“Y saldrá una vara de la raíz de Jesé, y de su raíz
subirá una flor, y reposará sobre la flor el Espíritu del Señor.”
Ya habíamos dicho en el anterior discurso los tres
tipos de nacimiento del Verbo Eterno, pero es bueno volver un poco atrás para
poder comprender el siguiente discurso.
Por lo tanto, el que nace así tiene tres tipos de
nacimiento, del Padre, como el esplendor de la luz; nace en la virgen y de la
virgen, como el germen en la vid; y, por último, nace saliendo del
seno virginal, como la flor sale de la vara, rama o árbol.
Ahora debemos contemplar los extremos a que llega el
Hijo de Dios cuando es concebido y nace, en cuanto hombre, de la bienaventurada
Virgen. Como queda dicho, tal nacimiento, objeto litúrgico de hoy y de mañana,
aparece al presente como remedio, y, a la luz de la consideración más profunda;
lo cual lo podemos mirar con los ojos del alma desde tres puntos de vista:
ofreciéndose, en efecto, como milagro a los que lo contemplamos, como consuelo
a los que lo deseamos y como ejemplo a los que vamos progresando en la
perfección bajo su influjo. Y no sin razón, porque, si volvemos las potencias
del alma al misterio del nacimiento hayamos que la inteligencia no tiene objeto
más admirable para contemplar, ni la voluntad objeto mas deleitoso para
desearlo, ni la potencia ejecutiva objeto mas fructuosa para imitarlo.
Viniendo a lo primero, volvemos los ojos espirituales
al nacimiento del Señor para contemplarlo. Y no hay duda que, absortos en
admiración ante la novedad del prodigio, nos veremos cómo forzados a irrumpir
con el salmista: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque El ha hecho maravillas.”
¿Pues qué? ¿Tiene el que contempla y esto lee objeto de consideración más admirable que la majestad humilde, poder
endeble. Inmensidad breve, sabiduría muda y eternidad nacida? Pues todas estas
circunstancias tan encontradas concurren en el que ha nacido de la Virgen,
realmente, hablando impropiamente, estilo que se usa también en los santos,
cabe decir todas estas cosas, pero, si queremos expresarnos según propiedad, se
debe afirmar que aquello que en abstracto se predica de la naturaleza debe
entenderse de la persona, de suerte que el sentido sea como sigue: “Aquel
que es la misma majestad se hace humilde, aquel que es el mismo poder se hace
débil y así sucesivamente”. Y debemos advertir que semejante manera de
ser no es cosa menos asombrosa. Pues, ¿Que objeto de contemplación puede ser más
admirable que la debilidad en el Omnipotente, abatimiento en el Altísimo,
enmudecimiento en el Sapientísimo y novedad en el que es eterno?
¿Acaso no se hizo humilde la majestad? Si, por cierto,
entonces se mostró humilde Cristo Jesús, “Existiendo en la forma de Dios, no reputo
codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo,
tomando la forma de siervo” y cuando así anonadado se redujo a la baja
condición de siervo, de suerte que “se hallase recostado en el pesebre el que reina
en el cielo” de ahí que David se admirase hasta lo indecible cuando
preguntaba “¿Por ventura, no se dirá a Sion hombre y hombre ha nacido de ella?”
Dios y hombre es el que en ella ha nacido. Es, por otra parte, humilde hasta el
oprobio pues se ha convertido en desecho del pueblo, y, por otro, Altísimo,
pues El fundo a Sión. Sobre esto canta la Iglesia ¡Oh gran misterio y sacramento
admirable! Procuren leer el responsorio completo que se encuentra en Semana Santa.
Y ¿acaso no se hizo endeble la fortaleza? En efecto se
debilito la fortaleza cuando “el Verbo del Señor, por el que se afirmaron
los cielos y que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, se hizo
hombre y habitó entre nosotros” Y en verdad hacerse Dios hombre
equivale a hacerse débil la fortaleza.
Además ¿Acaso no apareció abreviada la inmensidad? Así
sucedió en efecto: y ello fue cuando aquel cuya grandeza no tiene medida,
cuando quedo reducido a estrecho pesebre, haciéndose breve de verdad de verdad,
pues, como canta la Iglesia, “llora el niño puesto en angosto pesebre”.
Y, como dice San Pablo a los romanos, c. 9: “Abreviado hizo al Verbo el Señor
en la tierra”.
Además ¿Acaso no se hizo muda la Sabiduría?
Enmudeciose ciertamente cuando la Sabiduría, “a cuya voz fueron hechas todas las cosas”
y, como dice en los proverbios, “estaba en Dios concertando todo”,
se halla reclinado en un pesebre haciéndose niño, sin uso de palabra, es lo que
dijo el ángel a los pastores: “Encontrareis un infante”. (lc. 2,
12)
Por último, ¿Acaso no nace la eternidad? Decimos que
nació la eternidad cuando aquella misma Sabiduría que “desde la eternidad fue
ordenada y salió de la boca de la boca del Altísimo, engendrada primero que
ninguna criatura” tuvo que nacer en María según estaba escrito: Hombre ha
nacido en ella.
Y dime, por favor, ¿Dónde hallarás cosas más
maravillosas? Por donde Sn Bernardo, en su homilía “Missus est”, dice así: “Verdaderamente
llenas están estas cosas de misterios celestiales”
En cuanto a lo segundo. Volvamos nuestra potencia
afectiva a querer al que nace, y ten por cierto que no encontraras objeto de
amor más dulce. Donde es de saber que así como es sumamente admirable que haya
nacido, así es amable en sumo grado que haya nacido para nosotros. Por esto
mismo la Iglesia canta: “Un niño nos ha nacido”, lo vaticino
Isaías diciendo: “Un parvulito nos ha nacido, nos ha sido dado un Hijo”. Un
parvulito por parte de la Madre para recibirlo, y un Hijo por parte del Padre
para poseer a Dios. Ciertamente teníamos necesidad de Dios y de ningún otro
inferior a Dios. Pues solo Dios podía redimirte. Ahora bien, si para poseer a
Dios se te hubiera dado según la forma de su inmensidad, nunca hubieras llegado
a su posesión, por eso fue traza admirable de Dios concederte que poseyeras al
Hijo de Dios, necesario para ti, y recibieras al parvulito, puesto a tu
alcance. Y, por cierto, la divina providencia tuvo en cuenta dos extremos: por
una parte, a su largueza, para donar aquello que le convenía darnos; y, por
otra, a nuestra pequeñez, para dar aquello que nos convenía recibir. De aquí
que “El Señor hizo abreviada la palabra, esto es el Verbo, sobre la tierra” y
que nos haya nacido un parvulito, y se nos haya dado un Hijo sin menoscabo de
su inmensidad.
¡Oh cuantos bienes se nos comunican cuando se nos
comunica Dios! Por ventura, ¿No se nos da el mismo Dios y juntamente con El
todo lo que es inferior a Él? Y ¿Qué negara Dios a aquellos a quienes ha sido
dado el Hijo? O como dice San Pablo: “¿Cómo no nos ha de dar con El todas las
cosas?” (rom. 8, 32)
Pero ¿Por qué se nos da un parvulito? En el caso de
que nos hubiera dado al hombre Dios como inmenso, ¿no es verdad que el pecador
habría temido mas al Dios que todo lo reprende? Y si se nos hubiera dado Dios
como elocuente, ¿Acaso no habría el reo temido la sabiduría del que todo lo
escudriña? Y, por último, ¿Si hubiera venido Dios rodeado de sus ejércitos angélicos,
no es verdad que el hombre miserable se habría avergonzado de pertenecer a la
sociedad de los ángeles? Y tanto más cuanto que, como se dice en las
lamentaciones, los ángeles, “al ver la ignominia del hombre, habríanle
menospreciado”. Pues bien; el hombre así necesitado, ¿Qué podía
anhelar, sino que naciese un parvulito para evitar el terror de ser castigado,
un Niño o sin locución para evitar el terror de ser argüido, y un Niño pobre y
solitario para evitar el terror de ser despreciado? Tal es el deseo que
haciéndolo suyo, evocaba la Iglesia por estas palabras del Cantar de los
Cantares: “Quien me diera que fuese hermano mío, amamantado a los pechos de mi
madre.”