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miércoles, 26 de julio de 2023

EL SANTO ABANDONO CAPITULO 11. (LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES)

 


Tan pronto prodiga Dios las consolaciones sensibles o las

dulzuras espirituales, como las da con medida, o bien retira la

dulzura, produciendo en el alma un gran vacío. El sentimiento

permanece frío; la imaginación, veleidosa; la inteligencia,

inactiva, y el fastidio y el disgusto invaden con frecuencia las

profundidades de la voluntad. Hasta los santos han conocido

estas dolorosas variedades, y nuestro Padre San Bernardo

expresa su dolor en estos términos: «¿Cómo es que mi

corazón se ha secado como una tierra sin agua? Está tan

endurecido que me es imposible excitar las lágrimas de

compunción; los salmos me son insípidos, la lectura ha perdido sus atractivos, la oración carece de encantos, y en

vano busco mis meditaciones acostumbradas. ¿En dónde

están ahora aquella embriaguez del alma, la serenidad del

corazón, la paz y gozo en el Espíritu Santo?»


«Experimento tal sequedad, tan gran desolación de espíritu

-añade San Alfonso- que no encuentro a Dios ni en la oración,

ni en la sagrada Comunión. La Pasión de Nuestro Señor, la

divina Eucaristía, nada me impresiona; he llegado a ser

insensible a la devoción, y me parece que soy un alma sin

amor, sin esperanza, sin fe, en una palabra, abandonada de

Dios.» Esta pena es terrible cuando se prolonga

indefinidamente; se calma y da lugar a la paz a medida que el

alma se desprende de la satisfacción y se adhiera a sólo el

beneplácito divino.


¿Cómo se han de recibir las consolaciones y las arideces?

Punto es éste en que muchas almas yerran el camino; y, para

no caer en este error, tengamos los ojos fijos en nuestro fin.

Tendemos a la perfección de la vida espiritual, que se

caracteriza por la perfección de la caridad, y el amor se

prueba por las obras. Es perfecto, cuando adquiere tal fuerza

e imperio que pueda establecernos en un mismo querer y no

querer con Dios; por consiguiente, en una voluntad pronta y

generosa para cumplir todas sus voluntades significadas y

abandonarnos a todas las disposiciones de la Providencia.

Esto denota un amor sincero, activo, enérgico, que se da a

Dios sin reserva y se entrega por completo a la gracia. He

aquí, según San Francisco de Sales y San Alfonso, «la

verdadera devoción, el verdadero amor de Dios. Es éste el

único fin que nos hemos de proponer en nuestras oraciones,

comuniones, mortificaciones y demás prácticas piadosas».


Mas, si «la verdadera devoción consiste en estar

firmemente resuelto a no hacer y a no querer sino lo que Dios

quiere», ni las consolaciones son la devoción, ni las arideces

la indevoción; pues esta voluntad firme y resuelta puede

permanecer profundamente arraigada a pesar de la sequedad,

y no pasar de superficial ni tener consistencia alguna en medio

de las dulzuras: y esto la experiencia nos lo enseña.


No son tampoco las consolaciones y arideces un criterio

seguro, comoquiera que la devoción reside esencialmente en la

voluntad y no en el sentimiento; por sus obras, pues, y no

por las emociones hemos de apreciarla, así como por sus

frutos juzgamos al árbol. Las emociones son semejantes a la

flor, y constituyen un soberbio atavío de promesas, mas

¡cuántas esperanzas quedarán frustradas! ¡Cuántas ilusiones

se deslizan en la devoción sensible!


Las consolaciones y las arideces, bien santificadas, son un

camino que conduce al fin; pero, sin embargo, no son el único,

ni el principal. En la voluntad de Dios significada es donde

hemos de encontrar nuestros medios fundamentales,

regulares, de todos los días, como anteriormente dejamos

indicado. Las consolaciones y las arideces son medios

accidentales y variables que Dios nos proporciona según su

beneplácito, y son de eficacia real, a veces decisiva, sin que

por esto hayan de hacer olvidar los medios esenciales. De

todo esto se sigue que no conviene dar a las consolaciones y

arideces exagerada importancia; el fin y los medios esenciales

son los que deben merecer nuestra principal atención,

quedando en segundo término las consolaciones y las

arideces.


Otra consideración que no conviene perder de vista, es que

las consolaciones y las arideces constituyen poderoso apoyo

cuando se las sabe santificar, y peligroso escollo cuando en

ellas se conduce mal el alma, fuera de que además fácilmente

se introduce en ellas el abuso.


La devoción sensible, y más que todo las dulzuras

espirituales, son gracias preciosísimas que nos inspiran horror

y disgusto por los goces de la tierra, los cuales constituyen el

cebo del vicio; nos comunican también el deseo y la fuerza de

caminar, de correr, de volar por el sendero de la oración y de

la virtud. La tristeza oprime el corazón, la alegría lo dilata, y

esta dilatación del corazón nos ayuda poderosamente a

mortificar nuestra carne, a reprimir nuestras pasiones, a negar

nuestra voluntad, a soportar las pruebas, haciendo brotar al

mismo tiempo corrientes de generosidad y sentimientos

imperiosos de ascender. En la abundancia de las divinas

dulzuras, las mortificaciones son más bien consolaciones; el

obedecer es un gozo, y apenas oída la primera campanada

está uno ya levantado. No se deja pasar ninguna práctica de virtud, y

todo se hace en paz y tranquilidad. «Nada da que

sufrir -dice San Alfonso-, antes bien, injurias, trabajos,

reveses, persecuciones, todo se convierte en motivo de

alegría, porque todo llega a ser ocasión de ofrecer a Dios

sacrificios sobre sacrificios, y de contraer con su Majestad

divina una unión más íntima cada vez.» Según San Francisco

de Sales, las consolaciones «excitan el gusto del alma,

confortan el espíritu, y añaden a la prontitud de la devoción un

santo gozo y alegría que hermosea nuestras acciones y las

hace agradables aun exteriormente. Bajo cualquier aspecto

que se considere, vale más el menor consuelo de devoción

que las más excelentes diversiones del mundo». Es esto el sol

de la vida. - Ciertamente la inclinación, la facilidad, la destreza

en el servicio de Dios, son envidiables cuanto provienen de

estar el alma desprendida de todo y ejercitada ya de largo

tiempo en la virtud, pues en esto consiste la virtud adquirida;

no obstante, no hay que desdeñar la facilidad que añaden los

favores celestiales, aunque provengan de las consolaciones

sensibles.


No permita Dios que digamos con Molinos: «Todo lo que

experimentamos de sensible en nuestra vida espiritual es

abominable, horrible, inmundo.» Es una de sus proposiciones

condenadas. «Los hombre espirituales -dice Suárez- no han

de desperdiciar la devoción que se experimenta en el apetito

sensitivo, por ser propia no de solos principiantes, sino que

además puede originarse de una muy elevada y muy perfecta

contemplación, y aun ayuda y dispone a gozar de la

contemplación de manera más fácil y constante.» Nuestras

facultades sensibles están muy bien reguladas, y su

participación es utilísima cuando nos lleva a Dios; trabajan

entonces de concierto todas nuestras potencias, superiores e

inferiores, y se prestan mutuo apoyo, y nuestra oración es más

completa puesto que todo en nosotros ora.


He aquí el lado bueno de las consolaciones; veamos el

reverso de la medalla. Puede acontecer que el alma se

aficione a ellas disfrutándolas con una especie de gula

espiritual, o que de esto tome ocasión para complacerse en sí

misma y despreciar los demás, sobre todo si tales

consolaciones provienen de la naturaleza o del demonio. Cuando es

Dios su autor, nos llevan indudablemente a la

obediencia, a la humildad, al espíritu de sacrificio, a todas las

virtudes. Aun en este caso, la naturaleza y el demonio tratarán

de mezclar su acción con la de Dios, lo que tampoco es razón

suficiente para rechazar las consolaciones. Con todo, no

olvidemos que el abuso y la ilusión son siempre posibles.

En cuanto a las arideces, notemos ante todo con San

Alfonso, que pueden ser voluntarias o involuntarias. Son

voluntarias en su causa, cuando se deja disipar el espíritu,

apegarse el corazón y a la voluntad seguir sus caprichos; y

siendo éste el motivo de que se cometan infinidad de faltas, no

ponemos por nuestra parte empeño en corregimos. No

debemos considerar esto como simple aridez de sentimientos,

sino la tibieza misma de la voluntad. «Es tal este estado, que

si el alma no se hace violencia para salir de él, irá de mal en

peor, y ¡quiera Dios que con el tiempo no caiga en mayores

miserias! Este género de aridez se parece a la tisis, que no

mata de un golpe, pero que conduce infaliblemente a la

muerte.» En cuanto de nosotros depende hemos de poner

remedio a esta sequedad, y si persiste, aceptarla como

misericordioso castigo. «La aridez involuntaria es la de un

alma que se esfuerza en caminar por los senderos de la

perfección, que se pone en guardia contra los pecados

deliberados y practica la oración», y permanece fiel a todos

sus deberes. De ésta es de la que nos proponemos hablar.


Las arideces espirituales y las desolaciones sensibles son

excelente purgatorio donde el alma cancela sus deudas, más

aún, son el crisol en que se purifica. Es indudable que en la

abundancia de los favores divinos se desprende de la tierra y

se une a Dios; con todo, de mil maneras y casi

inconscientemente búscase a sí misma: hace depender su paz

de lo que hay de más inestable, como las emociones de la

sensibilidad, se adhiere a las consolaciones, créese rica en

virtudes; hállase, pues, demasiado llena de sí misma para

empaparse de Dios. Su estado es muy del agrado de la

naturaleza que siempre desea ver, conocer y sentir, pero es

mucho menos a propósito para satisfacer las exigencias del

amor santo, que se olvida de sí mismo para poner su contento

en lo que agrada a Dios. El alma permanecerá siempre débil, sujeta a

 no pocos defectos, imperfectamente desligada de los

lazos del amor propio, si Dios por su bondad no se apresurase

a someterla a un tratamiento riguroso y persistente.


El primer mal que hay que curar es la gula, que se lanza

con avidez sobre las consolaciones: sensualidad refinada que

en ellas encuentra su más delicioso alimento. Dios entonces

toma la resolución de poner al enfermo a dieta, y si es preciso,

a un régimen riguroso, de suerte que la sensualidad se debilite

y se extinga por falta de alimento, y aprenda el alma con el

tiempo a pasar sin la alegría, a buscar puramente a Dios, a

hacer al espíritu menos dependiente de la sensibilidad.

Otro mal aún más sutil y más peligroso es el orgullo

espiritual. Cuando Dios colma a un alma de sus

consolaciones, fácilmente se cree mucho más adelantada de

lo que en realidad está; invádenla la yana complacencia y la

presunción, desprecia a los demás, y los juzga con severidad.

Entonces Dios la sumerge y la vuelve a sumergir hasta la

saciedad en la aridez, en las tinieblas y en otras penas

semejantes. En opinión de nuestro Padre San Bernardo, «el

orgullo, sea que ya excita, sea que aún no se haya

manifestado, es siempre la causa de la sustracción de la

gracia». Dios se propone prevenirlo o reprimirlo para curarnos

de sus heridas. A fuerza de sentir su impotencia y su miseria,

el alma acaba por comprender que nada puede sin Dios y vale

muy poca cosa aun después de recibir tantas gracias; se

empequeñecerá ante la Majestad tres veces santa, y orará

con mayor humildad. No tendrá dificultad en pedir consejo, y

llegará a ser sencilla y dócil, a la vez que el sentimiento de su

miseria le hará compasiva para con los demás.


Prolongándose, esta dura prueba la humillará, la anonadará a

sus propios ojos, de suerte que se librará de toda yana

complacencia y presunción, desconfiando de sí misma y

confiando en sólo Dios, vacía, por decirlo así, de orgullo y

llena de humildad.


Desembarazada de esta suerte de la soberbia y de la

sensualidad, que son los azotes de la vida espiritual, ábrese el

alma a la gracia y se entrega de lleno a la benéfica acción de

lo alto, dispuesta por tanto a realizar positivos adelantos en las

virtudes sólidas, puras y perfectas. Y si Dios se digna otorgarle sus

 más valiosos dones, ella está preparada; pues, en opinión

de nuestro Padre San Bernardo, las grandes pruebas son el

preludio de grandes gracias, ya que las unas no vienen sin

que las acompañen las otras.


Mas aun en esto se tropieza con algún inconveniente. Las

arideces espirituales y las desolaciones sensibles dejan, sin

duda, subsistir en el servicio de Dios esa voluntad generosa,

que constituye la esencia de la devoción y hasta la inclinación,

la facilidad, la destreza que denotan la virtud adquirida. Con

todo, por el hecho mismo de aminorar la abundancia de

piadosos pensamientos y santas afecciones, las arideces

hacen desaparecer el suplemento de la fuerza de alegría que

aportaban las consolaciones, dejando en su lugar las penas y

la dificultad. No son una tentación propiamente dicha, pues

directamente no impelen al mal, mas el diablo abusa de ellas

con intención de sembrar la cizaña entre el alma y Dios. Ya no

envía el Señor ni luces ni devoción, ¿acaso estará indiferente,

irritado, implacable?, sin embargo, nosotros obramos lo mejor

que podemos. Entonces el temor y la desconfianza acumulan

nubarrones y amenazan hacer estallar la tempestad. -

Tampoco la naturaleza halla compensación, y, cansada de

sufrir largo tiempo y sin entrever el término, se lanza a buscar

en las criaturas lo que no halla en Dios.


Así, pues, las consolaciones y las arideces están

destinadas por Dios a desempeñar en el alma una muy

benéfica misión. Tienen también sus escollos, pero la acción

de las unas completa y corrige la acción de las obras; las

consolaciones inflaman el amor propio; si las dulzuras elevan,

la impotencia rebaja; si la desolación desalienta, la

consolación conforta. Dios se ha reservado el derecho de

conceder unas u otras, lo mismo que el de hacerlas cesar.

Hace que alternen, y las combina como mejor convengan a

nuestros intereses, con no menos sabiduría que firmeza. De

ordinario comienza por las consolaciones a fin de ganar los

corazones y sostener la debilidad. Cuando el alma se ha

robustecido y es capaz de soportar un tratamiento más

enérgico, le envía ante todo el dolor, ¡nos es tan necesario el

morir a nosotros mismos! En sentir de San Alfonso, «todos los

santos han padecido estas sequedades, estos desamparos espirituales;

 y lo que es más todavía, de ordinario han estado

en las arideces y no en las consolaciones sensibles. Estos

favores pasajeros no los concede Dios sino raras veces, y sólo

quizá a las almas demasiado débiles, para impedir que se

detengan en el camino de la virtud; en cuanto a las delicias

que han de constituir el premio de nuestra fidelidad, es en el

Paraíso donde nos aguardan... Si estáis desolados, consolaos

pensando que tenéis con vos al divino Consolador. ¿Os

lamentáis de una aridez de dos años?; cuarenta la hubo de

sufrir Santa Juana de Chantal, y Santa María Magdalena de

Pazzis tuvo cinco años de penas y de tentaciones continuas

sin el menor alivio». San Francisco de Asís sufrió durante dos

años tan grandes desamparos, que parecía abandonado de

Dios; pero una vez que hubo sufrido humildemente esta

furiosa tempestad, el Señor le devolvió en un momento su

dichosa tranquilidad. De donde concluye San Francisco de

Sales que «los más privilegiados servidores de Dios están

sujetos a estas sacudidas, y que los que no lo son tanto, no

han de maravillarse si padecen algunas». No tiene Dios un

modo uniforme para conducir a los santos, pero tomados en

general, parece que al consumarse su santidad es cuando les

somete a las más rudas pruebas; cuanto más los ama, más

los prueba y purifica, ya que para llegar a imponerles las

mayores purificaciones, Dios espera que lleguen a ser

capaces de soportar estos santos rigores.


Resumamos lo que acabamos de decir, y saquemos la

conclusión práctica. El fin que nos hemos de proponer, es este

perfecto amor que nos une estrechamente a Dios por un

mismo querer y no querer. Esta es la devoción sustancial.

Pongamos un santo ardor en conseguirlo por los medios que

de nosotros dependen, y que la voluntad de Dios significada

nos indica. Las consolaciones, aun las divinas, no constituyen

la devoción, y las arideces involuntarias no son la indevoción.

Las unas y las otras son medios providenciales; guardémonos

de convertirlas en obstáculos. ¿Qué camino nos será el más

riguroso y provechoso, el de las consolaciones o el de las

arideces? Lo ignoramos; y por otra parte, Dios se ha

reservado la decisión. En todo caso, el partido más acertado

es suprimir las causas voluntarias de la sequedad, hacernos

 indiferentes por virtud y abandonarnos a su Providencia.

Esta doctrina tiene a su favor la multitud de santos que han

hecho de ella la regla de su conducta. Citaremos tan sólo a

nuestros dos doctores favoritos y ante todo a San Francisco

de Sales: «Os acontecerá, dice, no experimentar

consolaciones en vuestros ejercicios, indudablemente por

permisión de Dios, por lo que conviene permanecer en una

total indiferencia entre las consolaciones y la desolación. Esta

renuncia de sí mismo implica el abandono al divino

beneplácito en todas las tentaciones, arideces, sequedades,

aversiones, repugnancias, en las que se ve el beneplácito de

Dios, cuando no suceden por culpa nuestra y no hay en ellas

pecado.» Repetidas veces nos aconseja el Santo entregamos

plena y perfectamente al cuidado de la Providencia, como un

niño se abandona en los brazos de su madre, o como el Niño

Jesús en los de su Madre dulcísima; y añade: «Si os dan

consolaciones, recibidlas agradecidos; si no las tenéis, no las

deseéis, sino tratad de tener preparado vuestro corazón para

recibir las diversas disposiciones de la Providencia y, en

cuanto sea posible, con igualdad de ánimo... Es necesario una

firme determinación de no abandonar jamás la oración

cualquiera que sea la dificultad que en ella podamos encontrar

y de no ir a este ejercicio preocupados con el deseo de ser allí

consolados y satisfechos, pues esto no sería tener nuestra

voluntad unida a la de Nuestro Señor que desea que, al

ponernos en la oración, estemos resueltos a sufrir la molestia

de continuas distracciones, sequedades, disgustos,

permaneciendo tan contentos como si hubiéramos tenido

abundantes consolaciones y no menos tranquilidad. Con tal

que ajustemos siempre nuestra voluntad a la de su divina

Majestad, permaneciendo en sencilla expectación y

preparados a recibir las disposiciones de su beneplácito con

amor, sea en la oración, sea en los demás acontecimientos. El

hará que todas las cosas nos sean provechosas y agradables

a sus ojos.»


En este sentido decía el Santo Doctor: «Yo deseo pocas

cosas, y lo que deseo las deseo muy poco; apenas tengo

deseos, pero si volviera a nacer, no tendría ninguno. Si Dios

viniera a mí -por las consolaciones-, iría también a El; pero si no

 quisiera llegarse a mí, me mantendría alejado y no iría a

El.» Y de hecho, «ejercitaba esta perfecta indiferencia en las

sequedades y en las consolaciones, en las dulzuras y en las

arideces, en las acciones y en los padecimientos». He aquí el

testimonio de Santa Juana de Chantal: «El decía que la

verdadera manera de servir a Dios era seguirle sin arrimos de

consolación, de sentimiento, de luz, sino sólo con el de la fe

desnuda y sencilla; por esto amaba tanto los olvidos, los

abandonos y las desolaciones interiores. Díjome en cierta

ocasión que no se preocupaba de si estaba en consolación o

en desolación: cuando Nuestro Señor le concedía mercedes,

recibíalas con toda sencillez, y si no se las concedía, no

pensaba en ellas. Es cierto, sin embargo, que, de ordinario,

disfrutaba de grandes dulzuras interiores, como lo daba a

entender su semblante.»


El ideal de nuestro Santo en la materia que nos ocupa era,

pues, el de permanecer como una estatua que no quiere ni

avanzar hacia las consolaciones, ni alejarse de las

sequedades, sino que permanece inmóvil en tranquila espera,

dispuesta a dejarse mover a gusto de su Maestro. A la verdad,

no exigía de Santa Juana de Chantal «que no amara ni

deseara las consolaciones, sino que no aficionara a ellas su

corazón. Un simple deseo no es contrario a la resignación,

sino que es una palpitación del corazón, un batir de alas, una

agitación de la voluntad». Ella puede «quejarse a Dios

amorosamente y con calma, y Nuestro Señor por su parte se

complace en que le contemos los males que nos envía, como

hacen los niños pequeños cuando su madre los ha azotado».

Mas debe conservar esa libertad de espíritu, que no se

adhiere ni a los consuelos ni aun a los ejercicios espirituales, y

que recibe las aflicciones con toda la calma que permite la

debilidad de la carne. De esta manera, «llegado el momento

en que habrá de apurar el cáliz y dar, por decirlo así, el golpe

decisivo del consentimiento, el alma conservará el equilibrio

necesario para decir a Dios: no mí voluntad, sino la vuestra».


Aún va algo más lejos el piadoso Doctor. «Deseáis, sí,

tener una cruz, mas queréis elegirla; y eso no puede ser. Yo

deseo que vuestra cruz y la mía sean en todo cruces de

Jesucristo. Que nos envíe tantas sequedades como le plazca, con tal

 que le amemos. Jamás se le sirve bien, sino cuando se

le sirve como El quiere; y quiere que le sirváis sin gusto, sin

deleite, con repugnancias y convulsiones de espíritu. A vos no

os satisface este servicio, pero a El sí; no es de vuestro

agrado, pero lo es del suyo. Imaginad que jamás os veréis

libres de vuestras congojas; entonces diríais a Dios: soy

vuestro, y si mis miserias os agradan, acrecentad su número y

duración. Confío en Nuestro Señor que diríais esto y no

pensaríais más en ellas, por lo menos no os agitaríais. Pues

haced ahora lo propio. Familiarizaos con vuestro trabajo como

si siempre hubierais de permanecer juntos, y ya veréis cómo

no pensando en vuestra libertad, Dios pensará en ella; y

cuando vos ya no os inquietéis, acudirá entonces con

presteza.»


En una palabra, el piadoso Doctor se inclina con

preferencia al sufrimiento, y en algunos lugares parece que

hasta lo pide, no sólo para su santa hija, sino también para él;

mas, en general, predica a todos una extrema indiferencia en

las variedades espirituales. Hubiera querido, por lo que a él se

refería, no tener deseo alguno para uniformarse más y más

con la adorable voluntad de Dios, que era su regla predilecta.

Tenía sin duda, como él mismo dice, deseos ardientes de la

salvación de las almas y de su propio progreso en la virtud,

por ser ésta la voluntad de Dios significada, y aunque estas

cosas las amaba, conformábase, sin embargo, plenamente

con la voluntad de Dios, pero sin alterar el orden ni medida

divinos.


Idéntica nota ofrece la doctrina de San Alfonso. Hela aquí

en resumen:

1º.- Cuando Dios nos consuela con visitas llenas de amor y

nos hace sentir la presencia de su gracia, no conviene

rechazar estos favores, como algunos falsos místicos lo han

pretendido, pues son más preciosos que las riquezas y los

honores del mundo. Es preciso recibirlos con fervientes

acciones de gracias, sin que nos pongamos a saborear su

dulzura con una especie de gula espiritual, ni creer que Dios

nos favorece porque es nuestra conducta mejor que la de los

otros. Este orgullo y esta sensualidad desagradarían a Dios, y

le obligarían a apartarse de nosotros y a dejarnos en nuestra miseria.

 Humillémonos poniendo ante nuestra vista los

pecados de la vida pasada. Consideremos que estos favores

son puro efecto de la bondad de Dios, que los concede para

disponemos a realizar los sacrificios que El exige, y quizá para

sobrellevar con paciencia las pruebas que nos va a enviar. En

la consolación preparémonos para la desolación:


«Ofrezcámonos, pues, entonces, a soportar todas las

penas interiores y exteriores que nos aguardan,

enfermedades, persecuciones, desolaciones espirituales,

diciendo: «Heme aquí, Señor, haced de mí y de cuanto me

pertenece lo que os plazca: dadme la gracia de amar y de

cumplir perfectamente vuestra santísima voluntad, no os pido

otra cosa.»


2º.- En la desolación espiritual es preciso resignarse. «No

pretendo yo que dejemos de experimentar alguna pena al

vernos privados de la presencia sensible de nuestro Dios,

pues es imposible no quejarse ni resentirse de pena tan

amarga, cuando el mismo Salvador se lamentó en la cruz.»


Mas es necesario imitar su amorosa resignación y la de los

santos. «Estos, por lo regular, han vivido en las arideces y no

en las consolaciones sensibles; lo que toda su vida han

procurado, no ha sido el fervor sensible en el gozo, sino el

fervor espiritual en las penas.» ¿Os encontráis en la aridez?,

sed constantes y no descuidéis de ningún modo vuestros

ejercicios ordinarios, especialmente la oración mental. No

imitéis a las almas poco sobrenaturales que, renunciando a su

piadosa empresa, mitigan sus austeridades, cesan de refrenar

sus sentidos y pierden los frutos de sus anteriores trabajos.


¿Os parece que las arideces son el castigo de vuestras

faltas?, aceptad humildemente este castigo misericordioso y

nada omitáis de lo que pueda hacer desaparecer las causas

de este triste estado, como son, por ejemplo, una afición

natural, vuestro escaso recogimiento, vuestro prurito de verlo

todo. Reconoced que habéis merecido no gustar ya alegría

alguna. Practicad sobre todo la resignación y confiad más que

nunca en la voluntad de Dios, pues entonces, mejor que en

cualquier circunstancia, trátase de haceros amable a vuestro

divino Esposo. Animo, pues, para continuar buscándole. Quizá

no se os presente con sus dulzuras: ¿qué importa, con tal de que os

 conceda la fuerza de amarle aun en este caso, y de

hacer todo lo que El quiere? «Un amor fuerte agrada a Dios

más que un amor tierno.» Sometámonos con humildad a la

voluntad divina «y la desolación nos será más ventajosa que

la consolación». He aquí la magnífica oración que el Santo

nos enseña:

«¡Jesús mío, mi esperanza, mi amor, el único amor de mi

alma! No merezco que me deis consolaciones y dulzuras;

reservadlas para las almas inocentes que os han amado

siempre. En cuanto a mí que siempre os he ofendido, me

reconozco indigno de ellas, no os las pido. Ved lo que

únicamente deseo: haced que os ame, haced que cumpla

vuestra voluntad en todo el curso de mi vida, y después

disponed de mí como os plazca. ¡Desdichado de mí! Otras

tinieblas, otros temores, otros olvidos hubiera de padecer para

expiar las ofensas que os he inferido; he merecido el infierno,

en donde, separado de Vos y rechazado para siempre,

debiera llorar eternamente sin poder amaros. ¡ Oh, Jesús mío!

Alejad de mí esta pena, a todo lo demás me someto... Dadme

la fuerza de vencer las tentaciones, de vencerme a mí mismo.

Quiero ser todo vuestro: os doy mi cuerpo, mi alma, mi

voluntad, mi libertad, que ya no quiero vivir para mí, sino para

Vos sólo. Afligidme como os plazca, privadme de todo, con tal

que me otorguéis vuestra gracia y vuestro amor.»

Pero, ¿no os será permitido al menos desear y hasta pedir

con instancia las consolaciones divinas, o el fin de las

desolaciones?


Lo podemos, a causa del fuerte apoyo que nos procuran

los favores divinos y a causa de la postración que las

continuas desolaciones pudieran dejarnos. El Espíritu Santo

en los Salmos, la Iglesia en su Liturgia ponen en nuestros

labios oraciones de este género, cuya legitimidad ningún autor

católico ha puesto en tela de juicio. Todos, empero, nos

encomiendan hacerlo tan sólo con intención pura, con corazón

desprendido y voluntad sumisa. Mas, si están de acuerdo

sobre el principio, no así en cuanto a la práctica. Álvarez Paz,

Luis de Granada y otros, aconsejan con interés hacer esta

petición. En cambio, San Francisco de Sales, aunque permite

a su Filotea «invocar a Dios para que haga cesar el cierzo infructuoso

que seca nuestra alma, y que nos devuelva el

viento benéfico de las consolaciones», nos invita por otra parte

a «una extrema indiferencia con respecto a las consolaciones

o desolaciones». San Alfonso se expresa en idénticos

términos: «¿Queremos decir con esto que os hará Dios sentir

de nuevo la dulzura de su presencia? Guardaos de pedirla, y

pedid más bien la fuerza necesaria para manteneros fiel.» En

esta divergencia de opiniones, cada cual es libre de seguir lo

que le plazca.


No estamos obligados a pedir las consolaciones o la

cesación de las desolaciones. Sentimos vernos precisados a

contradecir a algunos que al pronunciarse en esta cuestión por

la afirmativa, condenan a San Francisco de Sales y a San

Alfonso, estos dos grandes Doctores de la piedad que no han

conocido este precepto, y que han enseñado y practicado todo

lo contrario; condenan asimismo a esa multitud de santos que

han basado su conducta en una absoluta indiferencia en esta

materia. ¿Cuál sería, pues, el origen de esta obligación? Las

consolaciones, ya lo hemos dicho, no son ni la esencia de la

devoción, ni el único medio de llegar a ella, ni siquiera un

medio necesario. Las desolaciones no constituyen la

indevoción, y lejos de ser un obstáculo insuperable,

constituyen un remedio del que tenemos sobrada necesidad.

Parecen olvidar estos autores que, si es preciso alimentar el

amor divino, también es necesario que el amor propio sea

mortificado.


Se objeta que las desolaciones son una dolencia cuya

curación no se conseguirá sino a fuerza de pedirla. En nuestra

opinión, el verdadero mal, el fondo mismo de todos los males

es el orgullo y la sensualidad, y las desolaciones constituyen

su misericordioso castigo, el remedio providencial. Aquí, como

en tantas ocasiones, Dios cura un mal de culpa con un mal de

pena. ¿Por qué habríamos de estar obligados a estrecharle, a

importunarle para que cambie de tratamiento? Más valdría

orar por que El torne más sumisa nuestra voluntad y el

remedio produzca su efecto.


Se objeta también que se falta a la confianza no haciendo

esta petición; y es todo lo contrario. Con seguridad que, si se

piensa tener necesidad de consolaciones y se las solicita con la

simplicidad de un niño, esta confianza honra a Dios, con tal

de que vaya unida a la sumisión. Pero es mucho más

necesario para ponerse enteramente en manos de Dios,

conservarse en una expectación tranquila y resignarse de

antemano a todo lo que le plazca. Es al mismo tiempo una

prudencia superior, una generosidad más perfecta, todo lo

cual necesariamente ha de conmover profundamente el

corazón de nuestro Padre Celestial.