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lunes, 3 de julio de 2023

EL SANTO ABANDONO CAPITULO 10 (LAS TENTACIONES)

 



«Para un alma que ame a Jesucristo -dice San Alfonso-, no

hay mayores penas que las tentaciones, pues todos los otros

males le facilitan la unión más íntima con Dios, recibiéndolos

con resignación; empero, las tentaciones le exponen a

separarse de Jesucristo, siendo por lo mismo mucho más

amargas que cualquier otro tormento.»


No todas las tentaciones vienen del demonio: «Cada cual

es tentado por su concupiscencia que le arrastra y seduce», y

este fuego maldito es atizado por el escándalo de los

perversos y de los imperfectos. La mayor parte de los

hombres se exponen personalmente al peligro, o se precipitan

en él unos a otros. El demonio no ha de hacer sino cruzarse

de brazos, contemplándoles realizar su obra; mas al contrario,

no cesa de agitarse alrededor de las almas que no le son

adictas. Así, un padre del desierto vio al diablo sentado

tranquilamente sobre la puerta de la ciudad de Alejandría,

mientras que las legiones infernales acometían

impetuosamente a los santos de la soledad.


«El demonio nos ataca de diferentes maneras -dice el

venerable Luis de Blosio-. Ora viene secretamente y al

parecer sin hacer nada, o aun bajo el exterior de piedad, a fin

de hacernos caer más fácilmente en sus lazos; ora de una

manera brutal se abalanza sobre nosotros, para hacernos

sucumbir a los violentos y numerosos golpes que descarga

sobre nuestra persona; en ocasiones, se desliza de un modo

insensible a manera de serpiente, intentando arrastrarnos a

faltas mayores por el desprecio de las más pequeñas y

pisoteando ciertos remordimientos y ciertas dudas, para

formarnos una conciencia falsa y endurecida. 


A tiempos, sin guardar estas consideraciones, preséntase bajo todas 

las formas y con todos los horrores, y propone los mayores

crímenes. Unas veces emplea los consuelos espirituales o las

penas interiores con la mira de engreírnos o de abatirnos;

otras, sírvese de la prosperidad o de la adversidad temporal

para inclinarnos a la pereza o precipitarnos en la

desesperación... ¿Qué diremos de los asaltos que os darán

los malignos espíritus? Semejantes a reiteradas olas de mar

embravecido, sacudirán con violencia vuestro corazón y os

creeréis a cada instante a punto de padecer triste naufragio.


Quizá llegue la tentación a ser tan horrible que los

pensamientos sugeridos por ella os parezca que sólo pueden

tener cabida en el espíritu de un réprobo. Os parecerá que

todo el infierno se ha conjurado contra vosotros, y que Dios,

irritado, os entregó a Satanás. Con frecuencia, ni siquiera

podréis abrir la boca ni para orar, ni para cantar las alabanzas

del Señor; y estos ataques tan aflictivos en sí mismos, lo serán

aún mucho más por su duración y frecuentes repeticiones. No

se satisfará el demonio con un ataque ni con muchos;

sumergidos y vueltos a sumergir en este horno, pasaréis días

tristes, rodeados de penas más o menos terribles, pero

siempre crueles.» San Francisco de Sales cita a este

propósito dos ejemplos memorables, y después añade esta

alentadora observación: «Estos grandes asaltos y tentaciones

tan fuertes jamás son permitidos por Dios, sino en ciertas

almas que quiere elevar a su amor puro y sublime.» Por lo

demás, con tal que se vigile y se ore, El está en la barca con

nosotros; parece dormir, pero la tempestad no se levantará

sino con su licencia, y se apaciguará a una palabra de su

boca.


A veces al principio, otras durante el curso o hacia el fin de

la vida espiritual es cuando la tentación se deja sentir con

mayor crueldad. En determinados casos puede hasta llegar a

tener una influencia decisiva; por ejemplo, cuando ataca

nuestra fe o nuestra vocación, puede suceder que pasemos

por pruebas especiales y poco ordinarias, como las

tentaciones de blasfemia, de odio a Dios o dudas persistentes

contra la fe. El carácter de las personas que nos rodean, el

empleo que se nos ha confiado, circunstancias transitorias pueden 

ser ocasión de tentaciones. Estas pueden tener su

principio y raíz en el temperamento, en el carácter, en el lado

flaco de nuestra alma, en nuestros defectos dominantes; y

como todo hombre se compone de cuerpo y alma, y es a la

vez ángel y bestia, habrá de combatir sobre todo el orgullo y la

impureza, y de no haber una gracia especial, éstos son los

dos enemigos por excelencia.


Los santos mismos han conocido estas dolorosas pruebas

y luchas. Y para no hablar sino de las tentaciones contra la

virtud angelical, algunos han sido preservados de ellas, como

Santa Teresa, Santa Rosa de Lima y Santa Teresita del Niño

Jesús. Otros, sólo de pasada han tenido esta humillación:

durante nueve días Santa Magdalena de Pazzis, Santa

Margarita María durante algunas horas. Muchos, después de

brillante victoria, fueron preservados de ella en lo sucesivo,

como nuestro Padre San Benito y Santo Tomás de Aquino.

Gran parte de ellos han soportado sus dolorosas acometidas

durante largos años y aun toda la vida. El Apóstol de las

Gentes, Santa Francisca Romana, Santa Catalina de Sena,

San Benito Labre y cuántos otros! fueron cruelmente

abofeteados por el Ángel de Satanás. Estas tentaciones

persistieron siete años en San Alonso Rodríguez, diecisiete en

Santa Maria Egipciaca, veinticinco en el venerable César de

Busto, San Alfonso de Ligorio, verdadero ángel de inocencia,

padeció estos ataques de una manera espantosa a la edad de

ochenta y ocho años, por espacio de más de un año entero.

Mueve a compasión Ángela de Foligno cuando hace el relato

de sus pruebas. Es el gran combate para todas las almas,

salvo una gracia particular. Mas hay sin duda otras tentaciones

en que casi no nos fijamos, aunque de ellas está llena la vida

de los santos.


En cuanto a nosotros, ¿cuándo seremos principalmente

probados? ¿Al principio, al medio o al fin de nuestra carrera?

¿Acaso siempre? ¿En qué materia sobre todo? ¿Con qué

grado de intensidad o de duración? Es el secreto de Dios, y en

parte también el nuestro. El infierno es una jauría de perros

rabiosos que anhelan despedazarnos, pero todas estas

malditas bestias están encadenadas; Dios es quien las maneja

a su antojo, y contra sus disposiciones son la impotencia misma. 

Quítales toda la libertad de tentar, o se la concede

más o menos restringida, según El lo juzga conveniente, como

armas que pueden usar contra aquellos que El permite sean

probados, en la materia y por el tiempo que halla ser a

propósito. Elegir la tentación, el tiempo, la violencia y la

duración, todo está en manos de Dios, nuestro Padre, nuestro

Salvador, nuestro Santificador; esto es lo que debe inspirarnos

confianza. Podemos nosotros mismos, con el auxilio de la

gracia, prevenir muchas tentaciones, rechazar los más rudos

asaltos del enemigo; y si sucumbimos, será por nuestro libre

consentimiento, pues el demonio puede ladrar, amenazarnos,

solicitarnos, pero no muerde sino al que lo quiere. Mas, por

desgracia, tenemos en nuestro libre albedrío la tremenda

posibilidad de ceder, a pesar de la gracia; y de no pedirla,

hasta de ir en busca de la tentación; todo lo cual nos ha de

mantener en una continua desconfianza. El peligro, pues, en

definitiva, está en nosotros, y a nosotros es a quien sobre todo

hemos de temer.


En todo esto hay una mezcla de divino beneplácito y de su

voluntad significada, exigiendo ésta que cada cual «vele y ore

para no caer en la tentación», es decir, para prevenir la

tentación en cuanto de nosotros dependa, o para obtener la

gracia de no sucumbir. Que ésta se presenta a pesar de la

vigilancia y de la oración, la voluntad de Dios significada pide

entonces que combatamos como valientes soldados de

Jesucristo. Todos conocen perfectamente los medios que han

de emplearse, pero, según San Alfonso, «el más eficaz y el

más necesario de todos los remedios, el remedio de los

remedios, es invocar el auxilio de Dios y continuar orando

mientras dure la tentación. Con frecuencia vincula el Señor la

victoria, no a la primera oración, sino a la segunda, a la

tercera, o a la cuarta. En una palabra, es necesario

persuadirse que todo nuestro bien depende de la oración; de

la oración depende el cambio de vida; de la oración depende

la victoria sobre las tentaciones; de la oración depende la

gracia del amor divino, de la perfección, de la perseverancia y

de la salvación eterna. Lo prueba la experiencia: que el que

recurre a Dios en la tentación, triunfa, y el que no recurre a

Dios peca, sobre todo en las tentaciones de incontinencia». Mas, a 

pesar de la vigilancia, de la oración, de la lucha, es

preciso resolverse a combatir, pues tal es el beneplácito

divino. «Quiero que sepáis -dice nuestro Padre San Bernardoque

nadie puede vivir sin tentación. Se va una, esperad otra

con seguridad; ¿qué digo con seguridad?, mejor diría con

temor. Pedid veros libres de ella, mas no os prometáis

completo reposo y libertad perfecta en este cuerpo de muerte.

Considerad, sin embargo, con qué bondad nos trata Dios,

pues nos deja a veces ciertas tentaciones, a fin de

preservarnos de otras más peligrosas; nos libra prontamente

de unas, para que por otras seamos ejercitados y que sabe

han de sernos provechosas.»


Debemos poner en Dios nuestra confianza, pues

cualquiera que sea la causa de las tentaciones, «¿No es

siempre El quien las permite para nuestro bien? ¿Y por qué no

adorar todo lo que en sus santos designios permite, a

excepción del pecado, que detesta y nosotros hemos de

detestar con El?» Por lo demás, nos dice el venerable Luis de

Blosio, «considerad que las tentaciones son en los designios

de Dios pruebas destinadas a hacer resaltar en todo su brillo

vuestro amor por El, lecciones que os enseñarán a

compadeceros de los que como vos serán blanco de los tiros

del enemigo, medios de expiar nuestros pecados y prevenir

nuestras faltas, disposiciones para más abundantes gracias

contra el orgullo, pues os harán sentir que sin su gracia nada

podéis».


¡Qué lección de humildad! «Cuando un alma -dice San

Alfonso- es favorecida de Dios mediante las consolaciones

interiores, fácilmente se cree capaz de vencer todos los

ataques de sus enemigos y de salir airosa en cualquier

empresa que interese a la gloria de Dios; mas, cuando es

rudamente combatida, y se ve ya al borde del precipicio y a

punto de caer, siente su miseria y su impotencia para resistir,

si Dios no viene en su ayuda.» Luces particulares sobre la

humildad pudieran proporcionarle llana complacencia, pero la

tentación le muestra hasta la saciedad su miseria con toda su

desnudez. Se embriagaría quizá con los dones y favores

celestiales, mas la tentación la impide elevarse, o la sumerge

en el fondo de la nada. Los santos mismos hubiéranse perdido por el 

orgullo, pero la tentación fue el contrapeso providencial;

y así, Dios los hundió en un abismo de humillación para

elevarlos a las cumbres de la santidad. Así, el Apóstol, vuelto

del tercer cielo, había de ser abofeteado por Satanás; Santa

Catalina de Sena, después de sus íntimas comunicaciones

con Nuestro Señor, San José de Cupertino después de sus

maravillosos éxtasis, sintieron cruelmente el aguijón de la

carne; San Alfonso, ese maestro incomparable, ha de ser

atormentado con escrúpulos más que el último de sus

discípulos.


«Es necesario -dice nuestro Padre San Bernardo- que

haya tentaciones, porque nadie puede ser legítimamente

coronado sin haber combatido, y para combatir es forzoso

tener enemigos. Por el contrario, cuantos más actos de

resistencia, más coronas.» De no ser así, nos dormiríamos

sobre los laureles; pero en el campo de batalla no hay más

remedio que vencer o morir, y para no perecer, se vela, se ora,

se obedece, se humilla, se mortifica, se hace cien veces más

que fuera de peligro. El demonio nos persigue por odio y nos

fuerza, por decirlo así, a caminar, convirtiéndose de este

modo, a pesar de su malicia, en factor importantísimo para

nuestro progreso espiritual. He aquí, concluye San Alfonso,

por qué permite Dios con frecuencia que las almas que le son

más queridas, sean las más probadas por la tentación, con lo

que adquieren más méritos en la tierra y mayor gloria en el

cielo. Al verse embestidas por tantos enemigos, despréndense

de la vida presente, desean con ansia la muerte, a fin de volar

hacia Dios y no estar expuestas a perderle. Cuando alguien,

pues, se vea en medio de tentaciones (con tal que cumpla con

su deber), en vez de abrigar temores de no estar en gracia de

Dios, debe confiar más en que es amado.


Sería, pues, un error turbarse por el sólo hecho de que la

tentación es frecuente y violenta; y no se obraría con menor

desacierto, temiéndola con exceso. «Pues -dice Santa Teresa si

este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es,

y que son sus esclavos los demonios, y de ésta no hay que

dudar, pues es de fe, siendo yo sierva de este Señor y Rey,

¿qué mal me pueden ellos hacer a mí? ¿Por qué no he de

tener yo fortaleza para combatir con todo el infierno? Tomaba una 

cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios

ánimos, que yo me vi otra en breve tiempo, que no temería

tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con

aquella cruz los venciera a todos; y así dije: Ahora venid todos,

que siendo sierva del Señor, yo quiero ver qué me podéis

hacer.


»Es sin duda, que me parecía que me habían miedo,

porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos, que

se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy:

porque aunque algunas veces los veía, como diré después, no

les he habido más casi miedo, antes me parecía que ellos me

le habían a mí. Quedóme un señorío contra ellos, bien dado

del Señor de todos, que no se me da más de ellos que de

moscas. Parécenme tan cobardes, que en viendo que los

tienen en poco, no les queda fuerza, no saben estos enemigos

de hecho acometer, sino a quien ven que se les rinde, o

cuando lo permite Dios, para más bien de sus siervos, que los

tiente y atormente. Pluguiese a su Majestad, temiésemos a

quien hemos de temer y entendiésemos nos puede venir

mayor daño de un pecado venial, que de todo el infierno junto,

pues es ello así». El piadoso Obispo de Ginebra hablaba de

idéntica manera a Santa Juana de Chantal: «Se han renovado

vuestras tentaciones contra la fe, os acosan por todas partes;

pero pensáis demasiado en ellas, las teméis mucho, os

precavéis en demasía de ellas. Estimáis la fe y no quisierais

que os viniera un solo pensamiento contrario, y paréceos que

todo la perjudica. No, en ninguna manera; no toméis el susurro

de las hojas por el choque de las armas. Nuestro enemigo es

un consumado alborotador, pero no os asuste la noticia, que

bien ha gritado en derredor de los santos y armado gran

algazara, y a pesar de todo ¡ahí los tenéis colocados en el

lugar que perdió el miserable! No nos espanten sus

baladronadas, pues como sabe que no puede causarnos daño

alguno, pretende siquiera infundirnos miedo, y con el miedo

inquietarnos, y con la inquietud fatigarnos, y con la fatiga

hacernos sucumbir. No temamos sino a Dios, pero que este

temor sea amoroso. Tengamos bien cerradas las puertas,

cuidemos de no dejar derrumbar las murallas de nuestras

resoluciones, y vivamos en paz.» 

Que la tentación es horrible, que  os  impresiona, que os sentís 

inclinado al mal; no importa, la  impresión no es más que

un sentimiento, y os humilla, pero no os hace culpable. Sentir

no es consentir. Todo cuanto sucede en la parte inferior del

alma: imaginaciones, recuerdos, impresiones, movimientos

desarreglados, todo está en nosotros, pero no es vuestro, y

por su naturaleza es indeliberado e involuntario, y lo que

constituye el pecado es solamente el consentimiento. La

inclinación es una enfermedad de la naturaleza, no un

desorden de la voluntad. El placer pecaminoso solicita al mal y

constituye el peligro, mas no es imputable sino en cuanto la

voluntad lo busca o acepta. Por fuertes que sean las

sugestiones del demonio, sean cualesquiera los fantasmas

que bullan en vuestra imaginación, si esto sucede a pesar

vuestro, lejos de manchar vuestra alma, la vuelven más pura y

agradable a Dios. Una amarga pena se apodera de vosotros

en las tentaciones de impureza, de odio, de aversión, u otras

semejantes: el temor de haber sucumbido os atormenta y

agita, pero ese mismo temor es señal evidente de que

conserváis en alto grado el temor de Dios, el horror al pecado,

la voluntad de resistir. Es moralmente imposible que un alma

así dispuesta cambie en un momento, y preste al pecado

mortal pleno y absoluto consentimiento sin que lo advierta con

toda claridad. Todo lo más que puede suceder es que, dada la

fuerza o frecuencia de la tentación, haya habido alguna

negligencia, un momento de sorpresa, por ejemplo, un deseo

comenzado de vengarse, movimientos de complacencia

semivoluntarios, mas no consentimientos plenos, enteros,

deliberados, que en esta situación de alma no son posibles, o

por lo menos sería muy fácil de conocer la transición entre un

horror invencible al pecado mortal y su aceptación plena y

entera.


Sin embargo, no debemos desear las tentaciones, a pesar

de las preciosas ventajas que de ellas se puedan reportar,

pues constituyen una excitación actual al mal y un peligro para

vuestra alma. Conviene, por el contrario, pedir a Dios que nos

preserve de ellas, en particular de aquellas a las que

sucumbiríamos sin remedio. Como dejamos dicho, hemos de

resignarnos a sufrir la tentación, si tal es el beneplácito divino, mas 

a condición de hacer todo cuanto su voluntad significada

disponga, para prevenirla o para triunfar de ella. Entonces, sin

perder un momento el ánimo, es preciso poner nuestra

confianza en Dios, abandonarnos a su dulce providencia y no

temer nada; oraremos, combatiremos y, siendo El quien nos

expone al combate, no nos dejará solos ni permitirá que

sucumbamos.


No impide ciertamente el Santo Abandonó el deseo

moderado de quedar libre de esta peligrosa prueba, pero sí

desecha la inquietud y el exceso de este deseo. «En cuanto a

vuestras inveteradas tentaciones, decía a Santa Juana de

Chantal su sapientísimo Director, no tengáis tanto empeño en

veros libre de ellas, ni os amedrentéis por sus ataques, de los

que, Dios mediante, os veréis pronto libre; así se lo suplicaré

yo, pero os lo aseguro que resignándome siempre a su divino

beneplácito, mas con una resignación dulce y alegre. Deseáis

con toda vuestra alma que Dios os deje en paz por este lado,

sin embargo, por lo que a mí toca, deseo que Dios esté

tranquilo por todos lados, que ninguno de nuestros deseos sea

contrario a los suyos. No quiero que deseéis con deseo

voluntario esta paz inútil y quizá perjudicial; lo que quiero es

que no os atormentéis con estos deseos ni con otro

cualquiera. Nuestro Señor nos dará la paz cuando nos

sometamos dulcemente a vivir en guerra. Mantened firme

vuestro corazón: Nuestro Señor os ayudará, y nosotros por

nuestra parte lo amaremos de todo corazón.»