Mira a tu Madre; no olvides que es la Madre de Dios también. ¿Qué corazón habrá puesto en Ella? ¿Qué corazón le hubieras dado tú, si de ti hubiera dependido? De ti ciertamente que no dependió, pero sí de Dios. Si Él se lo dio ¿cómo sería? Y ¿cómo amaría este Corazón? Si tenía que amar a Dios y a los hombres con un amor sólo inferior al de Dios, ¿cómo sería el corazón que encerrara este amor?
Sólo cuando entres de lleno en su Corazón, podrás comenzar a conocer a tu Madre. A la Virgen hay que entenderla, hay que conocerla en su Corazón. Cuanto más estudiemos su amor, más conoceremos a María. ¡Qué dulce es este pensamiento! ¡Qué dulcísima esta devoción! El mismo Dios así conoce también a la Virgen, así la aprecia y estima, por el amor de su Corazón.
Y no solo a Ella, sino a todos los hombres. Los hombres nos conocemos mirándonos a la cara, y por eso tantas veces nos engañamos. ¡Somos todos tan hipócritas! ¡Qué maña nos damos para poner una cara y sentir otra cosa en nuestro interior! Pero, ¡ah!, a Dios no se le engaña. Dios no se fía de apariencias, no se fija en exterioridades, no nos mira a la cara, penetra hasta lo más íntimo del corazón, y allí, lee lo que somos.
Mira a Dios, penetrando con esa mirada en el Corazón de María; ¿qué verá allí? ¿qué complacencia, qué gusto, qué satisfacción no encontrará en esa mirada? Y cuando mire a tu corazón, ¿qué sentirá? ¿gusto? ¿tedio? ¿repugnancia y asco?
Pide al Señor un poco de esta luz, con la que Él penetra en tu interior y con esa luz divina trata de mirar al Corazón de tu Madre y después a tu propio corazón y al ver la diferencia, avergüénzate, pídele gracia para imitarla en algo, para parecerte en algo a Ella, para tener un corazón en todo semejante al suyo.
Penetremos más en particular en los motivos que deben movernos a tener esta devoción tierna y encendida al Purísimo Corazón de la Santísima Virgen. Es el instrumento del que se valió el Espíritu Santo principalmente para la obra de la Encarnación. De aquel Purísimo e Inmaculado Corazón, brotó la sangre preciosísima de la que se formó el cuerpo sacrosanto y hasta ¡el mismo Corazón Sacratísimo de Cristo! De allí tomó el Señor aquella sangre que había de ofrecer en la cruz por la salvación de la humanidad.
Era aquel Corazón el centro y el foco de la vida de la Santísima Virgen; todos sus latidos y pulsaciones, todos sus más íntimos movimientos, participaron de los méritos incalculables que, en cada instante de su vida, mereció María.
Recorre los pasos principales de esta vida y contempla a la vez al Corazón de la Santísima Virgen, ¡cómo se estremecería en la Anunciación cuando lanzó la sangre a colorear aquellas mejillas que se turbaron ante la presencia del Ángel y al escuchar sus palabras! ¡Qué emoción en la Noche Buena, cuando contempló el rostro de Jesús por primera vez! ¡Qué encogimiento y ahogo en los sobresaltos de la huída a Egipto! Y cuando el anciano Simeón le clavó aquella espada de dolor, ¡qué latidos tan apresurados no daría aquel Corazón! Y en la pérdida del Niño, y sobre todo en la Pasión y muerte de su Hijo! ¡Ah! Y cuántas veces se hubiera parado ese Corazón si Dios no la hubiera sostenido y a veces hasta llegando a echar mano milagrosamente de su omnipotencia para conservar una vida que, naturalmente, no se podía sostener!
La devoción al Corazón Inmaculado de María es el mejor camino para llegar al Divino Corazón de Jesús. “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres”, dice Jesús, para lanzarnos a Su Amor. Idénticas palabras podemos decir de la Virgen. Después del de Jesús, ningún Corazón nos ha amado como el de María. Ningún Corazón nos ha enseñado a amar a Jesús como el de la Virgen. Ningún Corazón puede servirnos de modelo como el suyo.
En esa queja amorosísima del Corazón de Jesús, en la que manifiesta lo que le hace sufrir el desamor y la ingratitud de los hombres, en esa queja, repito, entramos todos sin excepción.
Pero mira, el Corazón de María no es así. Es el único en el que no pensaba al lanzar esa queja de amor. Jesús no tiene ninguna queja del Corazón de Su Madre. ¡Qué gusto! ¡Qué satisfacción para nosotros mirar, estudiar, aprender ese modelo, para aprender con ese Corazón y por su medio, a amar al Corazón de Cristo!
Tu corazón debe encerrarse en el de Jesús, luego debes encerrarle antes en el de tu Madre. La devoción, por tanto, al Corazón de Jesús, te exige una devoción tierna al Corazón de la Santísima Virgen María. Ésta es la voluntad de Dios.
Suplica a la Santísima Virgen sea Ella tu perfecta Mediadora en esta entrega de tu corazón a Jesús. Dáselo primeramente a Ella, totalmente, seriamente, de una manera eficaz y permanente y dale libertad para que haga lo que crea más conveniente, hasta llegar a adaptar tu corazón al de Jesús, de suerte que sea semejante al suyo.
Meditaciones de la Santísima Virgen R. P. Rodríguez Villar
Meditaciones de la Santísima Virgen R. P. Rodríguez Villar