2 EL MISTERIO DEL MÁS ALLA (SEGUNDA PARTE)
Los sentidos
corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual
trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible
a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de
producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo
que llamamos alma.
Señores, el alma
existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo
que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la
filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de
su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es
porque ella misma es espiritual.
Tenemos un alma
espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la
palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo
simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es
español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia
cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos
compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la
materia.
El alma es
espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple,
porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente
indestructible, porque lo absolutamente
simple no se puede descomponer.
Examinad, señores,
la palabra descomposición. ¿Qué
significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una
cosa compuesta.
Luego, si llegamos a
un elemento absolutamente simple, si
llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”, habríamos llegado a lo
absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es indestructible, señores.
No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo físico, la moderna química ha
descubierto todo un sistema planetario. Son los electrones. La química moderna
ha logrado desintegrar el átomo físico en sus elementos más simples. Pero
cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no pueda darse en lo puramente
corporal–, se ha llegado a lo absolutamente indestructible. Sencillamente,
porque no se puede “descomponer” en elementos más simples. Sólo cabe la aniquilación en virtud del poder
infinito de Dios.
Ahora bien, éste es
el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del
todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.
El principio de
nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza, absolutamente, simple, indestructible, indescomponible:
luego, es intrínsecamente inmortal.
Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Dios podría hacerlo,
hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha revelado el
mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma
intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios
así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás.
Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal.
Además de este
argumento ontológico profundísimo que
deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del alma, pueden
invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente filosófico y
puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología natural. Veámoslo
brevemente.
2.º Argumento histórico. Echad una ojead al
mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las
épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los
cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia
prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los
hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio
superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas,
desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.
Hay quienes ponen un
principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los
árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y
extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.
Señores, se ha
podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más
fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o
sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características
no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme
creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.
¿Os dais cuenta de
la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores! Cuando la
humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los
climas, de todas las épocas, sin haberse
puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan
absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno
de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la
naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la propia inmortalidad en un más allá, procede
del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente,
en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente
infrustrable.
Todo deseo natural y común
a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la
naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico,
porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo
imposible. El deseo natural de la
inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.
3.º Argumento de teología natural. No me
refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente
natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que
llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en
torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía
con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo
forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos:
la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.
a) Lo exige la sabiduría, que no puede
poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el
deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que
es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia
ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío
y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico,
absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.
b) Lo exige también la bondad de Dios.
Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la
inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere
morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando
en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte,
sobreviviéndose a través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus
hijos, en sus producciones naturales o espirituales. Pero esto es todavía
demasiado poco. Queremos sobrevivirnos personalmente,
tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total
del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural
sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no
existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia
afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia,
jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la
inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha
depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo
satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios
se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable
crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y
blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el
deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.
c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios.
Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal?
¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite,
sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los
justos?”
La contestación a
esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo,
injusticias tan irritantes? Pues porque hay
un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo
merecido.
Un hombre tan poco
sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un momento de
sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: “Si yo no tuviera otra prueba de
la inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro
mundo, que ver el triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra,
esto sólo me impediría ponerlo en duda. Tan estridente disonancia en la armonía
universal me empujaría a buscarle una solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida;
todo vuelve al orden con la muerte.”
¡Vaya si volverá,
señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el plano
individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá
al orden después de la muerte.
El vulgar estafador
que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran empresa o
de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra toda
justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se apresure
a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente adquiridas!
Le queda ya poco tiempo, porque no acaba
todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el joven
pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas en la
cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el
lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para
el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el mundo con sus
desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su
“despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que
gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer!
Ya les queda poco tiempo, porque no acaba
todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el casado que pone
a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo gravemente los
planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer
perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana educación
de sus hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso, de la
perdición eterna de sus almas. Y tantos y tantos otros como viven completamente
de espaldas a Dios, olvidados en absoluto de sus deberes más elementales para
con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan! Porque, por desgracia para ellos, no acaba todo con la vida; todo vuelve al
orden con la muerte.
Y al revés. El
obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por momentos y se ve
obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su agonía
con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la
injusticia de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que
no tiene un pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen!
Si saben elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del cristal de sus
lágrimas, pronto terminará su martirio: porque
no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y la joven obrera,
llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida porque no se
doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de
mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza
para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida; todo vuelve al
orden con la muerte.
Todo vuelve al orden
con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los
enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo
alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas
que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una
mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.
Pero además de estos
argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos, señores, en la
divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más
allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y
planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.
La certeza
sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas
naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el
error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su
omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica. Dios mismo,
por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el todo no sea
mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta, metafísica,
infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo contradictorio no
existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La certeza
metafísica es una certeza absolutamente infalible.
Pues bien: La
certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza
metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el
agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde
brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni
engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo
del discurso y de la razón humanas.
Las dos certezas nos
traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que
la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de
Dios.
Dios ha hablado,
señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de nosotros, para
ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro
lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:
“Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues,
prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12,
40)
“No tengáis miedo a
los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel
que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le aprovecha
al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo del
Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a
cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al suplicio
eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)
Lo ha dicho Cristo,
señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que
afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6) ¡Qué
gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente
ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos
inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por
las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro,
mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha
el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en sus ramas levanta el vuelo y
se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien lo sabe decir la liturgia
católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de paz y de
esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:
“Para tus fieles,
Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta
morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”
Que así sea.
II
EL TRÁNSITO AL MÁS
ALLÁ
Planteábamos ayer,
en el primer día de esta serie de conferencias cuaresmales, el problema de los
destinos eternos del hombre y demostrábamos la existencia del más allá a la luz
de la simple razón natural, y, sobre todo, a la luz sobrenatural de la fe
apoyada directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.
Hay un más allá después de esta vida.
Esta tarde vamos a
dar un paso más. Y vamos a hablar del momento de transición, del salto al más
allá, de la hora decisiva de la muerte. Sé muy bien que este tema resulta muy
antipático a la inmensa mayoría de la gente. “¡Por Dios!, padre: háblenos usted
de lo que quiera menos de la muerte. La muerte es una cosa muy triste y
desagradable. Háblenos de cualquier otra cosa, pero deje ese asunto tan
trágico.”
Esta es una actitud
insensata, señores, una actitud suicida y anticristiana. ¡Si dejando de pensar
en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros...! Pero vendrá, sin falta, en el
momento que Dios nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la eternidad:
tanto si pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta que ese
momento es el más importante de nuestra existencia, porque es el momento
decisivo del que depende nada menos que nuestra eternidad, vale la pena dejar a
un lado sentimentalismos absurdos y plantearse con seriedad este tremendo
problema de la transición al más allá.
Ayer os decía que se
disputaban el mundo dos concepciones antagónicas de la vida: la concepción
materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír,
gozar y divertirse, y la concepción espiritualista, que, proclamando la
realidad de un más allá, se preocupa de vivir cristianamente, teniendo siempre
a la vista la divina sentencia de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Qué le aprovecha
al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?”.
Pues así como hay
dos concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la muerte. La
concepción pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la
vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran
orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa más terrible
entre las cosas terribles” (omnium
terribilium, terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera
a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores, a despecho
de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una contradicción, la
muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad.
Qué bien lo supo
comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía:
Ven,
muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
Tengo la pretensión,
señores, de presentaros esta tarde una visión simpática y atractiva de la
muerte. La muerte, para el pagano, es “la cosa más terrible entre todas las
cosas terribles”, tenía razón el gran orador romano. Pero para el cristiano es
el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Contemplada con
ojos cristianos, la muerte no es una cosa trágica, no es una cosa terrible,
sino al contrario, algo muy dulce y atractivo, puesto que representa el fin del
destierro y la entrada en la patria verdadera.
Vamos a ver, en
primer lugar, señores, las características generales de este gran fenómeno de
la muerte. Son tres, principalmente: ciertísima
en su venida, insegura en sus
circunstancias y única en la vida.
Vamos a comentarlas un poquito.
Ante todo es
ciertísima en su venida.
Señores, la historia
de la filosofía coincide con la historia de las aberraciones humanas. ¡Cuántos
absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y de la
filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato que
se haya forjado la ilusión de que él no va a morir. No ha habido ningún hombre
tan estúpido que haya lanzado la siguiente afirmación: “Yo viviré eternamente
sobre la tierra; yo no moriré jamás.”
¡Pero si lo estamos
viendo todos los días...! La muerte es un fenómeno que diariamente contemplamos
con los ojos y tocamos con las manos. Cuando vamos al cementerio, estamos
plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que leemos en
cualquiera de las losas funerarias: Hodie
mihi, cras tibi (“hoy me ha tocado a mí, pero mañana te tocará a ti.”) Lo
estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o los enfermos
decrépitos, hasta los jóvenes se mueren con frecuencia en la plenitud de su
juventud en la primavera de su vida. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se
escapará de la muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o
la posición social. No les aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el
cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a Napoleón o a Alejandro Magno, ni
las riquezas a Creso, ni la sabiduría a Salomón. Todos rindieron su tributo a
la muerte:
San Pablo decía: Quotidie morior (“todos los días muero
un poco”). Él se refería al desgaste que experimentaba por el celo y solicitud
de las Iglesias encomendadas a su cuidado; pero esto mismo podremos repetir
nosotros en cualquier momento de nuestra vida: todos los días morimos un poco.
Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que
ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos van matando
poco a poco. Todos los días morimos un poquito: quotidie morior, hasta que llegará un momento en que moriremos del
todo.
No hace falta insistir
en este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta, que nadie se
ha forjado jamás la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente todos.
Dios no hizo la
muerte, señores. La muerte entró en el mundo por el pecado.
¡Qué maravilloso el
plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal! Además de
elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les enriqueció con tres dones preternaturales verdaderamente
magníficos: el de inmortalidad, en
virtud del cual no debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al
sufrimiento, y el de integridad, que
les daba el control absoluto de sus propias pasiones, perfectamente dominadas y
gobernadas por la razón. ¡Ah!, pero cometieron el crimen del pecado original,
y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales
juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el
privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible,
quedó ipso facto condenado a la
muerte. He aquí, señores, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y
como todos somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley
inexorable: ciertamente moriremos todos.