Tan pronto prodiga Dios las consolaciones sensibles o las
dulzuras espirituales, como las da con medida, o bien retira la
dulzura, produciendo en el alma un gran vacío. El sentimiento
permanece frío; la imaginación, veleidosa; la inteligencia,
inactiva, y el fastidio y el disgusto invaden con frecuencia las
profundidades de la voluntad. Hasta los santos han conocido
estas dolorosas variedades, y nuestro Padre San Bernardo
expresa su dolor en estos términos: «¿Cómo es que mi
corazón se ha secado como una tierra sin agua? Está tan
endurecido que me es imposible excitar las lágrimas de
compunción; los salmos me son insípidos, la lectura ha perdido sus atractivos, la oración carece de encantos, y en
vano busco mis meditaciones acostumbradas. ¿En dónde
están ahora aquella embriaguez del alma, la serenidad del
corazón, la paz y gozo en el Espíritu Santo?»
«Experimento tal sequedad, tan gran desolación de espíritu
-añade San Alfonso- que no encuentro a Dios ni en la oración,
ni en la sagrada Comunión. La Pasión de Nuestro Señor, la
divina Eucaristía, nada me impresiona; he llegado a ser
insensible a la devoción, y me parece que soy un alma sin
amor, sin esperanza, sin fe, en una palabra, abandonada de
Dios.» Esta pena es terrible cuando se prolonga
indefinidamente; se calma y da lugar a la paz a medida que el
alma se desprende de la satisfacción y se adhiera a sólo el
beneplácito divino.
¿Cómo se han de recibir las consolaciones y las arideces?
Punto es éste en que muchas almas yerran el camino; y, para
no caer en este error, tengamos los ojos fijos en nuestro fin.
Tendemos a la perfección de la vida espiritual, que se
caracteriza por la perfección de la caridad, y el amor se
prueba por las obras. Es perfecto, cuando adquiere tal fuerza
e imperio que pueda establecernos en un mismo querer y no
querer con Dios; por consiguiente, en una voluntad pronta y
generosa para cumplir todas sus voluntades significadas y
abandonarnos a todas las disposiciones de la Providencia.
Esto denota un amor sincero, activo, enérgico, que se da a
Dios sin reserva y se entrega por completo a la gracia. He
aquí, según San Francisco de Sales y San Alfonso, «la
verdadera devoción, el verdadero amor de Dios. Es éste el
único fin que nos hemos de proponer en nuestras oraciones,
comuniones, mortificaciones y demás prácticas piadosas».
Mas, si «la verdadera devoción consiste en estar
firmemente resuelto a no hacer y a no querer sino lo que Dios
quiere», ni las consolaciones son la devoción, ni las arideces
la indevoción; pues esta voluntad firme y resuelta puede
permanecer profundamente arraigada a pesar de la sequedad,
y no pasar de superficial ni tener consistencia alguna en medio
de las dulzuras: y esto la experiencia nos lo enseña.
No son tampoco las consolaciones y arideces un criterio
seguro, comoquiera que la devoción reside esencialmente en la
voluntad y no en el sentimiento; por sus obras, pues, y no
por las emociones hemos de apreciarla, así como por sus
frutos juzgamos al árbol. Las emociones son semejantes a la
flor, y constituyen un soberbio atavío de promesas, mas
¡cuántas esperanzas quedarán frustradas! ¡Cuántas ilusiones
se deslizan en la devoción sensible!
Las consolaciones y las arideces, bien santificadas, son un
camino que conduce al fin; pero, sin embargo, no son el único,
ni el principal. En la voluntad de Dios significada es donde
hemos de encontrar nuestros medios fundamentales,
regulares, de todos los días, como anteriormente dejamos
indicado. Las consolaciones y las arideces son medios
accidentales y variables que Dios nos proporciona según su
beneplácito, y son de eficacia real, a veces decisiva, sin que
por esto hayan de hacer olvidar los medios esenciales. De
todo esto se sigue que no conviene dar a las consolaciones y
arideces exagerada importancia; el fin y los medios esenciales
son los que deben merecer nuestra principal atención,
quedando en segundo término las consolaciones y las
arideces.
Otra consideración que no conviene perder de vista, es que
las consolaciones y las arideces constituyen poderoso apoyo
cuando se las sabe santificar, y peligroso escollo cuando en
ellas se conduce mal el alma, fuera de que además fácilmente
se introduce en ellas el abuso.
La devoción sensible, y más que todo las dulzuras
espirituales, son gracias preciosísimas que nos inspiran horror
y disgusto por los goces de la tierra, los cuales constituyen el
cebo del vicio; nos comunican también el deseo y la fuerza de
caminar, de correr, de volar por el sendero de la oración y de
la virtud. La tristeza oprime el corazón, la alegría lo dilata, y
esta dilatación del corazón nos ayuda poderosamente a
mortificar nuestra carne, a reprimir nuestras pasiones, a negar
nuestra voluntad, a soportar las pruebas, haciendo brotar al
mismo tiempo corrientes de generosidad y sentimientos
imperiosos de ascender. En la abundancia de las divinas
dulzuras, las mortificaciones son más bien consolaciones; el
obedecer es un gozo, y apenas oída la primera campanada
está uno ya levantado. No se deja pasar ninguna práctica de virtud, y
todo se hace en paz y tranquilidad. «Nada da que
sufrir -dice San Alfonso-, antes bien, injurias, trabajos,
reveses, persecuciones, todo se convierte en motivo de
alegría, porque todo llega a ser ocasión de ofrecer a Dios
sacrificios sobre sacrificios, y de contraer con su Majestad
divina una unión más íntima cada vez.» Según San Francisco
de Sales, las consolaciones «excitan el gusto del alma,
confortan el espíritu, y añaden a la prontitud de la devoción un
santo gozo y alegría que hermosea nuestras acciones y las
hace agradables aun exteriormente. Bajo cualquier aspecto
que se considere, vale más el menor consuelo de devoción
que las más excelentes diversiones del mundo». Es esto el sol
de la vida. - Ciertamente la inclinación, la facilidad, la destreza
en el servicio de Dios, son envidiables cuanto provienen de
estar el alma desprendida de todo y ejercitada ya de largo
tiempo en la virtud, pues en esto consiste la virtud adquirida;
no obstante, no hay que desdeñar la facilidad que añaden los
favores celestiales, aunque provengan de las consolaciones
sensibles.
No permita Dios que digamos con Molinos: «Todo lo que
experimentamos de sensible en nuestra vida espiritual es
abominable, horrible, inmundo.» Es una de sus proposiciones
condenadas. «Los hombre espirituales -dice Suárez- no han
de desperdiciar la devoción que se experimenta en el apetito
sensitivo, por ser propia no de solos principiantes, sino que
además puede originarse de una muy elevada y muy perfecta
contemplación, y aun ayuda y dispone a gozar de la
contemplación de manera más fácil y constante.» Nuestras
facultades sensibles están muy bien reguladas, y su
participación es utilísima cuando nos lleva a Dios; trabajan
entonces de concierto todas nuestras potencias, superiores e
inferiores, y se prestan mutuo apoyo, y nuestra oración es más
completa puesto que todo en nosotros ora.
He aquí el lado bueno de las consolaciones; veamos el
reverso de la medalla. Puede acontecer que el alma se
aficione a ellas disfrutándolas con una especie de gula
espiritual, o que de esto tome ocasión para complacerse en sí
misma y despreciar los demás, sobre todo si tales
consolaciones provienen de la naturaleza o del demonio. Cuando es
Dios su autor, nos llevan indudablemente a la
obediencia, a la humildad, al espíritu de sacrificio, a todas las
virtudes. Aun en este caso, la naturaleza y el demonio tratarán
de mezclar su acción con la de Dios, lo que tampoco es razón
suficiente para rechazar las consolaciones. Con todo, no
olvidemos que el abuso y la ilusión son siempre posibles.
En cuanto a las arideces, notemos ante todo con San
Alfonso, que pueden ser voluntarias o involuntarias. Son
voluntarias en su causa, cuando se deja disipar el espíritu,
apegarse el corazón y a la voluntad seguir sus caprichos; y
siendo éste el motivo de que se cometan infinidad de faltas, no
ponemos por nuestra parte empeño en corregimos. No
debemos considerar esto como simple aridez de sentimientos,
sino la tibieza misma de la voluntad. «Es tal este estado, que
si el alma no se hace violencia para salir de él, irá de mal en
peor, y ¡quiera Dios que con el tiempo no caiga en mayores
miserias! Este género de aridez se parece a la tisis, que no
mata de un golpe, pero que conduce infaliblemente a la
muerte.» En cuanto de nosotros depende hemos de poner
remedio a esta sequedad, y si persiste, aceptarla como
misericordioso castigo. «La aridez involuntaria es la de un
alma que se esfuerza en caminar por los senderos de la
perfección, que se pone en guardia contra los pecados
deliberados y practica la oración», y permanece fiel a todos
sus deberes. De ésta es de la que nos proponemos hablar.
Las arideces espirituales y las desolaciones sensibles son
excelente purgatorio donde el alma cancela sus deudas, más
aún, son el crisol en que se purifica. Es indudable que en la
abundancia de los favores divinos se desprende de la tierra y
se une a Dios; con todo, de mil maneras y casi
inconscientemente búscase a sí misma: hace depender su paz
de lo que hay de más inestable, como las emociones de la
sensibilidad, se adhiere a las consolaciones, créese rica en
virtudes; hállase, pues, demasiado llena de sí misma para
empaparse de Dios. Su estado es muy del agrado de la
naturaleza que siempre desea ver, conocer y sentir, pero es
mucho menos a propósito para satisfacer las exigencias del
amor santo, que se olvida de sí mismo para poner su contento
en lo que agrada a Dios. El alma permanecerá siempre débil, sujeta a
no pocos defectos, imperfectamente desligada de los
lazos del amor propio, si Dios por su bondad no se apresurase
a someterla a un tratamiento riguroso y persistente.
El primer mal que hay que curar es la gula, que se lanza
con avidez sobre las consolaciones: sensualidad refinada que
en ellas encuentra su más delicioso alimento. Dios entonces
toma la resolución de poner al enfermo a dieta, y si es preciso,
a un régimen riguroso, de suerte que la sensualidad se debilite
y se extinga por falta de alimento, y aprenda el alma con el
tiempo a pasar sin la alegría, a buscar puramente a Dios, a
hacer al espíritu menos dependiente de la sensibilidad.
Otro mal aún más sutil y más peligroso es el orgullo
espiritual. Cuando Dios colma a un alma de sus
consolaciones, fácilmente se cree mucho más adelantada de
lo que en realidad está; invádenla la yana complacencia y la
presunción, desprecia a los demás, y los juzga con severidad.
Entonces Dios la sumerge y la vuelve a sumergir hasta la
saciedad en la aridez, en las tinieblas y en otras penas
semejantes. En opinión de nuestro Padre San Bernardo, «el
orgullo, sea que ya excita, sea que aún no se haya
manifestado, es siempre la causa de la sustracción de la
gracia». Dios se propone prevenirlo o reprimirlo para curarnos
de sus heridas. A fuerza de sentir su impotencia y su miseria,
el alma acaba por comprender que nada puede sin Dios y vale
muy poca cosa aun después de recibir tantas gracias; se
empequeñecerá ante la Majestad tres veces santa, y orará
con mayor humildad. No tendrá dificultad en pedir consejo, y
llegará a ser sencilla y dócil, a la vez que el sentimiento de su
miseria le hará compasiva para con los demás.
Prolongándose, esta dura prueba la humillará, la anonadará a
sus propios ojos, de suerte que se librará de toda yana
complacencia y presunción, desconfiando de sí misma y
confiando en sólo Dios, vacía, por decirlo así, de orgullo y
llena de humildad.
Desembarazada de esta suerte de la soberbia y de la
sensualidad, que son los azotes de la vida espiritual, ábrese el
alma a la gracia y se entrega de lleno a la benéfica acción de
lo alto, dispuesta por tanto a realizar positivos adelantos en las
virtudes sólidas, puras y perfectas. Y si Dios se digna otorgarle sus
más valiosos dones, ella está preparada; pues, en opinión
de nuestro Padre San Bernardo, las grandes pruebas son el
preludio de grandes gracias, ya que las unas no vienen sin
que las acompañen las otras.
Mas aun en esto se tropieza con algún inconveniente. Las
arideces espirituales y las desolaciones sensibles dejan, sin
duda, subsistir en el servicio de Dios esa voluntad generosa,
que constituye la esencia de la devoción y hasta la inclinación,
la facilidad, la destreza que denotan la virtud adquirida. Con
todo, por el hecho mismo de aminorar la abundancia de
piadosos pensamientos y santas afecciones, las arideces
hacen desaparecer el suplemento de la fuerza de alegría que
aportaban las consolaciones, dejando en su lugar las penas y
la dificultad. No son una tentación propiamente dicha, pues
directamente no impelen al mal, mas el diablo abusa de ellas
con intención de sembrar la cizaña entre el alma y Dios. Ya no
envía el Señor ni luces ni devoción, ¿acaso estará indiferente,
irritado, implacable?, sin embargo, nosotros obramos lo mejor
que podemos. Entonces el temor y la desconfianza acumulan
nubarrones y amenazan hacer estallar la tempestad. -
Tampoco la naturaleza halla compensación, y, cansada de
sufrir largo tiempo y sin entrever el término, se lanza a buscar
en las criaturas lo que no halla en Dios.
Así, pues, las consolaciones y las arideces están
destinadas por Dios a desempeñar en el alma una muy
benéfica misión. Tienen también sus escollos, pero la acción
de las unas completa y corrige la acción de las obras; las
consolaciones inflaman el amor propio; si las dulzuras elevan,
la impotencia rebaja; si la desolación desalienta, la
consolación conforta. Dios se ha reservado el derecho de
conceder unas u otras, lo mismo que el de hacerlas cesar.
Hace que alternen, y las combina como mejor convengan a
nuestros intereses, con no menos sabiduría que firmeza. De
ordinario comienza por las consolaciones a fin de ganar los
corazones y sostener la debilidad. Cuando el alma se ha
robustecido y es capaz de soportar un tratamiento más
enérgico, le envía ante todo el dolor, ¡nos es tan necesario el
morir a nosotros mismos! En sentir de San Alfonso, «todos los
santos han padecido estas sequedades, estos desamparos espirituales;
y lo que es más todavía, de ordinario han estado
en las arideces y no en las consolaciones sensibles. Estos
favores pasajeros no los concede Dios sino raras veces, y sólo
quizá a las almas demasiado débiles, para impedir que se
detengan en el camino de la virtud; en cuanto a las delicias
que han de constituir el premio de nuestra fidelidad, es en el
Paraíso donde nos aguardan... Si estáis desolados, consolaos
pensando que tenéis con vos al divino Consolador. ¿Os
lamentáis de una aridez de dos años?; cuarenta la hubo de
sufrir Santa Juana de Chantal, y Santa María Magdalena de
Pazzis tuvo cinco años de penas y de tentaciones continuas
sin el menor alivio». San Francisco de Asís sufrió durante dos
años tan grandes desamparos, que parecía abandonado de
Dios; pero una vez que hubo sufrido humildemente esta
furiosa tempestad, el Señor le devolvió en un momento su
dichosa tranquilidad. De donde concluye San Francisco de
Sales que «los más privilegiados servidores de Dios están
sujetos a estas sacudidas, y que los que no lo son tanto, no
han de maravillarse si padecen algunas». No tiene Dios un
modo uniforme para conducir a los santos, pero tomados en
general, parece que al consumarse su santidad es cuando les
somete a las más rudas pruebas; cuanto más los ama, más
los prueba y purifica, ya que para llegar a imponerles las
mayores purificaciones, Dios espera que lleguen a ser
capaces de soportar estos santos rigores.
Resumamos lo que acabamos de decir, y saquemos la
conclusión práctica. El fin que nos hemos de proponer, es este
perfecto amor que nos une estrechamente a Dios por un
mismo querer y no querer. Esta es la devoción sustancial.
Pongamos un santo ardor en conseguirlo por los medios que
de nosotros dependen, y que la voluntad de Dios significada
nos indica. Las consolaciones, aun las divinas, no constituyen
la devoción, y las arideces involuntarias no son la indevoción.
Las unas y las otras son medios providenciales; guardémonos
de convertirlas en obstáculos. ¿Qué camino nos será el más
riguroso y provechoso, el de las consolaciones o el de las
arideces? Lo ignoramos; y por otra parte, Dios se ha
reservado la decisión. En todo caso, el partido más acertado
es suprimir las causas voluntarias de la sequedad, hacernos
indiferentes por virtud y abandonarnos a su Providencia.
Esta doctrina tiene a su favor la multitud de santos que han
hecho de ella la regla de su conducta. Citaremos tan sólo a
nuestros dos doctores favoritos y ante todo a San Francisco
de Sales: «Os acontecerá, dice, no experimentar
consolaciones en vuestros ejercicios, indudablemente por
permisión de Dios, por lo que conviene permanecer en una
total indiferencia entre las consolaciones y la desolación. Esta
renuncia de sí mismo implica el abandono al divino
beneplácito en todas las tentaciones, arideces, sequedades,
aversiones, repugnancias, en las que se ve el beneplácito de
Dios, cuando no suceden por culpa nuestra y no hay en ellas
pecado.» Repetidas veces nos aconseja el Santo entregamos
plena y perfectamente al cuidado de la Providencia, como un
niño se abandona en los brazos de su madre, o como el Niño
Jesús en los de su Madre dulcísima; y añade: «Si os dan
consolaciones, recibidlas agradecidos; si no las tenéis, no las
deseéis, sino tratad de tener preparado vuestro corazón para
recibir las diversas disposiciones de la Providencia y, en
cuanto sea posible, con igualdad de ánimo... Es necesario una
firme determinación de no abandonar jamás la oración
cualquiera que sea la dificultad que en ella podamos encontrar
y de no ir a este ejercicio preocupados con el deseo de ser allí
consolados y satisfechos, pues esto no sería tener nuestra
voluntad unida a la de Nuestro Señor que desea que, al
ponernos en la oración, estemos resueltos a sufrir la molestia
de continuas distracciones, sequedades, disgustos,
permaneciendo tan contentos como si hubiéramos tenido
abundantes consolaciones y no menos tranquilidad. Con tal
que ajustemos siempre nuestra voluntad a la de su divina
Majestad, permaneciendo en sencilla expectación y
preparados a recibir las disposiciones de su beneplácito con
amor, sea en la oración, sea en los demás acontecimientos. El
hará que todas las cosas nos sean provechosas y agradables
a sus ojos.»
En este sentido decía el Santo Doctor: «Yo deseo pocas
cosas, y lo que deseo las deseo muy poco; apenas tengo
deseos, pero si volviera a nacer, no tendría ninguno. Si Dios
viniera a mí -por las consolaciones-, iría también a El; pero si no
quisiera llegarse a mí, me mantendría alejado y no iría a
El.» Y de hecho, «ejercitaba esta perfecta indiferencia en las
sequedades y en las consolaciones, en las dulzuras y en las
arideces, en las acciones y en los padecimientos». He aquí el
testimonio de Santa Juana de Chantal: «El decía que la
verdadera manera de servir a Dios era seguirle sin arrimos de
consolación, de sentimiento, de luz, sino sólo con el de la fe
desnuda y sencilla; por esto amaba tanto los olvidos, los
abandonos y las desolaciones interiores. Díjome en cierta
ocasión que no se preocupaba de si estaba en consolación o
en desolación: cuando Nuestro Señor le concedía mercedes,
recibíalas con toda sencillez, y si no se las concedía, no
pensaba en ellas. Es cierto, sin embargo, que, de ordinario,
disfrutaba de grandes dulzuras interiores, como lo daba a
entender su semblante.»
El ideal de nuestro Santo en la materia que nos ocupa era,
pues, el de permanecer como una estatua que no quiere ni
avanzar hacia las consolaciones, ni alejarse de las
sequedades, sino que permanece inmóvil en tranquila espera,
dispuesta a dejarse mover a gusto de su Maestro. A la verdad,
no exigía de Santa Juana de Chantal «que no amara ni
deseara las consolaciones, sino que no aficionara a ellas su
corazón. Un simple deseo no es contrario a la resignación,
sino que es una palpitación del corazón, un batir de alas, una
agitación de la voluntad». Ella puede «quejarse a Dios
amorosamente y con calma, y Nuestro Señor por su parte se
complace en que le contemos los males que nos envía, como
hacen los niños pequeños cuando su madre los ha azotado».
Mas debe conservar esa libertad de espíritu, que no se
adhiere ni a los consuelos ni aun a los ejercicios espirituales, y
que recibe las aflicciones con toda la calma que permite la
debilidad de la carne. De esta manera, «llegado el momento
en que habrá de apurar el cáliz y dar, por decirlo así, el golpe
decisivo del consentimiento, el alma conservará el equilibrio
necesario para decir a Dios: no mí voluntad, sino la vuestra».
Aún va algo más lejos el piadoso Doctor. «Deseáis, sí,
tener una cruz, mas queréis elegirla; y eso no puede ser. Yo
deseo que vuestra cruz y la mía sean en todo cruces de
Jesucristo. Que nos envíe tantas sequedades como le plazca, con tal
que le amemos. Jamás se le sirve bien, sino cuando se
le sirve como El quiere; y quiere que le sirváis sin gusto, sin
deleite, con repugnancias y convulsiones de espíritu. A vos no
os satisface este servicio, pero a El sí; no es de vuestro
agrado, pero lo es del suyo. Imaginad que jamás os veréis
libres de vuestras congojas; entonces diríais a Dios: soy
vuestro, y si mis miserias os agradan, acrecentad su número y
duración. Confío en Nuestro Señor que diríais esto y no
pensaríais más en ellas, por lo menos no os agitaríais. Pues
haced ahora lo propio. Familiarizaos con vuestro trabajo como
si siempre hubierais de permanecer juntos, y ya veréis cómo
no pensando en vuestra libertad, Dios pensará en ella; y
cuando vos ya no os inquietéis, acudirá entonces con
presteza.»
En una palabra, el piadoso Doctor se inclina con
preferencia al sufrimiento, y en algunos lugares parece que
hasta lo pide, no sólo para su santa hija, sino también para él;
mas, en general, predica a todos una extrema indiferencia en
las variedades espirituales. Hubiera querido, por lo que a él se
refería, no tener deseo alguno para uniformarse más y más
con la adorable voluntad de Dios, que era su regla predilecta.
Tenía sin duda, como él mismo dice, deseos ardientes de la
salvación de las almas y de su propio progreso en la virtud,
por ser ésta la voluntad de Dios significada, y aunque estas
cosas las amaba, conformábase, sin embargo, plenamente
con la voluntad de Dios, pero sin alterar el orden ni medida
divinos.
Idéntica nota ofrece la doctrina de San Alfonso. Hela aquí
en resumen:
1º.- Cuando Dios nos consuela con visitas llenas de amor y
nos hace sentir la presencia de su gracia, no conviene
rechazar estos favores, como algunos falsos místicos lo han
pretendido, pues son más preciosos que las riquezas y los
honores del mundo. Es preciso recibirlos con fervientes
acciones de gracias, sin que nos pongamos a saborear su
dulzura con una especie de gula espiritual, ni creer que Dios
nos favorece porque es nuestra conducta mejor que la de los
otros. Este orgullo y esta sensualidad desagradarían a Dios, y
le obligarían a apartarse de nosotros y a dejarnos en nuestra miseria.
Humillémonos poniendo ante nuestra vista los
pecados de la vida pasada. Consideremos que estos favores
son puro efecto de la bondad de Dios, que los concede para
disponemos a realizar los sacrificios que El exige, y quizá para
sobrellevar con paciencia las pruebas que nos va a enviar. En
la consolación preparémonos para la desolación:
«Ofrezcámonos, pues, entonces, a soportar todas las
penas interiores y exteriores que nos aguardan,
enfermedades, persecuciones, desolaciones espirituales,
diciendo: «Heme aquí, Señor, haced de mí y de cuanto me
pertenece lo que os plazca: dadme la gracia de amar y de
cumplir perfectamente vuestra santísima voluntad, no os pido
otra cosa.»
2º.- En la desolación espiritual es preciso resignarse. «No
pretendo yo que dejemos de experimentar alguna pena al
vernos privados de la presencia sensible de nuestro Dios,
pues es imposible no quejarse ni resentirse de pena tan
amarga, cuando el mismo Salvador se lamentó en la cruz.»
Mas es necesario imitar su amorosa resignación y la de los
santos. «Estos, por lo regular, han vivido en las arideces y no
en las consolaciones sensibles; lo que toda su vida han
procurado, no ha sido el fervor sensible en el gozo, sino el
fervor espiritual en las penas.» ¿Os encontráis en la aridez?,
sed constantes y no descuidéis de ningún modo vuestros
ejercicios ordinarios, especialmente la oración mental. No
imitéis a las almas poco sobrenaturales que, renunciando a su
piadosa empresa, mitigan sus austeridades, cesan de refrenar
sus sentidos y pierden los frutos de sus anteriores trabajos.
¿Os parece que las arideces son el castigo de vuestras
faltas?, aceptad humildemente este castigo misericordioso y
nada omitáis de lo que pueda hacer desaparecer las causas
de este triste estado, como son, por ejemplo, una afición
natural, vuestro escaso recogimiento, vuestro prurito de verlo
todo. Reconoced que habéis merecido no gustar ya alegría
alguna. Practicad sobre todo la resignación y confiad más que
nunca en la voluntad de Dios, pues entonces, mejor que en
cualquier circunstancia, trátase de haceros amable a vuestro
divino Esposo. Animo, pues, para continuar buscándole. Quizá
no se os presente con sus dulzuras: ¿qué importa, con tal de que os
conceda la fuerza de amarle aun en este caso, y de
hacer todo lo que El quiere? «Un amor fuerte agrada a Dios
más que un amor tierno.» Sometámonos con humildad a la
voluntad divina «y la desolación nos será más ventajosa que
la consolación». He aquí la magnífica oración que el Santo
nos enseña:
«¡Jesús mío, mi esperanza, mi amor, el único amor de mi
alma! No merezco que me deis consolaciones y dulzuras;
reservadlas para las almas inocentes que os han amado
siempre. En cuanto a mí que siempre os he ofendido, me
reconozco indigno de ellas, no os las pido. Ved lo que
únicamente deseo: haced que os ame, haced que cumpla
vuestra voluntad en todo el curso de mi vida, y después
disponed de mí como os plazca. ¡Desdichado de mí! Otras
tinieblas, otros temores, otros olvidos hubiera de padecer para
expiar las ofensas que os he inferido; he merecido el infierno,
en donde, separado de Vos y rechazado para siempre,
debiera llorar eternamente sin poder amaros. ¡ Oh, Jesús mío!
Alejad de mí esta pena, a todo lo demás me someto... Dadme
la fuerza de vencer las tentaciones, de vencerme a mí mismo.
Quiero ser todo vuestro: os doy mi cuerpo, mi alma, mi
voluntad, mi libertad, que ya no quiero vivir para mí, sino para
Vos sólo. Afligidme como os plazca, privadme de todo, con tal
que me otorguéis vuestra gracia y vuestro amor.»
Pero, ¿no os será permitido al menos desear y hasta pedir
con instancia las consolaciones divinas, o el fin de las
desolaciones?
Lo podemos, a causa del fuerte apoyo que nos procuran
los favores divinos y a causa de la postración que las
continuas desolaciones pudieran dejarnos. El Espíritu Santo
en los Salmos, la Iglesia en su Liturgia ponen en nuestros
labios oraciones de este género, cuya legitimidad ningún autor
católico ha puesto en tela de juicio. Todos, empero, nos
encomiendan hacerlo tan sólo con intención pura, con corazón
desprendido y voluntad sumisa. Mas, si están de acuerdo
sobre el principio, no así en cuanto a la práctica. Álvarez Paz,
Luis de Granada y otros, aconsejan con interés hacer esta
petición. En cambio, San Francisco de Sales, aunque permite
a su Filotea «invocar a Dios para que haga cesar el cierzo infructuoso
que seca nuestra alma, y que nos devuelva el
viento benéfico de las consolaciones», nos invita por otra parte
a «una extrema indiferencia con respecto a las consolaciones
o desolaciones». San Alfonso se expresa en idénticos
términos: «¿Queremos decir con esto que os hará Dios sentir
de nuevo la dulzura de su presencia? Guardaos de pedirla, y
pedid más bien la fuerza necesaria para manteneros fiel.» En
esta divergencia de opiniones, cada cual es libre de seguir lo
que le plazca.
No estamos obligados a pedir las consolaciones o la
cesación de las desolaciones. Sentimos vernos precisados a
contradecir a algunos que al pronunciarse en esta cuestión por
la afirmativa, condenan a San Francisco de Sales y a San
Alfonso, estos dos grandes Doctores de la piedad que no han
conocido este precepto, y que han enseñado y practicado todo
lo contrario; condenan asimismo a esa multitud de santos que
han basado su conducta en una absoluta indiferencia en esta
materia. ¿Cuál sería, pues, el origen de esta obligación? Las
consolaciones, ya lo hemos dicho, no son ni la esencia de la
devoción, ni el único medio de llegar a ella, ni siquiera un
medio necesario. Las desolaciones no constituyen la
indevoción, y lejos de ser un obstáculo insuperable,
constituyen un remedio del que tenemos sobrada necesidad.
Parecen olvidar estos autores que, si es preciso alimentar el
amor divino, también es necesario que el amor propio sea
mortificado.
Se objeta que las desolaciones son una dolencia cuya
curación no se conseguirá sino a fuerza de pedirla. En nuestra
opinión, el verdadero mal, el fondo mismo de todos los males
es el orgullo y la sensualidad, y las desolaciones constituyen
su misericordioso castigo, el remedio providencial. Aquí, como
en tantas ocasiones, Dios cura un mal de culpa con un mal de
pena. ¿Por qué habríamos de estar obligados a estrecharle, a
importunarle para que cambie de tratamiento? Más valdría
orar por que El torne más sumisa nuestra voluntad y el
remedio produzca su efecto.
Se objeta también que se falta a la confianza no haciendo
esta petición; y es todo lo contrario. Con seguridad que, si se
piensa tener necesidad de consolaciones y se las solicita con la
simplicidad de un niño, esta confianza honra a Dios, con tal
de que vaya unida a la sumisión. Pero es mucho más
necesario para ponerse enteramente en manos de Dios,
conservarse en una expectación tranquila y resignarse de
antemano a todo lo que le plazca. Es al mismo tiempo una
prudencia superior, una generosidad más perfecta, todo lo
cual necesariamente ha de conmover profundamente el
corazón de nuestro Padre Celestial.