En el episodio de la segunda tempestad apaciguada, se demuestra la Providencia en acción, con sus procedimientos ocultos pero profundos, desconcertantes pero paternales. No hay un solo cristiano que al leer este relato no piense en su propia nave en la tempestad; ninguno, que no se vea así mismo invocando a veces el socorro necesario, urgente, imposible; ninguno tampoco, que no acabe por comprender, si no cierra obstinadamente su corazón, que Dios quiere salvarle.
Desde hace ocho largas horas, los apóstoles luchan con la tempestad. Entonces Jesús se levanta, baja del monte, llega a la ribera, pone el pie sobre las aguas y avanza sin desviarse hacia la barca perdida. Aunque sea necesario un milagro, ninguna imposibilidad le detiene, una vez llegada su hora: va derecho a los que la prueba amenaza sumergir y socorre a aquellos cuya fe está a punto de apagarse… Unos pasos más, y el corazón del Maestro goza con la serenidad que su providencia aporta a estos pobres hombres. Los apóstoles divisan de repente la prodigiosa aparición, y al ver, en esta noche de tempestad, a un hombre que camina seguro sobre las olas se sienten presas del terror y lanzan gritos de espanto. ¡Un fantasma!
Pero Jesús se acercaba más y más, y –suprema y misteriosa prueba- hace como que quiere pasar de largo… ¡Ah!, aquellos pobres no conocen a quien viene a salvarlos. Más que a la tempestad es a Jesús a quien ahora tienen miedo, Él a quien rechazan a gritos… Exactamente como los que se olvidan de Dios en la prueba. Hasta el último momento, los ojos de su alma permanecen cerrados a lo divino.
Siempre impetuoso, Simón Pedro se rehízo el primero. “Señor, le dice, si eres tú, manda que vaya hacia ti sobre las aguas”. Después de algunos pasos sobre el mar alborotado, el apóstol comienza a temer. Al instante siente que se hunde. ¡Señor, grita al verse perdido, sálvame! Enseguida Jesús le tiende la mano, le coge, e imperiosamente le dice: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” Así, pues, el Salvador se dignó prestarse al capricho de Pedro, a fin de hacer resaltar con mayor claridad su poder sobre la naturaleza y su invencible protección sobre los hombres.
Apenas Jesús hubo subido a la barca, cesó el viento y el lago recobró súbitamente la calma. La prueba terminaba con la presencia sensible de Jesús. Entonces aquellos hombres le adoraron con una fe y una confianza renovadas diciéndole: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”.
En cuando a nosotros, sabemos suficientemente que Él es el Hijo eterno de Dios para no tener necesidad de que nos dé pruebas materiales. Cristianos de toda la vida, deberíamos poder soportar los misterios de la Providencia sin otra seguridad que la de nuestra fe.
Cuando el Señor nos hace bajar a nuestra barca, cuando su mano agita alrededor de nosotros la prueba, cuando se ausenta por algún tiempo y parece que nos abandona a nosotros mismos, perdemos el sentido cristiano, nos parece que vamos a tocar el fondo de la amargura y, como los apóstoles, perdemos la esperanza.
Sin embargo, nosotros somos mucho menos excusables que ellos. ¡Ellos sabían tan poco! ¿Tenían conciencia de que el Maestro les miraba en la tempestad y contaba cada una de sus penas? En su fe rudimentaria ¿les era siquiera posible esperar un auxilio milagroso? Ellos no habían podido conocer la suave ley de que nuestra alma recobraba la paz en el instante mismo en que Jesús entra en nuestra barca, es decir, desde que nuestro corazón se somete y cristianiza el sufrimiento. Ignoraban que cuando Jesús está presente, todo está bien y nada nos parece difícil; pero cuando está ausente, todo es duro. Ellos todavía no habían recibido la larga formación del alma cristiana de hoy, para la que el Maestro es el amigo siempre vigilante, siempre fiel, siempre pronto a dar…
Cuando nosotros oramos a fin de obtener cualquier gracia determinada, nuestra fe rara vez es tan firme que conceda crédito total al Señor. Hemos trazado un plan en nuestra sabiduría humana, y este plan es infalible, a nuestro juicio, con tal de que se ejecute a la letra; nos parece imprescindible, insustituible. Entonces imploramos la gracia divina; más exactamente exponemos nuestro plan en la presencia de Dios, exponemos al Infinito los caminos por que hemos decidido nos debe hacer pasar. Y olvidamos que Dios es lo suficientemente poderoso para atendernos por medios desconocidos y aun por pruebas cuya eficacia no llegamos a entrever. Dios escucha nuestras oraciones sin darles siempre la solución que nosotros les deseamos. Responde a nuestros deseos, pero realizándolos a su manera. Exige que el corazón del hombre se someta también a su voluntad y se fie de su bondad.
“Demos por lo menos, a Dios esta ventaja, decía San Agustín, que pueda hacer algo que nosotros no podamos comprender. No es mucho pedir para Él, y, sin embargo, es lo que nosotros le negamos todos los días. Porque nosotros censuramos todo lo que hace si no se acomoda a nuestro juicio; y toda la razón que tenemos para censurarle, es que nosotros no lo entendemos”.
La Providencia exige nuestra confianza filial y nada más.
EL CRISTIANO ante la PROVIDENCIA
Paul Dohet, S.I.