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sábado, 30 de agosto de 2014
DE LOS ANGELES (EN ESPECIAL DE LOS CAIDOS) (2a Parte)
TRES COSAS A
SABER, MEDITAR Y CONSIDERAR SOBRE LOS DEMONIOS: SU EXISTENCIA, SU NATURALEZA Y
SU CONDICIÓN.
En el concepto vulgar y teológico, demonio es un término
genérico que se aplica a todos los ángeles caídos, es decir, a los ángeles que
se rebelaron contra Dios pecando y fueron en castigo de su falta, justamente
precipitados al infierno, designando tal vocablo a veces por antonomasia al
principal de ellos, al que en nuestro idioma castellano se le llama también
Diablo, Satán, Lucifer y Luzbel.
La existencia, naturaleza y condición de tales seres
ha sido uno de los problemas tan antiguos como la humanidad, que más han
acuciado el entendimiento humano en todos los tiempos. En su solución ha
adoptado la razón humana las posturas más extravagantes aunque pueden reducirse
a dos clases de errores más notables en esta materia:
Unos que niegan en absoluto
o por lo menos ponen en duda la existencia del demonio, y
otros que, admitiéndola, tuvieron un concepto falso de su naturaleza y
condición. En cuanto a los primeros se encuentran muchos protestantes de
los primeros tiempos de la reforma, cuyas doctrinas eran una mezcla de los
saduceos, adamitas y maniqueos. Para ellos los demonios o espíritus malos no
existen.
Le siguen los modernos racionalistas y panteístas, que,
siguiendo a Hegel y Kant, rechazan como contraria a la razón la existencia de
los demonios, además creen que el demonio no existe como algo personal o
identidad física, sino solamente como algo simbólico que representa y
personifica el ideal de la malicia suma, especialmente en el orden moral, para
otros dentro de estos pensadores, los demonios no son otra cosa que las almas
humanas separadas de los cuerpos, las cuales continúan ejerciéndose algún modo
su influjo benéfico o maléfico sobre la unidad que los ha deificado.
También es
la creencia son las de los modernos espiritistas, quienes además afirman que
esas almas de los hombres perversos son espíritus, a su modo, que se
perfeccionan pasando por diversos grados mediante sucesivas y obligadas
reencarnaciones y esta es la segunda teoría o corriente errónea sobre la existencia de los demonios o
segunda opinión.
Como puede verse, todas estas teorías proceden de
prejuicios preconcebidos, que no tienden en último término más que a la
negación del orden sobrenatural. Y la invocación de unas de ellas hacen de la autoridad
de los libros sagrados, si no fuesen blasfema serian por lo menos ridícula, ya
que, negando la existencia de los demonios, no tendrían implicación muchos pasajes
escriturísticos, incluso que como el primero de los Reyes, los Salmos y Job,
están escritos antes de la cautividad.
En cuanto a los segundos (admitieron la existencia del demonio, pero erraron acerca de su origen,
naturaleza y condición) Sin duda como reminiscencia de la revelación
primitiva, torpemente adulterada por la ignorancia y el influjo mismo
diabólico, en todos los tiempos y en todos los pueblos se ha profesado la
creencia de los seres malvados, a quienes se atribuían el mal físico y el mal
moral y a los que se tenía por superiores al hombre y más poderosos que él, por
lo cual se llego muchas veces al culto idolátrico de esos espíritus maléficos
como para tenerlos propicios.
Solamente el pueblo judío, escogido por Dios como
depositario de la autentica revelación, conservo verdadera noción de esos
seres, que fue trasmitida y se conserva en la Iglesia católica.
Pero esta no se vio exenta de los primeros brotes
dualistas, que surgieron en los primeros tiempos de la naciente Iglesia con los
maniqueos y priscilianistas quienes hacían del demonio independiente de Dios y
autor del mal y de las cosas materiales ( Denz. 237) error que aparece más
tarde en los albigenses, cataros, waldenses y de mas herejes de la edad media.
Lo renuevan en el siglo XIV los fraticelli, afirmando
además, que los demonios fueron injustamente arrojados del paraíso y Wiclef
llega a decir que “Dios debe obedecer al demonio” (DENZ. 586)
Quizás sea un brote de esas mismas tendencias el
satanismo, o culto a Satán precisamente por su rebeldía, el cual apareció
también en esa misma época como una floración de las teorías dualísticas, y que
en cierto modo han sido renovadas en los últimos tiempos por la francmasonería.
Durante el siglo pasado y principios del actual, y en
nuestros días, han proferido blasfemias semejantes los pesimistas, radicales,
personajes de la imaginación febril y espíritus amargados, quienes con su vida
o con sus obras, según propia confesión, se propusieron rehabilitar al diablo
saliendo por sus fueros. Dignos de mención son igualmente los errores origenistas,
en los cuales se afirma que las almas humanas eran ángeles que pecaron
(denz.203) y que la condenación y pena de los demonios, no será eterna, sino
transitoria, y llegara el tiempo en que tendrá lugar la restauración y
rehabilitación de todas las cosas y en particular la restauración y
rehabilitación de los ángeles caídos a su estado primero.
ENSEÑANZA
DE LA DIVINA REVELACION.
No son relativamente muchas las enseñanzas de la
revelación divina, tanto por lo que se refiere a los libros sagrados cuanto por
lo que mira a las definiciones y magisterio de la Iglesia.
Se hallan, sin embargo, en unas y otras enseñanzas
expresas respecto a unos puntos particulares, que no es posible silenciar o
pasar por alto. Con ellas a la vista podrá formarse una idea exacta de la
doctrina que el angélico Maestro expone en sus tres artículos, viendo como está
enraizada sólidos fundamentos escrituristicos, definiciones pontificias y
conciliares.
EN CUANTO A LA DOCTRINA DE
LA SAGRADA ESCRITURA._
La podemos compendiar en los siguientes puntos.
CONCEPTO DE LOS ANGELES
MALOS SEGÚN LOS LIBROS SAGRADOS Y NOMBRES DIVERSOS CON QUE SE LES DESIGNA._ Ya indicamos en la cuestión 50 cuál es
el concepto de los ángeles en general, concepto que se ha de aplicar también a
los ángeles caídos, a quienes, si bien incluyendo siempre la idea de maldad y
aludiendo más o menos explícitamente a su pecado.
Estos seres superiores reciben diferentes nombres,
tomados unas veces de su naturaleza, otras de su modo de obrar con relación a
los hombres y otras de alguna circunstancia especial, hablando de ellos
frecuentemente como si fueran muchos y otras veces como si fuese uno solo, que
en tal caso vienen a personificar a todos. Por eso unas veces se les aplica un
nombre común y otras un nombre especial.
El nombre más comúnmente usado usado para designarlos
es DEMONIO en singular o en plural
que quiere decir el que sabe, palabra que, aunque en los antiguos autores
profanos no siempre tiene sentido peyorativo, sino que significa deidades (Act.
17,18) inferiores o intermedias, buenas y malas, en las sagradas letras se
emplea ordinariamente según el concepto de ángel
malo (Deut. 32,17).
Otro nombre especialmente utilizado en el Nuevo
Testamento, es el de diablo, es decir, el que desune o divide calumniando, con
el cual se expresa unas veces al príncipe de los demonios y otras al conjunto
de ellos y el mismo poder diabólico (Mat.4, 1. 5. 8; 13,39; 25,41 etc).
Llamase también en los libros sagrados de modo general
espíritus impuros, espíritus malos de los aires, espíritus de
mentira, espíritus malignos, espíritus inmundos o espíritus de los demonios.
Entre los nombres particulares con que vulgarmente se
designa al príncipe de los demonios esta Satán,
término que en hebreo significa perseguidor, el cual pocas veces se emplea
en la Biblia para designar al demonio, si embargo los setenta al traducirlo del
hebreo lo usan como nombre común y no como nombre propio.
Otro de los nombres con que se designa al príncipe del
mal es Belial, nombre común que
significa perversidad o extrema maldad. San Pablo lo utiliza como nombre propio
de modo especial a Satanás
Llamase además Beelsebub
o beelsebul, dios de las moscas o del estiércol nombre que el Antiguo
Testamento da al dios de Acaron mandado
consultar por Ococias (4 Reg.1. 2. 3. 6. 16), y en el Nuevo Testamento designa
propiamente al príncipe de los demonios.
En el libro de Tobías se da el nombre propio de Asmodeo al demonio maligno que sofoca
sucesivamente los siete maridos de Sara (Tob. 3, 8).
En el Levítico se usa la palabra Azael, que, según el libro apócrifo de Henoc, es uno de los jefes
de los ángeles prevaricadores, aunque en el libro sagrado no se sabe lo que
significa.
Nuestro idioma castellano llama al príncipe de los ángeles
rebeldes Luzbel o Lucifer, quizás
para designar el esplendor de su naturaleza antes de pecar y según el
significado que a esa palabra dieron los Santos Padres, fundados en Isaías
(14,12) y San Lucas (10,18)
Continuará..
Continuará..
viernes, 29 de agosto de 2014
PENSAMIENTO DE MONS. ANTONIO DE CASTRO MAYER CON RESPECTO A LA CRISIS DE LA FSSPX: Padre Rafael OSB
PENSAMIENTO
DE MONS. ANTONIO DE CASTRO MAYER CON RESPECTO A LA CRISIS DE LA FSSPX
29 DE AGOSTO, 2014
DEGOLLACIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA
“La intransigencia es a la virtud lo que el instinto
de conservación es a la vida. Una virtud sin intransigencia o que odia la
intransigencia, no existe, o conserva apenas la exterioridad. Una fe sin
intransigencia, o está muerta, o sólo vive exteriormente, porque perdió el
espíritu. Siendo la fe el fundamento de la vida sobrenatural, la tolerancia en
materia de fe es el punto de partida para todos los males, especialmente para
las herejías.”
(Carta pastoral, Junio de 1953, sentencia
verdadera No. 37).
Algunas veces con la palabras y otras veces con las
obras, y esto cada vez mas frecuentemente, la FSSPX ha demostrado que ya NO ES
intransigente en la fe con respecto a los enemigos de la Iglesia Católica que
la tienen ocupada. Al abandonar dicha intransigencia en la fe, tomando las
palabras de Mons. Don Antonio de Castro Mayer, la FSSPX ha perdido el espíritu
católico, el espíritu de su fundador, Mons. Marcel Lefebvre. Su defensa por la
fe, por lo tanto, o está muerta o es farisaica, y sólo con apariencia defiende
la fe verdadera.
Este espíritu farisaico, usando las palabras de Dom
Antonio, “es el punto de partida para todos los males”; es decir, la “caja de
pandora” que se ha desatado desde y hacia la FSSPX.
La FSSPX está desgraciadamente cayendo en la misma
actitud de los modernistas al ponerse a atacar a aquellos de nosotros que defendemos
enérgicamente la intransigencia en la fe;
teniendo por otro lado tolerancia y simpatía para con los enemigos de la
Iglesia, que en este momento se encuentran ocupando la Sede de San Pedro como
lobos vestidos de oveja. Haciendo aquello que ya había mencionado Garrigou
Lagrange: “Los católicos son intolerantes en la doctrina porque creen, pero
tolerantes en la caridad porque aman. Los enemigos de Cristo son tolerantes en
la doctrina por que no creen, e intolerantes en la caridad porque no aman. Esta
es la contradicción en la que caen siempre los enemigos de la Iglesia. Ya que
ellos toleran todas las opiniones excepto aquella opinión de los que dicen que
la fe es intransigente. Porque, si para ellos esta es sólo una opinión como
tantas otras, ¿Por qué no la toleran? Y si esta opinión es falsa, ¿porque no la
ignoran haciendo de ello algo tolerable?
Explica Mons. De Castro Mayer esta sentencia diciendo
que esta falta de intransigencia en la fe, que en encuentra en común en todos y
cada unos de los enemigos de la Iglesia, “nos debe abrir los ojos y ver la
importancia soberana que tiene para la vida de la Iglesia la intolerancia en
cuestiones doctrinales”. Precisamente por ello decía el Cardenal Pie a los
católicos franceses del siglo XIX: “Las batallas se pierden o se ganan al nivel
doctrinal, el error de los católicos franceses del siglo XIX fue el esperar a
ver la consecuencias de los falsos principios de la revolución francesa para
reaccionar”. Esperar a ver la consecuencias de la tolerancia doctrinal de la
FSSPX para reaccionar, ya será muy tarde para reaccionar, para dar la batalla
contra los revolucionarios. No debemos esperar a que haya un acuerdo visible
entre la Roma Conciliar y la FSSPX para reaccionar si es que queremos seguir
defendiendo el Reinado de Cristo Rey a través de la Fe, la Esperanza y la
Caridad (en las circunstancias actuales dicho acuerdo sería un acuerdo práctico
necesariamente tolerante en los principios ya que quienes ocupan Roma no se han
convertido).
El servicio que hemos prestado los miembros de la
RESISTENCIA a la FSSPX al advertirles acerca del error gravísimo en que han caído,
ha sido un acto de caridad grandísimo y sobre el tema más importante que hay en
nuestra existencia: la defensa de la fe, de la vida de la Iglesia, de la razón
de ser de la FSSPX. Lo que hemos estado tratando de hacer es el rescatar la
FSSPX de las garras de los enemigos de Cristo, de las trampas del demonio, de
las apariencias de bien; y esto a costa de nuestro bienestar y reputación. Esta
es una de las obras de misericordia para con el prójimo, que consiste en
corregir al que yerra. Pero con gran desilusión hemos visto los miembros de la
Resistencia que en lugar de que se nos agradeciera tan enorme obra de caridad
para con ellos, solo hayamos recibido a cambio palos, expulsiones, anatemas y persecución.
¿Acaso esta actitud no confirma claramente de que la FSSPX está diabólicamente
desorientada y de que ha perdido su razón de existir?
Se nos acusa de que nos hemos excedido en nuestra
reacción, pero respondemos con el Cardenal De Lai, Secretario de la Sagrada
Congragación Consistorial durante el pontificado de San Pío X: “Siempre es
preferible excederse un poco al advertir el peligro que callarse y dejarlo
crecer”.
Por todas estas razones volvemos a lanzar un nuevo
llamado a nuestros hermanos de la FSSPX a rectificar el verdadero camino de
defensa en la fe que es la de la intransigencia en materia doctrinal tanto en
la teoría como en la práctica, antes de que sea demasiado tarde.
Los dejamos con las palabras que su propio patrono,
San Pio X, dirigiera al periódico católico L’Unitá que había sido creado para
preservar la fe y que se también se puede aplicar a la FSSPX:
“Todo está bien cuando se trata de respetar las
personas, pero yo no querría que por el amor de la paz se llegase a
compromisos, y que para evitar odios se faltase a la verdadera misión de la L’Unitá
(FSSPX), que consiste en velar por los principios y ser el centinela avanzado
que da la voz de alerta, aunque fuese a la manera de los gansos del Capitolio,
y que despierta a los semidormidos. En esta caso la L’Unitá (FSPPX) no tendría
razón de existir” (Disquisitio, pág. 107, apud Pensée Catholique, No.23, pág.
84).
Padre Rafael Arízaga, osb
jueves, 28 de agosto de 2014
EL MISTERIO DEL MAS ALLÁ: Antonio Royo Marín, O.P. (2a Parte)
2 EL MISTERIO DEL MÁS ALLA (SEGUNDA PARTE)
Los sentidos
corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual
trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible
a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de
producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo
que llamamos alma.
Señores, el alma
existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo
que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la
filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de
su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es
porque ella misma es espiritual.
Tenemos un alma
espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la
palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo
simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es
español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia
cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos
compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la
materia.
El alma es
espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple,
porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente
indestructible, porque lo absolutamente
simple no se puede descomponer.
Examinad, señores,
la palabra descomposición. ¿Qué
significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una
cosa compuesta.
Luego, si llegamos a
un elemento absolutamente simple, si
llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”, habríamos llegado a lo
absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es indestructible, señores.
No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo físico, la moderna química ha
descubierto todo un sistema planetario. Son los electrones. La química moderna
ha logrado desintegrar el átomo físico en sus elementos más simples. Pero
cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no pueda darse en lo puramente
corporal–, se ha llegado a lo absolutamente indestructible. Sencillamente,
porque no se puede “descomponer” en elementos más simples. Sólo cabe la aniquilación en virtud del poder
infinito de Dios.
Ahora bien, éste es
el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del
todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.
El principio de
nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza, absolutamente, simple, indestructible, indescomponible:
luego, es intrínsecamente inmortal.
Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Dios podría hacerlo,
hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha revelado el
mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma
intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios
así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás.
Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal.
Además de este
argumento ontológico profundísimo que
deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del alma, pueden
invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente filosófico y
puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología natural. Veámoslo
brevemente.
2.º Argumento histórico. Echad una ojead al
mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las
épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los
cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia
prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los
hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio
superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas,
desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.
Hay quienes ponen un
principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los
árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y
extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.
Señores, se ha
podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más
fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o
sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características
no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme
creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.
¿Os dais cuenta de
la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores! Cuando la
humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los
climas, de todas las épocas, sin haberse
puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan
absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno
de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la
naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la propia inmortalidad en un más allá, procede
del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente,
en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente
infrustrable.
Todo deseo natural y común
a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la
naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico,
porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo
imposible. El deseo natural de la
inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.
3.º Argumento de teología natural. No me
refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente
natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que
llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en
torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía
con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo
forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos:
la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.
a) Lo exige la sabiduría, que no puede
poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el
deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que
es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia
ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío
y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico,
absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.
b) Lo exige también la bondad de Dios.
Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la
inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere
morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando
en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte,
sobreviviéndose a través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus
hijos, en sus producciones naturales o espirituales. Pero esto es todavía
demasiado poco. Queremos sobrevivirnos personalmente,
tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total
del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural
sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no
existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia
afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia,
jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la
inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha
depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo
satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios
se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable
crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y
blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el
deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.
c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios.
Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal?
¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite,
sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los
justos?”
La contestación a
esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo,
injusticias tan irritantes? Pues porque hay
un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo
merecido.
Un hombre tan poco
sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un momento de
sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: “Si yo no tuviera otra prueba de
la inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro
mundo, que ver el triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra,
esto sólo me impediría ponerlo en duda. Tan estridente disonancia en la armonía
universal me empujaría a buscarle una solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida;
todo vuelve al orden con la muerte.”
¡Vaya si volverá,
señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el plano
individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá
al orden después de la muerte.
El vulgar estafador
que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran empresa o
de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra toda
justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se apresure
a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente adquiridas!
Le queda ya poco tiempo, porque no acaba
todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el joven
pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas en la
cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el
lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para
el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el mundo con sus
desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su
“despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que
gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer!
Ya les queda poco tiempo, porque no acaba
todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el casado que pone
a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo gravemente los
planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer
perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana educación
de sus hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso, de la
perdición eterna de sus almas. Y tantos y tantos otros como viven completamente
de espaldas a Dios, olvidados en absoluto de sus deberes más elementales para
con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan! Porque, por desgracia para ellos, no acaba todo con la vida; todo vuelve al
orden con la muerte.
Y al revés. El
obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por momentos y se ve
obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su agonía
con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la
injusticia de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que
no tiene un pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen!
Si saben elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del cristal de sus
lágrimas, pronto terminará su martirio: porque
no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y la joven obrera,
llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida porque no se
doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de
mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza
para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida; todo vuelve al
orden con la muerte.
Todo vuelve al orden
con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los
enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo
alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas
que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una
mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.
Pero además de estos
argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos, señores, en la
divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más
allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y
planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.
La certeza
sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas
naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el
error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su
omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica. Dios mismo,
por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el todo no sea
mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta, metafísica,
infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo contradictorio no
existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La certeza
metafísica es una certeza absolutamente infalible.
Pues bien: La
certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza
metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el
agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde
brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni
engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo
del discurso y de la razón humanas.
Las dos certezas nos
traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que
la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de
Dios.
Dios ha hablado,
señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de nosotros, para
ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro
lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:
“Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues,
prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12,
40)
“No tengáis miedo a
los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel
que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le aprovecha
al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo del
Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a
cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al suplicio
eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)
Lo ha dicho Cristo,
señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que
afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6) ¡Qué
gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente
ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos
inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por
las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro,
mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha
el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en sus ramas levanta el vuelo y
se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien lo sabe decir la liturgia
católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de paz y de
esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:
“Para tus fieles,
Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta
morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”
Que así sea.
II
EL TRÁNSITO AL MÁS
ALLÁ
Planteábamos ayer,
en el primer día de esta serie de conferencias cuaresmales, el problema de los
destinos eternos del hombre y demostrábamos la existencia del más allá a la luz
de la simple razón natural, y, sobre todo, a la luz sobrenatural de la fe
apoyada directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.
Hay un más allá después de esta vida.
Esta tarde vamos a
dar un paso más. Y vamos a hablar del momento de transición, del salto al más
allá, de la hora decisiva de la muerte. Sé muy bien que este tema resulta muy
antipático a la inmensa mayoría de la gente. “¡Por Dios!, padre: háblenos usted
de lo que quiera menos de la muerte. La muerte es una cosa muy triste y
desagradable. Háblenos de cualquier otra cosa, pero deje ese asunto tan
trágico.”
Esta es una actitud
insensata, señores, una actitud suicida y anticristiana. ¡Si dejando de pensar
en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros...! Pero vendrá, sin falta, en el
momento que Dios nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la eternidad:
tanto si pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta que ese
momento es el más importante de nuestra existencia, porque es el momento
decisivo del que depende nada menos que nuestra eternidad, vale la pena dejar a
un lado sentimentalismos absurdos y plantearse con seriedad este tremendo
problema de la transición al más allá.
Ayer os decía que se
disputaban el mundo dos concepciones antagónicas de la vida: la concepción
materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír,
gozar y divertirse, y la concepción espiritualista, que, proclamando la
realidad de un más allá, se preocupa de vivir cristianamente, teniendo siempre
a la vista la divina sentencia de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Qué le aprovecha
al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?”.
Pues así como hay
dos concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la muerte. La
concepción pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la
vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran
orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa más terrible
entre las cosas terribles” (omnium
terribilium, terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera
a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores, a despecho
de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una contradicción, la
muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad.
Qué bien lo supo
comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía:
Ven,
muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
Tengo la pretensión,
señores, de presentaros esta tarde una visión simpática y atractiva de la
muerte. La muerte, para el pagano, es “la cosa más terrible entre todas las
cosas terribles”, tenía razón el gran orador romano. Pero para el cristiano es
el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Contemplada con
ojos cristianos, la muerte no es una cosa trágica, no es una cosa terrible,
sino al contrario, algo muy dulce y atractivo, puesto que representa el fin del
destierro y la entrada en la patria verdadera.
Vamos a ver, en
primer lugar, señores, las características generales de este gran fenómeno de
la muerte. Son tres, principalmente: ciertísima
en su venida, insegura en sus
circunstancias y única en la vida.
Vamos a comentarlas un poquito.
Ante todo es
ciertísima en su venida.
Señores, la historia
de la filosofía coincide con la historia de las aberraciones humanas. ¡Cuántos
absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y de la
filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato que
se haya forjado la ilusión de que él no va a morir. No ha habido ningún hombre
tan estúpido que haya lanzado la siguiente afirmación: “Yo viviré eternamente
sobre la tierra; yo no moriré jamás.”
¡Pero si lo estamos
viendo todos los días...! La muerte es un fenómeno que diariamente contemplamos
con los ojos y tocamos con las manos. Cuando vamos al cementerio, estamos
plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que leemos en
cualquiera de las losas funerarias: Hodie
mihi, cras tibi (“hoy me ha tocado a mí, pero mañana te tocará a ti.”) Lo
estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o los enfermos
decrépitos, hasta los jóvenes se mueren con frecuencia en la plenitud de su
juventud en la primavera de su vida. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se
escapará de la muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o
la posición social. No les aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el
cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a Napoleón o a Alejandro Magno, ni
las riquezas a Creso, ni la sabiduría a Salomón. Todos rindieron su tributo a
la muerte:
San Pablo decía: Quotidie morior (“todos los días muero
un poco”). Él se refería al desgaste que experimentaba por el celo y solicitud
de las Iglesias encomendadas a su cuidado; pero esto mismo podremos repetir
nosotros en cualquier momento de nuestra vida: todos los días morimos un poco.
Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que
ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos van matando
poco a poco. Todos los días morimos un poquito: quotidie morior, hasta que llegará un momento en que moriremos del
todo.
No hace falta insistir
en este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta, que nadie se
ha forjado jamás la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente todos.
Dios no hizo la
muerte, señores. La muerte entró en el mundo por el pecado.
¡Qué maravilloso el
plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal! Además de
elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les enriqueció con tres dones preternaturales verdaderamente
magníficos: el de inmortalidad, en
virtud del cual no debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al
sufrimiento, y el de integridad, que
les daba el control absoluto de sus propias pasiones, perfectamente dominadas y
gobernadas por la razón. ¡Ah!, pero cometieron el crimen del pecado original,
y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales
juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el
privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible,
quedó ipso facto condenado a la
muerte. He aquí, señores, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y
como todos somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley
inexorable: ciertamente moriremos todos.
martes, 26 de agosto de 2014
sábado, 23 de agosto de 2014
PRESENCIA DE SATAN EN EL MUNDO MODERNO: Monseñor Cristiani
Presencia de Satán
en el
Mundo Moderno
Título
original en francés:
PRÉSENCE DE
SATAN DANS LE MONDE MODERNE
Nihil Obstat:
Parisiis, die Januarii 1960
A.
de Parvillez, s. j.
INTRODUCCIÓN
Palabra del Evangelio
Cuando decimos que una afirmación es o no es "palabra
del
Evangelio", queremos aseverar que es o no es una
verdad indiscutible.
Para los cristianos Cristo es la autoridad soberana,
aquella ante la cual nos inclinamos, a la cual damos toda nuestra fe y toda nuestra
confianza, todo nuestro amor. Hasta para los mismos incrédulos,
Jesús es una de las personalidades más eminentes de la
historia.
Es la rectitud y la sinceridad. Es aquel que dijo: Que
tu discurso sea: ¡esto es o esto no es! ¡Todo lo que esté fuera de esto de nada
sirve! Preguntémonos, pues, lo que Jesús ha pensado y ha dicho de Satán.
El Evangelio, sobre este punto, como sobre todos los
otros puntos que conciernen a la vida religiosa de los hombres, es normativo y definitivo.
Si no lo es ya para los que han perdido la fe, no es menos cierto que no se
puede comprender nada de la mentalidad religiosa de los siglos que nos han
precedido en Francia sin recurrir al evangelio.
Quienes han tenido — o creído tener — contactos con el
Demonio, quienes han sufrido sus ataques como nuestro
cura de Ars, quienes han sido tratados como "poseídos" y han sido
objeto de exorcismos más o menos eficaces, habían extraído del Evangelio y de
la tradición emanada del Evangelio sus interpretaciones de los estados
experimentados por ellos.
Abramos pues el Evangelio. ¿Habla de Satán? ¿Contiene
historias de poseídos, de expulsiones de demonios?" Jesús en persona ¿ha creído
en el Diablo y qué ha dicho sobre ello?
PRESENCIA DE SATÁN
La tentación de Jesús
En primer lugar debe llamar nuestra atención la
tentación de
Jesús en el desierto. Tres de nuestros Evangelios
hablan de ello. Nos muestran a Jesús y a Satán solos y frente a frente. Pero
prestemos atención a lo siguiente: nadie había sido testigo de este encuentro memorable.
Nuestros tres evangelistas no podían saber nada de lo ocurrido más que por boca
del mismo Jesús. Por consiguiente, El se tomó el trabajo de decir a sus
discípulos lo que había pasado entre El y el Demonio. El quiso que se supiera
que lo había visto, lo que se llama verlo, por decirlo así, "cara a cara";
que Satán le había hecho proposiciones, había tratado de someterlo a su yugo,
¡tratado de desviarlo de su camino! En una palabra, Jesús quiso ser tentado.
Lo fué. Reveló a los suyos en qué había consistido esa
tentación:
Satán le había mostrado el mundo, diciéndole: "Te
daré toda esta potencia y la gloria de esos reinos, puesto que a mí me ha sido entregada
y a quien quiero la doy; si, pues, tú te postrares delante de mí, será tuya
toda." (Lucas, IV, 5-7.)
No digamos que la tentación fué pequeña. Tenía las
dimensiones del planeta. Satán había adivinado, pues, que tenía las dimensiones
de Jesús. Y Jesús, por su parte, al llamar en dos oportunidades a Satán "príncipe
de este mundo" (Juan, XIV, 30; XVI, 11), está de acuerdo con él para
reconocerle una preponderancia en todos los reinos de la tierra. Hablando de
los relatos de la tentación en el desierto, el padre Lagrange los compara a
esos prólogos de las tragedias antiguas en los cuales todo el drama que iba a
desarrollarse estaba anunciado y como prefigurado. La batalla entre Satán y
Jesús en el desierto fué un prólogo de esta naturaleza. Decía todo con respecto
a la misión de Cristo. Este sólo venía para derribar la dominación de Satán.
San Juan iba a decir en su primera epístola: "Para esto se manifestó el
Hijo de Dios, para destruir las obras del Diablo." (Juan, III, 8.)
Todo el
Evangelio, pues, tiene que estar lleno de acciones dirigidas por Cristo contra
Satán y por Satán contra Cristo. Y está bien que así sea. No podemos leer
nuestros Evangelios sin que esto nos llame la atención. No comprenderíamos nada
de los Evangelios. Sin la certidumbre de la existencia de Satán y de su acción entre
nosotros.
Sería demasiado largo enumerar aquí todos los párrafos
donde se habla de los demonios en el Evangelio. Citemos, sin embargo, los principales.
Jesús comienza a predicar en Galilea, y San Marcos
escribe que echa a los demonios (Marcos, I, 34). Antes del Sermón de la Montaña
las multitudes se reúnen alrededor de Él, ¿por qué? San Lucas nos lo dice:
"Los cuales habían venido a oírle y a ser curados de sus enfermedades; y
los que eran vejados por espíritus inmundos eran curados." (Lucas, VI,
17-18.) Porque, dice San Mateo, "le presentaron todos los que se hallaban
mal, aquejados de diferentes enfermedades y recios dolores, endemoniados,
lunáticos y paralíticos, y los curó". (Mateo, IV, 24.)
Cuando se habla de María Magdalena, se nos puntualiza
que
Jesús había echado de dentro de ella "siete
demonios" (Lucas, VIII,
2). Cuando Jesús envía a sus apóstoles a predicar en
Galilea, les otorga poder sobre los demonios. Cuando regresan les dice con
júbilo: "Contemplaba yo a Satán caer del cielo como un rayo... ( Lucas
, X, 17-20.)
Cuando Jesús curó a la mujer "que tenía un
espíritu de enfermedad hacía dieciocho años" y el jefe de la sinagoga se
indignó porque era día sábado, Jesús responde: "Hipócritas, cualquiera de
vosotros en sábado, ¿no desata a su buey o su asno del pesebre y lo lleva a abrevar? Y a ésta, que es hija de Abrahán, a
quien ató Satán !hace ya dieciocho años ¿no era razón desatarla de esta cadena
en día de sábado?" (Lucas, XIII, 10-16.)
Y recordemos la expulsión del demonio llamado Legión,
porque era numeroso dentro de los mismos poseídos. Legión pide que se los envíe
a una piara de cerdos. Jesús consiente y todos los cerdos se arrojan al mar y
se ahogan. (Los tres Evangelistas; ver sobre todo
Marcos, V, 1-20.)
Este episodio burlesco es asombrosamente evocador. Los
demonios están allí perfectamente representados. Presentimos su naturaleza, su
carácter.
Presentimos su "psicología", sobre la cual
tendremos oportunidad de volver a hablar: ¿qué hacen en un ser humano cuando lo
tienen en su poder? "Introducen en él — escribe monseñor Catherinet — y
mantienen en él perturbaciones morbosas emparentadas con la locura; tienen una
ciencia penetrante y saben quién es Jesús; sin vergüenza se prosternan ante El,
le rezan, le hacen juramentos en nombre de Dios, temen ser de nuevo lanzados
por El al Abismo y para evitarlo piden entrar en los cerdos y establecerse allí.
No han terminado de instalarse cuando, con un poder no menos asombroso que su
versatilidad, provocan la destrucción cruel y malvada de los seres en los
cuales habían pedido refugiarse. Miedosos, obsequiosos, poderosos, malignos,
versátiles y hasta grotescos, todos estos rasgos, fuertemente revelados aquí,
vuelven a encontrarse en grados diversos.
En suma, es imposible, no sólo para un católico sino
para un historiador serio, dejar de comprobar que Jesús no se limita a hablar como
se acostumbra en sus tiempos, que no tiene la intención de conciliar con la
ignorancia y los prejuicios de su medio, pero que cree en la existencia y en la
acción de Satán, que nos pone en guardia contra Satán, que no cesa de luchar
contra Satán, tanto que Satán está presente en todo el Evangelio, a tal punto
que esto nos plantea un problema que debemos examinar con la mayor atención.
¿Por qué tantos poseídos?
Los relatos demonológicos son tan numerosos en el
Evangelio, el Diablo ocupa en ellos tanto lugar, que debemos preguntarnos si en
todo esto no habrá algo de exageración. Es bien sabido que en La vida corriente
no encontramos a seres poseídos en la cantidad relativamente considerable con
que aparecen al paso de Jesús. Los críticos modernos — por lo menos los que se complacen
en llamarse
"críticos independientes" — no han dejado de
proclamar que lo consideran inverosímil. Para ellos la mayor parte de estos
"poseídos" eran simplemente maniáticos, medio locos, o dementes más o
menos furiosos.
Aun cuando así fuese, aun cuando Jesús al tratar a
esta categoría de enfermos se hubiera avenido a las ideas medícales de su
siglo, no dejaría de ser menos notable que hubiera tenido éxito, en la mayoría de
los casos, en liberar con una palabra de su invalidez a estos desgraciados y
devolverlos a su estado normal. Pero esta forma de resolver el problema, debe
tenerse por singularmente sumaria, si se considera lo que hemos dicho más
arriba. Los textos evangélicos distinguen muy claramente entre los enfermos y
los poseídos. Estos últimos manifiestan, mediante signos patentes, la presencia
de una inteligencia extraña que habita en ellos. Esta inteligencia es hostil a
Jesús, es lo que llamamos la inteligencia de un espíritu maligno.
Si a continuación de ese Prólogo, del cual hemos
señalado la grandeza: la tentación de Jesús en el desierto, Satán no hubiera
intervenido en el transcurso de la carrera de Cristo, o no hubiera interpretado
más que un papel secundario, hubiésemos tenido, antes bien, la ocasión de
habernos sorprendido. Pero no es el caso. Jesús ha demostrado abiertamente que
es "el fuerte" que ha venido para reprimir el imperio de Satán sobre
el mundo. A decir verdad, esta lucha se desarrollaba principalmente en el
terreno de lo invisible, en los dominios de la gracia y del pecado. Y hasta el
fin del mundo esto será así. Pero con el permiso de Dios, esta lucha inmensa y secular
presenta también signos visibles y nos ofrece episodios espectaculares.
Estos episodios no son lo esencial. No lo olvidemos.
Aun cuando en este libro insistimos
sobre ellos, no cabe en nuestro espíritu el extremar su importancia. Lo que
está en juego son las almas, es la elección entre el cielo y el infierno, entre
el odio y el amor, ¡entre la felicidad y la condenación! Entraba, pues, en los
designios de la Providencia hacer conocer a los hombres algo del poder de Satán
y de humillar a éste ante el poder del Redentor.
No estamos de ningún modo obligados a creer que el
número de poseídos del cual se habla en el Evangelio corresponde a un término medio
en el mundo de entonces o en el mundo actual. Es muy posible y hasta verosímil
que estos casos se hayan producido con una frecuencia extraordinaria alrededor
de Jesús. La unión personal de la divinidad con la naturaleza humana en Jesús,
Hijo del Hombre e Hijo de Dios, todo junto, habría tenido como contragolpe, con
el permiso divino, manifestaciones repetidas y múltiples de diablismo.
¡La posesión es, en cierto sentido, una réplica, una
caricatura de la
Encarnación del Verbo!
El paganismo y el mismo judaísmo
empezaban a estar roídos por esa incredulidad con respecto a lo sobrenatural que
es una de las señales del tiempo en que vivimos. ¡La venida de Jesús a la
tierra y los numerosos casos de posesión que se produjeron alrededor de Él
constituyen una revelación sobrecogedora del mundo sobrenatural en sus dos
aspectos complementarios que son la
Ciudad de Dios y la Ciudad de Satán
En este sentido fue que dijimos que para nosotros el
Evangelio es normativo. Plantea principios, proporciona claridades, establece leyes,
arroja sobre todos los siglos por venir, luces que no deben apagarse jamás.
Todo lo que sabemos y creemos con respecto al
Demonio está arraigado en el Evangelio. La creencia en
la existencia y en la malignidad del Demonio es un dogma para los cristianos.
Nuestro destino está emparentado con el de los Ángeles
o los Demonios.
Veremos a Dios, como los ángeles, dice Jesús, o bien
seremos malditos con Satán y todos sus demonios.
Todo esto
tenía que ser dicho o recordado antes que llegáramos a los hechos
contemporáneos.
Y para
conducirnos del Evangelio a estos hechos contemporáneos será suficiente una
rápida ojeada.
En conjunto
tendremos que cuidarnos de dos peligros: el de exagerar el satanismo y el de reducirlo
a la nada. En algunos siglos se ha visto al Diablo por todas partes y en otros
no se quería verlo por ninguna parte. Doble exageración igualmente engañadora,
igualmente falsa y por consiguiente igualmente salida de Satán, padre de la
mentira.
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