manos de la Sabiduría infinita.

Este abandono no impedía que sufriera. Si guardaba silencio era porque tenía una fe heroica, no porque. fuera indiferente. Veía la profundísima angustia que atenazaba a su esposo y la sentía como propia, viviendo as¡ su primer misterio doloroso. Observaba en su frente arrugada, en sus rasgos afilados y ensombrecidos, una especie de desesperación tanto más profunda cuanto que. no podía compartirla con nadie. Sus ojos estaban enfebrecidos y fatigados, y ella adivinaba que debía estar pasando horribles noches en vela. Le veía ir a su trabajo como a rastras y, sin embargo, continuaba guardando silencio, aceptando la idea atroz de que José alimentase sospechas sobre esa virginidad que él santamente había respetado.

De hecho, en el alma de José se desarrollaba un dramático combate. Dios no ha puesto jamás en una situación como aquella a un alma superior en santidad y amada por El con amor de predilección. Durante noches y días tuvo que luchar con aquel enigma irresoluble, dándole vueltas y más vueltas. Cada hora que pasaba estrechaba más y más el lazo que apretaba su corazón.

Al principio pensó en interrogar a María. Intentó hablarle varias veces, pero no lo logró. Las palabras preparadas para iniciar el diálogo morían antes de salir de su boca, convencido de que el silencio de su esposa encerraba un misterio cuyo velo no se creía autorizado a levantar.

Se sentía perplejo ante la doble imposibilidad de conservar a María y de condenarla. Su lealtad le ,prohibía tanto seguirla teniendo por esposa como exponerla a la vergüenza pública. No ignoraba la férrea norma dictada por Moisés que ordenaba, en casos como éste, entregarla a 1 los tribunales de justicia, pero como estaba convencido de que María era inocente, buscaba la manera de dejarla en libertad salvaguardando al mismo tiempo su honor.

Por una parte no podía conservarla, pues a ello se oponía la Ley. No tenía ningún derecho sobre el fruto que llevaba en sus entrañas, cuyo origen ella le ocultaba, y tampoco quería hacerse solidario de un misterio que le estaba vedado. Se sentía incapaz de construir su matrimonio sobre una mentira.

Por otra parte, no quería tampoco tratar a María como a esas adúlteras a que se refería la Ley. El texto del Evangelio lo señala claramente: Porque era "justo", no quería denunciar a su prometida ante los tribunales, ya que estaba envuelta en un misterio que no le correspondía desvelar, un misterio que presentía que venía de Dios.

Así pues, sólo una cosa podía hacer, incluso a riesgo de difamarse él mismo. Una cosa con la que creía salvaguardar al mismo tiempo el honor de María y la obediencia a la Ley: se separaría de su prometida no por despecho, sino para respetar un misterio que no le estaba permitido desentrañar. No tendría más remedio que abandonarla, después de devolverle su anillo y de recuperar los presentes que le había hecho en los esponsales... Sí: la dejaría en secreto, sin decir nada a nadie. Tal vez le acusaran de cobardía, pero eso era mejor que acusarla a ella...

Pero José tarda en ejecutar su proyecto. Lo aplaza día tras día, hasta que llega el momento en que la situación ya no puede prolongarse. Dios, sin duda, ha aceptado su sacrificio —puesto que nada dice—, un sacrificio tan duro como el que pidió a Abraham mandándole sacrificar a Isaac, su único hijo. Por fin, se decide: Mete en un saco lo que se va a llevar, para partir con el alba... Y mientras espera, dice: "Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué permites que sufra tal martirio?..."

Porque eras agradable a Dios, José, la tentación había de probarte. Porque en la mente del Altísimo estabas predestinado a ser ahogado de las causas perdidas, hacia quien volverán sus ojos las almas doloridas en las horas tenebrosas y aplastantes, era preciso que tú mismo lo experimentases, que estuvieras preparado para desempeñar tu papel, porque te había correspondido el indecible honor de ser padre adoptivo del Verbo encarnado, tenías que quedar marcado con la Cruz, signo supremo de su Redención. Y esa Cruz debía alcanzarte en el punto más sensible para ti: el amor que profesabas a aquella que, después de Dios, ocupaba el centro de tus pensamientos...

Porque debías ocupar un lugar privilegiado en el drama de nuestra Salvación, tenías que participar en el sufrimiento. No ibas a estar presente, al lado de María, junto a la Cruz del Gólgota, pero tenías que conocer , tú también, y vivir por anticipado, el misterio de Getsemaní y del Viernes Santo.

Sin embargo, tranquilízate, José: pronto se te aparecerá un ángel que apartará la espada, porque Dios se va a contentar con aceptar tu holocausto sin exigir que se realice...