Es tan saludable el pensamiento de la muerte, que hace
reformar la vida.
Domingo XV después de Pentecostés
Todos nacemos para vivir y vivimos para morir. No hay grande, ni
pequeño, rico ni pobre que pueda arrancar la raíz de la muerte. Por más que
sean hijos de los más sabios, de los más valerosos y de los más astutos. Ni el
poder, ni el regalo, ni la gloria del mundo libran de la muerte y el sepulcro.
Este fin tuvieron tantos famosos monarcas, tantos valientes capitanes, tantos
escritores sabios, tantas mujeres hermosas. Este es el fin que han tenido
cuantos nos precedieron y este en fin, el que tendremos cuantos vivimos en el
día. Este golpe es inevitable. Hubo un momento en que abrimos los ojos a la luz
y fuimos escritos en el libro de los nacidos; pero infaliblemente tiene que
llegar otro, en que cerrados nuestros ojos, seremos inscritos en el libro de
difuntos. Esta es disposición del Altísimo que no puede fallar.
Esta certeza de que hemos de morir nosotros debe hacer que nuestro
pensamiento se concrete sin distraerse a esta consideración. Muchos de vosotros
viviréis tal vez olvidados de este pensamiento, procurando apartar de él
vuestra memoria por lo que en sí tiene de triste. La ley común nos obliga a
todos a morir, así es que aunque os olvidaras de la muerte, no puedes evitar el
golpe. Os conviene, pues, tenerla presente. Aquel que tiene siempre presente el
recuerdo de la muerte, juzga muy bien de las cosas y dirige acertadamente sus
acciones: por el contrario, el que rehúye pensar en ella, se expone con un gran
riesgo a tener una muerte desgraciada.
Dios aunque ha hecho todas las cosas que vemos y otras infinitas que no
vemos, llevando todas el signo de su soberana omnipotencia, y el pasmo de
nuestra admiración, sin embargo, por lo que a mí atañe no sé con toda verdad si
ha hecho cosa mayor, ni que nos dé a entender mejor su altísima soberanía, y
nuestra humilde bajeza, que el haber creado la muerte y habernos a todos sujetado a ella, sin que
edad, sexo, ni condición alguna la pueda resistir. Desde hoy en otros cien años
en adelante, ya estaremos muertos todos los que al presente vivimos. Veréis muchas
veces, que no se lleva al viejo que está como de estorbo en este mundo, que no
sale, ni sirve para otra cosa que para estar en la cama motivando cansancio y
fastidio, sino al padre de quien depende para su sostenimiento una numerosa
familia, y que por lo tanto ha de hacer mucha falta. Veréis como deja libre a
un hermano que nunca podrá dar a la casa el más mínimo provecho, y descarga su
golpe mortal sobre el hermano robusto en quien estaban cifradas todas las
esperanzas de la parentela. Veréis cómo nada le dice por muchos años a un
pordiosero que va mendigando por las calles, y que no tiene para descansar por
las noches más que cuatro pajas arrinconadas en una choza, y descarga su fiero
golpe sobre un soberano. La muerte no se ahorra con nadie. A ninguno respeta, a
nadie teme y a todos mata.
Sí, fieles míos; una hora y un momento tiene que llegar para vosotros en
que habéis de morir, dejando todas las cosas de este mundo, aunque ahora, y aun
días antes a la muerte gocéis de perfecta salud, os halléis con fuerzas, y nada
os falta del necesario sustento. Sí: prefijado
está por Dios un año, un mes, una semana, un día o una noche, una hora y un
instante, en que cada uno de vosotros, lo mismo que los demás, dejando de
existir en este mundo, se encuentre yerto cadáver, metido en un hoyo. Debemos
pensar en la muerte, sabiendo con toda certeza que a todos nos ha de tocar; y
mayormente no ignorando que a ella se nos ha de seguir una felicidad sin fin si
obramos bien en este mundo, y acabamos nuestra vida en gracia, o una desdicha
eterna si viviendo mal terminamos nuestra existencia en pecado mortal. ¿Qué
pensamiento más saludable que este, que contemplando nuestra miseria y la
brevedad de la vida, nos haga entrar en nuestros deberes, y respetar con
religioso temor la justicia de nuestro Dios?
Una persona que está convencida de que momento ha de llegar en que ha de
morir, un cristiano instruido en que después de la muerte hay otro vida, y que
de aquel mismo instante en que muere, pende su dicha o su infortunio; el premio
de la gloria o el castigo del infierno; una felicidad sin fin o una condenación
eterna, no puede menos de arreglar su vida al Evangelio, regulando su conducta,
profesando un odio sempiterno al pecado. Contemplando aquella hora en que ha de
despedirse de todo cuanto hay en este mundo, no puede menos que considerar
vivir en continuo estado de gracia, santificando así su vida a fin de que su
muerte sea santa. Para el pecador la muerte es cruel. Un mudo un cadáver, nos
instruye de la brevedad y miseria de la vida humana; y nos imprime en el fondo
del corazón la doctrina celestial de desprendernos de todo lo caduco, para
inclinarnos sólo a lo eterno. San Agustín dice que es mayor la elocuencia y
eficacia de un difunto que la de los más famosos predicadores de este mundo.
Convencido estoy en verdad, de que mirándolo todo cristiano reflexivamente,
aborrecería la lujuria, depondría la venganza, evitaría la murmuración,
detestaría la avaricia; le haría renunciar para siempre a todos los vicios,
abrazar las virtudes, y no las dejaría hasta el fin de su vida. Procuraría
frecuentar lo Sacramentos para vivir siempre en gracia, maceraría su carne con
ayunos y asperezas y se entregaría de lleno a la piedad. Recuerden que han de
rendir cuentas a Dios muy rigurosas y exactas. ¿Y si esta noche fuera la última
de mi vida? ¿qué será de mi? Tú que me oyes, y estás enredado en algún vicio,
preso con las pesadas cadenas del pecado,
siendo por esto enemigo de Dios, y hallándote cautivo del demonio, abre
los ojos y échate a llorar el estado infeliz e que te hayas, y el destino tas
desgraciado que te espera; aborrece todo pecado y conviértete a tu Dios que
piadosamente te llama, y misericordiosamente te espera para perdonarte. Vive desde hoy en adelante como si no
hubiera mañana para ti. Este es el mejor modo de prevenir una buena muerte.
El que es amante de la ociosidad o
invierte largas horas en el juego, pregúntese: estos ratos que empleo en el
juego o que estoy ocioso sin hacer nada, ¿de qué me servirán a la hora de mi muerte? Mejor emplea ese tiempo en el exacto
cumplimiento de tus obligaciones, en encomendarte a Dios pidiéndole su divina
gracia o en recibir con fervor los sacramentos. El que es un mal hablado, el
que asiste a los bailes, el deshonesto, la mujer adúltera, el que quebranta las
fiestas, el que no ayuna, el que murmura, el que hurta, pregúntense de qué me
servirá esto en la hora de mi muerte? Contempla que en aquel momento sólo alegra y
aprovecha lo bueno que se haya practicado. Advierte que lo malo entristece,
conturba, asusta y condena a un infierno sin fin: no lo hagas, mira que te
condenas.
Acostumbrémonos a morir todos los días. Esta es una excelente medicina
para el alma, y tan saludable que hará que nos apartemos para siempre del
pecado, que practiquemos las virtudes, que vivamos en gracia, y cuando ocurra
nuestra muerte, que se nos corone con la gloria. Amén.
Arrojémonos contritos y humillados a los pies de Dios y digámosle:
Dulcísimo Señor: Vos quisisteis que se nos ocultase el momento de
nuestra muerte, para que la misma incertidumbre de aquel momento nos obligase a
estar siempre bien dispuestos. ¡Ah mi amable Redentor! ¡Cuán triste fuera mi
suerte, si en vez de emplear vuestra misericordia conmigo, hubieras echado mano
de vuestra justicia! ¡Ah bondad excesiva de un Dios siempre amoroso!¡Qué
lágrimas debería yo derramar en testimonio, pues agradezco sobremanera una
bondad como la vuestra! Te digo de todas veras que me pesa el haber pecado, que
me pesa millares de veces el haberos ofendido. Misericordia, Jesús mío,
misericordia y gracia, para poder conseguir con ella las dulzuras inefables de
vuestra gloria. Así sea.