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lunes, 6 de septiembre de 2021

EL SANTO ABANDONO (2. La fe en la Providencia)

 



2. LA FE EN LA PROVIDENCIA

«El justo vive de la fe», y para elevarse hasta el Santo

Abandono, es necesario que esté penetrado de una fe viva y

arraigada. Ahora bien, la fe se clarifica en la medida que el

hombre se purifica y crece en virtud. Mas sólo al elevarse el

alma a la vida unitiva, a aquel grado de adelantamiento en

que, bien limpia y rica ya en virtudes, vive principalmente del

amor y de la intimidad con Dios, es cuando llega a ser

especialmente luminosa y penetrante. Se hacen entonces las

sombras menos densas y a través del velo se transparentan

sus claridades; Dios oculto siempre, deja, sin embargo,

adivinar su presencia haciendo a las veces sentir con mucha viveza

su amor y sus ternuras; y cual otro Moisés, trata con el

Invisible como si le viese cara a cara. Por medio de esta fe

viva, el abandono se toma fácil; sin ella no es posible elevarse

a él de un modo habitual.


Nada sucede en este mundo sin orden o permisión de

Dios; todo cuanto existe ha sido creado por El, y todo lo

creado lo conserva y gobierna enderezándolo hacia su fin. En

tanto que rige los astros y preside las revoluciones de la tierra,

concurre a los trabajos de la hormiga, al menor movimiento de

los insectos que pululan en el aire y al de los millones de

átomos contenidos en la gota de agua. Ni la hoja del árbol se

agita, ni la brizna de hierba muere, ni el grano de arena es

transportado por el viento sin su beneplácito. Vela con solicitud

sobre las aves del cielo y sobre los lirios del campo, y pues

nosotros valemos más que una bandada de pájaros, menos

podrá olvidar a sus hijos de la tierra. Al padre de familia, a la

vigilante solicitud de las madres pasarán inadvertidos mil

detalles; Dios, empero, por su inteligencia infinita, posee el

secreto de ordenar los incidentes de poca monta como los

acontecimientos de mayor importancia. Y tanto es así, que

todos nuestros cabellos están contados y ni uno solo cae de

nuestra cabeza sin el permiso de Nuestro Padre que está en

los cielos. ¿Cabe imaginar cosa más insignificante que la

caída de uno de nuestros cabellos? Dios, sin embargo, piensa

en ello. Con cuánta más razón pensará Dios en mí y proveerá

a todo, «si tengo hambre, si tengo sed, si emprendo un

trabajo, si he de elegir un estado de vida, si en este estado se

ofrecen ciertas dificultades, si para resistir a tal tentación o

cumplir tal deber necesito su gracia, si en mi camino hacia la

eternidad tengo necesidad del pan cotidiano del alma y del

cuerpo, si en los últimos momentos me es necesario un

acrecentamiento de gracias; si postrado en el lecho de muerte,

a punto de exhalar el postrer suspiro y abandonado de todos,

me veo perdido.» De suerte que yo, que no soy sino un átomo

insignificante del mundo, ocupo día y noche, sin cesar y en

todas partes, el pensamiento y el corazón de mi Padre que

está en los cielos. ¡Qué verdad más conmovedora y llena de

consuelo!


Mas si la Providencia combina por si misma sus designios sobre mí,

confía su ejecución, por lo menos en gran parte, a

las causas segundas. Emplea el sol, el viento, la lluvia; pone

en movimiento el cielo y la tierra, los elementos insensibles y

las causas inteligentes. Pero como las criaturas no tienen

acción sobre mí, sino en cuanto la reciben de El, he de Ver en

cada una de ellas un receptáculo de la Providencia y el

instrumento de sus designios. Por consiguiente, «en el frío que

me encoge yo descubriré la Providencia; en el calor que me

dilata, la Providencia; en el viento que sopla y empuja mi navío

lejos o cerca del puerto, la Providencia; en el éxito que me

anima, la Providencia; en la prueba de la adversidad, la

Providencia; en este hombre que me aflige, la Providencia; en

este otro que me causa placer, la Providencia; en esta

enfermedad, en esta curación, en este curso que toman los

negocios públicos, en estas persecuciones, en estos triunfos,

la Providencia, siempre la Providencia». Nada más justo que

ver así a Dios en todas las cosas, y ¡qué tranquila y

santificante es esta manera de pensar y obrar!


Nuestro Padre celestial es en verdad un Dios escondido. Al

modo que ha velado su palabra bajo la letra de las Sagradas

Escrituras y que Jesucristo oculta su presencia bajo las

especies eucarísticas, así Dios, queriendo permanecer

invisible para proporcionarnos el mérito de creer, nos oculta su

acción bajo las criaturas. «He aquí una enfermedad que nos

invade. ¿Cuál es su causa? En apariencia es un capricho del

aire, es el rigor de la estación; en realidad es Dios quien ha

ordenado a estos elementos que nos pongan enfermos. Aun

así Dios persiste entre sombras y nosotros no hemos visto su

rostro. Sin embargo, la enfermedad seguirá su curso, unas

veces se agravará y otras cederá a los remedios. ¿Quién es el

autor de esta agravación o de esta curación? Nosotros

decimos que el médico, su habilidad o su imprudencia. ¡Tal

vez! Mas lo cierto es que Dios está por encima de las causas

segundas, y que El es, en definitiva, el que causa la curación o

la muerte. Si, mas nosotros no lo vemos, y ese nuestro Dios

continúa sin mostrarse... Y más difícil nos es descubrir al

Agente supremo cuanto es mayor la claridad con que se

muestran las causas segundas.


Mediante una fe viva, se miran las criaturas no en sí mismas, sino en 

la causa primera de la que reciben toda su

acción; se adivina cómo «Dios las ordena, las mezcla, las

reúne, las pone, las empuja hacia el mismo fin por opuestos

caminos». Se entrevé al Espíritu Santo sirviéndose de los

hombres y de las cosas para escribir en las almas un

Evangelio viviente. Este libro no será del todo comprendido

sino en el gran día de la eternidad, lo que nos parece tan

confuso, tan ininteligible, nos maravillará entonces; ahora con

la firme persuasión de que «todo tiene sus movimientos, sus

medidas, sus relaciones en esta divina obra», hemos de

inclinarnos con respeto, a la manera que ante la Sagrada

Escritura adoramos al Dios oculto y nos abandonamos a su

Providencia. Mas si es débil nuestra fe, ¿Cómo ver a Dios en

las desgracias que nos hieren y principalmente a través de la

malicia de los hombres? Todo se atribuye al acaso, a la mala

fortuna, y se rechaza.


El acaso no es sino una palabra vacía de sentido, o mejor

aún es «la Providencia de incógnito», pero para los corazones

maleados que quisieran prescindir de la sumisión de la oración

y del reconocimiento, es la laicización de la Providencia.


«Nada sucede en nuestra vida por movimientos al acaso,

sabedlo bien, todo cuanto acontece contra nuestra voluntad no

sucede sino en conformidad con la voluntad de Dios, según su

Providencia y el orden que El tenía determinado, el

consentimiento que El da y las leyes que ha establecido.» Así

habla San Agustín.


«Hay algunos casos fortuitos, accidentes inesperados; mas

son fortuitos e inesperados solamente para nosotros..., en

realidad son un designio de la Providencia soberana, que

ordena y reduce todas las cosas a su servicio.» «Dios, al guiar

a sus criaturas, no les manifiesta sus designios; ellas van y

vienen cada cual en su camino. La fatalidad quiere que unos

encuentren en su camino la ocasión de hacer fortuna y otros

causas de pérdidas y de minas; fatalidad es ciertamente para

el hombre que no ha visto todas las combinaciones, mas para

Dios, que ha determinado hasta ese punto las circunstancias,

todo ha sido providencial.»


En las desgracias que nos hieren es preciso ver a Dios.

«Yo soy el Señor, nos dice por boca de Isaías, yo soy el Señor y no

 hay otro; yo soy el que formó la luz y creó las tinieblas,

que hago la paz y creo los males». «Yo soy, había dicho antes

por Moisés, yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que

hiere y el que sane» «El Señor quita y da la vida, se dice

también en el cántico de Ana, madre de Samuel; conduce a la

tumba y saca de ella; el Señor hace al pobre y al rico, abate y

levanta». ¿Sucederá algún mal -dice Amós- que no venga del

Señor?». «Los bienes y los males, asegura el Sabio, la vida y

la muerte, la pobreza y las riquezas vienen de Dios»


Yo, podrá decir alguno, admito esto en cuanto a la

enfermedad y a la muerte, al frío y al calor y mil parecidos

accidentes producidos por causas desprovistas de libertad,

pues estas causas obedecen siempre a Dios. El hombre, por

el contrario, le resiste; cuando alguien habla mal de mí, me

arrebata los bienes, me hiere, me persigue, ¿Cómo podré yo

ver en ese mal proceder la mano de Dios, puesto que, muy

lejos de aprobarlo, lo prohíbe? No puedo, pues, atribuirlo sino

a voluntad del hombre, a su ignorancia o a su malicia. En vano

se atrincheran tras este razonamiento para no abandonarse a

la Providencia, ya que Dios mismo se ha explicado acerca del

particular y hemos de creer, fiados de su palabra infalible, que

El obra en esta clase de acontecimientos no menos que en los

otros; nada sucede en ellos sino por su voluntad.


Cuando quiere castigar a los culpables, escoge los

instrumentos que bien le parece, los hombres o los demonios.

Peca David, y en la casa del príncipe y entre sus hijos es

donde Dios suscitará los instrumentos de su justicia. Cada vez

que los israelitas se endurecían en el mal, el Señor les

manifestaba que había escogido a los pueblos vecinos, ya al

uno, ya al otro, para reducirlos al deber mediante un terrible

castigo. Asur, en particular, será la vara del furor divino y su

mano el instrumento de la indignación de Dios. Nuestro Señor

predice la destrucción de Jerusalén deicida e impenitente: Tito

será indudablemente el brazo de Dios para derribarla de arriba

abajo y no dejar en ella piedra sobre piedra. Más tarde, Atila

podrá llamarse con razón el azote de Dios. Saúl peca con

obstinación, el Espíritu de Dios se retira de él y un espíritu

malo, enviado por el Señor, le domina y agita.


Para probar a los justos y a los santos, Dios emplea la malicia del 

demonio y la perversidad de los malvados. Job

pierde hijos y bienes, cae de la opulencia en la miseria y dice:

« El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; se ha hecho lo que

le era agradable; ¡bendito sea el nombre del Señor! ». No dijo

-según acertadamente observa San Agustín-: «El Señor me lo

dio y el diablo me lo quitó, sino el Señor me lo dio y el Señor

me lo quitó; todo se ha hecho como agrada al Señor y no al

demonio. Referid, pues, a Dios todos los golpes que os hieran,

porque el diablo mismo nada os puede hacer sin la permisión

de Dios» Los hermanos de José, al venderle, cometen la más

negra iniquidad; mas él lo atribuye todo a la Providencia, y así

lo manifiesta repetidas veces: «Por vuestra salud me ha

enviado el Señor ante vosotros a Egipto... Vosotros formasteis

malos designios contra mí, mas no me encuentro aquí por

vuestra voluntad, sino por la de Dios, a la que no podemos

resistir».


Cuando Semeí perseguía con sus maldiciones a David

fugitivo y le tiraba piedras, el santo Rey sólo quiso ver en esto

la acción de la Providencia, y calma la indignación de sus

siervos diciéndoles: «Dejadle; Dios le ha mandado

maldecirme», es decir, le ha elegido para castigarme.

En la Pasión del Salvador, los judíos que le acusan, Judas

que le entrega, Pilatos que le condena, los verdugos que le

atormentan, los demonios que excitan a todos estos

desgraciados, son desde luego la causa inmediata de este

terrible crimen. Mas, sin ellos sospecharlo, es Dios quien ha

combinado todo, no siendo ellos sino los ejecutores de sus

designios. Nuestro Señor lo declara formalmente: « Ese cáliz

lo ha preparado mi Padre; Pilato no tendría poder alguno si no

lo hubiera recibido de lo alto. Mas ha llegado la hora de la

Pasión, la hora dada por el cielo al poder de las tinieblas».


San Pedro lo afirma con su Maestro: «Herodes y Pilato, los

gentiles y el pueblo de Israel se ha coligado en esta ciudad

contra Jesús, vuestro santísimo Hijo; mas todo para dar

cumplimiento a los decretos de vuestra Sabiduría». Así, pues,

la Pasión es obra de Dios y aun su obra maestra. «Imposible

dudar; allí está la voluntad de Dios, esa voluntad tan luminosa

que se oculta en esta noche profunda; esta voluntad

invencible es el alma de esta total derrota; esta voluntad tan justa, 

tan buena, tan amante, no deja de ser reina y señora en

este castigo sin medida y del todo inmerecido por aquel a

quien se inflige; en una palabra, esta voluntad tres veces

santa permanece en el fondo de este prodigio de iniquidad.

Vivimos en esta creencia..., y después nos parece un exceso

reconocer la voluntad de Dios, no digo en los males de la

Santa Iglesia o en las calamidades públicas, sino en las

pérdidas particulares, en esas humillaciones, esas

decepciones, esos contratiempos, esos pequeños males, esas

nonadas que llamamos nuestras cruces y que son nuestras

pruebas habituales.»


Y, ¿por qué la mano de Dios no andará en todo esto? En el

pecado hay dos elementos: material y formal. Lo material no

es sino el ejercicio natural de nuestras facultades y Dios

concurre a él como a todos nuestros actos. Este concurso es

de toda necesidad, pues si Dios nos lo negara, quedaríamos

reducidos a la impotencia, y habiéndolo juzgado conveniente

otorgarnos la libertad prácticamente nos la quitaría. Empero el

mérito o la falta es lo formal del acto; y en el pecado, lo formal

es el defecto voluntario de conformidad del acto con la

voluntad de Dios. Este defecto no es un acto, es más bien su

ausencia. Dios no concurre a él, al contrario, ha señalado

preceptos, hecho promesas y amenazas. Ofrece su gracia,

solicita al alma para conducirla a su deber; ha hecho, pues,

todo para impedir el pecado, pero no quiere llegar al extremo

de violentar la libertad. A pesar de todo lo hecho por Dios, el

hombre, abusando de su libre albedrío, no ha adaptado su

voluntad a la de Dios; Dios, por tanto, no ha prestado su

concurso sino a lo material del acto. No hay cooperación al

pecado, considerado como tal; lo ha permitido en cuanto que

no lo ha impedido por medio de la violencia, sin que esta

permisión sea una autorización, pues El detesta la falta y se

reserva el castigarla en tiempo oportuno. Mas entretanto, cabe

en sus designios hacer servir el mal para el bien de sus

elegidos, utilizando para esto la debilidad y la malicia de los

hombres, sus faltas hasta las más repugnantes. No de otra

suerte se muestra un padre que, queriendo corregir a su hijo,

toma la primera vara que le viene a mano y después la arroja

al fuego; otro tanto hace un médico que prescribe sanguijuelas a su 

enfermo, aquéllas tan sólo pretenden hartarse de sangre

y, sin embargo, las sufre con confianza el paciente enfermo,

porque el médico ha sabido limitar su número y localizar su

acción.


Así, pues, la fe en la Providencia exige que en cualquier

ocasión el alma se remonte hacia Dios. «Si el justo es

perseguido es porque Dios lo quiere; si un cristiano por seguir

su religión empobrece, es porque Dios lo quiere también; si el

impío se enriquece en su irreligiosidad, es por permisión

divina. ¿Qué me sucederá si soy fiel a mi deber? Lo que Dios

quiera.» Nuestras pérdidas, nuestras aflicciones, nuestras

humillaciones jamás debemos atribuirlas al demonio ni a los

hombres, sino a Dios, como a su verdadero origen. Los

hombres pueden ser su causa inmediata, y aunque tal suceda

por una falta inexcusable, Dios aborrece la falta, pero quiere la

prueba que de ella resulta para nosotros.


« Convengamos que si en medio de tantos accidentes de

todo género de que está llena la vida humana, supiéramos

reconocer esa voluntad de Dios, no obligaríamos a nuestros

ángeles a ver en nosotros tantas admiraciones poco

respetuosas, tantos escándalos sin fundamento, tantas iras

injustas, tantos descorazonamientos injuriosos a Dios, y

desgraciadamente, tantas desesperaciones que a veces nos

exponen a perdernos.»