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viernes, 12 de julio de 2024

EL SANTO ABANDONO. CAP 14. EL ABANDONO EN LAS VARIEDADES ESPIRITUALES DE LA VÍA MÍSTICA (Artículo 2)

 


Supongamos ahora que Dios nos abre el camino de la

contemplación. Esta tiene una gran variedad de senderos, y

Dios se reserva elegimos el nuestro.


La contemplación será siempre una oración de simple

mirada amorosa a Dios y a las cosas de Dios. Su esencia toda

entera se cifra en estas dos palabras: mirar y amar. Hay, sin embargo,

en ella una época de transición, durante la cual, ora

se medita, ora se contempla. Existe también la contemplación

activa y la pasiva: en la primera diríase que el alma ha dejado

el discurso y simplificado sus afectos por su libre elección; en

la segunda se da cuenta con evidencia de que la luz y el amor

no provienen de sus esfuerzos, sino que los recibe, y es Dios

quien los derrama. Los distribuye empero el Señor como

quiere: dará más luz que amor, y la oración será querúbica;

infundirá más amor que luz, y la oración será seráfica.

Destinará a unos cuantos a contemplar sus divinos atributos, o

la adorable Trinidad; a la mayor parte a contemplar la santa

Humanidad, Jesús Niño, la Pasión, el Sagrado Corazón de

Jesús, el Santísimo Sacramento, etc. Dios es el Dueño, y a El

le pertenece señalar a cada alma su misión y su servicio. A

veces la acción mística producirá un silencio admirativo y lleno

de amor, a veces palabras de ternura o impetuosos

transportes. Tan pronto derramará la luz a torrentes como con

medida, y aun gota a gota, conforme a las disposiciones del

alma, y según se proponga Dios abrasaría o purificarla. En

una palabra, por múltiples razones la contemplación revestirá

formas diversas y cambios frecuentes, que exigirán de nuestra

parte una abnegación de todos los días y un filial abandono.


Detengámonos a contemplar más de cerca una de las más

duras variaciones, o sea, que la contemplación sea a veces

sabrosa, y que ordinariamente sea árida o sin gran

consolación.


Para mejor inteligencia de esta doctrina, notemos con el P.

le Gaudier, «que hay actos esenciales a la contemplación, a

saber: en la inteligencia, una simple mirada cesando todo

discurso; en la voluntad, el amor de amistad, el más excelente

de todos, fuente, forma y fin de la contemplación. Mas hay en

ella otros actos que, por decirlo así, la completan, como la

admiración, la devoción unida a una inefable delectación».

Indudablemente, estos últimos actos perfeccionan la oración

mística, aportando a ella cierto esplendor de belleza, una más

suave dulzura, y hasta un suplemento de fuerza. Pero aun

prescindiendo de todo esto, la contemplación conserva sus

elementos esenciales, y como Dios nos gobierna con tanta

sabiduría como amor, sírvese así de la contemplación sabrosa, como

de la contemplación árida y purificadora, según

el efecto de gracia que quiere producir en nosotros.


¿Propónese despegar al alma de la tierra y atraerla

fuertemente a sí? Derramará entonces la luz y el amor a

torrentes, y el alma, sumergida en Dios, cuya presencia y

acción siente deliciosamente, inflamada de los santos ardores

de la unión de amor, un Dios tan grande y tan santo para con

su vil criatura, quédase en silencio y contempla con profunda

mirada, en que se dibujan el asombro, la alegría, el amor que

la cautivan; goza de Dios en una unión rebosante de paz y de

dulzura cual otro San Juan descansando sobre el pecho de su

adorable Maestro. Ama con todo su corazón sin manifestar su

amor, pues es el silencio el que habla más alto todavía, y su

alma se revela toda entera por el fuego de sus ojos, por sus

lágrimas, su actitud, las disposiciones de su corazón, la

inmovilidad, consecuencia de su recogimiento. O bien, si el

movimiento de la gracia la atrae, expansiónase en amorosos

coloquios, en efusiones de ternura sin violencia ni arrebatos, y

en la más deliciosa intimidad. A veces el amor y la alegría

llegan a tal exceso, que el alma no puede contenerlos; loca

entonces de amor y de dicha, en una santa embriaguez de

Dios, estalla en piadosos transportes, se abandona a los

entusiasmos de su ternura, a la impetuosidad de su corazón;

se desborda en verdaderas olas de ardorosos sentimientos,

de palabras delirantes, de santas locuras, pero siempre trata

de ocultar el secreto del Rey a cualquier mirada indiscreta.

Porque Dios no se baja una sola vez y como de paso a

nuestra pequeñez y nos eleva a sus divinas privanzas, sino

que repetidas veces y largo tiempo toma a esta alma en sus

brazos, la acaricia sentada sobre sus rodillas, la estrecha

contra su corazón como al hijo de su amor.


¿Tiene necesidad esta alma de muchos argumentos para

convencerse de que ama y es aún más amada, y de que Dios

es infinitamente bueno y quiere para ella todo lo bueno? ¿No

ha comprendido la ternura de esos abrazos? Ahora conoce

por una dulce experiencia el corazón de su Padre tan tierno,

de su Esposo adorado, y a El se confía sin dificultad y sin

esfuerzo; le abandona todo cuanto tiene de más querido: su

vida, su muerte y su eternidad; le suplica se apodere de su corazón y

de su voluntad para que los guarde y los gobierne

para siempre. ¡Qué no haría ella entonces! Es el tiempo del

sol resplandeciente y de las ricas mieses. Cuide el alma de

seguir con docilidad la acción de Dios en la oración, de

pagarle en justo retorno con el acrecentamiento de su

fidelidad, de no rehusarle nada de cuanto le pida, pues éste es

para ella el momento de vencerse con menos dificultad y con

más energía; el sacrificio se la hace fácil y hasta hay en él un

verdadero encanto. No olvide buscar más al Dios de las

consolaciones que las consolaciones de Dios, y de hundirse

en el sentimiento de su miseria a medida que Dios la eleva por

su misericordia. En el tiempo de la prosperidad prepárese para

la adversidad, porque no siempre la contemplación producirá

esta viva admiración que suspende el espíritu en el estupor, ni

el fuego de amor que hace que la voluntad salga de si misma,

ni tampoco el gozo que invade el alma y los sentidos. Rara

vez alcanzará la acción mística este máximum de intensidad,

siendo lo más ordinario que se mantenga mediana o débil; y

entonces la oración se desenvolverá en un estado que ni es la

consolación ni la sequedad, o quizá también en una monótona

y desoladora aridez.


¿Por qué estas incesantes variaciones? Porque aún no

está el alma enteramente purificada, ni bastante desprendida

de los sentidos. Necesita despegarse más por completo de

todas las cosas, y que por ende llegue a estar menos sujeta a

sus operaciones sensibles, lo cual llegará a conseguir por la

práctica de la mortificación cristiana, pero es necesario que

Dios ponga en ello su mano poderosa. Hácelo por medio de

los ardores de la consolación sabrosa, y aun esto no es

suficiente. Bajo el torrente de luz y de amor, ¿seríanos posible

descubrir nuestra miseria y nuestra pobreza? Quizá el orgullo

y la necesidad de regocijarse encontrarán allí su más delicioso

bocado, y el hombre viejo no acabaría de morir. Mas Dios va a

reducirla por la dieta, y hasta si es necesario por el hambre.

Retírala a esta alma tan querida sus acostumbradas

meditaciones, la abundancia de pensamientos, la variedad de

afectos, la dulzura de las divinas caricias; y dale en cambio

algún tanto de contemplación, pero una contemplación árida y

purificadora, en la que derrama la luz y el amor gota a gota con

 desesperante parsimonia. Derrama lo suficiente para que

el alma se vuelva a Dios, le busque y sólo cerca de El halle

reposo, pero no lo bastante para que pueda hallarle en un

delicioso sentimiento. Es una verdadera contemplación

mística, mas se realiza en una búsqueda ansiosa, una

dolorosa necesidad, un hambre insaciable. De cuando en

cuando, déjase Dios entrever, y el alma gusta al momento los

santos ardores y los goces de la contemplación sabrosa. Bien

pronto, y quizá por largo tiempo, la vuelve a poner en esta

monótona y desoladora noche de los sentidos, en que la

sumerge hasta la saciedad; y, a fin de que acabe de morir a sí

misma, la reserva la noche del espíritu, mucho más penosa

todavía.


¿Podrá el alma quejarse? No por cierto. Es una gracia

austera y crucificadora, y ¡cuán necesaria, a juzgar por la

conducta ordinaria de la Providencia! Esfuércese el alma por

comprender las miras de Dios y conformarse a ellas con

generosidad y confianza, pues este desdén no es sino

aparente. Abandonada en el vacío del espíritu, en la sequedad

del corazón, y con frecuencia en la tentación, obligada a

palpar con sus propias manos su impotencia y su miseria,

tórnase pequeña a sus propios ojos, y concluirá por hacerse

humilde y sumisa ante Dios y ante los hombres. Privada de

continuo de las dulzuras a las que habíase aficionado con

exceso, aprende a pasarse sin ellas, para servir al buen

Maestro con desinterés: el amor divino se eleva sobre el amor

propio y las virtudes aumentan, produciéndose de esta misma

aridez un aumento de fuerza, de mérito y de esplendor,

porque, cuando Dios oculta su amor y no muestra sino sus

rigores, es cuando se cree, se espera, se ama, se obedece y

se abandona. Hay, pues, en esto una mina de oro que explotar

para la purificación del alma y el progreso de las virtudes, con

tal de que se persevere animoso en la oración y no se deje

uno desconcertar por la prueba.


En una palabra, la contemplación árida y la contemplación

sabrosa tiene cada cual su misión providencial, y procuran al

alma fiel preciosas ventajas: la una tiene por fin directo

hacemos morir a nosotros mismos, y la otra hacernos vivir en

Dios; una posee maravillosa virtud para extinguir el amor divino. Sin

embargo, la falta de esfuerzo puede ser para la

primera un obstáculo, y para la segunda la falta de humildad y

de abnegación. ¿Cuál nos es más necesaria? ¿Haremos buen

o mal uso de una y otra? Es cierto que somos libres de tener

un deseo y de manifestárselo filialmente a Dios; mas,

expuestos como estamos a engañarnos en cosa de tanta

monta y que depende del beneplácito divino, ¿no es más

prudente poner la elección en manos de Dios, y estar

dispuestos a cumplir nuestro deber, aceptando de antemano

su decisión, sea cual fuere?


Los santos mismos no han andado todos por los mismos

caminos de oración, pero todos sí han practicado este

abandono filial, y seguido dócilmente la acción de la gracia.

Escuchemos a Santa Juana de Chantal hablando de su

bienaventurado Padre: «Díjome una vez que él no tenía

cuenta de si se hallaba en la consolación o en la desolación; y

que, cuando el Señor le daba buenos sentimientos, recibíalos

con sencillez, pero que no pensaba en ellos si no se los daba.

Mas es cierto que de ordinario disfrutaba de grandes dulzuras

interiores, como su semblante lo manifestaba. Ha tiempo que

me dijo que no tenía gustos sensibles en la oración, y que

todo lo que obraba Dios en él hacíalo por claridades y

sentimientos insensibles que difundía en la parte intelectual de

su alma, sin que la inferior tomara parte en ello. Recibíalo

sencillamente con profundísima humildad y reverenda, pues

su divisa era permanecer muy humilde, pequeño y abatido en

presencia de su Dios, y lleno de singular reverencia y

confianza como un hijo de amor. « Santa Juana de Chantal

tenía una oración pasiva de sencilla entrega a Dios, de total

abandono, y consistía en un "fiat voluntas tua" sin interrupción.


En ella permanecía en simple vista de su Dios y de su nada,

abandonada por completo al divino beneplácito, y sin cuidarse

lo más mínimo de hacer actos de entendimiento ni de

voluntad», como actos metódicos, discursivos o sensibles.

«Era el Señor quien se cuidaba de despertar en su alma los

sentimientos que necesitaba, y allí la iluminaba perfectamente

para todo, y mil veces mejor que ella lo hubiera podido hacer

por sus propios discursos e imaginaciones.» Sin embargo,

sufría en ese estado tan sencillo y pasivo, a causa de su natural

 ardiente y por la novedad del camino, convirtiéndosele

todo en dificultad y motivo de inquietud. Mas su

bienaventurado Padre la tranquilizaba enseñándola: «que la

quietud en que la voluntad obra impulsada por una simple

aquiescencia al divino beneplácito, es una quietud

sobremanera excelente, por lo mismo que está exenta de toda

especie de interés». Y porque la Santa siguiese sin temor el

movimiento de la gracia, «contentándose con no tener otra

satisfacción que la de carecer de toda alegría por amor y por

agradar a Dios, anímala con la tan conocida parábola: Si un

escultor hubiese colocado en la galería de un príncipe una

estatua, que estuviese dotada de entendimiento, y supiese

hablar y discurrir, y se la preguntara: Dime, hermosa estatua,

¿por qué estás en este lugar?, respondería: porque mi dueño

me ha colocado aquí. Y si se replicase: Pero, ¿qué haces ahí

sin hacer nada?, diría: porque mi dueño quiere que me esté

aquí inmóvil. Y si de nuevo se la instase diciendo: pero, ¿de

qué te sirve estar de ese modo?, y además, ¿de qué provecho

sirves? ¡Oh, Dios mío!, respondería; no estoy aquí para mi

servicio, sino para servir y obedecer a la voluntad de mi

dueño. - Mas tú no le ves. - No, respondería ella, pero él sí me

ve y gusta de que esté donde él me ha puesto. - Y ¿no te

gustaría tener movimiento para acercarte más a él? - No, a

pesar de que me lo mandase. - Entonces no deseas nada. -

No, porque yo estoy donde mi dueño me ha colocado, y su

voluntad es el único contentamiento de mi ser. - ¡Qué buena

oración, hija mía, es conservarse en la voluntad de Dios y en

su beneplácito!» Con todo, «en este estado pasivo, Santa

Juana de Chantal no dejaba de obrar en ciertos momentos, en

que Dios retiraba su operación o la excitaba a ello; mas sus

actos eran siempre cortos, humildes y amorosos». Esta

dirección era prudentísima, y muy provechosa esta ocupación,

«ya que después de uno o dos años en esta oración pasiva,

viose inmediatamente a la Madre Chantal con luces para ella

hasta entonces desconocidas, con sentimientos de una

profundidad admirable acerca de Dios de ella misma, de las

criaturas; con un ardor de celo, un abandono en la divina

voluntad, con un desprecio de las cosas de acá abajo, con no

sé qué sed de humillaciones que a todos maravillaba». 


Dijo un día Nuestro Señor a Santa Margarita María: «Sabe,

hija mía, que la oración de sumisión y de sacrificio me es más

agradable que la contemplación.» Y esta digna hija de Santa

Juana de Chantal «acostumbraba a decir que las penas

interiores recibidas con amor, eran a modo de un fuego que va

consumiendo insensiblemente al alma y a todo cuanto en ella

desagrada al divino Esposo. Las almas que tienen experiencia

de ello declaran que en esas penas hicieron grades progresos

sin darse cuenta; de suerte que si fuese libre la elección de la

consolación o del sufrimiento, el alma fiel no había de titubear,

sino abrazarse con la cruz de nuestro divino Maestro, aun

cuando no nos proporcionara otra ventaja que hacemos

conformes a nuestro Esposo crucificado».


Santa Teresa del Niño Jesús hablando de su retiro para la

profesión dice: «En lugar de gozar de consuelo, la aridez más

completa fue mi patrimonio, Jesús dormía como de ordinario

en mi pequeña navecilla... Por lo visto, no va a despertarse

hasta el gran retiro de la eternidad; mas esto, lejos de

causarme pena, me causaba sumo placer. Debía yo atribuir mi

sequedad a mi poco fervor y fidelidad, debía sentirme

desolada por dormir con harta frecuencia durante mis

oraciones y acciones de gracias. Pues bien, no por eso me

entregué al desaliento, pues pensé más bien que los niños

tanto complacen a sus padres cuando duermen como cuando

están despiertos.»


Es su confianza y humildad infantil la que le daba tanta

tranquilidad. Empleaba, sin embargo, con toda fidelidad los

medios para hacer bien su oración, que llegó a ser continua.

Después refiere la prueba terrible por la que la hizo Dios

pasar: « ¡Debía yo pareceros inundada de consolaciones, una

niña para la cual el velo de la fe se hubiera casi rasgado! Sin

embargo, no es un velo, sino un muro que se eleva hasta los

cielos y cubre el firmamento estrellado. Cuando canto la dicha

del cielo, no experimento en ello gozo alguno, sino que

simplemente canto lo que deseo creer... No me ha enviado el

Señor esta pesada cruz sino en el momento en que podía

llevarla; en otra época estoy persuadida de que me hubiera

hundido en el desaliento. Ahora sólo me produce una cosa:

quitarme todo sentimiento de satisfacción natural en mi aspiración a

 la patria celeste.»


Lo que acabamos de decir se aplica a la contemplación

oscura y general. Hay otra que es distinta y particular, y tiene

su ejercicio especialmente en las visiones, revelaciones,

palabras interiores, etc. En ella sobre todo, es donde se ha de

practicar la santa indiferencia llegando hasta desear que Dios

nos conduzca por otro camino.


Semejantes favores no suponen la santidad: Balaam

profetizó, Saúl profetizó, Judas profetizó y hasta hizo milagros.

Niños hubo que tuvieron visiones, por ejemplo en la Saleta, en

Lourdes, en Pontmain, y por el contrario muchos santos no

parece hayan sido favorecidos con gracias semejantes. En

nuestros tiempos las ha prodigado a Gemma Galgani y a

muchos otros, mientras que Santa Teresa del Niño Jesús, Sor

Isabel de la Trinidad, Sor Celina de la Presentación no han

recibido ninguna o casi ninguna. No son, pues, estas gracias

la santidad, ni señal de santidad, por lo que con razón afirma

Santa Teresa que, «por recibir muchas mercedes de éstas, no

se merece más gloria... en lo que es más merecer, no nos lo

quita el Señor, pues está en nuestras manos; y así hay

muchas personas santas que jamás supieron qué cosa es

recibir una de aquestas mercedes, y otras que las reciben que

no lo son»


No constituyen, por consiguiente, el medio necesario para

llegar a la perfección. Sin embargo, Santa Teresa, que fue

colmada de ellas, hace el más entusiasta elogio de su

bienhechora eficacia. «Estos dones, dice, hay que tenerlos en

grande estima. Apenas he tenido visiones que no me hayan

dejado más virtud, y una sola palabra de estas que

acostumbro a oír, una visión, un recogimiento que apenas sí

dura un Avemaría, pone mi alma en una paz perfecta,

devuelve hasta la salud a mi cuerpo, llena de luz mi

entendimiento y me restituye la fuerza y los deseos que tengo

de ordinario. Acuérdome de lo que era, sé que iba por un

camino de perdición, y veo que en poco tiempo de tal modo

me han trocado estos divinos favores, que apenas

reconózcome a mí misma.»


Haríase, pues, mal en rechazar todas las gracias de este

género intencionadamente y por sistema; y en la suposición de que el

 Espíritu Santo quisiera conducirnos por este camino

a la santidad, sería cerrarle el camino.

Mas si hay favores que son buenos y excelentes porque

vienen de Dios, hay fenómenos análogos que serían nocivos,

pues pudieran ser una artimaña del demonio o un juego de la

imaginación. En ésta, más que en ninguna otra materia, son

fáciles las ilusiones, y aun los mismos santos no han sabido

preservarse de ellas; como aconteció a Santa Catalina de

Bolonia, la cual, en los comienzos de su vida religiosa, se dejó

engañar durante cinco años por una aparición del demonio en

figura de Jesús crucificado, o de la Santísima Virgen; -hay que

confesar, sin embargo, que ella había dado lugar a semejantes

sucesos por su presunción-. Adviértenos Santa Teresa que,

cuando se tiene la osadía de desear favores de esta

naturaleza, «se vive ya engañado, o en inminente peligro de

serlo, porque el menor resquicio abierto basta al demonio para

tendernos mil lazos, y porque un deseo violento arrastra

consigo a la imaginación, figurándose ver y oír lo que ni se ve

ni se oye». Por el contrario, «con tal que un alma no quiera

dejarse engañar y ande en humildad y sencillez, no creo, dice

la Santa, que esta alma pueda ser engañada». En este caso

más que en ningún otro conviene orar, reflexionar, consultar y

seguir todas las leyes de una severa prudencia.


¿Quién ignora la insistencia con que San Juan de la Cruz

previene a sus lectores a desconfiar de sus visiones,

revelaciones y palabras interiores, a resistirías, a

desprenderse de ellas? Santa Teresa, por su parte, expresa

un sentimiento más moderado: « Siempre hay motivo para

temer en semejantes cosas, hasta asegurarse que proceden

del espíritu de Dios; por esto digo que en los principios,

siempre es lo más acertado combatirlas. Si es Dios quien

obra, esta humildad del alma en rechazar sus favores, no hará

sino disponerla para mejor recibirlos, y aumentarán a medida

que ella los ponga a prueba. Conviene, empero, guardarse de

molestar e inquietar demasiado a estas personas». Hablando

de las apariciones de Nuestro Señor, añade:

«Jamás le pidáis ni jamás deseéis que os conduzca por tal

camino, que es bueno, sin duda, y debéis respetarlo mucho y

tenerlo en gran estimación, pero conviene no desearlo ni pedirlo.»

 Completa la Santa su pensamiento invitando al alma

al santo abandono: «Se ignora, dice, si hallarán pérdidas allí

donde se creía hallar ventajas. Existe una extraña temeridad

en querer elegirse por sí mismo un camino sin saber si es el

más seguro, en lugar de abandonarse a la conducta de

Nuestro Señor que nos conoce mejor que nos podamos

conocer a nosotros mismos, para que nos lleve por la senda

que nos conviene y que su santa voluntad se haga así en

todas las cosas.» Prudente reserva, pues, y filial abandono;

esta conclusión de Santa Teresa será la nuestra, pues no hay

otra mejor que se armonice con el precepto del Espíritu Santo.

«No desprecies la profecía; examinad todas las cosas y

conservad lo que es bueno».


No hay que olvidar por lo demás, que lo esencial no es que

nuestra oración sea activa o pasiva, que nuestra

contemplación sea sabrosa o árida, oscura o clara, sino que

nuestra oración nos produzca abundancia de frutos de

abnegación, humildad y obediencia, y que nos haga crecer en

todas las virtudes especialmente en el amor, en la confianza y

en el santo abandono. Precisamente estas vicisitudes de que

ahora nos ocupamos son muy propias para tornar al alma

flexible y dócil en las manos de Dios, sin perder por eso el

tesoro de la humildad.