El Interior de Jesús y de María
R.P. Grou
En el día de la Ascensión, Jesucristo se elevó desde el Monte de los
olivos de una manera sensible a presencia suya, y entró en una nube que lo
ocultó a sus ojos. Por medio de esta misteriosa desaparición, despegó
enteramente sus corazones de los objetos terrestres, disipando sus falsos
conceptos, y dándoles claramente a entender que su reino no era de este mundo,
y que para reinar con Él era preciso que transportasen al cielo todos sus
deseos y toda su ambición.
Así es como les preparó para el descenso del Espíritu Santo, al cual no
podían recibir, sino después de haber perdido la presencia sensible de
Jesucristo.
Tomad para vosotros estas palabras, almas demasiado pegadas a dulzuras y
a consolaciones sensibles, que os quedáis desoladas cuando de ellas se os
priva; y aprended en qué sentido es preciso perder a Jesucristo, para poseerle
de una manera más pura y más excelente por medio de la recepción del Espíritu
divino.
Notemos también que quien envía el Espíritu Santo a sus apóstoles es el
mismo Jesucristo. Observad bien el orden de los sucesos. Jesús debió sufrir
antes de entrar en su gloria; Jesús debió ser glorificado antes de enviarnos el
Espíritu Santo. Así, pues, a las humillaciones y a los sufrimientos del
Salvador debemos que nos envíe el Espíritu Santo a nuestros corazones, el que
el llamado el don de Dios por
excelencia.
Dios guarda empero en nuestra santificación un orden enteramente
opuesto. Empieza por enviarnos el Espíritu Santo que toma posesión de nuestros
corazones, y los llena de caridad, es decir, de sí mismo. Enseguida les inspira
el aprecio, el amor y el deseo de las cruces, y por este mismo espíritu les
comunica el valor y la fuerza necesaria para soportarlas. Cuando ya abrazadas
las cruces y sostenidas por el amor, han destruido el hombre viejo con sus dos
principales vicios, el orgullo y el amor propio; el Espíritu Santo reina
pacíficamente en el hombre nuevo que es su obra, acaba de perfeccionarla, y cuando
ha llegado a la medida de la santidad que Dios le tiene destinada, se le hace
pasar de este mundo a la morada de la gloria.
Dios, por el don de su espíritu, echa en nosotros las raíces de la vida
interior. Nada podemos conocer de ella antes de ser ilustrados por su luz, y
aún menos podemos gustarla y amarla antes que nos haya dado percibir su
atractivo. ¿Qué cosa es la vida interior? Una vida conforme a la doctrina y a
los ejemplos de Jesucristo. Esta doctrina y estos ejemplos son enteramente sobrenaturales.
Nada entendemos de las máximas de Jesucristo hasta que el Espíritu Santo nos
descubre su sentido. Mudos son sus ejemplos para nosotros, y ninguna impresión
hace en nuestros corazones, si el Espíritu Santo no nos mueve por una gracia
espiritual. Juzguemos de esto por los Apóstoles. Habían vivido tres años
enteros con Jesucristo, habían sido testigos de sus discursos, de sus hechos,
de sus milagros, había puesto particular cuidado en formarlos, y les había
dicho, que cuanto había aprendido de Su Padre todo se los había enseñado. ¿Eran
por esto menos groseros, más inteligentes en las cosas de Dios? No. Porque no
habían aún recibido el Espíritu Santo. Sus pensamientos y sus deseos no se
elevaban sobre lo de la tierra; su celo y su adhesión a su maestro eran
enteramente humanos, y se limitaban a esperanzas temporales: muy bien lo
manifestaron en el momento de Su Pasión, porque el Espíritu Santo no les había
sublimado todavía a los objetos celestiales.
Ved a estos mismos Apóstoles después que este hubo descendido sobre
ellos. Ya no son los mismos hombres. ¿En qué han cambiado? Nada es para ellos
la tierra, no piensan sino en el Cielo y en los medios de llegar a él, y de
conducir a él a los demás. Sus pasiones, el amor, el odio, el temor, el deseo,
la alegría, la tristeza ya no se mueven sino por causa de objetos sobrenaturales.
Estos cobardes que habían abandonado a Jesucristo, lo anuncian con una
intrepidez asombrosa. Ya no temen ni las amenazas, ni los malos tratos, se
alegran de haber sido juzgados dignos de sufrir un oprobio por el nombre de
Jesús. No predican si no su Cruz, no aman más que a su Cruz, no viven con gusto
sino en medio de las cruces, van a buscarlas hasta el extremo del universo, no
quieren otro fruto de sus trabajos que derramar su sangre por la gloria de su
Maestro. Este cambio prodigioso fue la obra del Espíritu Santo, un momento
realizó lo que tres años pasados en la escuela de Jesucristo no habían ni aún
comenzado.
Si nos fijamos en los primeros fieles de Jerusalén, no hallaremos menos
admirable su conversión. Aquellos judíos, aquellos hombres pegados a la tierra
apenas recibieron el bautismo y el
Espíritu Santo, se convirtieron de repente en hombres interiores; para
desasirse de todo, venden sus posesiones, llevan su precio a los Apóstoles sin
reservarse ni aún su distribución entre sus mismos hermanos pobres. Libres de
todo cuidado, y viviendo en común, perseveran en la oración; la Eucaristía
viene a ser su diario alimento, y la caridad produce entre ellos tal unión, que
no formaban sino un solo corazón, una sola alma. El descenso del Espíritu Santo
produce el mismo efecto en los gentiles e idólatras, abismados en la corrupción
y en los más infames vicios. Ellos forman aquellas iglesias tan edificantes,
que hacen aún en el día nuestra admiración y que después de tantos siglos no se
han encontrado más sobre la tierra.
¿De qué proviene, que entonces casi todos los cristianos eran
interiores, y que hay tan pocos de ellos en el día? ¿Era entonces más abundante
la gracia del Espíritu Santo? No. Desde que conocieron la verdad, y se
sintieron movidos por ella, la abrazaron enteramente toda, renunciaron a cuanto
se oponía a ello en lo interior de sí mismos; pisotearon resueltos todos los
respetos humanos y todos los obstáculos exteriores, se dispusieron a sacrificar
sus bienes, sus padres, su honor, su vida, y con esta determinación se hacían
cristianos y recibían el Espíritu Santo. ¿Es de admirar que de este modo
produjese en ellos efectos admirables?
Hoy día baja el Espíritu Santo sobre nosotros en una edad en que apenas
sabemos lo que es ser cristiano. Los niños mejor educados y más piadosos toman
por rutina los ejercicios de piedad. Ni sus padres, ni sus maestros, ni sus
confesores les ponen en buena disposición.
Se les enseña el catecismo, tienen libros para la misa. Se cuidan mucho
de arreglar su exterior, más del interior, que forma el verdadero cristiano,
apenas se les habla. Su espíritu toma las ideas y las preocupaciones del mundo,
su corazón se pega a las cosas de la tierra, se desarrollan las pasiones, el
orgullo y el amor propio se arraigan y se fortifican. Aun aquellos que
conservan el temor de Dios y el espíritu de devoción, se forman un plan de
piedad en el cual nada se trata de la vida interior, no se proponen imitar a
Jesucristo, ni caminar a la luz de su gracia, ni estimar y amar lo que Él
estimó, amó y escogió para sí. No se renuncian a sí mismos. No aspiran a la
perfección cristiana. No saben lo que es
entrar en el fondo de su corazón para escuchar allí a Dios. Al contrario, huyen
de sí mismos, buscan siempre objetos exteriores. ¿Habremos de sorprendernos que
tales cristianos no reciban el Espíritu Santo, o que no produzca en sus almas
efecto alguno semejante a los que producía en los fieles de los primitivos tiempos?