A un alma que se sienta prendada del amor de Dios, nada
la lleva tanto al abandono como el ejemplo de su amado
Maestro. El agrada soberanamente al alma, y ella a su vez
quiere únicamente agradarle, y por lo mismo se esfuerza en
imitarle en todas las cosas. Ahora bien, su vida entera no ha
sido sino obediencia y abandono.
Hace su entrada en el mundo, y «viene ante todo -dice
Monseñor Gay- para su Padre. El, su Padre, es objeto de toda
su religión y el término del sacrificio». Le habla y le dice: «He
aquí que vengo para hacer vuestra voluntad.» ¡Pues qué! ¿No
viene para predicar, trabajar, morir, sufrir, vencer el infierno, y salvar al mundo con su cruz?
«Esta es su labor, como El muy bien lo sabe, pues sus ojos
apenas abiertos ya lo han visto todo y su corazón lo ha
abrazado inmediatamente. Quiere cumplir todo, hasta la última
tilde, y lo quiere sinceramente y con un querer lleno de amor y
de eficacia... mas quiere todo esto, por ser tal la eterna
voluntad de su Padre y sólo esta voluntad le conmueve y le
decide. Viendo todo lo demás, se fija, sin embargo, en sólo
esto; sólo de ella habla y de sólo ella pretende depender. Esta
voluntad divina lo es todo: principio, fin, razón, luz, apoyo,
mansión, alimento, recompensa. En ella, pues, se apoya, a
ella se reduce, en ella se afirma, y ejecutando después tantas
cosas, y tan elevadas y tan inauditas y tan sobrehumanas,
nunca hará sino esta cosa sencilla, en la que nuestros niños
son capaces de imitarle: hará la voluntad de su Padre
celestial, y a ella se entregará sin reserva y vivirá por completo
abandonado.»
Esta obediencia y este abandono tienen su origen en su
amor para con el Padre; es plenitud de abandono, porque es
plenitud de amor; amor filial, confiado, desinteresado,
generoso, sin reserva; amor rebosando reconocimiento por los
bienes que ha recibido en santa Humanidad; amor lleno de
celo, de abnegación y de humildad; Víctima cargada con todos
los pecados del mundo, estima todos los castigos, ya que
ningún sufrimiento es excesivo para reparar la gloria de su
Padre y restituirle los hijos alejados y con todo tan tiernamente
queridos.
Amor filial, y al mismo tiempo amor de niño. «¿Pues qué
otra cosa ha sido -dice Monseñor Gay- Nuestro Señor, Jesús,
el Hijo del Eterno Padre, verdadero Dios y verdadero Hombre,
según su Humanidad, sino un niño? A nuestros mismos ojos
es el estado en que ha querido aparecer; mas para su Padre,
a los ojos de la Divinidad, de su propia Divinidad, no ha
cesado nunca ni cesará de ser un niño. Esta Humanidad
gobierna todos los seres; los Serafines le besan los pies, y el
mundo entero con razón la saluda como a su maestra y
soberana; súbditos suyos son los reyes; los pueblos, su
herencia; los ángeles, sus mensajeros. Es reina a la manera
que Dios es Rey, y, sin embargo, os lo repito, no es en definitiva sino un niño, un niño de un día y de una hora, que no
tiene de sí y por sí solo ni pensamiento, ni palabra, ni
movimiento, ni vida; un niño pequeño oculto en el seno,
llevado en brazos, entregado a los derechos, a las voluntades,
al beneplácito, a las costumbres, a las sonrisas infantiles, a las
caricias sin igual, al amor infinito de la Divinidad que es su
padre y su madre. Todo esto copia el alma abandonada, pues
siendo Dios nuestro Padre, ¿qué son respecto a El nuestra
edad, nuestra talla y nuestra actitud? Aun cuando fuéramos un
San Pedro, o un San Pablo o cualquiera de esos gigantes en
la santidad, ¿seríamos alguna vez grandes delante de Dios?»
Si pudiéramos seguir la vida de Nuestro Señor Jesucristo
hasta en sus mismos actos, hallaríamos por todas partes el
amor, la confianza, la docilidad, el abandono infantil de un
niño. Citemos tan sólo algunos ejemplos de San Francisco de
Sales.
«Ved al pobre Niño en la cueva, que recibe la pobreza, la
desnudez, la compañía de los animales, todas las
inclemencias del tiempo, el frío y todo cuanto permite su Padre
que le venga. No está escrito que haya extendido sus manos
en busca del seno de su Madre, mas no rehúsa los pequeños
alivios que Ella le da. Recibe los servicios de San José, las
adoraciones de los reyes y de los pastores, y todo con la
misma igualdad de ánimo. Así nada debemos nosotros desear
ni nada rehusar, sino sufrir y recibir con igualdad de ánimo
todo lo que la Providencia permita que nos suceda.»
«Si se hubiera preguntado al dulce Niño Jesús llevado en
brazos de su Madre, a dónde iba, ¿no hubiera tenido razón en
responder: Yo no voy, es mi Madre la que va por mí?, y a
quien le hubiera preguntado: Pero al menos, ¿no vais Vos con
vuestra Madre?, hubiera podido con razón decirle: No; yo no
voy en manera alguna, o si voy allí donde mi Madre me lleva,
no es por mis propios pasos, es por los pasos de mi Madre
que voy. A la manera que mi Madre va por mí, así Ella quiere
por mí y yo la dejo igualmente el cuidado de ir como el de
querer. Su voluntad basta para Ella y para mí, sin que yo
tenga querer alguno en lo tocante a ir o venir; no me importa si
camina aprisa o despacio, si va por ésta o la otra parte; no me
opongo a su deseo de ir acá o allá y me contento con estar siempre en sus brazos y mantenerme bien unido a su amante
cuello. »
En su huida a Egipto, Nuestro Señor, que es la Sabiduría
eterna, y que gozaba del perfecto uso de la razón, no advierte
a San José o a su dulcísima Madre nada de cuanto había de
acontecerles. Nada quiso emprender sino por el encargo del
ángel Gabriel que había sido destinado por el Padre para
anunciar el misterio de la Encarnación, para ser desde
entonces como el ecónomo general de la Sagrada Familia,
para cuidar de ella en los diversos acontecimientos. Este Niño
Todopoderoso, pero manso y humilde de corazón, se dejaba
llevar a donde querían y por quien quería llevarle, se
abandonaba dócilmente en manos del ángel por más que éste
no tenía ni ciencia, ni sabiduría que pudieran compararse con
su divina Majestad.
«Algunos contemplativos han supuesto que Nuestro Señor
en Egipto, en el taller de San José y durante los treinta años
de su adorable vida oculta, se ocupaba algunas veces en
hacer cruces», y las ofrecía a sus amigos -método que no ha
variado-. Devorado del celo por la gloria de su Padre, de la
Iglesia y por las almas, «tuvo mil amorosos desfallecimientos;
veía la hora de ser bautizado con su propia sangre y
languidecía suspirando en tanto que esto llegaba, a fin de
vernos libres, por su muerte, de la muerte eterna». Y sin
embargo, cuando entra en el Huerto de los Olivos, se entrega
a los terribles asaltos del temor y de las repugnancias,
«sufriéndolos voluntariamente por amor nuestro, pudiéndose
librar de ellos. El dolor le causa angustias de muerte, y el amor
un ardiente deseo de ella, una cruel agonía entre el deseo y el
horror a la muerte, hasta la abundante efusión de su sangre
que corre como de una fuente y riega la tierra». Con todo, no
cesa de repetir en amoroso abandono: «Padre mío, hágase
vuestra voluntad y no la mía». En consecuencia, «déjase
prender, maniatar y conducir a gusto de los que quieren
crucificarle, con un abandono admirable de su cuerpo y de su
vida, poniéndolos en sus manos. De igual modo van a
entregarse su alma y voluntad por una perfectísima
indiferencia en manos de su Padre Eterno».
Mas antes, un supremo dolor y el más terrible de todos le espera «sobre la cruz», cuando después de haber dejado todo
por el amor y la obediencia de su Padre, fue como dejado y
abandonado de El; y empujada su barca a la desolación por el
torrente de las pasiones, apenas sentía la brújula de su vida,
que, sin embargo, no sólo miraba a su Padre, sino que le
estaba inseparablemente unida; cosa que la parte inferior ni
sabía ni de ella se apercibía, ensayo que la divina Providencia
jamás ha hecho ni hará en ninguna otra alma, pues no lo
podría soportar. Para mostrarnos lo que podemos y debemos
hacer cuando nuestras penas llegan a su colmo, quejóse
filialmente a su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» Mas apresúrase a añadir con todas sus
fuerzas y con la más amorosa sumisión: «Padre mío, en tus
manos encomiendo mi espíritu», dando así a su Padre y a
nosotros el supremo testimonio de su amor, «muriendo en el
amor, por el amor, para el amor y de amor». Al mismo tiempo,
nos enseña -«cuando nuestros males están en su apogeo, y
mientras las convulsiones de las penas espirituales nos quiten
cualquiera otro género de alivios y de medios de resistir- a
poner nuestro espíritu en manos de Aquel que es nuestro
verdadero Padre, y, bajando la cabeza de nuestra
aquiescencia a su beneplácito, a entregarle toda nuestra
voluntad».
Este continuo abandono de niño pequeño se ha dignado
Nuestro Señor extenderlo a toda suerte de peñas y pruebas,
pues «fue afligido en su vida civil, condenado como un
criminal de lesa majestad divina y humana y atormentado con
extraordinaria ignominia; en su vida natural, muriendo entre
los más crueles y sensibles tormentos que se pueden
imaginar; en su vida espiritual, sufriendo tristezas, temores,
espantos, angustias, abandonos y aflicciones interiores, que
jamás encontrarán semejante»; y todo con entera y sumisa
voluntad. «Pues aunque la parte superior de su alma estuviera
soberanamente gozosa de la gloria eterna, el amor impedía a
esta gloria difundir sus delicias y sentimientos, tanto en la
imaginación, como en la parte inferior, dejando así el corazón
a merced de la tristeza y angustia.»
De esta suerte nos da ejemplo para que aceptemos con
corazón magnánimo y sin rechazarlas jamás esas mil pruebas del orden natural o espiritual, de que nos resta hacer una
rápida exposición.