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martes, 8 de septiembre de 2015

El pensamiento de la muerte: Por San Antonio María Claret



Es tan saludable el pensamiento de la muerte, que hace reformar la vida.
Domingo XV después de Pentecostés


   Todos nacemos para vivir y vivimos para morir. No hay grande, ni pequeño, rico ni pobre que pueda arrancar la raíz de la muerte. Por más que sean hijos de los más sabios, de los más valerosos y de los más astutos. Ni el poder, ni el regalo, ni la gloria del mundo libran de la muerte y el sepulcro. Este fin tuvieron tantos famosos monarcas, tantos valientes capitanes, tantos escritores sabios, tantas mujeres hermosas. Este es el fin que han tenido cuantos nos precedieron y este en fin, el que tendremos cuantos vivimos en el día. Este golpe es inevitable. Hubo un momento en que abrimos los ojos a la luz y fuimos escritos en el libro de los nacidos; pero infaliblemente tiene que llegar otro, en que cerrados nuestros ojos, seremos inscritos en el libro de difuntos. Esta es disposición del Altísimo que no puede fallar.

   Esta certeza de que hemos de morir nosotros debe hacer que nuestro pensamiento se concrete sin distraerse a esta consideración. Muchos de vosotros viviréis tal vez olvidados de este pensamiento, procurando apartar de él vuestra memoria por lo que en sí tiene de triste. La ley común nos obliga a todos a morir, así es que aunque os olvidaras de la muerte, no puedes evitar el golpe. Os conviene, pues, tenerla presente. Aquel que tiene siempre presente el recuerdo de la muerte, juzga muy bien de las cosas y dirige acertadamente sus acciones: por el contrario, el que rehúye pensar en ella, se expone con un gran riesgo a tener una muerte desgraciada.

   Dios aunque ha hecho todas las cosas que vemos y otras infinitas que no vemos, llevando todas el signo de su soberana omnipotencia, y el pasmo de nuestra admiración, sin embargo, por lo que a mí atañe no sé con toda verdad si ha hecho cosa mayor, ni que nos dé a entender mejor su altísima soberanía, y nuestra humilde bajeza, que el haber creado la muerte  y habernos a todos sujetado a ella, sin que edad, sexo, ni condición alguna la pueda resistir. Desde hoy en otros cien años en adelante, ya estaremos muertos todos los que al presente vivimos. Veréis muchas veces, que no se lleva al viejo que está como de estorbo en este mundo, que no sale, ni sirve para otra cosa que para estar en la cama motivando cansancio y fastidio, sino al padre de quien depende para su sostenimiento una numerosa familia, y que por lo tanto ha de hacer mucha falta. Veréis como deja libre a un hermano que nunca podrá dar a la casa el más mínimo provecho, y descarga su golpe mortal sobre el hermano robusto en quien estaban cifradas todas las esperanzas de la parentela. Veréis cómo nada le dice por muchos años a un pordiosero que va mendigando por las calles, y que no tiene para descansar por las noches más que cuatro pajas arrinconadas en una choza, y descarga su fiero golpe sobre un soberano. La muerte no se ahorra con nadie. A ninguno respeta, a nadie teme y a todos mata.

   Sí, fieles míos; una hora y un momento tiene que llegar para vosotros en que habéis de morir, dejando todas las cosas de este mundo, aunque ahora, y aun días antes a la muerte gocéis de perfecta salud, os halléis con fuerzas, y nada os falta del necesario sustento. Sí: prefijado está por Dios un año, un mes, una semana, un día o una noche, una hora y un instante, en que cada uno de vosotros, lo mismo que los demás, dejando de existir en este mundo, se encuentre yerto cadáver, metido en un hoyo. Debemos pensar en la muerte, sabiendo con toda certeza que a todos nos ha de tocar; y mayormente no ignorando que a ella se nos ha de seguir una felicidad sin fin si obramos bien en este mundo, y acabamos nuestra vida en gracia, o una desdicha eterna si viviendo mal terminamos nuestra existencia en pecado mortal. ¿Qué pensamiento más saludable que este, que contemplando nuestra miseria y la brevedad de la vida, nos haga entrar en nuestros deberes, y respetar con religioso temor la justicia de nuestro Dios?

   Una persona que está convencida de que momento ha de llegar en que ha de morir, un cristiano instruido en que después de la muerte hay otro vida, y que de aquel mismo instante en que muere, pende su dicha o su infortunio; el premio de la gloria o el castigo del infierno; una felicidad sin fin o una condenación eterna, no puede menos de arreglar su vida al Evangelio, regulando su conducta, profesando un odio sempiterno al pecado. Contemplando aquella hora en que ha de despedirse de todo cuanto hay en este mundo, no puede menos que considerar vivir en continuo estado de gracia, santificando así su vida a fin de que su muerte sea santa. Para el pecador la muerte es cruel. Un mudo un cadáver, nos instruye de la brevedad y miseria de la vida humana; y nos imprime en el fondo del corazón la doctrina celestial de desprendernos de todo lo caduco, para inclinarnos sólo a lo eterno. San Agustín dice que es mayor la elocuencia y eficacia de un difunto que la de los más famosos predicadores de este mundo. Convencido estoy en verdad, de que mirándolo todo cristiano reflexivamente, aborrecería la lujuria, depondría la venganza, evitaría la murmuración, detestaría la avaricia; le haría renunciar para siempre a todos los vicios, abrazar las virtudes, y no las dejaría hasta el fin de su vida. Procuraría frecuentar lo Sacramentos para vivir siempre en gracia, maceraría su carne con ayunos y asperezas y se entregaría de lleno a la piedad. Recuerden que han de rendir cuentas a Dios muy rigurosas y exactas. ¿Y si esta noche fuera la última de mi vida? ¿qué será de mi? Tú que me oyes, y estás enredado en algún vicio, preso con las pesadas cadenas del pecado,  siendo por esto enemigo de Dios, y hallándote cautivo del demonio, abre los ojos y échate a llorar el estado infeliz e que te hayas, y el destino tas desgraciado que te espera; aborrece todo pecado y conviértete a tu Dios que piadosamente te llama, y misericordiosamente te espera para perdonarte. Vive desde hoy en adelante como si no hubiera mañana para ti. Este es el mejor modo de prevenir una buena muerte.  El que es amante de la ociosidad o invierte largas horas en el juego, pregúntese: estos ratos que empleo en el juego o que estoy ocioso sin hacer nada, ¿de qué me servirán a la hora de mi  muerte? Mejor emplea ese tiempo en el exacto cumplimiento de tus obligaciones, en encomendarte a Dios pidiéndole su divina gracia o en recibir con fervor los sacramentos. El que es un mal hablado, el que asiste a los bailes, el deshonesto, la mujer adúltera, el que quebranta las fiestas, el que no ayuna, el que murmura, el que hurta, pregúntense de qué me servirá esto en la hora de mi muerte?   Contempla que en aquel momento sólo alegra y aprovecha lo bueno que se haya practicado. Advierte que lo malo entristece, conturba, asusta y condena a un infierno sin fin: no lo hagas, mira que te condenas.

   Acostumbrémonos a morir todos los días. Esta es una excelente medicina para el alma, y tan saludable que hará que nos apartemos para siempre del pecado, que practiquemos las virtudes, que vivamos en gracia, y cuando ocurra nuestra muerte, que se nos corone con la gloria.  Amén.

   Arrojémonos contritos y humillados a los pies de Dios y digámosle:
   Dulcísimo Señor: Vos quisisteis que se nos ocultase el momento de nuestra muerte, para que la misma incertidumbre de aquel momento nos obligase a estar siempre bien dispuestos. ¡Ah mi amable Redentor! ¡Cuán triste fuera mi suerte, si en vez de emplear vuestra misericordia conmigo, hubieras echado mano de vuestra justicia! ¡Ah bondad excesiva de un Dios siempre amoroso!¡Qué lágrimas debería yo derramar en testimonio, pues agradezco sobremanera una bondad como la vuestra! Te digo de todas veras que me pesa el haber pecado, que me pesa millares de veces el haberos ofendido. Misericordia, Jesús mío, misericordia y gracia, para poder conseguir con ella las dulzuras inefables de vuestra gloria. Así sea.