«Para un alma que ame a Jesucristo -dice San Alfonso-, no
hay mayores penas que las tentaciones, pues todos los otros
males le facilitan la unión más íntima con Dios, recibiéndolos
con resignación; empero, las tentaciones le exponen a
separarse de Jesucristo, siendo por lo mismo mucho más
amargas que cualquier otro tormento.»
No todas las tentaciones vienen del demonio: «Cada cual
es tentado por su concupiscencia que le arrastra y seduce», y
este fuego maldito es atizado por el escándalo de los
perversos y de los imperfectos. La mayor parte de los
hombres se exponen personalmente al peligro, o se precipitan
en él unos a otros. El demonio no ha de hacer sino cruzarse
de brazos, contemplándoles realizar su obra; mas al contrario,
no cesa de agitarse alrededor de las almas que no le son
adictas. Así, un padre del desierto vio al diablo sentado
tranquilamente sobre la puerta de la ciudad de Alejandría,
mientras que las legiones infernales acometían
impetuosamente a los santos de la soledad.
«El demonio nos ataca de diferentes maneras -dice el
venerable Luis de Blosio-. Ora viene secretamente y al
parecer sin hacer nada, o aun bajo el exterior de piedad, a fin
de hacernos caer más fácilmente en sus lazos; ora de una
manera brutal se abalanza sobre nosotros, para hacernos
sucumbir a los violentos y numerosos golpes que descarga
sobre nuestra persona; en ocasiones, se desliza de un modo
insensible a manera de serpiente, intentando arrastrarnos a
faltas mayores por el desprecio de las más pequeñas y
pisoteando ciertos remordimientos y ciertas dudas, para
formarnos una conciencia falsa y endurecida.
A tiempos, sin guardar estas consideraciones, preséntase bajo todas
las formas y con todos los horrores, y propone los mayores
crímenes. Unas veces emplea los consuelos espirituales o las
penas interiores con la mira de engreírnos o de abatirnos;
otras, sírvese de la prosperidad o de la adversidad temporal
para inclinarnos a la pereza o precipitarnos en la
desesperación... ¿Qué diremos de los asaltos que os darán
los malignos espíritus? Semejantes a reiteradas olas de mar
embravecido, sacudirán con violencia vuestro corazón y os
creeréis a cada instante a punto de padecer triste naufragio.
Quizá llegue la tentación a ser tan horrible que los
pensamientos sugeridos por ella os parezca que sólo pueden
tener cabida en el espíritu de un réprobo. Os parecerá que
todo el infierno se ha conjurado contra vosotros, y que Dios,
irritado, os entregó a Satanás. Con frecuencia, ni siquiera
podréis abrir la boca ni para orar, ni para cantar las alabanzas
del Señor; y estos ataques tan aflictivos en sí mismos, lo serán
aún mucho más por su duración y frecuentes repeticiones. No
se satisfará el demonio con un ataque ni con muchos;
sumergidos y vueltos a sumergir en este horno, pasaréis días
tristes, rodeados de penas más o menos terribles, pero
siempre crueles.» San Francisco de Sales cita a este
propósito dos ejemplos memorables, y después añade esta
alentadora observación: «Estos grandes asaltos y tentaciones
tan fuertes jamás son permitidos por Dios, sino en ciertas
almas que quiere elevar a su amor puro y sublime.» Por lo
demás, con tal que se vigile y se ore, El está en la barca con
nosotros; parece dormir, pero la tempestad no se levantará
sino con su licencia, y se apaciguará a una palabra de su
boca.
A veces al principio, otras durante el curso o hacia el fin de
la vida espiritual es cuando la tentación se deja sentir con
mayor crueldad. En determinados casos puede hasta llegar a
tener una influencia decisiva; por ejemplo, cuando ataca
nuestra fe o nuestra vocación, puede suceder que pasemos
por pruebas especiales y poco ordinarias, como las
tentaciones de blasfemia, de odio a Dios o dudas persistentes
contra la fe. El carácter de las personas que nos rodean, el
empleo que se nos ha confiado, circunstancias transitorias pueden
ser ocasión de tentaciones. Estas pueden tener su
principio y raíz en el temperamento, en el carácter, en el lado
flaco de nuestra alma, en nuestros defectos dominantes; y
como todo hombre se compone de cuerpo y alma, y es a la
vez ángel y bestia, habrá de combatir sobre todo el orgullo y la
impureza, y de no haber una gracia especial, éstos son los
dos enemigos por excelencia.
Los santos mismos han conocido estas dolorosas pruebas
y luchas. Y para no hablar sino de las tentaciones contra la
virtud angelical, algunos han sido preservados de ellas, como
Santa Teresa, Santa Rosa de Lima y Santa Teresita del Niño
Jesús. Otros, sólo de pasada han tenido esta humillación:
durante nueve días Santa Magdalena de Pazzis, Santa
Margarita María durante algunas horas. Muchos, después de
brillante victoria, fueron preservados de ella en lo sucesivo,
como nuestro Padre San Benito y Santo Tomás de Aquino.
Gran parte de ellos han soportado sus dolorosas acometidas
durante largos años y aun toda la vida. El Apóstol de las
Gentes, Santa Francisca Romana, Santa Catalina de Sena,
San Benito Labre y cuántos otros! fueron cruelmente
abofeteados por el Ángel de Satanás. Estas tentaciones
persistieron siete años en San Alonso Rodríguez, diecisiete en
Santa Maria Egipciaca, veinticinco en el venerable César de
Busto, San Alfonso de Ligorio, verdadero ángel de inocencia,
padeció estos ataques de una manera espantosa a la edad de
ochenta y ocho años, por espacio de más de un año entero.
Mueve a compasión Ángela de Foligno cuando hace el relato
de sus pruebas. Es el gran combate para todas las almas,
salvo una gracia particular. Mas hay sin duda otras tentaciones
en que casi no nos fijamos, aunque de ellas está llena la vida
de los santos.
En cuanto a nosotros, ¿cuándo seremos principalmente
probados? ¿Al principio, al medio o al fin de nuestra carrera?
¿Acaso siempre? ¿En qué materia sobre todo? ¿Con qué
grado de intensidad o de duración? Es el secreto de Dios, y en
parte también el nuestro. El infierno es una jauría de perros
rabiosos que anhelan despedazarnos, pero todas estas
malditas bestias están encadenadas; Dios es quien las maneja
a su antojo, y contra sus disposiciones son la impotencia misma.
Quítales toda la libertad de tentar, o se la concede
más o menos restringida, según El lo juzga conveniente, como
armas que pueden usar contra aquellos que El permite sean
probados, en la materia y por el tiempo que halla ser a
propósito. Elegir la tentación, el tiempo, la violencia y la
duración, todo está en manos de Dios, nuestro Padre, nuestro
Salvador, nuestro Santificador; esto es lo que debe inspirarnos
confianza. Podemos nosotros mismos, con el auxilio de la
gracia, prevenir muchas tentaciones, rechazar los más rudos
asaltos del enemigo; y si sucumbimos, será por nuestro libre
consentimiento, pues el demonio puede ladrar, amenazarnos,
solicitarnos, pero no muerde sino al que lo quiere. Mas, por
desgracia, tenemos en nuestro libre albedrío la tremenda
posibilidad de ceder, a pesar de la gracia; y de no pedirla,
hasta de ir en busca de la tentación; todo lo cual nos ha de
mantener en una continua desconfianza. El peligro, pues, en
definitiva, está en nosotros, y a nosotros es a quien sobre todo
hemos de temer.
En todo esto hay una mezcla de divino beneplácito y de su
voluntad significada, exigiendo ésta que cada cual «vele y ore
para no caer en la tentación», es decir, para prevenir la
tentación en cuanto de nosotros dependa, o para obtener la
gracia de no sucumbir. Que ésta se presenta a pesar de la
vigilancia y de la oración, la voluntad de Dios significada pide
entonces que combatamos como valientes soldados de
Jesucristo. Todos conocen perfectamente los medios que han
de emplearse, pero, según San Alfonso, «el más eficaz y el
más necesario de todos los remedios, el remedio de los
remedios, es invocar el auxilio de Dios y continuar orando
mientras dure la tentación. Con frecuencia vincula el Señor la
victoria, no a la primera oración, sino a la segunda, a la
tercera, o a la cuarta. En una palabra, es necesario
persuadirse que todo nuestro bien depende de la oración; de
la oración depende el cambio de vida; de la oración depende
la victoria sobre las tentaciones; de la oración depende la
gracia del amor divino, de la perfección, de la perseverancia y
de la salvación eterna. Lo prueba la experiencia: que el que
recurre a Dios en la tentación, triunfa, y el que no recurre a
Dios peca, sobre todo en las tentaciones de incontinencia». Mas, a
pesar de la vigilancia, de la oración, de la lucha, es
preciso resolverse a combatir, pues tal es el beneplácito
divino. «Quiero que sepáis -dice nuestro Padre San Bernardoque
nadie puede vivir sin tentación. Se va una, esperad otra
con seguridad; ¿qué digo con seguridad?, mejor diría con
temor. Pedid veros libres de ella, mas no os prometáis
completo reposo y libertad perfecta en este cuerpo de muerte.
Considerad, sin embargo, con qué bondad nos trata Dios,
pues nos deja a veces ciertas tentaciones, a fin de
preservarnos de otras más peligrosas; nos libra prontamente
de unas, para que por otras seamos ejercitados y que sabe
han de sernos provechosas.»
Debemos poner en Dios nuestra confianza, pues
cualquiera que sea la causa de las tentaciones, «¿No es
siempre El quien las permite para nuestro bien? ¿Y por qué no
adorar todo lo que en sus santos designios permite, a
excepción del pecado, que detesta y nosotros hemos de
detestar con El?» Por lo demás, nos dice el venerable Luis de
Blosio, «considerad que las tentaciones son en los designios
de Dios pruebas destinadas a hacer resaltar en todo su brillo
vuestro amor por El, lecciones que os enseñarán a
compadeceros de los que como vos serán blanco de los tiros
del enemigo, medios de expiar nuestros pecados y prevenir
nuestras faltas, disposiciones para más abundantes gracias
contra el orgullo, pues os harán sentir que sin su gracia nada
podéis».
¡Qué lección de humildad! «Cuando un alma -dice San
Alfonso- es favorecida de Dios mediante las consolaciones
interiores, fácilmente se cree capaz de vencer todos los
ataques de sus enemigos y de salir airosa en cualquier
empresa que interese a la gloria de Dios; mas, cuando es
rudamente combatida, y se ve ya al borde del precipicio y a
punto de caer, siente su miseria y su impotencia para resistir,
si Dios no viene en su ayuda.» Luces particulares sobre la
humildad pudieran proporcionarle llana complacencia, pero la
tentación le muestra hasta la saciedad su miseria con toda su
desnudez. Se embriagaría quizá con los dones y favores
celestiales, mas la tentación la impide elevarse, o la sumerge
en el fondo de la nada. Los santos mismos hubiéranse perdido por el
orgullo, pero la tentación fue el contrapeso providencial;
y así, Dios los hundió en un abismo de humillación para
elevarlos a las cumbres de la santidad. Así, el Apóstol, vuelto
del tercer cielo, había de ser abofeteado por Satanás; Santa
Catalina de Sena, después de sus íntimas comunicaciones
con Nuestro Señor, San José de Cupertino después de sus
maravillosos éxtasis, sintieron cruelmente el aguijón de la
carne; San Alfonso, ese maestro incomparable, ha de ser
atormentado con escrúpulos más que el último de sus
discípulos.
«Es necesario -dice nuestro Padre San Bernardo- que
haya tentaciones, porque nadie puede ser legítimamente
coronado sin haber combatido, y para combatir es forzoso
tener enemigos. Por el contrario, cuantos más actos de
resistencia, más coronas.» De no ser así, nos dormiríamos
sobre los laureles; pero en el campo de batalla no hay más
remedio que vencer o morir, y para no perecer, se vela, se ora,
se obedece, se humilla, se mortifica, se hace cien veces más
que fuera de peligro. El demonio nos persigue por odio y nos
fuerza, por decirlo así, a caminar, convirtiéndose de este
modo, a pesar de su malicia, en factor importantísimo para
nuestro progreso espiritual. He aquí, concluye San Alfonso,
por qué permite Dios con frecuencia que las almas que le son
más queridas, sean las más probadas por la tentación, con lo
que adquieren más méritos en la tierra y mayor gloria en el
cielo. Al verse embestidas por tantos enemigos, despréndense
de la vida presente, desean con ansia la muerte, a fin de volar
hacia Dios y no estar expuestas a perderle. Cuando alguien,
pues, se vea en medio de tentaciones (con tal que cumpla con
su deber), en vez de abrigar temores de no estar en gracia de
Dios, debe confiar más en que es amado.
Sería, pues, un error turbarse por el sólo hecho de que la
tentación es frecuente y violenta; y no se obraría con menor
desacierto, temiéndola con exceso. «Pues -dice Santa Teresa si
este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es,
y que son sus esclavos los demonios, y de ésta no hay que
dudar, pues es de fe, siendo yo sierva de este Señor y Rey,
¿qué mal me pueden ellos hacer a mí? ¿Por qué no he de
tener yo fortaleza para combatir con todo el infierno? Tomaba una
cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios
ánimos, que yo me vi otra en breve tiempo, que no temería
tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con
aquella cruz los venciera a todos; y así dije: Ahora venid todos,
que siendo sierva del Señor, yo quiero ver qué me podéis
hacer.
»Es sin duda, que me parecía que me habían miedo,
porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos, que
se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy:
porque aunque algunas veces los veía, como diré después, no
les he habido más casi miedo, antes me parecía que ellos me
le habían a mí. Quedóme un señorío contra ellos, bien dado
del Señor de todos, que no se me da más de ellos que de
moscas. Parécenme tan cobardes, que en viendo que los
tienen en poco, no les queda fuerza, no saben estos enemigos
de hecho acometer, sino a quien ven que se les rinde, o
cuando lo permite Dios, para más bien de sus siervos, que los
tiente y atormente. Pluguiese a su Majestad, temiésemos a
quien hemos de temer y entendiésemos nos puede venir
mayor daño de un pecado venial, que de todo el infierno junto,
pues es ello así». El piadoso Obispo de Ginebra hablaba de
idéntica manera a Santa Juana de Chantal: «Se han renovado
vuestras tentaciones contra la fe, os acosan por todas partes;
pero pensáis demasiado en ellas, las teméis mucho, os
precavéis en demasía de ellas. Estimáis la fe y no quisierais
que os viniera un solo pensamiento contrario, y paréceos que
todo la perjudica. No, en ninguna manera; no toméis el susurro
de las hojas por el choque de las armas. Nuestro enemigo es
un consumado alborotador, pero no os asuste la noticia, que
bien ha gritado en derredor de los santos y armado gran
algazara, y a pesar de todo ¡ahí los tenéis colocados en el
lugar que perdió el miserable! No nos espanten sus
baladronadas, pues como sabe que no puede causarnos daño
alguno, pretende siquiera infundirnos miedo, y con el miedo
inquietarnos, y con la inquietud fatigarnos, y con la fatiga
hacernos sucumbir. No temamos sino a Dios, pero que este
temor sea amoroso. Tengamos bien cerradas las puertas,
cuidemos de no dejar derrumbar las murallas de nuestras
resoluciones, y vivamos en paz.»
Que la tentación es horrible, que os impresiona, que os sentís
inclinado al mal; no importa, la impresión no es más que
un sentimiento, y os humilla, pero no os hace culpable. Sentir
no es consentir. Todo cuanto sucede en la parte inferior del
alma: imaginaciones, recuerdos, impresiones, movimientos
desarreglados, todo está en nosotros, pero no es vuestro, y
por su naturaleza es indeliberado e involuntario, y lo que
constituye el pecado es solamente el consentimiento. La
inclinación es una enfermedad de la naturaleza, no un
desorden de la voluntad. El placer pecaminoso solicita al mal y
constituye el peligro, mas no es imputable sino en cuanto la
voluntad lo busca o acepta. Por fuertes que sean las
sugestiones del demonio, sean cualesquiera los fantasmas
que bullan en vuestra imaginación, si esto sucede a pesar
vuestro, lejos de manchar vuestra alma, la vuelven más pura y
agradable a Dios. Una amarga pena se apodera de vosotros
en las tentaciones de impureza, de odio, de aversión, u otras
semejantes: el temor de haber sucumbido os atormenta y
agita, pero ese mismo temor es señal evidente de que
conserváis en alto grado el temor de Dios, el horror al pecado,
la voluntad de resistir. Es moralmente imposible que un alma
así dispuesta cambie en un momento, y preste al pecado
mortal pleno y absoluto consentimiento sin que lo advierta con
toda claridad. Todo lo más que puede suceder es que, dada la
fuerza o frecuencia de la tentación, haya habido alguna
negligencia, un momento de sorpresa, por ejemplo, un deseo
comenzado de vengarse, movimientos de complacencia
semivoluntarios, mas no consentimientos plenos, enteros,
deliberados, que en esta situación de alma no son posibles, o
por lo menos sería muy fácil de conocer la transición entre un
horror invencible al pecado mortal y su aceptación plena y
entera.
Sin embargo, no debemos desear las tentaciones, a pesar
de las preciosas ventajas que de ellas se puedan reportar,
pues constituyen una excitación actual al mal y un peligro para
vuestra alma. Conviene, por el contrario, pedir a Dios que nos
preserve de ellas, en particular de aquellas a las que
sucumbiríamos sin remedio. Como dejamos dicho, hemos de
resignarnos a sufrir la tentación, si tal es el beneplácito divino, mas
a condición de hacer todo cuanto su voluntad significada
disponga, para prevenirla o para triunfar de ella. Entonces, sin
perder un momento el ánimo, es preciso poner nuestra
confianza en Dios, abandonarnos a su dulce providencia y no
temer nada; oraremos, combatiremos y, siendo El quien nos
expone al combate, no nos dejará solos ni permitirá que
sucumbamos.
No impide ciertamente el Santo Abandonó el deseo
moderado de quedar libre de esta peligrosa prueba, pero sí
desecha la inquietud y el exceso de este deseo. «En cuanto a
vuestras inveteradas tentaciones, decía a Santa Juana de
Chantal su sapientísimo Director, no tengáis tanto empeño en
veros libre de ellas, ni os amedrentéis por sus ataques, de los
que, Dios mediante, os veréis pronto libre; así se lo suplicaré
yo, pero os lo aseguro que resignándome siempre a su divino
beneplácito, mas con una resignación dulce y alegre. Deseáis
con toda vuestra alma que Dios os deje en paz por este lado,
sin embargo, por lo que a mí toca, deseo que Dios esté
tranquilo por todos lados, que ninguno de nuestros deseos sea
contrario a los suyos. No quiero que deseéis con deseo
voluntario esta paz inútil y quizá perjudicial; lo que quiero es
que no os atormentéis con estos deseos ni con otro
cualquiera. Nuestro Señor nos dará la paz cuando nos
sometamos dulcemente a vivir en guerra. Mantened firme
vuestro corazón: Nuestro Señor os ayudará, y nosotros por
nuestra parte lo amaremos de todo corazón.»