PRIVACIÓN DE ALGUNOS SOCORROS ESPIRITUALES
Tomamos de San Francisco de Sales la expresión de variedades espirituales y la empleamos para significar todo lo que, no siendo esencial a la vida sobrenatural, se une a ella como el accidente a la sustancia. En el capítulo precedente hemos recorrido lo que constituye el fundamento de la vida espiritual; su fin esencial, su esencia y práctica esencial en este mundo, sus medios esenciales.
Cualquiera que sea la situación en que Dios nos ponga, el camino por donde nos lleve, será preciso siempre tender a la gloria eterna, vivir de la gracia; y para esto, huir del pecado, practicar las virtudes a ejemplo de nuestro divino Modelo por los medios que nos asigna la voluntad de Dios significada, al menos por aquellos que son obligatorios para cada uno de nosotros. Esta es la parte invariable de la vida espiritual; por lo que ha de hallarse en cada uno de los fieles de cualquier edad que sean, y es la que comunica a todos los hijos de Dios el mismo parecido familiar que los distingue. Pero, sobre todo este fundamento, vendrán a dibujarse los rasgos particulares que varían mucho de un alma a otra, y hasta en una misma persona en diferentes épocas. Hay inocentes y penitentes, religiosos y seglares, contemplativos y activos, etc. Dios ama la variedad en la unidad; y por lo mismo, multiplicará las vocaciones hasta lo infinito. Bajo una misma Regla, su gracia atraerá con preferencia a la penitencia o a la contemplación, a la obediencia o a la caridad. Por su voluntad de beneplácito dispondrá los acontecimientos de suerte que nos conduzcan según le agrade, en la paz o en la guerra, en la sequedad o en las consolaciones, por las vías comunes o por las místicas.
La base de la vida espiritual permanecerá la misma para todas las almas, pero las condiciones accidentales serán muy diversas para imprimir a cada una su fisonomía particular. Debemos hablar de esta diversidad, mas solamente en cuanto procede del beneplácito divino y da lugar al Santo Abandono. Comenzaremos por la que pueda hallarse en todos los caminos ordinarios o místicos, y a continuación hablaremos de la que es propia de los estados místicos. Hemos dicho antes que el divino beneplácito puede privarnos por algún tiempo, o para siempre, de algunos medios de santificación, que sin esta circunstancia serian deseables y hasta obligatorios. Son, por ejemplo, personas, recursos, observancias, ejercicios de piedad y los sacramentos.
1º.- Las personas; un director, un superior, un padre, un amigo, cuya ayuda era para nosotros de la mayor importancia en el orden espiritual y que Dios nos le quita o por la muerte o por la separación. En verdad que no es permitido apoyarse en un hombre como si fuera la causa primera de nuestra santificación, pero puede ponerse la esperanza en él como agente secundario e instrumento de la Providencia en esta santa empresa, y cuanto más lleno del espíritu de Dios y capaz de hacernos bien, tanto más lícito, y hasta cierto punto necesario, nos será apoyarnos en él. Todas las ayudas que Dios nos da, sean de afección, de edificación o de dirección, es necesario recibirlas con reconocimiento, pero conservándonos dispuestos a bendecir a Dios si nos las quita, como le bendecimos por habérnosla prestado; seguros de que, si bajo el golpe de una prueba aceptada generosamente derramamos algunas lágrimas, el amor de Dios, aunque tan celoso, no nos las reprochará. Quizá os parezca que sin el auxilio de este apoyo no os podríais sostener. Sin embargo, habéis de saber que este sabio director, este santo superior, este amigo espiritual os ha sido dado mientras os era muy útil y en cierto punto indispensable.
Dios empero, ¿ha cesado de amaros? ¿No es todavía vuestro Padre? ¿Cómo podrá olvidar vuestros sagrados intereses? Creed, pues, que no os abandona. Es verdad que el guía, cuya pérdida lamentáis, os ha conducido felizmente hasta aquí; pero, ¿sabéis si sería apto para conduciros por el camino que aún habéis de recorrer? Nuestro Señor pudo decir a sus Apóstoles, sin duda porque le amaban con un afecto sensible: «Os conviene que Yo me vaya, porque si no me fuere, no vendrá a vosotros el Consolador; y si me voy, os le enviaré». Este amigo, este director, ¿os es más necesario que Nuestro Señor lo era a los Apóstoles? - Diréis quizá: es un castigo a mis infidelidades-. Sea; mas los castigos de un padre vienen a ser para los hijos dóciles un remedio saludable. ¿Queréis desarmar a Dios, mover su corazón, obligarle a colmaros de nuevas gracias?, aceptad su castigo, pedidle su ayuda; y en premio de vuestro confiado abandono a su voluntad, o bien os proveerá del guía que actualmente necesitáis, o El mismo se encargará de vuestra dirección.
Al P. Baltasar Álvarez, habiéndose puesto un día a calcular el mal que le causaba la pérdida de su director, fuele dicho interiormente: «injuria a Dios el que se imagina tener necesidad de un socorro humano del que está privado sin culpa de su parte. El que por medio de un hombre te dirigía, quiere en la actualidad dirigirte por Sí mismo; ¿qué razón tienes para lamentarte? Es por el contrario un señalado beneficio y preludio de grandes favores».
San Alfonso añadía: «nuestra santificación no es obra de nuestros padres espirituales, sino de Dios. Cuando el Señor nos los concede, quiere que nos aprovechemos de su ministerio para la dirección de nuestra conciencia, mas cuando nos los quita quiere que, lejos de quedar por ello descontentos, redoblemos nuestra confianza en su bondad y le hablemos de este modo: Señor, Vos me disteis apoyo, y Vos me lo quitáis ahora, hágase siempre vuestra voluntad, pero ahora venid en mi ayuda y enseñadme lo que debo hacer para serviros fielmente». Bien entendida, esta confianza en Dios no dispensa de practicar las diligencias necesarias para hallar otro director, porque «a Dios rogando y con el mazo dando».
Terminemos con el P. Saint-Jure: «En la pérdida de las personas que nos son útiles para nuestro progreso espiritual, se cometen con frecuencia notables faltas, sintiendo demasiado vivamente su separación, no teniendo la suficiente sumisión a los designios de Dios sobre estas personas; testimonio evidente de que había excesivo apego a ellas y que se dependía más del instrumento que de la causa principal. Sea que esos directores vivan, sea que mueran, ha de decir el alma que sinceramente ama a Dios y su propia perfección, que se vayan o que permanezcan; todo, Señor, lo que Vos queráis y como Vos lo queráis; sois Vos quien me ha enviado estos guías, Vos quien me los quita, no los quisiera yo retener. Vuestra amable y amantísima voluntad me es más querida que su presencia; Vos me habéis instruido por ellos cuando quisisteis dármelos y por eso os doy gracias. Ahora que Vos me los quitáis, sabréis muy bien instruirme por otros que vuestra bondad paternal se dignará concederme cuando fuere necesario como os lo suplico; o bien, Vos mismo me instruiréis por lo que será preferible.»
Esta prueba es mucho más dolorosa cuando aquellos que Dios nos había dado como apoyo cesan de sostenemos, y volviéndose contra nosotros, amenazan echar por tierra nuestros más caros proyectos. Esto es lo que sucedió a San Alfonso de Ligorio cuando quiso fundar su Congregación. Debía ésta prestar a la Iglesia inapreciables servicios, y, sin embargo, no bien sus antiguos hermanos se dan cuenta de que van a perderle, dan riendo suelta a «su descontento, sus sarcasmos, sus mordaces ironías contra el traidor, el desertor, el ingrato que los abandona». Hasta se trató de arrojarlo de la Propaganda; levantan contra él la opinión pública, y sus mejores amigos le vuelven la espalda. Sus directores, a pesar de aprobarle, no quieren ocuparse ya de él, y la ternura de su padre le obliga a sostener un formidable asalto. Sus primeros discípulos, negándose a entrar en sus miras, fomentan el cisma, y le dejan casi solo. En una palabra, a excepción de su Obispo y de su nuevo director, fáltanle todos los apoyos, casi todos se vuelven contra él. En medio de este desencadenamiento de lenguas, estas discusiones, estas separaciones, Alfonso hace orar a las almas santas, y, para conocer con seguridad la voluntad divina, se dirige a los más sabios consejeros, implora cerca de Dios la luz por medio de continuas oraciones y mortificaciones espantosas.
Con el corazón herido, póstrase a los pies de Jesús Agonizante y con El exclama: «Dios mío, ¡hágase tu voluntad! »Persuadido de que Dios no necesita ni de él ni de su obra, pero que le ordena proseguirla, se esfuerza por conseguir su objeto, aunque sea a costa de verse solo, y asegura que Dios no ha permitido todas esas divisiones sino para mayor bien. Los acontecimientos que siguieron a estas separaciones, prueban que Dios las permitió, no sólo para depurar por medio de la tribulación a San Alfonso, sino a otras muchas almas entregadas a su gloria, para emplearlas después en las obras de su gracia. «Todas estas cañas se convierten bajo su mano en árboles cargados de frutos excelentes.»
La Beata María Magdalena Postel pasó por la misma prueba en una circunstancia análoga.
2º.- Los recursos de que disponemos para la realización del bien, nos los puede Dios quitar según su beneplácito. Así, puede privarnos de la fortuna, de la salud, de las comodidades, de los talentos y de la ciencia; rebajarnos si le agrada, aniquilarnos, por decirlo así, por algún tiempo o de un modo definitivo. Tratando del abandono en los bienes y males temporales, hemos hablado de todas estas cosas y queremos mencionarlas aquí, en cuanto son los instrumentos del bien espiritual; y para no repetir, diremos tan sólo que Dios no exige ya de nosotros las obras pasadas, pues nos quita los medios de realizarlas. Al presente sólo nos pide la paciencia y la resignación, hasta desea nuestro abandono completo; gracias a esta santa indiferencia y a esta amorosa sumisión, le daremos más gloria y aprovecharemos más en nuestra penuria que en el tiempo de la abundancia.
Vamos a proponer, como lo hace San Francisco de Sales, el ejemplo del Santo Job. Este gran servidor de Dios no se dejó vencer por ninguna aflicción. En tanto que duró su primera prosperidad, usó de ella para derramar el bien a manos llenas, y como él mismo dice: «Era pie para el cojo, ojo para el ciego, proveedor del hambriento y refugio de todos los afligidos.» Contempladle ahora reducido a la más extrema pobreza, privado por completo de sus hijos y de su fortuna. No se queja de que Dios le haya herido en sus más caras afecciones, le haya privado de continuar tantas buenas obras tan interesantes y tan necesarias a la vez; se resigna, y se abandona. En este solo acto de paciencia y de sumisión muestra más virtud, hácese más agradable a Dios, que por las innumerables obras de caridad que hacía en el tiempo de la prosperidad. «Porque es preciso tener un amor más fuerte y generoso para este solo acto que para todos los otros juntos.» Nosotros también, «dejémonos despojar por nuestro Soberano Maestro de los medios de realizar nuestros deseos por buenos que sean, cuando a El le agrade privarnos de ellos, sin quejarmos ni lamentarnos jamás como si nos hiciera un gran agravio».
En efecto, la paciencia y el abandono compensarán abundantemente el bien que ya no podemos hacer. Esta santa indiferencia por la salud, por los talentos y la fortuna, esta amorosa unión de nuestra voluntad a la de Dios, ¿no es la muerte a sí mismo y la perfección de la vida espiritual? ¿Hay medio más poderoso para atraer la gracia sobre nosotros, sobre los nuestros y sobre nuestras obras?
3º.- Algunas observaciones regulares, algunas prácticas personales pueden llegar a sernos imposibles, por un tiempo más o menos largo, a causa de la enfermedad, de la obediencia o de otras causas semejantes. Además hay prácticas que nos hubieran sin duda complacido, y otras que nunca hemos podido abrazar, de donde pueden muy bien originarse, cierto que sin fundamento, turbaciones y disgustos. Una misma persona no conseguirá imitar todas las virtudes de que Nuestro Señor y los santos nos han dado ejemplo; y por eso, será preciso resignarse al ejercicio de aquellas que nos corresponden en el orden de la Providencia. Nunca, por consiguiente, podremos quejamos de la parte que Ella nos haya asignado, pues es muy dilatado el camino que se nos presenta. Si con perseverante fidelidad nos aplicamos a cumplir los deberes que nos incumben cómo cristianos, los que son propios de nuestra situación y las obligaciones diarias, no sólo en conjunto, sino hasta los últimos detalles, tenemos materia más que suficiente para hacernos grandes santos. Es cierto que nuestra vocación nos priva de algunos medios de santificación que Dios propone a otros; mas, lo que perdemos por una parte, será fielmente compensado por otra. De esta manera, sí la pobreza no me permite la limosna corporal, haré la espiritual, y a falta de dinero, daré mis oraciones y sacrificios. La vida contemplativa me prohíbe el apostolado de las obras exteriores; pues yo lo ejercitaré por los trabajos de la vida interior, y en lugar de correr por el mundo tras los pecadores, cerca de Dios será donde trataré su causa. La vida activa no me deja sino una parte muy exigua de las dulzuras y santas ocupaciones de la vida contemplativa; me santificaré, sin embargo, dignificando mis trabajos por la obediencia y abnegación, por una intención pura y el pensamiento habitual de Dios.
Si por nuestra parte utilizamos del mejor modo posible los medios que nos ofrece nuestra vocación, bastará para conducirnos a la perfección más encumbrada. ¿No ha habido santos en todas las Ordenes religiosas y en todas las clases sociales? Es cierto que algunas situaciones son más favorables en sí; mas para cada uno de nosotros, sólo es buena aquella en que Dios nos quiere poner. ¿La enfermedad me impide ayunar, guardar la abstinencia, tomar parte en el Oficio Divino?, no importa. Puedo cantar las alabanzas divinas en mi corazón, imponer una severa abstinencia a mi juicio y a mi voluntad, hacer ayunar a mis ojos, a mi lengua, a mi corazón, a todos mis sentidos por una mortificación más exacta. Lo que hubiera ganado cumpliendo mis deberes en la salud, lo compensaré cumpliendo fielmente los que me impone mi enfermedad, como la paciencia, el desprendimiento, la obediencia y el Santo Abandono.
Una obediencia o cualquiera otra causa semejante que me priva de ciertas regularidades comunes, de algunas prácticas privadas, es una pérdida que puedo siempre reparar, cumpliendo por de pronto con gran resolución los deberes de mi nueva situación; después, «aplicándome a redoblar, no mis deseos ni mis ejercicios, sino la perfección de hacerlos, esforzándome así para ganar más con un solo acto (como, sin duda, lo puedo conseguir), que con cien otros que pudiera realizar por mi propia elección y gusto».
Después de todo, el único medio para crecer en virtud, ¿no es dejar nuestra voluntad para seguir la de Dios? Desde el momento que somos celosos por nuestras obligaciones de cristianos, por las observancias regulares y nuestras prácticas privadas, y no abandonamos ni unas ni otras sino por el divino beneplácito y no por falta nuestra, ¿por qué inquietamos? Dios es el que lo hace todo; y para compensar la pérdida hay mil medios, de los que el principal es precisamente nuestro celo en renunciar nuestra voluntad para seguir la suya, hasta en las cosas que nos parecen más justas y más santas.
4º.- Nuestra vida está consagrada a la contemplación por los ejercicios de piedad que son como el alimento de nuestra alma, y he aquí que una obediencia, un aumento de trabajo, la enfermedad sobre todo, vienen a romper la cadena de nuestras prácticas piadosas. Ya no podéis oír Misa ni siquiera el domingo, y estáis privado del alimento sagrado de la Comunión, y pronto quizá, vuestro estado de debilidad os hará incapaz de orar. No os quejéis; que Nuestro Señor os quiere hacer participar de su mismo alimento, que quizá no conocéis. «Mi alimento, os dirá, es hacer la voluntad de mi Padre a fin de consumar la obra que me ha confiado».
Pues bien, esta obra que pretende consumar en nosotros y con nosotros, es nuestra perfección; y para ello es preciso que muramos a nuestra voluntad propia hasta en lo tocante a la piedad, de modo que sola la voluntad de Dios reine en nosotros. Preguntándose un día el P. Baltasar Álvarez, a causa de un impedimento, si debía celebrar los santos Misterios, dióle interiormente Dios esta respuesta: «Esta acción tan santa os puede ser o muy útil o muy dañosa, según que Yo la apruebe o no la apruebe.» En otras circunstancias, díjole Dios: mi gloria no se encuentra ni en esta ni en aquella obra, sino en el cumplimiento de mi voluntad; ahora bien, «¿quién puede saber mejor que Yo lo más conducente para mi gloría?»
Es indudable que debemos tener el mayor celo por nuestros ejercicios de piedad, especialmente por la Misa y Sagrada Comunión y jamás abandonarlos ni por el disgusto, ni por la sequedad, ni por consideración alguna de este género; pero aun en esto, es necesario que nuestra piedad se regule según la adorable voluntad de Dios, de otra suerte llega a ser desordenada. «Hay almas -dice San Francisco de Sales- que después de haber cercenado todo el amor que profesaban a las cosas dañosas, no dejan de conservar amores peligrosos y superfluos, aficionándose demasiado a las cosas que Dios quiere que amen.» De ahí que nuestros ejercicios de piedad (que, sin embargo, tanto debemos estimar), pueden ser amados desordenadamente, cuando se les prefiere a la obediencia y al bien común, o se les estima en calidad de último fin, ya que no son sino medios para nuestra filial pretensión, que es el amor divino.
Otro motivo por el que Dios impone privaciones a nuestra piedad, es el mérito del sufrimiento. Una religiosa no había podido durante tres días visitar a Nuestro Señor en el sagrado Tabernáculo, oír Misa, ni comulgar, y exclamaba: «Dios mío, estos tres días me los devolveréis en la eternidad, apareciéndoos ante mi vista más hermoso, más grande, a fin de indemnizarme. Para reemplazar al pan eucarístico, me habéis dado el pan del sufrimiento... Más se da a Dios en el sufrimiento que en la oración.» Además es necesaria la Cruz.
Cierto día, decía Nuestro Señor a la misma religiosa: «Cuando quiero conducir a un alma a la cumbre de la perfección, le doy la Cruz y la Eucaristía; ambos se completan. La Cruz hace amar y desear la Eucaristía, y la Eucaristía hace aceptar la Cruz al principio, amarla después y, por fin, desearla. La Cruz purifica el alma, la dispone, la prepara para el divino banquete; y la Eucaristía la alimenta, fortifica, la ayuda a llevar su Cruz, la sostiene en el camino del Calvario. ¡Cuán preciosos dones son la Cruz y la Eucaristía! Son los dones de los verdaderos amigos de Dios.»
San Alfonso nos ofrece un ejemplo edificante tanto de fidelidad generosa a nuestros ejercicios de piedad, como de resignación no menos perfecta al beneplácito divino. La enfermedad habíale confinado en su pobre celda, y sus transportes extáticos ante el Santísimo Sacramento llegaron a ser tan frecuentes que llamaban la atención general... Finalmente, Villani hubo de prohibirle en absoluto que bajase a la iglesia. Obedeció el Santo; pero, ¡cuánto le costó no poder ir a orar a los pies de Jesús, su único amor en este mundo! ... Con frecuencia, olvidándose de la prohibición, se arrastraba hasta la escalera atraído por una fuerza irresistible. Trataba en vano de bajar y se retiraba deshecho en lágrimas a su celda; o bien se le representaba la prohibición de Villani, y todo confuso decía: «Es verdad, Jesús mío; es mejor alejarse de Vos por obedecer, que permanecer a vuestros pies desobedeciendo.» Sufría aún más al no poder celebrar el Santo Sacrificio, y recordando las alegrías celestiales que tantas veces había gustado allí, prorrumpía en sollozos. Consolábase entonces ofreciendo al Señor este acto de resignación: «Oh Jesús, Vos no queréis que celebre la Misa, fiat, que se haga vuestra adorable voluntad.