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viernes, 11 de marzo de 2022

EL SANTO ABANDONO (6. EL EJEMPLO DE NUESTRO SEÑOR)

 


A un alma que se sienta prendada del amor de Dios, nada

la lleva tanto al abandono como el ejemplo de su amado

Maestro. El agrada soberanamente al alma, y ella a su vez

quiere únicamente agradarle, y por lo mismo se esfuerza en

imitarle en todas las cosas. Ahora bien, su vida entera no ha

sido sino obediencia y abandono.

Hace su entrada en el mundo, y «viene ante todo -dice

Monseñor Gay- para su Padre. El, su Padre, es objeto de toda

su religión y el término del sacrificio». Le habla y le dice: «He

aquí que vengo para hacer vuestra voluntad.» ¡Pues qué! ¿No

viene para predicar, trabajar, morir, sufrir, vencer el infierno, y salvar al mundo con su cruz?

«Esta es su labor, como El muy bien lo sabe, pues sus ojos

apenas abiertos ya lo han visto todo y su corazón lo ha

abrazado inmediatamente. Quiere cumplir todo, hasta la última

tilde, y lo quiere sinceramente y con un querer lleno de amor y

de eficacia... mas quiere todo esto, por ser tal la eterna

voluntad de su Padre y sólo esta voluntad le conmueve y le

decide. Viendo todo lo demás, se fija, sin embargo, en sólo

esto; sólo de ella habla y de sólo ella pretende depender. Esta

voluntad divina lo es todo: principio, fin, razón, luz, apoyo,

mansión, alimento, recompensa. En ella, pues, se apoya, a

ella se reduce, en ella se afirma, y ejecutando después tantas

cosas, y tan elevadas y tan inauditas y tan sobrehumanas,

nunca hará sino esta cosa sencilla, en la que nuestros niños

son capaces de imitarle: hará la voluntad de su Padre

celestial, y a ella se entregará sin reserva y vivirá por completo

abandonado.»

Esta obediencia y este abandono tienen su origen en su

amor para con el Padre; es plenitud de abandono, porque es

plenitud de amor; amor filial, confiado, desinteresado,

generoso, sin reserva; amor rebosando reconocimiento por los

bienes que ha recibido en santa Humanidad; amor lleno de

celo, de abnegación y de humildad; Víctima cargada con todos

los pecados del mundo, estima todos los castigos, ya que

ningún sufrimiento es excesivo para reparar la gloria de su

Padre y restituirle los hijos alejados y con todo tan tiernamente

queridos.

Amor filial, y al mismo tiempo amor de niño. «¿Pues qué

otra cosa ha sido -dice Monseñor Gay- Nuestro Señor, Jesús,

el Hijo del Eterno Padre, verdadero Dios y verdadero Hombre,

según su Humanidad, sino un niño? A nuestros mismos ojos

es el estado en que ha querido aparecer; mas para su Padre,

a los ojos de la Divinidad, de su propia Divinidad, no ha

cesado nunca ni cesará de ser un niño. Esta Humanidad

gobierna todos los seres; los Serafines le besan los pies, y el

mundo entero con razón la saluda como a su maestra y

soberana; súbditos suyos son los reyes; los pueblos, su

herencia; los ángeles, sus mensajeros. Es reina a la manera

que Dios es Rey, y, sin embargo, os lo repito, no es en definitiva sino un niño, un niño de un día y de una hora, que no

tiene de sí y por sí solo ni pensamiento, ni palabra, ni

movimiento, ni vida; un niño pequeño oculto en el seno,

llevado en brazos, entregado a los derechos, a las voluntades,

al beneplácito, a las costumbres, a las sonrisas infantiles, a las

caricias sin igual, al amor infinito de la Divinidad que es su

padre y su madre. Todo esto copia el alma abandonada, pues

siendo Dios nuestro Padre, ¿qué son respecto a El nuestra

edad, nuestra talla y nuestra actitud? Aun cuando fuéramos un

San Pedro, o un San Pablo o cualquiera de esos gigantes en

la santidad, ¿seríamos alguna vez grandes delante de Dios?»

Si pudiéramos seguir la vida de Nuestro Señor Jesucristo

hasta en sus mismos actos, hallaríamos por todas partes el

amor, la confianza, la docilidad, el abandono infantil de un

niño. Citemos tan sólo algunos ejemplos de San Francisco de

Sales.

«Ved al pobre Niño en la cueva, que recibe la pobreza, la

desnudez, la compañía de los animales, todas las

inclemencias del tiempo, el frío y todo cuanto permite su Padre

que le venga. No está escrito que haya extendido sus manos

en busca del seno de su Madre, mas no rehúsa los pequeños

alivios que Ella le da. Recibe los servicios de San José, las

adoraciones de los reyes y de los pastores, y todo con la

misma igualdad de ánimo. Así nada debemos nosotros desear

ni nada rehusar, sino sufrir y recibir con igualdad de ánimo

todo lo que la Providencia permita que nos suceda.»

«Si se hubiera preguntado al dulce Niño Jesús llevado en

brazos de su Madre, a dónde iba, ¿no hubiera tenido razón en

responder: Yo no voy, es mi Madre la que va por mí?, y a

quien le hubiera preguntado: Pero al menos, ¿no vais Vos con

vuestra Madre?, hubiera podido con razón decirle: No; yo no

voy en manera alguna, o si voy allí donde mi Madre me lleva,

no es por mis propios pasos, es por los pasos de mi Madre

que voy. A la manera que mi Madre va por mí, así Ella quiere

por mí y yo la dejo igualmente el cuidado de ir como el de

querer. Su voluntad basta para Ella y para mí, sin que yo

tenga querer alguno en lo tocante a ir o venir; no me importa si

camina aprisa o despacio, si va por ésta o la otra parte; no me

opongo a su deseo de ir acá o allá y me contento con estar siempre en sus brazos y mantenerme bien unido a su amante

cuello. »

En su huida a Egipto, Nuestro Señor, que es la Sabiduría

eterna, y que gozaba del perfecto uso de la razón, no advierte

a San José o a su dulcísima Madre nada de cuanto había de

acontecerles. Nada quiso emprender sino por el encargo del

ángel Gabriel que había sido destinado por el Padre para

anunciar el misterio de la Encarnación, para ser desde

entonces como el ecónomo general de la Sagrada Familia,

para cuidar de ella en los diversos acontecimientos. Este Niño

Todopoderoso, pero manso y humilde de corazón, se dejaba

llevar a donde querían y por quien quería llevarle, se

abandonaba dócilmente en manos del ángel por más que éste

no tenía ni ciencia, ni sabiduría que pudieran compararse con

su divina Majestad.

«Algunos contemplativos han supuesto que Nuestro Señor

en Egipto, en el taller de San José y durante los treinta años

de su adorable vida oculta, se ocupaba algunas veces en

hacer cruces», y las ofrecía a sus amigos -método que no ha

variado-. Devorado del celo por la gloria de su Padre, de la

Iglesia y por las almas, «tuvo mil amorosos desfallecimientos;

veía la hora de ser bautizado con su propia sangre y

languidecía suspirando en tanto que esto llegaba, a fin de

vernos libres, por su muerte, de la muerte eterna». Y sin

embargo, cuando entra en el Huerto de los Olivos, se entrega

a los terribles asaltos del temor y de las repugnancias,

«sufriéndolos voluntariamente por amor nuestro, pudiéndose

librar de ellos. El dolor le causa angustias de muerte, y el amor

un ardiente deseo de ella, una cruel agonía entre el deseo y el

horror a la muerte, hasta la abundante efusión de su sangre

que corre como de una fuente y riega la tierra». Con todo, no

cesa de repetir en amoroso abandono: «Padre mío, hágase

vuestra voluntad y no la mía». En consecuencia, «déjase

prender, maniatar y conducir a gusto de los que quieren

crucificarle, con un abandono admirable de su cuerpo y de su

vida, poniéndolos en sus manos. De igual modo van a

entregarse su alma y voluntad por una perfectísima

indiferencia en manos de su Padre Eterno».

Mas antes, un supremo dolor y el más terrible de todos le espera «sobre la cruz», cuando después de haber dejado todo

por el amor y la obediencia de su Padre, fue como dejado y

abandonado de El; y empujada su barca a la desolación por el

torrente de las pasiones, apenas sentía la brújula de su vida,

que, sin embargo, no sólo miraba a su Padre, sino que le

estaba inseparablemente unida; cosa que la parte inferior ni

sabía ni de ella se apercibía, ensayo que la divina Providencia

jamás ha hecho ni hará en ninguna otra alma, pues no lo

podría soportar. Para mostrarnos lo que podemos y debemos

hacer cuando nuestras penas llegan a su colmo, quejóse

filialmente a su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has

abandonado?» Mas apresúrase a añadir con todas sus

fuerzas y con la más amorosa sumisión: «Padre mío, en tus

manos encomiendo mi espíritu», dando así a su Padre y a

nosotros el supremo testimonio de su amor, «muriendo en el

amor, por el amor, para el amor y de amor». Al mismo tiempo,

nos enseña -«cuando nuestros males están en su apogeo, y

mientras las convulsiones de las penas espirituales nos quiten

cualquiera otro género de alivios y de medios de resistir- a

poner nuestro espíritu en manos de Aquel que es nuestro

verdadero Padre, y, bajando la cabeza de nuestra

aquiescencia a su beneplácito, a entregarle toda nuestra

voluntad».

Este continuo abandono de niño pequeño se ha dignado

Nuestro Señor extenderlo a toda suerte de peñas y pruebas,

pues «fue afligido en su vida civil, condenado como un

criminal de lesa majestad divina y humana y atormentado con

extraordinaria ignominia; en su vida natural, muriendo entre

los más crueles y sensibles tormentos que se pueden

imaginar; en su vida espiritual, sufriendo tristezas, temores,

espantos, angustias, abandonos y aflicciones interiores, que

jamás encontrarán semejante»; y todo con entera y sumisa

voluntad. «Pues aunque la parte superior de su alma estuviera

soberanamente gozosa de la gloria eterna, el amor impedía a

esta gloria difundir sus delicias y sentimientos, tanto en la

imaginación, como en la parte inferior, dejando así el corazón

a merced de la tristeza y angustia.»

De esta suerte nos da ejemplo para que aceptemos con

corazón magnánimo y sin rechazarlas jamás esas mil pruebas del orden natural o espiritual, de que nos resta hacer una

rápida exposición.