Artículo 4º.- La huida del pecado
«La vida del hombre sobre la tierra es un combate». Día y noche los enemigos de dentro y de fuera nos acechan con intento de robarnos el tesoro de nuestras virtudes, y aun la vida de la gracia y de la gloria. Es preciso vigilar, orar, luchar sin tregua, rechazar de continuo los asaltos del infierno, descubrir sus artificios, tener a raya nuestras malas inclinaciones y nuestras pasiones desarregladas, que están en inteligencia con él; y si ha conseguido penetrar en nuestras filas por el pecado, arrojarlo por la penitencia, reparar las consecuencias de nuestra falta, prevenir una nueva ofensiva, preparar la final victoria mediante la vigilancia y ánimo siempre alerta, y puesto que somos la debilidad misma, hemos de llamar en nuestra ayuda a la omnipotencia de Dios.
La lucha es de absoluta necesidad y no debe terminar sino con la vida. El día que cesemos de combatir, el pecado nos invadirá como un implacable enemigo, y se precipitará sobre un país que ha cesado de oponerle una resistencia victoriosa. Además, téngase en cuenta lo que cuesta despegarse de todo y establecerse sólidamente en la pureza del corazón y en la paz del alma, por lo que, una vez adquirida, es preciso conservarla a todo trance. «Nuestro Señor no cesa de exhortar, prometer, amenazar, defender, mandar e inspirar, a fin de apartar nuestra voluntad del pecado, en cuanto esto puede hacerse sin quitarnos la libertad.»
La voluntad divina nos ha sido significada mil veces y bajo todas las formas, y ante una voluntad divina tan claramente conocida en cosas de tan capital importancia, la indiferencia sería criminal. Preciso es, pues, resolverse a luchar sin tregua ni descanso y entrar en combate, sin esperar otra cosa que la gracia prometida a la oración y a la fidelidad. Sin duda, Dios pudiera venir en nuestra ayuda por una de esas intervenciones poderosas que rinden al alma y la cambian con pasmosa prontitud; y así es como Magdalena, la pecadora escandalosa, se transforma en un momento y llega a ser maravillosamente pura; así es como Pedro, después de su triple negación, tropieza con la mirada de Jesús y comienza a derramar lágrimas que jamás han de cesar; como el buen ladrón, hasta entonces malhechor y blasfemo, realiza en el postrer momento una entera conversión y recibe de boca del Salvador la más consoladora seguridad; de esta manera es como los Apóstoles, antes tímidos e imperfectos, son confirmados en gracia y colmados de un valor intrépido el día de Pentecostés; como Saulo, el ardiente perseguidor, cae postrado en el camino de Damasco y pronto quedará convertido en un Apóstol no menos ardoroso.
Dios pudiera sin dificultad hacernos pasar en un instante del pecado o de la tibieza a las más santas disposiciones, ya que en su poder están todas estas maravillosas transformaciones, mas, como advierte San Francisco de Sales, «son tan extraordinarias en la gracia, como la resurrección de los cuerpos en la naturaleza; de suerte, que no hemos de pretenderlas». De igual manera, Dios pudiera calmar a las almas a quienes ve en la turbación o en otras disposiciones penosas, y hacerlo con una sola palabra suya, y establecerlas súbitamente en el estado en que El las quiere. Hácelo algunas veces, pero no es éste su método habitual. Prefiere que la «purgación y curación ordinaria, sea de los cuerpos, sea de los espíritus, no se haga sino poco a poco, progresivamente, paso a paso y entre dificultades y gustos». Dios juzga más glorioso para nosotros y para El no salvarnos sin nosotros, o que nuestra perdición dependa de nosotros. Si nos preservase, si nos convirtiese, si nos transformase casi sin trabajo de nuestra parte, ¿dónde estaría nuestro mérito?
Por el contrario, dejándonos más tiempo a nuestra propia determinación, exige de nosotros mayores esfuerzos, pero nos ofrece con el honor y mérito una fuente de incesantes progresos por la vigilancia, la oración, el combate, la penitencia, la humildad, la mortificación cristiana. Habiéndonos creado libres, nos gobierna libremente, juzgando preferible sacar bien del mal, a costa de nuestra libertad. Quiere, pues, que luchemos contra nuestras malas inclinaciones, nuestras pasiones desarregladas y los enemigos de fuera. El, que nos ha trazado el camino, nos ofrecerá su gracia, nos recompensará según nuestras obras; pero nos deja obrar. Preciso es armarnos de valor para la lucha, adorando a la Divina Providencia en esta santa disposición, «en la que brillan su sabiduría en regir las criaturas libres, su liberalidad en recompensar a los buenos, su paciencia en soportar a los malos, su poder para convertirlos, o por lo menos, para llamarlos al orden por la justicia, y en fin, el bien de su gloria que El halla en todas las cosas y es la que únicamente busca en todas ellas». Pero obedezcamos al mismo tiempo a su voluntad significada, que nos ordena aborrecer el pecado, evitarlo mediante la vigilancia, la oración y el combate o repararlo por la penitencia.
Artículo 5º.- La observancia de los preceptos, votos, Reglas, etc.
Expuesto ya lo concerniente a la gloria eterna, a la vida de la gracia, a la práctica de las virtudes y a la huida del pecado, agrupamos aquí en este mismo artículo todas las restantes materias pertenecientes a la voluntad de Dios significada, como son: los preceptos de Dios y de la Iglesia, los consejos evangélicos, los deberes de estado, y por consiguiente para nuestros religiosos, nuestros votos, nuestras Reglas y las órdenes de nuestros Superiores; y por último, las inspiraciones de la gracia, los ejemplos de Nuestro Señor y de los santos. Ya que todo esto pertenece a la voluntad de Dios significada, constituye el dominio propio de la obediencia y no del abandono. Constituye, además, los medios que nos asigna Dios para huir del pecado, cultivar las virtudes, vivir de la gracia y tender a la gloria; y como El quiere el fin, quiere también los medios y los tiene en grande estima.
Impone los unos por vía de precepto, o si no son obligatorios, llegan a serlo para nosotros por efecto de nuestra profesión; los otros continúan siendo facultativos, pero es Dios mismo quien nos lo propone, si bien es El quien nos incita por sus promesas y nos atrae por su gracia para no descuidarlos. Así es como, por ejemplo, nos induce, además de las oraciones y sacrificios obligatoriamente tasados por nuestras Reglas, y mediante las condiciones requeridas, a hacer algo más por nuestra buena voluntad, y nos mueve a multiplicar los actos interiores de las virtudes, a seguir más de cerca a los santos, a nuestro dulce y amado Salvador Jesús.
En consecuencia, para cumplir todas estas cosas, al menos en lo que atañe a su obligatoriedad, no hemos de esperar a que los acontecimientos nos declaren la voluntad divina, o a que una moción especial del Espíritu Santo nos incline a cumplirla, porque ya nos es bastante conocida y, además, la gracia está a nuestra disposición. Por tanto, no tenemos sino caminar por nuestra propia determinación, fijos constantemente los ojos en los preceptos, en nuestras leyes monásticas y en las otras señales de la divina voluntad, a fin de regular de acuerdo con ella cada uno de nuestros pasos.
No hemos, sin embargo, de adherirnos a todas estas cosas, sino en tanto que continúen siendo la voluntad de Dios con respecto a nosotros. Si El deja de quererlas, nos es preciso despegarnos de ellas para poner todo nuestro afecto en lo que El quiere de presente, y no querer sino esto, porque algunos preceptos de Dios no son tan inmutables que no puedan ser modificados por las circunstancias; y lo propio sucede con los mandamientos de la Iglesia, como, por ejemplo: la asistencia a la Misa, el ayuno y la abstinencia en caso de enfermedad. Con mayor razón Dios podrá modificar algunas de nuestras obligaciones monásticas, cambiando nuestro estado de salud u otras circunstancias. Puede también, según le plazca, dejarnos o retirarnos la facilidad de ejecutar tal o cual práctica de libre elección. Es imposible a un solo hombre observar todos los consejos evangélicos o imitar todas las obras exteriores de Nuestro Señor y de los santos. Ha de hacerse una elección, que por lo regular la deja Dios a nuestra iniciativa; sin embargo, hácela con frecuencia El mismo, disponiendo de nosotros con su voluntad de beneplácito, por cuya razón habrá en todo esto materia más que suficiente para el Santo Abandono. Dios asigna a cada uno el lugar de combate, las armas y el servicio según la vocación que nos da, o las circunstancias en que nos pone.
En el siglo no se pueden practicar las observancias del claustro, y la vida estrictamente contemplativa no soporta el apostolado de fuera, ni la vida activa las constantes ocupaciones de María. La indigencia en el mundo o la pobreza en la vida religiosa impedirá hacer limosna, etc.; y en nuestra misma vocación hay un dilatado horizonte abierto al divino beneplácito. En virtud de éste, confía Dios los altos cargos a uno, mientras deja al otro su puesto humilde, otorga la salud según le place, y con ella la facilidad de guardar todas las observancias; mas, cuando le parece, quita la fuerza y reduce a una impotencia total o parcial.
En resumen, no siendo posible seguir nosotros solos todos los ejemplos de Nuestro Señor y de los santos, ni todos los consejos evangélicos, con todo, hemos de estimarlos en su justo valor, no despreciar nada de lo que ha llevado a las almas a la perfección, sino seguir tan sólo aquellos consejos y prácticas que se armonizan con nuestra condición y nuestra vocación. Hemos de guardar esmeradamente las obligaciones comunes a todos los cristianos y los deberes propios de nuestro estado, adhiriéndonos de todo corazón a estos medios de santificación como queridos por Dios, redoblando, si fuere necesario, nuestros esfuerzos y el espíritu de fe para no aflojar en su observancia. Mas, si las disposiciones del divino beneplácito nos muestran que Dios no quiere ya de nosotros en la actualidad uno u otro de estos medios, y si tal es el sentir de los encargados de dirigirnos, desprendámonos de ellos, para no querer sino lo que Dios quiere de nosotros al presente, y compensar así la pérdida de esta práctica con un abandono filial al divino beneplácito.