“… llevaba conmigo una estampa
que representaba a Cristo con la corona de espinas y rodeaba la imagen la
siguiente leyenda: “Devictus vincit”, “Vencido, vence”. Conservé la estampa y
representó uno de mis grandes consuelos. Cuando en la cárcel me dieron una vez
permiso para la celebración de la Misa, escogí la estampa como imagen de altar.
Aún hoy es esa imagen mi constante compañera. La primera parte de la leyenda,
ser vencido, ha sido realidad en mi vida; la esperanza de la victoria está en
el futuro, en manos de Dios.
El día de San Esteban fui detenido. Entraron en la casa haciendo un gran
estrépito y se acercaron, con pasos firmes, a mi habitación. Me arrodillé en el
reclinatorio, rezando y meditando. Luego me dirigí a la puerta. Ochenta
policías habían ocupado la casa. Salió mi madre del cuarto de los huéspedes. Me
volví a ella para despedirme. Trataron de impedirlo, pero les eludí y me
precipité hacia mi madre. Se me echó al cuello “¿Dónde te llevan hijo mío? Yo
también iré contigo”. Traté de consolarla, besé sus manos y sus mejillas. Ella
sollozaba sin parar.
Me apartaron, me arrastraron y me sacaron de la casa para meterme en un
enorme vehículo con las ventanas enrejadas. Traté de rezar el Rosario, pero no me fue posible. Me acordé de
la Sagrada Escritura y de uno de sus párrafos, que decía así:
“Han venido los que me odian, que son más fuertes que yo. Me han
sorprendido en mi día de duelo”. (Salm.17, 18-19). “Esta hora de la noche
pertenece al poder de las tinieblas”. (Lucas, 22,53). “Sabía que mi hora había
llegado” (Juan, 13,1). “La hora del mal” (Eccl. 11,29).
En previsión de los acontecimientos les había dirigido a mis sacerdotes
estas palabras de despedida:
“Siempre y por doquier puede ocurrirnos sólo lo que el Señor ordene y
disponga. Sin su voluntad, no cae un solo cabello de nuestras cabezas. El mundo puede arrebatarnos
mucho, pero jamás nuestra Fe en Jesucristo. ¿Quién puede separarnos de
Jesucristo? Ni la vida, ni la muerte, ni nada de lo creado consigue ni
conseguirá separarnos del amor de Dios. Nosotros no somos como aquellos que
carecen de esperanza y fe… Debemos tener cada vez más conciencia de que nos
hemos convertido en ejemplo del mundo. Esforcémonos,
pues, en acercarnos cada vez más al reino de Cristo, un reino de justicia y
misericordia. Mientras recorremos ese camino, tengamos siempre presentes las
palabras de Tertuliano: “Las acusaciones
de determinados acusadores son nuestra gloria”.
Me dieron un traje rayado que me venía ancho y parecía de bufón. Guardé
silencio y pensé que mi suerte era, en definitiva, la sufrida por tantos
mártires y cautivos en el transcurso de los siglos. No sólo me quitaron el
breviario, el rosario, la imitación de Cristo y la medalla de la Virgen, sino
asimismo el reloj y el código penal.
Las ropas talares significan para un sacerdote, si no todo, sí mucho,
sobre todo cuando le rodean unas gentes como las que a mí me rodeaban. Desde
que era sacerdote no me había puesto traje de paisano. Por eso me resultó muy
doloroso que me quitaran las ropas talares. Las considero algo así como la
guardia de corps del sacerdote.
El comandante me arrojó al suelo y comenzó a golpearme, risotadas
acompañaban los golpes. Por mi parte apretaba los dientes, pero sin conseguir
permanecer enteramente mudo. Los salmos que durante tantos años había rezado en
el breviario acudieron a mis labios: “Se alegran de mi desventura, se agrupan
para golpearme. Me insultan y vilipendian, entre chirridos de dientes. Estoy
apresado y no puedo salir. Muchos me acosan, muchos irrumpen sobre mí.
Querían que estampara mi firma en un documento plagado de mentiras y
falsedades.
Tenía mis informes sobre los métodos que utilizaban para quebrantar el
ánimo de los hombres más fuertes. La opinión pública sabía de la existencia de
dos drogas: con una, desataban la lengua de los acusados y con la otra les
sumían en un letargo. Sabedor de aquello apenas probé lo que pusieron ante mí.
Mis sospechas se hicieron convicción cuando de manera inesperada y sin previo
aviso, aparecieron tres médicos. Me examinaron y dejaron medicamentos a los
guardias para que los tomara. Procuré hacer todo lo posible para no tomarlos. Por
ejemplo, tomé la medicina pero con tan poca agua que oprimí la tableta contra
el paladar, luego la escondí en el zapato. Siempre acudían tres médicos a
revisarme inmediatamente después de comer. Los guardianes tenían severas
órdenes de no dejarme descansar ni dormir. No dejar dormir es también una forma
de tortura.
Con ayuda de los dedos traté de rezar el Rosario. Cuando se dieron
cuenta que estaba rezando reanudaron su
conversación sobre temas sucios y obscenos. Aquella grosería me afectaba
profundamente el corazón. ¿Qué sería de la juventud húngara en el caso de que
el comunismo se infiltrara en sus conciencias? ¡Una catástrofe nacional!
Hubiera querido poder sumirme en el breviario en aquellos momentos de dolor. Comencé
a recitar para mis adentros, de memoria, las horas canónicas. Recé los salmos y
repasé el santoral de las fiestas…”
CARDENAL MINDSZENTY
MEMORIAS