EL SAGRADO CORAZÓN
Jesucristo es Dios. Aunque hay en El dos naturalezas, divina y humana, como enseña la Fe Católica, es, sin embargo, única la Persona, y ésta es divina. Es, pues, digno de toda veneración, así en su Humanidad santísima como en su Divinidad. Y de su Humanidad santísima es digno de veneración, no sólo el conjunto, sí que cada una de las partes de él. De suerte que pueden y deben venerarse el cuerpo y el alma de Cristo, pero puede separadamente venerarse su cuerpo y venerarse su alma, y pueden de su cuerpo ser venerados con culto especial cada uno de sus sacratísimos miembros. Así es antiquísimo en la Iglesia el culto de las adorables llagas de las manos, pies y costado; así es ya común la veneración a su purísima Sangre; así podemos fijarla muy en particular en su sagrada cabeza, coronada de espinas, etc., etc. Sirva esto de contestación a los que haciéndose del asombradizo preguntan: ¿por qué se da este culto especial al Sagrado Corazón de Jesús? Respuesta decisiva: se le da en primer lugar, como puede darse a una parte cualquiera de su santísima Humanidad.
Pero hay un motivo especialísimo para dar este culto al Corazón, más que a la cabeza, manos o pies. El corazón es entre todos los órganos corporales, por decirlo así, el menos corporal; viene a ser con respecto a la parte afectiva de nuestro ser, lo que el cerebro con respecto a su parte intelectiva; es el que está más en íntimo y misterioso contacto con el alma por su vida de sentimiento; es como la fragua suya de que se sirve ella para elaborar sus afectos. Así que del mismo modo que en todos los idiomas se dice que piensa y discurre e imagina el hombre con la cabeza, así en todos los idiomas se dice que ama y aborrece y sufre y goza y anhela y teme con el corazón. Porque para sus operaciones intelectuales parece que se sirve más el alma de la primera, como para sus operaciones afectivas se sirve del segundo. Tiene, pues, el corazón en el compuesto humano una importancia especial. Además de ser la válvula reguladora de su movimiento circulatorio, es el sagrario de sus más delicados sentimientos; es el volcán de sus más encendidas llamaradas; es el oculto resorte de la mayor parte de sus actos e inclinaciones. Se ha dicho con verdad que el hombre lo es casi siempre todo por su corazón. Si se eleva hasta la sublimidad del Ángel o desciende hasta la horrible condición del demonio, es comúnmente según lo que ha purificado y enaltecido, o maleado y degradado los sentimientos de su corazón.
Ahora bien. Cristo, Dios y Hombre verdadero, tuvo en su vida mortal, y tiene hoy en su vida gloriosa en el cielo y en su vida escondida en el Sacramento, un verdadero Corazón. Y como su Divina Persona es justamente la persona de un Dios-Hombre y de un Hombre-Dios, su corazón es juntamente Corazón humano y Corazón divino, Corazón que pertenece al Hombre y Corazón que pertenece a Dios, Corazón que late y alienta con todos los más nobles afectos humanos, y juntamente con los nobilísimos afectos de la Divinidad. Amó Cristo a Dios-Padre y a la humana creatura con amor infinito, el órgano o fragua de este amor infinito fue su Divino Corazón. Aborreció el pecado, que es el único objeto digno de los odios de un Dios, y el centro de estos odios infinitos fue su Divino Corazón. Anheló la divina gloria y la redención humana con hambre y sed que le hicieron impaciente por los tormentos y por la muerte, y el foco de estos anhelos y divinas impaciencias fue su Sagrado Corazón.
Discurramos, pues, si merecen culto y veneración la cruz en que murió el Salvador, los clavos que taladraron sus manos y pies, las espinas que se hincaron es su cabeza, el sepulcro en que fue colocado, por el contacto material que tuvieron todos estos objetos con su Divina Persona, ¿no hay razón especialísima para honrar con especialísimo culto y amor, el Corazón suyo, aunque se le considere solo como una parte más noble de su Sagrada Humanidad, como una entraña la más delicada de sus sacratísimas entrañas, como el órgano finísimo con el que su bendita alma nos amó, y deseó sufrir y morir por nosotros?
Hasta aquí, empero, considerando al Sagrado Corazón como objeto material de este hermoso culto, que bajo este solo aspecto tendría ya incontestable derecho a nuestra predilección. Mas, con el culto del Sagrado Corazón no se trata solamente de honrar la dicha víscera material del organismo humano de nuestro Divino Salvador; trátase juntamente de venerarla como símbolo del inmenso amor suyo en favor de los hombres, que le llevó a morir por ellos en el árbol de la cruz. Segundo aspecto de la cuestión, no menos interesante que el primero.
También está en el buen sentido del género humano que el corazón es el símbolo más adecuado del amor. El idioma de todos los pueblos lo expresa de esta manera. Cuando decimos que a una persona la hacemos dueña de nuestro corazón, o que reinamos en el suyo, o le pedimos nos admita en él, no queremos significar con esto más que el hecho de que la amamos, o el deseo de que nos ame. Por corazón entendemos amor y nada más. Es un tropo vulgar que emplean hasta los que no han aprendido retórica, porque lo enseña a todos la misma naturaleza. Es, pues, altamente filosófico, y altamente teológico, y altamente artístico, y altamente natural para venerar el amor infinito de Jesucristo a Dios Padre y a los hombres sus hermanos, tomar por símbolo y figura su Sagrado Corazón, rodeándolo con los atributos más expresivos para dar a comprender todo el significado de este divino jeroglífico.
Sí, no hay representación más exacta que ésta, de los divinos afectos del Salvador: el Corazón con llamas, para significar el ardoroso incendio de sus amores; el Corazón con la herida manando sangre, para demostrar la efusión de este amor sobre todos los mortales; el Corazón con cruz y corona de espinas, para recordar las agonías y sufrimientos que le causó este amor.
Símbolo que por sí solo es un poema; símbolo que habla con más elocuencia que las frases del más vehemente discurso; símbolo que puede entender cualquiera aunque no tenga talento, sólo con que tenga ojos en la cara para ver, y a su vez en el pecho un corazón para sentir.
Ahora bien. Este símbolo tan perfecto y adecuado podía ser escogido por los hombres para mejor representar con él el infinito amor que nos tuvo nuestro dulcísimo Jesús; pero no fue escogido ni inventado por los hombres, no, sino que les fue dado y comunicado del cielo por el mismo adorable Redentor. Tiene, pues, además de su fundamento teológico y de su exactísima propiedad filosófica, el carácter más respetable de todos, el de su origen celestial. Sí, el culto del Sagrado Corazón de Jesús, así bajo su punto de vista material como bajo su aspecto simbólico, conocido ya desde los primeros siglos en la Iglesia y practicado por gran número de Santos y almas enamoradas de Dios, fue más especialmente declarado al mundo por el mismo Cristo en el último tercio del siglo XVII por mediación de la bienaventurada Margarita María Alacoque, religiosa de la Visitación, recientemente elevada por Pío IX al honor de los altares.
Las revelaciones hechas por Jesucristo a esta su fiel esposa para el mayor desarrollo del culto de su Sagrado Corazón, han sido todas reconocidas por la Santa Iglesia, cuya escrupulosidad en este punto es imponderable. En repetidas ocasiones se apareció Jesucristo mostrando a la Beata Margarita su Corazón con las dichas insignias de la cruz, corona de espinas y herida de la lanza, encargándola que juntamente con el P. La Colombiére, de la Compañía de Jesús, propagase por el mundo cristiano la devoción al Sagrado Corazón, y que pidiese a la Iglesia la celebración de su fiesta el viernes primero después de la octava de Corpus Christi. Añadió además singularísimas promesas a favor de los que se esmerasen en practicar y propagar este culto, señalándolo como eficaz medicina para la restauración de la fe y re-encendimiento de la piedad en estos últimos tiempos de tibieza e indiferentismo.
Cumpliólo así la ejemplar Religiosa, secundada en todo por el dicho P. La Colombiere, y después de muchas y exquisitas averiguaciones practicadas por la Santa Sede, después de tenaz e incansable guerra que le hizo el Jansenismo, logrose ver sancionado por la Autoridad apostólica el culto del Sagrado Corazón, instituída su fiesta universal, aprobado su rezo, y hoy por fin venerada en los altares la memoria de su insigne apóstol y propagandista, la fervorosa contemplativa de Paray-le-Monial. Y hoy, gracias sean dadas al Señor, en medio de los horrores de la moderna persecución, que persecución es y gravísima la que en todos los confines del globo sufre el Catolicismo, el Sagrado Corazón de Jesús es la divisa de todos los buenos, el grito de guerra en todos sus combates, su celestial esperanza de triunfo para el porvenir.
¡Amemos, pues, y honremos al Sagrado Corazón! No hay libro en que mejor puedan estudiarse y aprenderse todas las virtudes, no hay maestro que con más divina autoridad nos las pueda enseñar. La paciencia y abnegación hasta el sacrificio; la celestial mansedumbre, a par de la incontrastable firmeza; el celo devorador e impetuoso y a la vez la caridad incansable, benigna y afectuosísima.
¡Amemos y honremos al Sagrado Corazón! Harto se nos da cada día el espectáculo de corazones envilecidos en lo más inmundo de cenagosas aspiraciones, corazones a quienes la posesión de un puñado de oro endurece como este metal, o a quienes el insaciable afán de sensualidad tiene podridos y hediondos.
Hartos estamos de ver cada día enlodadas en el barro las alas del corazón que Dios crió para que se cerniese como las aves en la más pura región del firmamento, y no como los reptiles, pegado el rostro a la tierra vil y a sus groseras emociones. ¡Arriba, arriba con el Corazón de Jesús! ¡Arriba con Él siguiendo su generoso vuelo! ¡Arriba con Él, emulando la alteza de sus pensamientos, lo sublime de sus miras, la perfección de su ideal, que es hacernos grandes como su Padre que está en los cielos! ¡Arriba, a otra región, a otros aires, a más noble esfera, con el Corazón de Jesús! Él lo ha dicho y en sus devotos se cumple sin excepción: Elevado de la tierra, todo lo atraeré en pos de Mí. ¡Atráiganos, elévenos en pos de sí este imán divino, y contrapese en nosotros la ley de la gravedad terrena que nos inclina constantemente a lo bestial! ¡Vivamos con El para el cielo, que allí está nuestro verdadero y espiritual centro de gravedad!
¡Amemos y honremos al Sagrado Corazón! ¡Es el Corazón de nuestro Padre, de nuestro Hermano, de nuestro Amigo, de nuestro Rey, de nuestro Dios! ¡Gózase en arrimarse y recostarse y juntarse a par del nuestro en la Sagrada Comunión! ¡Gózase en hacerse confidente de nuestros más ocultos pesares y de nuestras más punzantes angustias! ¡Se da sin reserva a quien le quiere; sólo anhela para entregarse que se le vaya a buscar! ¡Corazones sedientos de consuelo y amor, que tan a tontas y a locas lo mendigáis de miserables criaturas, id a pedírselo a la puerta de este Divino Corazón!
¡Amemos y honremos al Sagrado Corazón! El templo es su casa, el sagrario su gabinete de íntimas confidencias. Nadie le ha buscado allí en vano. Nadie dejó de encontrar paz, amor y consuelo allí. Lo saben todos los Santos; lo saben gran número de pecadores. Sí, pecadores también, con sus pecados y todo, son recibidos allí y escuchados y abrazados. A los justos concede allí el Corazón Divino la perseverancia en su amor; a los arrepentidos la gracia del perdón y el ósculo de una reconciliación tiernísima.
¡Sí, amemos y honremos al Sagrado Corazón!
A.M.D.G.
Por D. Félix Sardá y Salvany, Pbro.