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lunes, 13 de junio de 2016

El Matrimonio Cristiano (Mons. Tihamér Tóth)



Hasta no hace mucho tiempo, el ambiente en que vivía la gente estaba empapado de religiosidad, de honradez; en un ambiente así la cuestión del matrimonio no planteaba problema alguno. Los padres y los abuelos no hablaban mucho del matrimonio a la generación más joven; mas era tan fuerte el ejemplo de los mayores que, cuando la nueva generación llegaba al momento de fundar a su vez una nueva familia, todo se hacía de igual manera, y los problemas encontraban su solución con toda naturalidad.

Todos sabían lo que era la familia, el hogar. El hogar era el alma, no los muebles, ni las alfombras, ni los cuadros… El hogar era el corazón, donde se encontraba amor, unión, intimidad… El hogar era refugio en la tempestad, faro en la noche… El hogar era el descanso después del trabajo. El hogar era todo cuanto hay de hermoso, bueno, amable y tranquilo; el sitio que ansiamos estar…

Dime, lector: ¿Existe aún hoy este hogar? ¿Hay muchos hogares de estos?
Al hacer esta pregunta no pienso siquiera en los casos más desgraciados: en las familias de padres divorciados. Pienso en los matrimonios donde son incesantes las querellas y las disputas. Pienso en las familias donde ni el padre ni la madre gustan de estar en casa, quienes siempre andan buscando un motivo para salir, donde el niño se queda solito o con la empleada…

Pienso también en los continuos ataques que de palabra y por escrito, a través de diarios, revistas, películas, se dirigen precisamente contra la familia…

Pocos son hoy los que se preguntan: ¿Qué es lo que ha dicho Jesucristo sobre el matrimonio y la familia? ¿Qué es lo que dice la Iglesia, a la que nuestro Señor ha confiado la correcta interpretación del Evangelio?

La familia es este lugar sagrado en que una generación pone en manos de la siguiente la antorcha de la vida humana, la que encendió el Señor al crear al primer hombre, y que sólo se apagará cuando se oigan los truenos del Juicio final. Todo empieza aquí abajo, pero todo termina allá arriba.

  ¿Qué es la vida matrimonial? Vida en común. Y la vida en común no puede concebirse sin autodisciplina, sin espíritu de comprensión y de perdón.

  La vida en común exige mucha paciencia, mucha disposición para perdonar y gran dominio de sí mismo.

  Quien se busca a sí mismo en el matrimonio, quien busca principalmente su propio interés, sus propias ventajas, su propia felicidad, no podrá tener un matrimonio feliz; siempre le acechará la tentación de no ver en su esposo o esposa más que un objeto de placer, un instrumento para satisfacer su sensualidad. El que se casa lo hace, no para buscar su propia felicidad, sino para hacer feliz a la otra persona, y precisamente así logra también su propia felicidad.

  Si la joven esposa es modesta, trabajadora, amante del hogar, si tiene espíritu de sacrificio, un gusto exquisito junto a un esfuerzo por economizar, la casa marchará aunque sean muy limitados los ingresos.

  El hombre ha de ser serio y consciente de su responsabilidad.
  Ambos han de ser profundamente religiosos.
  El matrimonio  no es un ensayo. El matrimonio es una responsabilidad tremenda.
  Si estás hablando frecuentemente de cosméticos o de vestidos, ¡ojo! Algo va mal.
  Si te pasas más tiempo de compras que en tu casa…, ¡ay!, entonces la cosa va muy mal.

No olvidemos que el matrimonio es indisoluble porque solamente así podrá responder a su magnífica misión.

  La conciencia de la indisolubilidad ayuda a reprimir y vencer los caprichos y defectos que cada uno tiene.

  La conciencia de los esposos de que están unidos para siempre, los obliga a ser más indulgentes y respetuosos, a suavizar y resolver enseguida los pequeños o grandes roces que puedan surgir y que por fuerza ha de haber.

  De ahí, que la indisolubilidad del matrimonio sea el mejor juez de paz. Vale más que nos perdonemos.

  ¡Ojalá llegue a comprenderlo de nuevo la Humanidad! ¡Ojalá abra los ojos ante la amarga experiencia de tantas familias deshechas! Simplemente por desobedecer el mandamiento de Jesucristo:“Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”.

Por desgracia, bastantes muchachas piensan que el matrimonio es una especie de paraíso, en el que todo sucederá como ellas se imaginan, lo que no cuadra con la realidad. En la vida conyugal, por mucha armonía que reine entre los dos esposos, siempre habrá divergencias, aun entre los esposos más comprensivos, y en estos casos uno de los dos tendrá que ceder. Y este es el papel que le incumbe a la mujer.

  Si vemos alguna vez un matrimonio feliz, si nos fijamos bien, descubriremos que la mujer es la más prudente, la que allana las dificultades.

San Pablo dice: “El hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia”. Esto indica que la esposa no obedece  propiamente al marido, sino a Cristo. La mujer obedece al marido por Cristo.

Si ponderamos estas verdades, se desvanece toda sombra de escrúpulo sobre si esta obediencia es humillante o no para la mujer. ¿Es humillante para la Iglesia el obedecer a Cristo? Y, sin embargo, San Pablo escribe textualmente: “Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres lo han de estar a sus maridos en todo”. (Ef 5,24).

  Solamente de esta forma se podrá aspirar en la vida conyugal a aquella santidad y aquella honestidad que San Pablo les exige a los esposos.

  Ambos se deben tratar mutuamente con el respeto, el amor y la delicadeza de un matrimonio cristiano.

  ¡Cómo crecería el número de matrimonios felices si no olvidásemos que solamente este amor mutuo y abnegado, garantiza un matrimonio feliz!

¿Olvidas dónde contrajiste matrimonio? Ante un altar. Y el altar es el lugar del sacrificio, para recordar permanentemente a los dos esposos que sin sacrificio mutuo no podrán ser felices.