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sábado, 20 de diciembre de 2014

CONCEPCIÓN CATÓLICA DE LA ECONOMÍA: P. Julio Meinvielle CONTINUACIÓN



CAPÍTULO II

LA PRODUCCIÓN DE LA TIERRA

En el capítulo anterior descubrimos al vivo la perversión esencial y funesta de toda economía que, como el capitalismo, esté regida intrínsecamente por la concupiscencia del lucro.

Siendo ésta un instinto insaciable, infinitamente vertiginoso, dinámico, acelerador, es rebelde a toda medida, y por esto importa una radical inversión de todos los valores humanos, y aún de los mismos valores económicos. De los valores humanos: porque en lugar de poner la economía al servicio de la vida corporal del hombre, para que así pueda éste alcanzar la integridad de su vida intelectual y espiritual y ponerse al servicio de Dios, Señor único que merece plena adhesión, la concepción económica moderna absorbe todas las energías espirituales y materiales del hombre y las coloca a merced del gigantesco edificio económico, alrededor del cual todo el mundo – desde el último desocupado hasta el poderoso financista – está obligado a postrarse en religiosa danza.

Inversión de los mismos valores económicos: porque en lugar de emplear el dinero como un puro medio de cambio que facilite la distribución y difusión de las riquezas naturales, se hace de él precisamente lo opuesto, es decir un fin último, con una poderosa fuerza de atracción que concentra en pocas manos más dinero, y con él las mismas riquezas naturales.

De tal suerte está armada la economía capitalista, que todo concurre a la multiplicación del oro: las riquezas y el crédito sirven para multiplicar el oro; si se comercia es para multiplicar el oro; si se produce es para comerciar y con ello multiplicar el oro; si se consume es para producir más y con ello comerciar más y poder multiplicar más el oro. De modo que la vida es una danza perpetua alrededor del oro, al cual, para colmo de la paradoja, nadie ve porque duerme en las cavernas misteriosas de los grandes bancos.

De modo que el consumo, que debía de ser el fin próximo regulador de todo el proceso económico, viene a estar, en último término, supeditado a la producción, al comercio y a la finanza; y, en cambio, la finanza, que debía ocupar el último lugar como un puro medio, obtiene el primero de fin regulador.

Jerarquía de la producción

Esta morbosa aceleración debía provocar al mismo tiempo un trastorno profundo en los fenómenos económicos particulares, tales como la producción.

Sin entrar en consideraciones metafísicas que pueden parecer profundas, apliquemos el sentido común y preguntemos: ¿cuál es la finalidad de la producción de riquezas?, ¿para qué se empeña el hombre en el trabajo, y produce? Sin duda para disponer de bienes que pueda consumir. No quiere decir esto que sólo haya de producir lo que diariamente consume. De ningún modo. Puede y debe producir más, y ahorrar aquello que no consume, y formar un patrimonio estable que le asegure la vida en el mañana a él y a su familia y que se perpetúe entre sus herederos. Pero aún esto que inmediatamente no consume, lo produce en previsión del consumo que necesitará mañana sin poderlo entonces producir. Luego, siempre será verdad que produce para consumir. ¿Y cuáles son los primeros bienes de cuyo consumo necesita el hombre?: ¿gozar, vivir en habitación conveniente, vestirse o comer? Sin duda que primero es comer, y después vestirse, y luego tener habitación conveniente, y por fin disfrutar de honestos pasatiempos. Y como la tierra es la que casi directamente nos proporciona lo necesario para comer, vestir y habitar, y en cambio la industria nos suministra de preferencia lo superfluo, se sigue que, en un régimen económico ordenado, la producción de la tierra y sus riquezas deben obtener primacía sobre la producción industrial, la vida del campo sobre la vida urbana.

Es decir: exactamente lo inverso de lo que acaece y forzosamente debe acaecer en la economía moderna. La economía capitalista es, en su esencia, pura aceleración. La producción de la tierra y el con-
sumo de sus productos se substrae a la aceleración: no es posible, por ejemplo, obtener trigo en pocos días o en algunas horas, o consumir 10 kilos de pan en vez de uno. 
En cambio la producción de lo superfluo puede aumentar ilimitadamente, porque siempre es posible crear nuevas necesidades superfluas y satisfacerlas infinitamente. Luego la economía capitalista, por su misma esencia, siéntese impulsada al fenómeno "contra naturam" (que viola las exigencias naturales) de hacer de la industria, de la fábrica, el tipo normal de producción y, en cambio, imaginar la agricultura como un acoplado arrastrado por la indus-tria. Henry Ford ha tenido la franqueza de confesarlo cuando considera la agricultura como una industria "auxiliar o subsidiaria", según palabras textuales. (En Aujourd hui et demain, pág. 230; citado por Marcel Malcor, Nova et Vetera, janvier et mars, 1929).

Este dislocamiento de la producción debía engendrar fenómenos tan típicos del capitalismo como el que la producción y consumo de un artículo son tanto mayores cuanto más inútiles. Así, por ejemplo, la mujer americana: gastó en 1925, por término medio, tres veces mas en cosméticos de lo que gastó en pan, y ahora, en plena crisis, vemos que, con un evidente subconsumo de alimento y vestido, hay un derroche de cigarrillos, diversiones, diarios, alcohol, etc.; después, el fenómeno de los apelotonamientos humanos en las llamadas grandes ciudades, donde se pasa una vida raquítica y miserable pero colmada de diversiones, mientras los campos quedan desiertos; el de estos mismos campos, en posesión y provecho de unos pocos propietarios, que se divierten en el harén de la ciudad, mientras los colonos se consumen en los sudores que no le rinden sino miseria; y por fin, el de la explotación agrícola industrializada y mercantilízada, de suerte que no asegura la vida decente del labrador.

Esta inversión total de la jerarquía de la producción, esta absorción que el mercado y la Industria hacen de la tierra y su producción producen un trastorno radical del mismo campo. Es necesario persuadirse que el problema del campo no tiene solución en una economía capitalista, en una economía que esté impulsada por la avaricia como por propio fin. Error nefasto de todos los que viendo la angustia de la pro-piedad y de la explotación agrícola quieren ponerle remedio apelando a una equitativa distribución de tierras o a una solidaria cooperación, sin enderezar antes el torcido o invertido orden de la vida económica.

Aunque se hiciese una repartición ideal de la tierra y se implantase una explotación también ideal, no se remediaría absolutamente nada mientras no se reformase la misma concepción económica moderna y no se le restituyese el sentido de la jerarquía económica natural. Porque, como he dicho antes, el desbarajuste económico del campo, que entre nosotros colma toda medida, está provocado por causas industria-les, comerciales y financieras, y no tiene solución verdadera mientras la tierra y los productos naturales no recobren la función reguladora de la. producción a que le destina la misma naturaleza de la realidad económica. 

Observación que a muchos parecerá poco práctica pero que se puede comprobar por el simple hecho de la crisis: una cosecha abundante y un ganado de primera clase que no se puede colocar en los mercados mundiales a precio ventajoso basta para sumergir en la miseria y en el hambre a toda, la población campesina.

Producción tipo doméstico y rural

Para que este simple hecho que se aduce tan sólo como un mero ejemplo no sirva para disminuir el alcance de esta observación, adviértase que el desbarajuste del campo es permanente porque permanente-mente su vida está atraída y como imantada por la vida anémica de la ciudad, porque su producción está arrastrada por la producción industrial y comercial; aunque evidentemente el desbarajuste será mayor cuando a su vez se produce un trastorno en la misma industria y comercio.

Cuando la tierra pierde la vida propia y va acoplada al industrialismo y al mercantilismo, la sublevación de los paisanos es inminente; los terratenientes que viven en la ciudad pueden aprestarse al degüello.

Será conveniente recordar lo que sucedió en el siglo IV en el norte del África:

Numidia Y Bizacena, en el siglo III y IV, suministran aceite de oliva al mundo civilizado; adelantándose a las fórmulas modernas, establecen un cultivo e industria especializados y orientados hacia la exportación. Y, evidentemente, son éstas dos razones para que los grandes dominios, mejor organizados, equipados de mejores recursos, sobre todo desde el punto de vista del comercio con el extranjero, absor-ban a los pequeños. Y así, en el siglo IV, África está dividida en pocas explotaciones. El labrador propietario ha desaparecido, los siervos son menos numerosos; los colonos o paisanos libres de antaño, reducidos a un verdadero proletariado, han de pagar caro su pan en dominios en los que todo está sacrificado a las explotaciones industriales. Tropas impersonales dé asalariados invaden los campos.

Un buen día, una revolución agraria barre con toda una clase de propietarios del suelo, y ciudades de lujo, ciudades de propietarios corno Lambesa, Tirngad, Aquae Regiae, Thisdrus, desaparecen de golpe. Los colonos se reparten las tierras, y el poder debilitado pasa a manos de los vándalos llamados, por ellos. (Marcel Malcor, Nova et Vetera, abril-junio 1931).

No es mi intento infundir pavor a nadie. Sólo quiero dejar establecido que una producción de la tierra ordenada exige que la producción económica no sea primordialmente (subrayo: primordialmente) ni financista, ni mercantilista, ni industrialista.
La producción de la tierra debe estar más generalizada y debe ser preferida a la producción indus-trial. Y dentro de la misma tierra, la producción debe ser primero doméstica y sólo después mercantil.
Si ninguno, obsesionado por el monstruo del progreso capitalista sufre escándalo, voy a escribir la palabra: la producción económica debe ser preferentemente patriarcal. Es decir: que ha de dominar en la posesión del tipo de solar en el cual pueda vivir frugalmente una familia modesta, y en la producción, el tipo de productos domésticos y de granja, de suerte que el tipo común de familia, pudiendo producir en la propia casa, no se vea, por ninguna eventualidad, en la miseria. 

He dicho preferentemente: pues ha de haber ciudades e industrias, aún con personal asalariado, pero no deben dominar; deben ocupar un lugar secundario, lo mismo que la explotación agrícola en gran escala. Por tanto, si se contempla la fisonomía general de un régimen ordenado, humano, de producción económica, éste debe ser rural en oposición a urbano, doméstico en oposición a mercantil.

Piensen los glorificadores de la economía capitalista que todos sus ditirambos al Progreso, a la Industria, a la Urbe, se deshacen como globos de jabón, cuando al pie de estos colosos, levantados con el sudor del pobre, se contempla la miseria espiritual y material del proletariado famélico y la ruina e incertidumbres del arrendatario en los campos. Si cierto pretendido progresó ha de servir para esclavizar al hombre, suministrándole goces que no necesita y privándole del pan espiritual y material que sustenta, húndase en buena hora el Progreso. Como quizás algún ingenuo socialista imagine que el ideal sería levantar al proletariado y sentarle en el festín del paraíso burgués, es bueno recordarle que no delire. Porque el paraíso estomacal del burgués se ha levantado precisamente porque es burgués, es decir: porque estaba en vigor una concepción económica que favorecía el enriquecimiento individual.

Si la concepción económica hubiese sido estatal, colectivista, socialista, una de dos: o se hubiese implantado el trabajo obligatorio, y entonces quizás se lograse una poderosa riqueza colectiva, pero a costa de la esclavitud también colectiva como en Rusia; o se hubiese dejado en libertad, y entonces no se produciría ni para comer, porque si la colectividad produce y da de comer no hace falta que el individuo se preocupe.

Por esto, sin eufemismos, sin afán de soluciones prácticas, digo que si no se quiere la esclavitud capitalista ni la esclavitud marxista, es necesario optar por una economía tipo patriarcal, rural, doméstica.
No digo -entiéndase bien- que sea próximamente posible ni de aplicación práctica inmediata. No lo podría ser: porque esta fisonomía económica está determinada por la liberalidad, así como el capitalismo liberal y el marxista han sido engendrados por la avaricia burguesa o proletaria, y actualmente el instinto de la avaricia está más virulento que nunca.
Digo sí que es la única configuración económica que puede libertarnos de la opresión capitalista o marxista.

El uso común de los bienes exteriores

Toda esta doctrina sobre la jerarquía de los factores de producción y sobre la necesidad de una economía tipo patriarcal es corolario de la admirable enseñanza de Aristóteles y de Santo Tomás sobre el uso de los bienes materiales.

El hombre llega al mundo, y se encuentra frente a una infinidad de bienes exteriores: la tierra con sus inmensas riquezas de plantas y animales, de peces en el agua y de aves en los cielos. ¿Para quiénes y para qué son estos bienes? Todo lo han puesto debajo de sus pies, responde el salmista en el salmo VIII.

De modo que todo está al servicio del hombre; todo es para que el hombre pueda usar, o sea, comer, vestirse, formar su vivienda, y disfrutar de un humano deleite en la vida de familia.

Pero, todo es para el hombre: ¿para cuál hombre?, ¿para los de una raza, de una nación, de una ciudad, de una clase social? De ninguna manera. Todos, el más humilde de los seres humanos, tienen de-recho a usar, digo usar y no precisamente poseer, de aquello que necesita para una vida humana, él y su familia. Nadie puede ser excluido. Y un régimen económico que no asegurase permanentemente a todas las familias lo necesario para una subsistencia humana, sería un régimen nefasto, perverso, injusto. 

Y por esto Santo Tomás (II. II, q. 66, 2, ad, 7), siguiendo a Aristóteles (Pol. II, 4), dice: Otra cosa que compete al hombre sobre las cosas -exteriores es su uso. Y en cuanto a esto no debe el hombre poseer las cosas exteriores como propias.

La razón es clara: todo hombre tiene derecho a vivir en familia; luego tiene derecho a los medios que le aseguren una subsistencia humana familiar; pero como estos medios son los bienes exteriores, todo hombre tiene derecho a los bienes exteriores que aseguren su subsistencia y la de su familia. Y observen bien que determino ahora el minimum de lo que debe un hombre usar. Este minimum es la subsistencia humana de la familia; humana, digo: por lo tanto, algo más de lo que hace falta para comer y vestir. Cierto bienestar humano permanente. Podrá ser pobre, esto es: no disponer de riquezas superfluas, pero nunca deberá ser miserable. Dios no quiere la miseria de nadie. Y un régimen que coloca al hombre en la mise-ria es un régimen injusto, reprobado por Dios.

Por esto están condenados el socialismo y el capitalismo; porque uno y otro, en virtud de su esencia, colocan al hombre permanentemente en un estado de miseria. El capitalismo, porque concentra la propiedad y uso de los bienes en manos de unos pocos afortunados y millonarios y deja a la multitud condenada a vivir (digo a morir) de un salario precario y eventual; el segundo, porque igualmente la concentra en forma brutal en manos del estado, de donde la multitud se verá frecuentemente privada de su uso. Es verdad que el socialismo imagina la apropiación de los bienes de producción por el estado para luego re-partirlos y ponerlos a disposición del consumo de todos los hombres; pero, como lo han visto ya con mi-rada penetrante Aristóteles y Santo Tomás, un tal régimen además de violentar la justa libertad de todos y de no tener en cuenta la desigualdad de las naturalezas individuales, traería como consecuencia lógica la insuficiencia de la producción. Porque, como lo comprueba la experiencia cuotidiana, lo que pertenece a todos no lo hace nadie. Y si todos deben producir en colectividad, se produciría muy poco.

De aquí que Santo Tomás, en el mismo artículo en que establece el uso común de los bienes exteriores, afirma y demuestra la necesidad de la propiedad privada (II-II, q. 66, a 2).

Así, planteándose la cuestión de si es lícito al hombre poseer algo como propio, contesta: “Res-ponderemos que acerca de la cosa exterior dos cosas competen al hombre: 1º la potestad de procurar y dispensar; y en cuanto a esto es lícito que el hombre posea cosas propias y es también necesario a la vida humana por tres motivos: 1º porque cada uno es más solícito en procurar algo, que convenga a sí solo que lo que es común a todos o a muchos; pues cada cual, huyendo del trabajo, deja a otro lo que pertenece al bien común, como sucede cuando hay muchos sirvientes; 2º porque se manejan más ordenadamente las cosas humanas, si a cada uno incumbe el cuidado propio de mirar por sus intereses; mientras que sería una confusión si cada cual se cuida de todo indistintamente; 3º porque por esto se conserva más pacífico el estado de los hombres, estando cada uno contento con lo suyo; por lo cual vemos que entre aquellos, que en común y pro-indiviso poseen alguna cosa, surgen más frecuentemente contiendas; la segunda cosa que compete al hombre en las cosas exteriores es el uso de las mismas; y en cuanto a esto no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias sino como comunes, de modo que fácilmente de parte en ellas a los otros, cuando lo necesiten. Por esto dice el Apóstol (1 Tim. VI, 17): manda a los ricos de este siglo ... que den y repartan francamente de sus bienes ...”

La propiedad privada

De suerte que el uso común de los bienes exteriores funda y justifica la propiedad privada, como afirma Pío XI en su maravillosa Quadragésimo Anno, cuando dice:

"Todos (es decir León XIII y los teólogos que enseñaron guiados por el magisterio de la Iglesia) unánimemente afirmaron siempre que el derecho de propiedad privada fué otorgado por la naturaleza, o sea por el mismo Creador, a los hombres, ya para que cada uno pueda atender a las necesidades propias y de su familia, ya para que por medio de esta institución, los bienes que el Creador destinó a todo el género humano, sirvan en realidad para tal fin, todo lo cual no es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de un cierto y determinado orden".

Si se quiere comprender el problema de la propiedad privada, es necesario comprender antes el uso común de los bienes, o lo que es lo mismo; el derecho a la existencia que cabe a todo miembro de la familia humana. El derecho de la propiedad privada es un medio necesario, pero medio, que tiene como fin asegurar el uso común de los bienes exteriores. (Uso común: que no quiere decir que todos hayan de usar cualquier cosa sino que a nadie le ha de faltar aquel mínimum que necesita para vivir).

No se puede evitar eficazmente el liberalismo económico, que hace omnímodo el derecho de pro-piedad, si no se hace derivar a ésta del uso común de los bienes. En esta doctrina se funda además la doc-trina de los teólogos católicos sobre el derecho que tiene todo aquel que se encuentra en extrema necesidad de tomar lo que necesita para sí y su familia; "entonces -dice Santo Tomás (II-II, q. 66, a.VII)- puede cualquiera lícitamente socorrer su necesidad con las cosas ajenas, quitándolas, ya manifiesta, ya ocultamente, y esto no tiene propiamente razón de hurto ni de rapiña".

En la misma doctrina se funda el derecho que compete al Estado de limitar y regular la propiedad privada de suerte que alcance en efecto su destinación común. Porque, si la propiedad privada es para ase-gurar el uso común de los bienes exteriores, el Estado, que tiene por misión promover el bien común, debe regularlo para tal fin.

Pío XI ha recordado esta doctrina en la "Quadragesimo Anno", cuando escribe:

"Por lo tanto, la autoridad pública, guiada siempre por la ley natural y divina e inspirándose en las verdaderas necesidades del bien común, puede determinar más cuidadosamente lo que es lícito o ilícito a los poseedores en el uso de sus bienes. Ya León XIII había enseñado muy sabiamente que «Dios dejó a la actividad de !os hombres y a las instituciones de los pueblos la delimitación de la posesión privada». La historia demuestra que el dominio no es una cosa del todo inmutable, como tampoco lo son otros elementos sociales y aún Nos dijimos en otra ocasión en estas palabras: Que distintas han sido las formas de la propiedad privada, desde la primitiva forma de los pueblos salvajes, de la que aún hoy quedan muestras en algunas regiones, hasta la que luego revistió en la forma patriarcal, y más tarde en las diversas formas ti-ránicas (usando esta palabra en su sentido clásico) y así sucesivamente en las formas feudales, y en todas las demás que se han sucedido hasta los tiempos modernos".

En esta determinación de la propiedad, la acción del Estado debe ser tal que, lejos de abolir la pro-piedad privada, tienda a garantizarla y hacerla efectiva; para que toda familia, en la medida de lo posible, posea el propio solar estable que se perpetúe de generación en generación.

El ideal de la política gubernamental debe ser asegurar a las familias urbanas y campesinas la propiedad de familia, y protegerla luego con una legislación eficaz. Precisamente, lo contrario de la política liberal y socialista, empeñada en destruir a la familia, ya con leyes nefastas que atentan a la indisolubi-lidad del vínculo matrimonial o que relajan, por la enseñanza pública normalista e imbecilizada, la autoridad y educación paternal, ya con leyes sobre la división de la herencia, inspiradas en el Código Napoleón, o sobre la imposición de hipotecas al propio bien de familia. Es necesario, si se quiere un ordenamiento de la propiedad y de la vida agrícola, restituir el patrimonio de familia. ¿Qué es un patrimonio de familia? Es un bien del cual están investidos los poseedores sucesivos porque se va perpetuando en una misma línea, sin fraccionarse. Bien inenajenable o inhipotecable e inembargable, reconocido por el derecho germánico que Le Play llama familia-estirpe1.

Para continuar exponiendo lo que una concepción económica sana exige sobre la producción de la tierra, diré que una vez restituido el patrimonio de familia, el dominio rural, que es como la célula orgáni-ca de la producción agrícola, será necesario coordinar de tal suerte el trabajo de las distintas familias, es decir: la explotación agrícola pequeña o mediana, que no se vea absorbida por la grande ni devorada por el terrateniente poderoso. Es necesaria la cooperación. Cooperación que podrá amparar los derechos del agricultor en la natural concurrencia económica: le defenderá contra los usureros por las mutuales de Crédito como las Cajas Reiffesen; le instruirá sobre las mejoras que conviene introducir en los cultivos; le facilitará los abonos convenientes, los instrumentos de producción, sobre todo los más costosos; le libertará de la opresión comercial por las cooperativas de consumo; y asegurará el almacenaje y venta de las cosechas por las cooperativas de producción. En una palabra: se constituirán verdaderos sindicatos agrícolas que proveen a las necesidades comunes de los agricultores.

Evidentemente que todas estas medidas serán completamente inútiles si el gobierno no evita con brazo firme el monopolio y las especulaciones de los intermediarios internacionales. Como en realidad, a mi entender, hemos llegado a un punto crítico, en que el poder de las especulaciones es casi indestructible, mientras que el del Estado, a causa del liberalismo democrático, es harto débil, es necesario organizar en forma tal la tierra, que sea posible satisfacer las necesidades propias del país; de suerte que la producción abastezca primero al país antes de orientarse al mercado mundial. Exigirá esto, evidentemente, una distribución agrícola menos mercantilista, menos lucrativa pero más abundante en bienes naturales. Hay que auspiciar una explotación mixta, agrícola-hortícola-avícola-ganadera. Naturalmente que, en nuestro país, se le ha de hacer difícil al elemento nativo repechar su natural indolencia.

Tendríamos así que la misma extralimitada especulación de los monopolios, como el ritmo del mercado mundial, que es francamente proteccionista, sugiérese el retorno a una producción de la tierra de tipo patriarcal, de lo que hablaba antes.

El estado puede limitar la propiedad privada

Subrayaba anteriormente que el uso común de los bienes exteriores justifica y regula la propiedad privada, de suerte que, en lo posible, a toda familia corresponda un patrimonio fijo inalienable. Pero éste se ha expuesto más como término al cual debe tenderse, aunque nunca se le podrá lograr perfectamente. Siempre habrá gente que por voluntad propia o por necesidad no tendrá solar propio. En el campo, será ésta la condición del arrendatario o del aparcero. Tanto el sistema de arrendamiento como el de aparcería son en sí justos, con tal que sea justo el precio estipulado. Entre nosotros, son por lo general exorbitantes, porque están calculados para tiempos de prosperidad excepcional. Además que es una flagrante injusticia (al menos social en cuanto va contra el uso común de los bienes exteriores) el de los grandes terratenientes que exigen en estos años de pérdidas el pago de sus arriendos aunque los campesinos se vean en el des-amparo.

Aunque el arrendamiento como tal sea un sistema justo, una producción ordenada de la tierra exige que los cultivadores sean preferentemente los mismos propietarios. Lo que pasa en la Argentina de que el 70 por ciento por lo menos de la tierra en cultivo sea arrendada (y esto en condiciones harto des-ventajosas) revela un profundo trastorno. No es fácil indicar la solución a este problema, pero es menester persuadirse de que la solución es necesaria tanto para la justicia como para la paz social.. El colono es paciente, pero todo tiene límite, además de que no es justo abusar de la paciencia de nadie.

El Estado tiene poder en virtud de su función de procurador del bien común para aplicar la solución que contemple el bien de todos.

Para hacer ver hasta donde puede llegar este poder, y al mismo tiempo demostrar en un ejemplo la limitación que impone a la propiedad privada el uso común de los bienes exteriores, voy a exponer brevemente la política enérgica aplicada por los Papas en el siglo XV contra los latifundistas y monopolizadores.

A fines del siglo XV, el agro romano, una parte de la campiña de Roma, se hallaba en un estado de lastimosa desolación, mientras en Roma existía una penuria espantosa. Los propietarios de los terrenos del agro romano preferían dejar que las tierras produjeran espontáneamente hierba para pasto de animales brutos que obligarlas por sí o tolerar que otros las obligasen a llevar fruto para sustento de los hombres.

Fué entonces cuando el Papa Sixto IV, en su célebre bula Inducit-nos, del 19 de marzo de 1476, dió facultad a todos, en el territorio de Roma, de arar y cultivar, en los tiempos según la costumbre, la tercera parte de cualquier hacienda que eligiesen, cualquiera fuere su dueño, con la condición de que pidieran permiso, pero con facultad de labrar aunque no lo obtuviesen, aunque pagando una cuota o renta a los propietarios.

Como se ve, en este caso, el Estado, en virtud de su poder jurisdiccional o justicia legal, sin privar a los propietarios de su dominio (como lo demuestra el pago de la renta), lo regula en forma tal que el uso y usufructo de la propiedad sea participado por todos.

La Bula de Clemente VII demostrará más eficazmente hasta donde alcanza este poder.

Con la bula de Sixto IV se había conseguido que "muchísimos se dedicasen a la labranza", pero como luego los barones prohibían a sus vasallos transportar el grano cosechado, con el fin de obligarlos a vendérselos a ellos barato para luego revenderlos, nadie quería seguir cultivando. Es el caso del vulgar monopolio de los Dreyfus, Bunge y Born, etc., ya consignado en su tiempo por Aristóteles. 

¿Qué hace el Papa para remediar esta situación?

Prohíbe severamente a todos barones y nobles romanos y a cualesquiera otras personas: 1º Comprar a sus vasallos trigo y otros granos, fuera de lo necesario para el uso y sustento de su casa; 2º Impedir-les que lo lleven a Roma; 3º Que ellos mismos lo transporten a lugar distinto de aquella ciudad.

Para dar eficacia a la prohibición, amenaza que los que no obedeciesen, dentro de los 15 días de promulgada la bula, incurrirán en la sentencia de excomunión, de la cual no podrán ser absueltos más que por el Romano Pontífice, con expresa mención del caso, en el trance de la muerte solamente y con expresa satisfacción. Si aún así no obedeciesen, pasados otros 15 días, serán privados enteramente del feudo, el cual será confiscado en beneficio de la Cámara Apostólica; y si, transcurridos seis meses después de los últimos 15 días, rehusaren obedecer, entonces, ipso jure, serán privados de todos los pueblos, tierras, quintas, feudos y derechos, con incapacidad de recobrarlos o poseer otros para siempre; y las ciudades, pueblos, tierras, quintas y derechos serán incorporados de pleno derecho a la Cámara Apostólica. (Ver Narci-so Noguer S. J. Cuestiones Candentes sobre la propiedad y el socialismo).

No se trata evidentemente de proponer la aplicación de este ejemplo para remediar la situación nuestra. Se trata de hacer ver hasta dónde puede llegar el poder del Estado en la regulación de la propiedad. Que es tal esta regulación, que si alguno la desacatare puede acarrearle la pena de la misma expropiación. Porque, obsérvese bien que, en el caso aducido el Papa, no priva del dominio sino después que el propietario se ha hecho reo de delito contra la justicia social; y es un delito no acatar la regulación que de la propiedad imponga el Estado en vista del bien común.
Obsérvese, además, que la aplicación de una medida enérgica puede justificarse por la doctrina del uso común de los bienes, que autoriza a aquél que se halla en extrema necesidad a tomar lo ajeno para no perecer de miseria. Si una familia puede hacer justamente eso, parece que, si son muchas las familias que se ven en la miseria, porque el único capital que poseen, el trabajo de sus manos, vale cero (si hay desocu-pación vale cero), el Estado mismo debe entonces tomar a su cargo la distribución de los bienes que otros poseen superfluamente. Una solución radical corolario
de esta doctrina

Quizás haya llegado el momento, o esté por llegar, de una enérgica regulación de la propiedad privada. Existe hoy una injusta acumulación de bienes en manos de unos pocos mientras la multitud se halla, no en la pobreza, sino en la miseria. Implica esto una injusticia social y una seria amenaza para el orden social. Es urgente darle solución.

Ahora bien, el Estado, cuya misión es velar por la justicia social, debe remediarla apelando a soluciones eficaces. Estas deben ser tales que no desconozcan el derecho de propiedad. El Estado debe respetar la propiedad privada, y como sería imposible, en el caso presente, determinar cuáles son los bienes furtivamente adquiridos, debe abstenerse de intentar determinarlo y debe dejar los bienes en manos de los que se encuentran al presente.

Pero respetado el actual dominio, puede y debe buscar solución al problema de la desocupación y miseria. Para ello, deberá hacer un estudio amplio de la actual repartición de bienes financieros, comercia-les, industriales y agrícolas; examinará el rendimiento de estos bienes y su distribución para inquirir el porqué, aún con este rendimiento de riqueza, hay en el país millares de familias que no tienen la subsistencia necesaria.

Una vez examinadas estas causas, y para ello nada mejor que consultar a las fuerzas económicas del país (obreros, agricultores, ganaderos, hacendados, industriales, etc.), aplicará con energía aquella so-lución que consulte mejor la justicia social, a saber: No es posible que en este país rico de bienes naturales suficientes para una población inmensamente mayor, haya nadie que en virtud del orden económico social, carezca de la subsistencia humana estable a que tiene derecho como miembro de la colectividad social.

Impondrá luego, como obligatorias, aquellas medidas que encuentre necesarias para alcanzar la realización de esta exigencia social, teniendo en cuenta que no es justo que haya miles de familias en la miseria mientras otros gozan de una renta de 5.000, 10.000, 20.000, 50.000, cien mil, y doscientos mil pesos mensuales.
Las medidas gubernativas no consistirán en privar de sus propiedades y riquezas a los que hacen estos beneficios excesivos, sino en obligarlos a que hagan extensivos estos beneficios al mayor número de familias necesitadas, ya proporcionando trabajo, ya con una mejor remuneración del trabajo, ya en-tregando al Estado estos beneficios para que él los distribuya entre las familias necesitadas de la colectividad.

Si los detentores de estas riquezas productivas se niegan por egoísmo o carencia de sentido social a someterse a esta regulación, no titubee el gobierno, en castigarlos como violadores del orden social; y ningún castigo más eficaz que el privarles de sus riquezas, de acuerdo al ejemplo de los Papas arriba mencionados.

Una consideración sobre nuestro país

En un país, de la riqueza natural del nuestro, la miseria no tiene razón de ser. Si la hay, se debe exclusivamente a la mala ordenación de nuestra vida económica, que es más economía de lucro y no de subsistencia. Nuestro país ha sido y es explotado por los extranjeros como una factoría. Estructurado el país como una factoría de producción para el extranjero, nuestro bienestar está a merced de los precios que nos imponen los especuladores. Y cuando estos precios no cubren el costo deja producción, como sucede y debe suceder ahora, reina la bancarrota y la miseria mas espantosa.

¿En dónde está la solución permanente que nos salve de la miseria hoy y en el mañana y que realice que en nuestro país se forjen generaciones genuinamente argentinas, arraigadas en nuestro suelo?

En un cambio total de nuestra estructuración económica: que nuestra economía deje de ser de lucro, mercantilista, y sea una economía de subsistencia, de consumo.

Hay que forjar el dominio rural para las familias. Que las familias se arraiguen en la tierra; las ricas en sus estancias y las pobres en sus chacras, quintas o estanzuelas. Que se arraiguen en el propio suelo para perpetuarse en ella en generaciones robustas y copiosas. Y que vivan en sus tierras. ¿Cómo es posible que los campesinos de hoy puestos en contacto con la tierra, madre fecunda, sufran miseria, sino porque trabajan artificialmente "para vender" y no para vivir?

Cuando se cambie esta orientación de la vida económica, las familias le tomarán cariño al propio suelo, y no vivirán en sobresalto angustioso como el campesino de hoy, víctima del especulador, que no sabe cómo le irá mañana.

Restituido el dominio rural, como expliqué en el cuerpo de este capítulo, hay que reconstruir también el mercado rural, dentro de una región, para ilustrar y estimular en los agricultores. En Italia se están haciendo experiencias que merecen ser aplaudidas e imitadas.
Además, hace falta organizar en instituciones nacionales toda la vida productiva de nuestra campa-ña para realizar sobre la base de la economía doméstica y rural la economía de suficiencia nacional

El retorno a la tierra

Es claro que es menester descongestionar las ciudades y emprender la vuelta hacia la tierra (magna parens), no para explotarla y luego abandonarla, sino para vivir, vivir y perpetuarse en su fecundidad material y espiritual. Con este sentido de la "economía de subsistencia", hay que abrir la tierra a todas las familias que no tienen motivos para merodear en la vida anémica de la ciudad sirviendo a los vicios.

En la tierra poseída como un patrimonio de familia, sentirán los hombres su unión con los antepa-sados y se sentirán unidos con las riquezas reales de la tierra, las cuales le unirán con el Creador.
La tierra con sus virtudes cósmicas y divinas está llamada a solucionar no sólo el problema de una mejor distribución de los bienes temporales sino también el problema de la vida humana para que el hombre pueda servir a su Dios.

La tierra que no permite una absoluta mecanización, posible en los otros sectores de la economía, tiene relaciones misteriosas con la vida misma: es profundamente biológica.

Y es este sentido biológico, sentido de la vida, irreductible a ninguna expresión mecánica, el que debe recobrar el hombre moderno. Si no recobra este sentido vital que ha perdido, podrá reconstruir una economía nueva, tipo corporativa, con un funcionamiento jerárquico, pero será una mecánica de la que el hombre se sentirá esclavo y no señor. Por esto es necesario que el hombre viva un ordenamiento económico nuevo y no que lo construya, como una obra exterior.

Y la tierra, fecunda con el trabajo del hombre, le hará vivir este ordenamiento.
Hay que levantar, entonces, el grito de retorno a la tierra con un sentido profundamente humano. Sólo así será una solución económica y vital para el hombre moderno, que entre papeles y máquinas ha perdido el sentido de la realidad.

Para terminar este capítulo digamos que la imposición de un orden en el problema de la propiedad y en la producción de la tierra requiere un gobierno fuerte, libre de compromisos políticos y de prejuicios liberales, que independice al país del círculo de hierro en que le tienen amordazado los financistas y especuladores internacionales, que domine los intereses mezquinos de los capitalistas y latifundistas, que conozca la realidad total del país y del mundo, que no se amedrente de los clamores populares suscitado por la jauría de los políticos y que, sólo guiado por el. bien común, común de las familias según su distinta condición y función social (porque ha de haber familias pobres y familias ricas), imponga la ordenación más ventajosa.