2. LA FE EN LA PROVIDENCIA
«El justo vive de la fe», y para elevarse hasta el Santo
Abandono, es necesario que esté penetrado de una fe viva y
arraigada. Ahora bien, la fe se clarifica en la medida que el
hombre se purifica y crece en virtud. Mas sólo al elevarse el
alma a la vida unitiva, a aquel grado de adelantamiento en
que, bien limpia y rica ya en virtudes, vive principalmente del
amor y de la intimidad con Dios, es cuando llega a ser
especialmente luminosa y penetrante. Se hacen entonces las
sombras menos densas y a través del velo se transparentan
sus claridades; Dios oculto siempre, deja, sin embargo,
adivinar su presencia haciendo a las veces sentir con mucha viveza
su amor y sus ternuras; y cual otro Moisés, trata con el
Invisible como si le viese cara a cara. Por medio de esta fe
viva, el abandono se toma fácil; sin ella no es posible elevarse
a él de un modo habitual.
Nada sucede en este mundo sin orden o permisión de
Dios; todo cuanto existe ha sido creado por El, y todo lo
creado lo conserva y gobierna enderezándolo hacia su fin. En
tanto que rige los astros y preside las revoluciones de la tierra,
concurre a los trabajos de la hormiga, al menor movimiento de
los insectos que pululan en el aire y al de los millones de
átomos contenidos en la gota de agua. Ni la hoja del árbol se
agita, ni la brizna de hierba muere, ni el grano de arena es
transportado por el viento sin su beneplácito. Vela con solicitud
sobre las aves del cielo y sobre los lirios del campo, y pues
nosotros valemos más que una bandada de pájaros, menos
podrá olvidar a sus hijos de la tierra. Al padre de familia, a la
vigilante solicitud de las madres pasarán inadvertidos mil
detalles; Dios, empero, por su inteligencia infinita, posee el
secreto de ordenar los incidentes de poca monta como los
acontecimientos de mayor importancia. Y tanto es así, que
todos nuestros cabellos están contados y ni uno solo cae de
nuestra cabeza sin el permiso de Nuestro Padre que está en
los cielos. ¿Cabe imaginar cosa más insignificante que la
caída de uno de nuestros cabellos? Dios, sin embargo, piensa
en ello. Con cuánta más razón pensará Dios en mí y proveerá
a todo, «si tengo hambre, si tengo sed, si emprendo un
trabajo, si he de elegir un estado de vida, si en este estado se
ofrecen ciertas dificultades, si para resistir a tal tentación o
cumplir tal deber necesito su gracia, si en mi camino hacia la
eternidad tengo necesidad del pan cotidiano del alma y del
cuerpo, si en los últimos momentos me es necesario un
acrecentamiento de gracias; si postrado en el lecho de muerte,
a punto de exhalar el postrer suspiro y abandonado de todos,
me veo perdido.» De suerte que yo, que no soy sino un átomo
insignificante del mundo, ocupo día y noche, sin cesar y en
todas partes, el pensamiento y el corazón de mi Padre que
está en los cielos. ¡Qué verdad más conmovedora y llena de
consuelo!
Mas si la Providencia combina por si misma sus designios sobre mí,
confía su ejecución, por lo menos en gran parte, a
las causas segundas. Emplea el sol, el viento, la lluvia; pone
en movimiento el cielo y la tierra, los elementos insensibles y
las causas inteligentes. Pero como las criaturas no tienen
acción sobre mí, sino en cuanto la reciben de El, he de Ver en
cada una de ellas un receptáculo de la Providencia y el
instrumento de sus designios. Por consiguiente, «en el frío que
me encoge yo descubriré la Providencia; en el calor que me
dilata, la Providencia; en el viento que sopla y empuja mi navío
lejos o cerca del puerto, la Providencia; en el éxito que me
anima, la Providencia; en la prueba de la adversidad, la
Providencia; en este hombre que me aflige, la Providencia; en
este otro que me causa placer, la Providencia; en esta
enfermedad, en esta curación, en este curso que toman los
negocios públicos, en estas persecuciones, en estos triunfos,
la Providencia, siempre la Providencia». Nada más justo que
ver así a Dios en todas las cosas, y ¡qué tranquila y
santificante es esta manera de pensar y obrar!
Nuestro Padre celestial es en verdad un Dios escondido. Al
modo que ha velado su palabra bajo la letra de las Sagradas
Escrituras y que Jesucristo oculta su presencia bajo las
especies eucarísticas, así Dios, queriendo permanecer
invisible para proporcionarnos el mérito de creer, nos oculta su
acción bajo las criaturas. «He aquí una enfermedad que nos
invade. ¿Cuál es su causa? En apariencia es un capricho del
aire, es el rigor de la estación; en realidad es Dios quien ha
ordenado a estos elementos que nos pongan enfermos. Aun
así Dios persiste entre sombras y nosotros no hemos visto su
rostro. Sin embargo, la enfermedad seguirá su curso, unas
veces se agravará y otras cederá a los remedios. ¿Quién es el
autor de esta agravación o de esta curación? Nosotros
decimos que el médico, su habilidad o su imprudencia. ¡Tal
vez! Mas lo cierto es que Dios está por encima de las causas
segundas, y que El es, en definitiva, el que causa la curación o
la muerte. Si, mas nosotros no lo vemos, y ese nuestro Dios
continúa sin mostrarse... Y más difícil nos es descubrir al
Agente supremo cuanto es mayor la claridad con que se
muestran las causas segundas.
Mediante una fe viva, se miran las criaturas no en sí mismas, sino en
la causa primera de la que reciben toda su
acción; se adivina cómo «Dios las ordena, las mezcla, las
reúne, las pone, las empuja hacia el mismo fin por opuestos
caminos». Se entrevé al Espíritu Santo sirviéndose de los
hombres y de las cosas para escribir en las almas un
Evangelio viviente. Este libro no será del todo comprendido
sino en el gran día de la eternidad, lo que nos parece tan
confuso, tan ininteligible, nos maravillará entonces; ahora con
la firme persuasión de que «todo tiene sus movimientos, sus
medidas, sus relaciones en esta divina obra», hemos de
inclinarnos con respeto, a la manera que ante la Sagrada
Escritura adoramos al Dios oculto y nos abandonamos a su
Providencia. Mas si es débil nuestra fe, ¿Cómo ver a Dios en
las desgracias que nos hieren y principalmente a través de la
malicia de los hombres? Todo se atribuye al acaso, a la mala
fortuna, y se rechaza.
El acaso no es sino una palabra vacía de sentido, o mejor
aún es «la Providencia de incógnito», pero para los corazones
maleados que quisieran prescindir de la sumisión de la oración
y del reconocimiento, es la laicización de la Providencia.
«Nada sucede en nuestra vida por movimientos al acaso,
sabedlo bien, todo cuanto acontece contra nuestra voluntad no
sucede sino en conformidad con la voluntad de Dios, según su
Providencia y el orden que El tenía determinado, el
consentimiento que El da y las leyes que ha establecido.» Así
habla San Agustín.
«Hay algunos casos fortuitos, accidentes inesperados; mas
son fortuitos e inesperados solamente para nosotros..., en
realidad son un designio de la Providencia soberana, que
ordena y reduce todas las cosas a su servicio.» «Dios, al guiar
a sus criaturas, no les manifiesta sus designios; ellas van y
vienen cada cual en su camino. La fatalidad quiere que unos
encuentren en su camino la ocasión de hacer fortuna y otros
causas de pérdidas y de minas; fatalidad es ciertamente para
el hombre que no ha visto todas las combinaciones, mas para
Dios, que ha determinado hasta ese punto las circunstancias,
todo ha sido providencial.»
En las desgracias que nos hieren es preciso ver a Dios.
«Yo soy el Señor, nos dice por boca de Isaías, yo soy el Señor y no
hay otro; yo soy el que formó la luz y creó las tinieblas,
que hago la paz y creo los males». «Yo soy, había dicho antes
por Moisés, yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que
hiere y el que sane» «El Señor quita y da la vida, se dice
también en el cántico de Ana, madre de Samuel; conduce a la
tumba y saca de ella; el Señor hace al pobre y al rico, abate y
levanta». ¿Sucederá algún mal -dice Amós- que no venga del
Señor?». «Los bienes y los males, asegura el Sabio, la vida y
la muerte, la pobreza y las riquezas vienen de Dios»
Yo, podrá decir alguno, admito esto en cuanto a la
enfermedad y a la muerte, al frío y al calor y mil parecidos
accidentes producidos por causas desprovistas de libertad,
pues estas causas obedecen siempre a Dios. El hombre, por
el contrario, le resiste; cuando alguien habla mal de mí, me
arrebata los bienes, me hiere, me persigue, ¿Cómo podré yo
ver en ese mal proceder la mano de Dios, puesto que, muy
lejos de aprobarlo, lo prohíbe? No puedo, pues, atribuirlo sino
a voluntad del hombre, a su ignorancia o a su malicia. En vano
se atrincheran tras este razonamiento para no abandonarse a
la Providencia, ya que Dios mismo se ha explicado acerca del
particular y hemos de creer, fiados de su palabra infalible, que
El obra en esta clase de acontecimientos no menos que en los
otros; nada sucede en ellos sino por su voluntad.
Cuando quiere castigar a los culpables, escoge los
instrumentos que bien le parece, los hombres o los demonios.
Peca David, y en la casa del príncipe y entre sus hijos es
donde Dios suscitará los instrumentos de su justicia. Cada vez
que los israelitas se endurecían en el mal, el Señor les
manifestaba que había escogido a los pueblos vecinos, ya al
uno, ya al otro, para reducirlos al deber mediante un terrible
castigo. Asur, en particular, será la vara del furor divino y su
mano el instrumento de la indignación de Dios. Nuestro Señor
predice la destrucción de Jerusalén deicida e impenitente: Tito
será indudablemente el brazo de Dios para derribarla de arriba
abajo y no dejar en ella piedra sobre piedra. Más tarde, Atila
podrá llamarse con razón el azote de Dios. Saúl peca con
obstinación, el Espíritu de Dios se retira de él y un espíritu
malo, enviado por el Señor, le domina y agita.
Para probar a los justos y a los santos, Dios emplea la malicia del
demonio y la perversidad de los malvados. Job
pierde hijos y bienes, cae de la opulencia en la miseria y dice:
« El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; se ha hecho lo que
le era agradable; ¡bendito sea el nombre del Señor! ». No dijo
-según acertadamente observa San Agustín-: «El Señor me lo
dio y el diablo me lo quitó, sino el Señor me lo dio y el Señor
me lo quitó; todo se ha hecho como agrada al Señor y no al
demonio. Referid, pues, a Dios todos los golpes que os hieran,
porque el diablo mismo nada os puede hacer sin la permisión
de Dios» Los hermanos de José, al venderle, cometen la más
negra iniquidad; mas él lo atribuye todo a la Providencia, y así
lo manifiesta repetidas veces: «Por vuestra salud me ha
enviado el Señor ante vosotros a Egipto... Vosotros formasteis
malos designios contra mí, mas no me encuentro aquí por
vuestra voluntad, sino por la de Dios, a la que no podemos
resistir».
Cuando Semeí perseguía con sus maldiciones a David
fugitivo y le tiraba piedras, el santo Rey sólo quiso ver en esto
la acción de la Providencia, y calma la indignación de sus
siervos diciéndoles: «Dejadle; Dios le ha mandado
maldecirme», es decir, le ha elegido para castigarme.
En la Pasión del Salvador, los judíos que le acusan, Judas
que le entrega, Pilatos que le condena, los verdugos que le
atormentan, los demonios que excitan a todos estos
desgraciados, son desde luego la causa inmediata de este
terrible crimen. Mas, sin ellos sospecharlo, es Dios quien ha
combinado todo, no siendo ellos sino los ejecutores de sus
designios. Nuestro Señor lo declara formalmente: « Ese cáliz
lo ha preparado mi Padre; Pilato no tendría poder alguno si no
lo hubiera recibido de lo alto. Mas ha llegado la hora de la
Pasión, la hora dada por el cielo al poder de las tinieblas».
San Pedro lo afirma con su Maestro: «Herodes y Pilato, los
gentiles y el pueblo de Israel se ha coligado en esta ciudad
contra Jesús, vuestro santísimo Hijo; mas todo para dar
cumplimiento a los decretos de vuestra Sabiduría». Así, pues,
la Pasión es obra de Dios y aun su obra maestra. «Imposible
dudar; allí está la voluntad de Dios, esa voluntad tan luminosa
que se oculta en esta noche profunda; esta voluntad
invencible es el alma de esta total derrota; esta voluntad tan justa,
tan buena, tan amante, no deja de ser reina y señora en
este castigo sin medida y del todo inmerecido por aquel a
quien se inflige; en una palabra, esta voluntad tres veces
santa permanece en el fondo de este prodigio de iniquidad.
Vivimos en esta creencia..., y después nos parece un exceso
reconocer la voluntad de Dios, no digo en los males de la
Santa Iglesia o en las calamidades públicas, sino en las
pérdidas particulares, en esas humillaciones, esas
decepciones, esos contratiempos, esos pequeños males, esas
nonadas que llamamos nuestras cruces y que son nuestras
pruebas habituales.»
Y, ¿por qué la mano de Dios no andará en todo esto? En el
pecado hay dos elementos: material y formal. Lo material no
es sino el ejercicio natural de nuestras facultades y Dios
concurre a él como a todos nuestros actos. Este concurso es
de toda necesidad, pues si Dios nos lo negara, quedaríamos
reducidos a la impotencia, y habiéndolo juzgado conveniente
otorgarnos la libertad prácticamente nos la quitaría. Empero el
mérito o la falta es lo formal del acto; y en el pecado, lo formal
es el defecto voluntario de conformidad del acto con la
voluntad de Dios. Este defecto no es un acto, es más bien su
ausencia. Dios no concurre a él, al contrario, ha señalado
preceptos, hecho promesas y amenazas. Ofrece su gracia,
solicita al alma para conducirla a su deber; ha hecho, pues,
todo para impedir el pecado, pero no quiere llegar al extremo
de violentar la libertad. A pesar de todo lo hecho por Dios, el
hombre, abusando de su libre albedrío, no ha adaptado su
voluntad a la de Dios; Dios, por tanto, no ha prestado su
concurso sino a lo material del acto. No hay cooperación al
pecado, considerado como tal; lo ha permitido en cuanto que
no lo ha impedido por medio de la violencia, sin que esta
permisión sea una autorización, pues El detesta la falta y se
reserva el castigarla en tiempo oportuno. Mas entretanto, cabe
en sus designios hacer servir el mal para el bien de sus
elegidos, utilizando para esto la debilidad y la malicia de los
hombres, sus faltas hasta las más repugnantes. No de otra
suerte se muestra un padre que, queriendo corregir a su hijo,
toma la primera vara que le viene a mano y después la arroja
al fuego; otro tanto hace un médico que prescribe sanguijuelas a su
enfermo, aquéllas tan sólo pretenden hartarse de sangre
y, sin embargo, las sufre con confianza el paciente enfermo,
porque el médico ha sabido limitar su número y localizar su
acción.
Así, pues, la fe en la Providencia exige que en cualquier
ocasión el alma se remonte hacia Dios. «Si el justo es
perseguido es porque Dios lo quiere; si un cristiano por seguir
su religión empobrece, es porque Dios lo quiere también; si el
impío se enriquece en su irreligiosidad, es por permisión
divina. ¿Qué me sucederá si soy fiel a mi deber? Lo que Dios
quiera.» Nuestras pérdidas, nuestras aflicciones, nuestras
humillaciones jamás debemos atribuirlas al demonio ni a los
hombres, sino a Dios, como a su verdadero origen. Los
hombres pueden ser su causa inmediata, y aunque tal suceda
por una falta inexcusable, Dios aborrece la falta, pero quiere la
prueba que de ella resulta para nosotros.
« Convengamos que si en medio de tantos accidentes de
todo género de que está llena la vida humana, supiéramos
reconocer esa voluntad de Dios, no obligaríamos a nuestros
ángeles a ver en nosotros tantas admiraciones poco
respetuosas, tantos escándalos sin fundamento, tantas iras
injustas, tantos descorazonamientos injuriosos a Dios, y
desgraciadamente, tantas desesperaciones que a veces nos
exponen a perdernos.»