PREFACIO
El autor del presente opúsculo, San Luis María Grignion de Montfort, es conocido principalmente por su perfecta devoción a la Santísima Virgen t por su ardiente celo en predicarla. Él mismo nos dejó la sustancia de su enseñanza mariana en la cada día más difundida de sus obras:
“Tratado de la perfecta devoción a la Santísima Virgen” y “Secreto de María”, compendio de la primera.
Mas su predicación no se limitó a ese punto capital de la doctrina católica. Después de María o mejor con Ella y por Ella estuvo Jesús con sus perfecciones, sus beneficios, su Eucaristía, su Cruz, y su Sagrado Corazón... Un siglo y medio después de su muerte los Padres del Concilio de Poitiers, queriendo definir su obra, dijeron:
"Al venerable Luis María Grignion da Montfort se debe el haberse conservado en las comarcas del oeste de Francia, una fe viva, el amor a la Cruz y la devoción a la Ssma. Virgen".
"Defensor de la fe católica", "predicador elocuente de la Cruz", "devoto esclavo de Jesús en María" y propagador infatigable de esta esclavitud de amor: he aquí resumidas la vida de Montfort, su obra y su enseñanza.
Su devoción a Jesús crucificado no es menos admirable que su celo y amor a María. Al Divino Crucificado lo amaba con pasión, lo predicaba con fuego; lo muestran sus irresistibles sermones sobre el amor a la Cruz, sus conmovedores cánticos a la Cruz, sus plantaciones de Cruz, sus erecciones de calvarios con que terminaba todas sus misiones. "¡Viva Jesús! ¡Viva su Cruz!", era su canto de triunfo... Un día sus enemigos obtienen que no se ejecute la proyecta plantación de Cruz. "Hermanos míos, clama entonces con santo entusiasmo, nos disponíamos a plantar una Cruz a la puerta de esta iglesia; Dios no ha querido, nuestros superiores se oponen; plantémosla en nuestros corazones, ahí estará mejor que ninguna otra parte". Su deseo de asemejarse a Jesús crucificado era tal que a veces se le escapaba esta queja que traicionaba el vehemente fuego de su amor: "¡Sin cruz qué cruz!”
Por esa época una asociación, la de los Amigos de la Cruz, agrupaba a los fieles verdaderamente ejemplares quienes, queriendo vivir en perfecta conformidad con las máximas del Evangelio, practicaban valientemente la palabra de Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga”.
Esta Asociación ya se hallaba organizada en 1700 en muchas diócesis de Francia. Conociendo los frutos de salvación que producía en las almas, Montfort se aplicó a establecerla en las parroquias en que daba misiones. La estableció en San Maximiliano en Nantes y le dio reglamentos llenos de sabiduría. Cuando las circunstancias lo traían a Nantes no dejaba de venir a avivar con sus exhortaciones la generosidad de cristianos que eran la edificación de la gran ciudad.
Mas, he aquí, que en 1714, por intrigas y calumnias, se le prohíbe todo ministerio en la diócesis. Parte para Rennes. La misma prohibición. Se retira entonces a la casa de los Padres Jesuitas. Durante ocho días medita sobre la Pasión. El último, escribe la Carta a los Amigos de la Cruz.
Esta carta, que a decir de Monseñor Freppel es “una obra maestra de elocuencia que en vano se intentaría superar", conserva después de más de dos siglos todo su valor y toda su oportunidad. Pues las calamidades, los abusos y los desórdenes contra los cuales se proponían luchar los "Amigos de la Cruz", también existen hoy, tales: el horror al sacrificio, a todo sacrificio, hasta el punto de traicionar los más sagrados deberes, desenfreno en el uso de los bienes terrenos sean cualesquiera, la búsqueda ciega de placeres sensuales.
Hay, pues, hoy como en ese entonces la misma necesidad de oponer a tales tendencias paganas remedios eficaces. Montfort propone la mortificación cristiana. Señala los dos partidos siempre en lucha: el de Jesucristo y el del mundo. A la derecha -escribe- está el partido de Jesucristo; continuamente se escuchan estas palabra entrecortadas por sollozos: Suframos, lloremos, ayunemos, oremos, ocultémonos, humillémonos, empobrezcámonos, mortifiquémonos; pues no son de Jesucristo los que no tienen su espíritu de cruz; quienes son de Jesucristo han crucificado su carne con sus concupiscencias. En la carta del 4 de octubre de 1938 los obispos de la provincia de Québec (Canadá) señalando el torrente de desenfreno (tanto en el orden moral como en lo social y económico) recomiendan también para combatirlo la práctica de la mortificación y la renovación en las almas de las virtudes evangélicas. Piden también que se inculque en los niños y se desarrolle en ellos el sentido de la mortificación cristiana que es, según el apóstol San Pablo, el signo de nuestra dependencia de Cristo: "Los que son de Cristo han crucificado la carne".
Hay pues que buscar el remedio eficaz para las calamidades actuales en una mejor comprensión de los principios del Evangelio y en una mayor fidelidad a sus máximas. Ahora bien, ninguno recuerda con más claridad la ni presenta con más libertad, ni muestra mejor la absoluta necesidad de tales principios y máximas como el Santo de Montfort en su "Carta a los Amigos de la Cruz”.
La última parte de esta "Carta" traza con prudencia consumada las reglas que nos enseñan a soportar los sufrimientos y las cruces de cada día como Dios quiere para que Él las acoja y las premie. Estas reglas SON útiles principalmente para los sacerdotes, religiosos y religiosas, quienes en virtud de su estado, de sus funciones y de su misión, deben tender a una perfección más elevada”.
Penetradas de la necesidad de la cruz, estimuladas por los saludables efectos que ella produce y guiadas por las sabias reglas que da el santo en su "Carta", las almas temerán menos el esfuerzo, aceptarán mejor el renunciamiento y el sacrificio. Aun más, se dejarán guiar por las inspiraciones generosas que producirá en ellas la meditación de la palabra de Jesucristo tan admirablemente comentada por el santo de Montfort: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz de cada día y me siga”.
CARTA CIRCULAR A “LOS AMIGOS DE LA CRUZ”
Hoy, el último día de mis ejercicios espirituales, dejo, por decirlo así las delicias de mi morada interior, para estampar sobre este papel algunas veloces saetas de la Cruz, a fin de atravesar con ellas vuestros corazones Dios quisiera hacerlos penetrantes no con la tinta de mi pluma, sino con la sangre de mis venas. Pero, ay, aunque ella fuera necesaria, es demasiado criminal. Sea, pues, el Espíritu del Dios viviente la vida, la fuerza y la esencia de esta carta. Sea su unción santa su tinta. Sea mi pluma la divina Cruz, y sean el papel vuestros corazones.
Amigos de la Cruz, estáis profundamente unidos, como otros tantos soldados crucificados, para combatir al mundo (Gál. 6, 14). No huís vosotros de él, como los religiosos y religiosas, por temor a ser vencidos, sino que, como valerosos y bravos guerreros, avanzáis en el campo de batalla, sin retroceder un paso y sin volver la espalda. ¡Animo! ¡Combatid con valentía!
Unios fuertemente, y vuestra unidad de espíritus y corazones será infinitamente más fuerte y más terrible contra el mundo y el infierno, que lo que pueda ser el ejército de un reino bien unido contra los enemigos del Estado. Si los demonios se unen para perderos, unios vosotros para espantarlos. Si los avaros se unen para traficar y ganar oro y plata, unid vuestros esfuerzos para ganar los tesoros eternos, contenidos en la Cruz. Si los libertinos se unen para divertirse, unios vosotros para sufrir.
Os llamáis Amigos de la Cruz. ¡Qué nombre tan grande! A mí me encanta y me deslumbra. Es más brillante que el sol, más alto que los cielos, más glorioso y solemne que los títulos más formidables de reyes y emperadores. Es el nombre sublime de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre al mismo tiempo. Es el nombre inconfundible del cristiano. Pero si su resplandor me deslumbra, no es menos cierto que su peso me espanta. Cuántas obligaciones inexcusables y difíciles se encierran en ese nombre, según el mismo Espíritu Santo lo declara: «linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido» (1 Pe. 2, 9).
Un Amigo de la Cruz es un hombre elegido por Dios entre los diez mil que viven según el sentido y la sola razón, para ser un hombre totalmente divino, que va más allá de la razón, y que se opone tajantemente a la mera inclinación sensible por una vida y una luz de pura fe y de amor ardiente a la Cruz.
Un Amigo de la Cruz es un rey omnipotente, es un héroe que triunfa sobre el demonio, el mundo y la carne en sus tres concupiscencias (1Jn. 2, 16). Al amar las humillaciones, espanta el orgullo de Satanás. Al amar la pobreza, vence la avaricia del mundo. Al amar el dolor, mata la sensualidad de la carne.
Un Amigo de la Cruz es un hombre santo y separado de todo lo visible, cuyo corazón se eleva por encima de todo lo caduco y perecedero, y cuya conversación está en los cielos (Filip. 3, 20). Pasa por esta tierra como un extranjero y un peregrino, sin apegarse a ella, con indiferencia, y la pisa con menosprecio.
Un Amigo de la Cruz es una excelente conquista de Jesucristo, crucificado en el Calvario, en unión de su santa Madre. Es un Ben-Oni, hijo del dolor, o un Benjamín, hijo de la diestra [o Buenaventura: Gén. 35, 8], nacido de su corazón dolorido, venido al mundo a través de su costado traspasado, y vestido en la púrpura de su sangre. Marcado por su origen sangriento, no respira sino cruz, sangre y muerte al mundo, a la carne y al pecado, y vive aquí abajo oculto en Dios por Jesucristo (Rom. 6, 11; 1 Pe. 2, 24).
En fin, un perfecto Amigo de la Cruz es un verdadero porta-Cristo, o mejor, un Jesucristo, que puede decir con toda verdad: «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál. 2, 20).
Mis queridos Amigos de la Cruz, ¿sois vosotros por vuestras acciones lo que significa vuestro grandioso nombre? ¿O al menos tenéis un auténtico deseo y una verdadera voluntad de venir a serlo, con la gracia de Dios, a la sombra de la Cruz del Calvario y de Nuestra Señora de los Dolores? ¿Usáis los medios necesarios para conseguirlo? ¿Habéis entrado en el verdadero camino de la vida (Prov. 6, 23; 10, 17; Jer. 21, 8), que es la vía estrecha y espinosa del Calvario? ¿O es que camináis, sin daros cuenta, por el camino ancho del mundo, que conduce a la perdición (Mt. 7, 13-14)? ¿Ya sabéis que existe una vía que parece derecha y segura para el hombre, pero que lleva a la muerte (Prov. 14, 12)?
¿Sabéis distinguir bien entre la voz de Dios y de su gracia, y la voz del mundo y de la naturaleza? ¿Escucháis claramente la voz de Dios, nuestro Padre bueno, que, después de haber maldecido tres veces a cuantos siguen los deseos del mundo, «¡ay, ay, ay de los habitantes de la tierra!» (Ap. 8, 13), os llama con todo amor, tendiéndoos los brazos, «¡apartaos, pueblo mío!» (Núm. 16, 21; Is. 52, 11; Ap. 18, 4), pueblo mío elegido, queridos Amigos de la Cruz de mi Hijo; apartaos de los mundanos, que han sido maldecidos por mi Majestad, excomulgados por mi Hijo (Jn. 17, 9), y condenados por mi Espíritu Santo (16, 8-11)?
¡Cuidado con sentaros en su pestilente cátedra! ¡No acudáis a sus reuniones! ¡No vayáis por sus caminos (Sal. 1, 1)! ¡Huid de la inmensa e infame Babilonia (Is. 48, 20; Jer. 50, 8; 51, 6.9.45; Ap. 18, 4)! ¡No escuchéis otra voz ni sigáis otras huellas que las de mi Hijo bienamado! Yo os lo di para que sea vuestro camino, vuestra verdad, vuestra vida y vuestro modelo: «escuchadle» (Mt. 17, 5; 2 Pe. 1, 17).
¿Escucháis a este amable Jesús? Cargado con su Cruz, os grita: ¡«venid detrás de mí» (Mt. 4, 19), y seguidme, que «quien me sigue no anda en tinieblas» (Jn. 8, 12)! «¡Animo!: yo he vencido al mundo» (16, 33).
Queridos cofrades, ahí tenéis los dos bandos con los que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del mundo (Jn. 15, 19; 17, 14.16).
A la derecha, el de nuestro amado Salvador (Mt. 25, 33). Sube por un camino que, por la corrupción del mundo, es más estrecho y angosto que nunca. Este Maestro bueno va delante, descalzo, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo completamente ensangrentado, y cargado con una pesada Cruz. Sólo le siguen una pocas personas, si bien son las más valientes, sea porque no se oye su voz suave en medio del tumulto del mundo, o sea porque falta el valor necesario para seguirle en su pobreza, en sus dolores, en sus humillaciones y en sus otras cruces, que es preciso llevar para servirle todos los días de la vida (Lc. 9, 23).
A la izquierda (Mt. 25, 33), el bando del mundo o del demonio. Es el más numeroso, y el más espléndido y brillante, al menos en apariencia. Allí corre todo lo más selecto del mundo. Se apretujan, y eso que los caminos son anchos, y que están más ensanchados que nunca por la muchedumbre que, como un torrente, los recorre. Están sembrados de flores, llenos de placeres y juegos, cubiertos de oro y plata (7, 13-14).
A la derecha, el pequeño rebaño (Lc. 12, 32) que sigue a Jesucristo sólo sabe de lágrimas y penitencias, oraciones y desprecios del mundo. Entre sollozos, se oye una y otra vez: «suframos, lloremos, ayunemos, oremos, ocultémonos, humillémonos, empobrezcámonos, mortifiquémonos (Jn. 16, 20). Pues el que no tiene el espíritu de Jesucristo, que es un espíritu de cruz, no es de Cristo (Rom. 8, 9), ya que los que son de Jesucristo han crucificado su carne con sus concupiscencias (Gál. 5, 24). O nos configuramos como imagen viva de Jesucristo (Rom. 8, 29) o nos condenamos. ¡Animo!, gritan, ¡valor! Si Dios está por nosotros, en nosotros y delante de nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (8, 31). El que está con nosotros es más fuerte que el que está en el mundo (1Jn 4,4). No es mayor el siervo que su señor (Jn. 13, 16; 15,20). Un instante de ligera tribulación produce un peso eterno de gloria (2 Cor. 4, 17). El número de los elegidos es menor de lo que se piensa (Mt. 20, 16). Sólo los valientes y esforzados arrebatan el cielo por la fuerza (Mt. 11, 12). Nadie será coronado sino aquél que haya combatido legítimamente según el Evangelio (2 Tim. 2, 5), y no según el mundo. ¡Luchemos, pues, con todo valor!».
Éstas son algunas de las palabras divinas con las que los Amigos de la Cruz se animan mutuamente.
Los mundanos, por el contrario, para animarse a perseverar en su malicia sin escrúpulo, claman todos los días: «¡Vivir, vivir! ¡Paz, paz! ¡Alegría, alegría! ¡Comamos, bebamos, cantemos, dancemos, juguemos! Dios es bueno, Dios no nos ha creado para condenarnos. Dios no prohíbe las diversiones; no vamos a ser condenados por eso. ¡Fuera escrúpulos! ¡"No moriréis" (Gén. 3, 4)»!
Acordaos, mis queridos cofrades, de que nuestro buen Jesús os está mirando ahora, y os dice a cada uno en particular: «Ya ves que casi toda la gente me abandona en el camino real de la Cruz. Los idólatras, cegados, se burlan de mi Cruz como de una locura; los judíos, en su obstinación, se escandalizan de ella (1 Cor. 1, 23), como si fuera un objeto de horror; los herejes la destrozan y derriban como cosa despreciable. Pero -y lo digo con lágrimas y con el corazón atravesado de dolor- mis propios hijos, criados a mis pechos e instruidos en mi escuela, los propios miembros míos que he animado con mi espíritu, me han abandonado y despreciado, haciéndose enemigos de mi Cruz (Is. 1, 2; Filip. 3, 18). "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn. 6, 67). ¿También vosotros queréis abandonarme, huyendo de mi Cruz, como los mundanos, que son en esto verdaderos anticristos (1 Jn. 2, 18)? ¿Es que queréis vosotros, para conformaros con el siglo presente (Rom. 12, 2), despreciar la pobreza de mi Cruz, para correr tras las riquezas; evitar el dolor de mi Cruz, para buscar los placeres; odiar las humillaciones de mi Cruz, para ambicionar los honores? En apariencia, tengo yo muchos amigos, que aseguran amarme, pero que, en el fondo, me odian, porque no aman mi Cruz; tengo muchos amigos de mi mesa, y muy pocos de mi Cruz» [Imitación de Cristo II, 11, 1].
Ante esta llamada de Jesús tan amorosa, elevémonos por encima de nosotros mismos, y no nos dejemos seducir por nuestros sentidos, como Eva (Gén. 3, 6). Miremos solamente al autor y consumador de nuestra fe, Jesús crucificado (Heb. 12, 2). Huyamos la depravada concupiscencia de este mundo corrompido (2 Pe. 1, 4). Amemos a Jesucristo de la manera más alta, es decir, a través de toda clase de cruces. Meditemos bien las admirables palabras de nuestro amado Maestro, que sintetizan toda la perfección de la vida cristiana: «Si alguno quiere venir en pos de Mi, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga» (Mt. 16, 24).
En efecto, la perfección cristiana, consiste en:
• 1º querer ser santo: el que quiera venirse conmigo, • 2º abnegarse: que se niegue a sí mismo, • 3º padecer: que cargue con su cruz, • 4º obrar: y que me siga. Si alguno: y no algunos, se refiere al reducido número de los elegidos (Mt. 20, 16), que quieren configurarse a Jesucristo crucificado, llevando su cruz. Es un número tan pequeño, tan reducido, que si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de dolor.
Es tan pequeño que apenas si hay uno por cada diez mil. Así fue revelado a varios santos, como a San Simeón Estilita, según refiere el santo abad Nilo, después de San Efrén, San Basilio y varios otros. Es tan reducido que, si Dios quisiera reunirlos, tendría que gritarles, como otra vez lo hizo un profeta: «¡congregaos uno a uno!» (Is. 27, 12), uno de esta provincia, otro de aquel reino.
Si alguno quiere: aquel que tenga una voluntad sincera, una voluntad firme y determinada, no ya por naturaleza, costumbre o amor propio, por interés o respeto humano, sino por una gracia victoriosa del Espíritu Santo, que no a todo el mundo se da: «no a todos ha sido dado a conocer el misterio» (Mt. 13, 11). De hecho, el conocimiento del misterio de la Cruz ha sido dado a unas pocas personas. Para que un hombre suba al Calvario y se deje crucificar con Jesús, en medio de su propia gente, es necesario que sea un valiente, un héroe, un decidido, un discípulo de Dios, que pisotee el mundo y el infierno, su cuerpo y su propia voluntad; un hombre resuelto a dejarlo todo, a emprender todo lo que sea y a sufrirlo todo por Jesucristo.
Sabedlo bien, queridos Amigos de la Cruz: aquellos de entre vosotros que no tengan esta determinación andan sólo con un pie, vuelan sólo con un ala, y no son dignos de estar entre vosotros, porque no merecen llamarse Amigos de la Cruz, a la que hay que amar, como Jesucristo, «con un corazón generoso y de buena gana» (2 Mac. 1, 3). Basta una voluntad a medias para contagiar, como una oveja sarnosa, a todo el rebaño. Si una de éstas hubiera entrado en vuestro redil por la puerta falsa del mundo, en el nombre de Jesucristo crucificado, echadla fuera, pues es un lobo en medio de las ovejas (Mt. 7, 15).
Si alguno quiere venir en pos de Mi, que tanto me humillé (Filip. 2, 6-8) y que me anonadé tanto que llegué a «parecer un gusano, y no un hombre» (Sal. 21, 7); conmigo, que no vine al mundo sino para abrazar la Cruz -«aquí estoy» (Sal. 39, 8; Heb. 10, 7-9)-; para alzarla en medio de mi corazón -«en las entrañas» (Sal. 39, 9)-; para amarla desde joven -«la quise desde muchacho» (Sab. 8, 2)-; para suspirar por ella toda mi vida -«¡cómo la ansío!» (Lc. 12, 50)-; para llevarla con alegría, prefiriéndola a todos los goces y delicias del cielo y de la tierra -«en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz» (Heb. 12, 2)-; conmigo, en fin, que no hallé la plena alegría hasta morir en sus divinos brazos.
Si alguno pues, quiere venir en pos de Mi, así anonadado y crucificado, debe, a imitación de mí, no gloriarse sino en la pobreza, en las humillaciones y en los sufrimientos de mi Cruz: «que se niegue a sí mismo». Lejos de los Amigos de la Cruz esos que sufren con orgullo, esos sabios según el siglo, esos grandes genios y espíritus fuertes, que están rellenos e hinchados con sus propias luces y talentos. Lejos de aquí esos grandes charlatanes, que hacen mucho ruido y que no dan más fruto que el de su vanidad. Lejos de aquí los devotos soberbios, que hacen resonar en todas partes aquel «no soy como los demás» del orgulloso Lucifer (Lc. 18, 11); que no aguantan que les censuren, sin excusarse; que los ataquen, sin defenderse; que los humillen, sin ensalzarse.
No admitáis en vuestra compañía a estos hombres delicados y sensuales, que se duelen de la menor molestia, que gritan y se quejan por el menor dolor, que jamás han conocido la cadenilla, el cilicio y la disciplina, ni otro instrumento alguno de penitencia, y que unen a sus devociones -aquellas que están de moda- una sensualidad y una inmortificación sumamente encubiertas y refinadas.
«Que cargue con su cruz», con la suya propia. Que ese tal, que ese hombre, esa mujer excepcional -«toda la tierra, de un extremo al otro, no alcanzaría a pagarle» (Prov. 31, 10]-, tome con alegría, abrace con entusiasmo y lleve sobre sus hombros con valentía su cruz, y no la de otro; -su propia cruz, aquélla que con mi sabiduría le he hecho, en número, peso y medida exactos (Sab. 11, 21]; -su cruz, cuyas cuatro dimensiones, espesor y longitud, anchura y profundidad, tracé yo por mi propia mano con toda exactitud; -su cruz, la que le he fabricado con un trozo de la que llevé sobre el Calvario, como expresión del amor infinito que le tengo; -su cruz, que es el mayor regalo que puedo yo hacer a mis elegidos en esta tierra; -su cruz, formada en su espesor por la pérdida de bienes, humillaciones y desprecios, dolores, enfermedades y penas espirituales, que, por mi providencia, habrán de sobrevenirle cada día hasta la muerte; -su cruz, formada en su longitud por una cierta duración de meses o días en los que habrá de verse abrumado por la calumnia, postrado en el lecho, reducido a la mendicidad, víctima de tentaciones, sequedades, abandonos y otras penas espirituales; -su cruz, constituida en su anchura por todas las circunstancias más duras y amargas, unas veces por parte de sus amigos, otras por los domésticos o los familiares; su cruz, en fin, compuesta en su profundidad por las aflicciones más ocultas que yo mismo le infligiré, sin que pueda hallar consuelo en las criaturas, pues éstas, por orden mía, le volverán la espalda y se unirán a mí para hacerle padecer.
«Que la cargue», que la cargue: no que la arrastre, ni que la rechace o la recorte o la oculte. Es decir, que la lleve en lo alto de la mano, sin impaciencia ni tristeza, sin quejas ni murmuraciones voluntarias, sin componendas ni miramientos naturales, y sin sentir por ello vergüenza alguna o respetos humanos. «Que la cargue», es decir, que la lleve marcada en su frente, diciendo aquello de San Pablo: «en cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál. 6, 14], mi Maestro. Que la lleve sobre sus hombros, a ejemplo de Jesucristo, para que la cruz venga a ser el arma de sus conquistas y el cetro de su imperio (Is. 9, 6-7].
Finalmente, que él la grabe en su corazón por el amor, para transformarla así en zarza ardiente, que día y noche se abrase en el puro amor de Dios, sin consumirse (Ex. 3, 2]. «La cruz». Que cargue con la cruz, pues nada hay tan necesario, nada tan útil, tan dulce ni tan glorioso, como padecer algo por Jesucristo (Hch. 5, 41]. En efecto, queridos Amigos de la Cruz, todos sois pecadores. Entre vosotros no hay ninguno que no merezca el infierno (Prov. 24, 16; 1 Jn. 1, 10] -y yo más que ninguno-. Pues bien, es necesario que nuestros pecados sean castigados en este mundo o en el otro. Si Dios, los castiga en éste mundo (de común acuerdo con nosotros), el castigo será amoroso: la misericordia, que reina en este mundo, será quien castigue, y no la rigurosa justicia; será, pues, un castigo suave y pasajero, acompañado de consolaciones y méritos, y seguido de recompensas en el tiempo y la eternidad.
Pero si el castigo necesario a los pecados que hemos cometido queda reservado para el otro mundo, será entonces la justicia implacable de Dios, que todo lo lleva a sangre y fuego, la que ejecute la condena.
Castigo espantoso (Heb. 10, 31], indecible, incomprensible: «¿quién conoce la vehemencia de tu ira?» (Sal. 89, 11]; castigo sin misericordia (Sant. 2, 13], sin mitigación, sin méritos, sin límite y sin fin. Sí, no tendrá fin: ese pecado mortal de un momento que cometisteis; ese mal pensamiento voluntario que escapó a vuestro cuidado; esa palabra que se llevó el viento; esa acción diminuta que violentó la ley de Dios, tan breve, serán castigados eternamente, mientras Dios sea Dios, con los demonios en el infierno, sin que ese Dios de las venganzas se apiade de vuestros espantosos tormentos, de vuestros sollozos y lágrimas, capaces de hendir las rocas. ¡Padecer eternamente, sin mérito alguno, sin misericordia y sin fin!
Sí, este pecado mortal que habéis cometido en un instante, este mal pensamiento voluntario, que ha escapado a vuestro recuerdo, esta palabra que se ha llevado el viento, esta accioncilla contra la ley de Dios, que ha durado tan poco, serán castigados sin fin por una eternidad, mientras Dios sea Dios y esto en compañía de los demonios en el infierno, sin que el Dios de las venganzas se compadezca de vuestros espantosos tormentos, de vuestros sollozos y lágrimas, capaces de partir las rocas. ¡Sufrir por siempre, sin mérito, sin misericordia y sin fin! ¿Pensamos en esto queridos hermanos y hermanas míos, cuando padecemos alguna pena en este mundo? ¡Qué felices somos de hacer un cambio tan dichoso, una pena eterna e infructuosa por otra pasajera y meritoria, llevando esta cruz con paciencia! ¡Cuántas deudas nos quedan por pagar! ¡Cuántos pecados cometidos! Para expiar por ellos, aun después de una contrición amarga y de una confesión sincera, será necesario que suframos en el purgatorio durante siglos enteros, por habernos contentado en este mundo con algunas penitencias tan ligeras! ¡Ah! expiemos, en este mundo por las buenas, llevando bien nuestra cruz. En el otro, todo habrá de ser pagado por las malas, hasta el último céntimo (Mt. 5, 26], hasta una palabra ociosa (12, 36). Si lográramos arrancar de las manos del demonio el libro de la muerte (Col. 2, 14), donde ha señalado todos nuestros pecados y la pena que les es debida, ¡qué debe tan enorme encontraríamos! ¡Y qué felices nos veríamos de sufrir años enteros aquí abajo, con tal de no sufrir un solo día en la otra vida!
¿No os lisonjeáis, acaso, amigos de la Cruz, de ser amigos de Dios o de querer llegar a serlo? Decidios, pues, a beber el cáliz que hay que apurar necesariamente para ser hecho amigo de Dios: bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios. Benjamín, el preferido, halló la copa, mientras que sus hermanos sólo hallaron trigo (Gén. 44, 1-12). El predilecto de Jesucristo poseyó su corazón, subió al Calvario y bebió en su cáliz: «¿podéis beber el cáliz?» (Mt. 20, 22). Excelente cosa es anhelar la gloria de Dios; pero desearla y pedirla sin resolverse a padecerlo todo es una locura y una petición insensata: «no sabéis lo que pedís» (ib.)... «Es necesario pasar por muchas tribulaciones» (Hch. 14, 22)... Sí, es una necesidad, es algo indispensable: hemos de entrar en el reino de los cielos a través de muchas tribulaciones y cruces.
Os gloriáis con toda razón de ser hijos de Dios. Gloriaos, pues, también de los azotes que este Padre bondadoso os ha dado y os dará más adelante, pues el castiga a todos sus hijos (Prov. 3, 11-12; Heb. 12, 5-8; Ap. 3, 19). Si no fuerais del número de sus hijos amados -¡qué desgracia, qué maldición!-, seríais del número de los condenados, como dice San Agustín: «quien no llora en este mundo, como peregrino y extranjero, no puede alegrarse en el otro como ciudadano del cielo».
Si Dios Padre no os envía de vez en cuando alguna cruz señalada, es que ya no se cuida de vosotros: está enfadado con vosotros, y os considera como extraños y ajenos a su casa y su protección; os mira como hijos bastardos, que no merecen tener parte en la herencia de su padre, ni son dignos tampoco de sus cuidados y correcciones (Heb. 12, 7-8).
Amigos de la Cruz, discípulos de un Dios crucificado: el misterio de la Cruz es un misterio ignorado por los gentiles, rechazado por los judíos (1 Cor. 1, 23), y despreciado por los herejes y los malos católicos; pero es el gran misterio que habéis de aprender en la práctica de la escuela de Jesucristo, y que solamente en su escuela lo podéis aprender. En vano buscaréis en todas las escuelas de la antigüedad algún filósofo que lo haya enseñado. En vano consultaréis la luz de los sentidos y de la razón: solamente Jesucristo puede enseñaros y haceros gustar este misterio por su gracia victoriosa. Adiestraos, pues, en este ciencia sublime bajo la guía de un Maestro tan excelente, y poseeréis todas las demás ciencias, pues ésta las contiene a todas en grado eminente. Ella es nuestra filosofía natural y sobrenatural, nuestra teología divina y misteriosa, nuestra piedra filosofal que, por medio de la paciencia, cambia los metales más groseros en preciosos, los dolores más agudos en delicias, la pobreza en riqueza, las humillaciones más graves en gloria. Aquel de vosotros que sabe llevar mejor su cruz, aun cuando fuere un analfabeto, es el más sabio de todos. Escuchad al gran San Pablo, que vuelto del tercer cielo, donde aprendió misterios ocultos a los mismos ángeles, asegura que no sabe ni quiere saber otra cosa que a Jesús crucificado (1 Cor. 2, 2). Alégrate, pues, tú, pobre idiota, y tú, humilde mujer sin talento ni ciencia: si sabéis sufrir con alegría, sabéis más que cualquier doctor de la Sorbona, que no sepa sufrir tan bien como vosotros (Mt. 11, 25).
Sois miembros de Jesucristo (1 Cor. 6, 15; 12 ,27; Ef. 5, 30). ¡Qué honor! Pero ¡qué necesidad hay en ello de sufrir! Si la Cabeza está coronada de espinas (Mt. 27, 29) ¿estarán los miembros coronados de rosas? Si la Cabeza es escarnecida y cubierta de barro en el camino del Calvario ¿se verán los miembros cubiertos de perfumes sobre un trono? Si la Cabeza no tiene dónde reposar (8, 20), ¿descansarán los miembros entre plumas y edredones? Sería una monstruosidad inaudita. No, no, mis queridos Compañeros de la Cruz, no os engañéis: esos cristianos que veis por todas partes, vestidos a la moda, en extremo delicados, altivos y engreídos hasta el exceso, no son verdaderos discípulos de Jesús crucificado. Y si pensarais de otro modo, ofenderíais a esa Cabeza coronada de espinas y a la verdad del Evangelio. ¡Ay, Dios mío, cuántas caricaturas de cristianos, que pretenden ser miembros del Salvador, son sus más alevosos perseguidores, pues mientras con la mano hacen el signo de la Cruz, son en realidad sus enemigos! Si de verdad os guía el espíritu de Jesucristo, y si vivís la misma vida que esta Cabeza coronada de espinas, no esperéis otra cosa que espinas, azotes, clavos, en una palabra, cruz; pues es necesario que el discípulo sea tratado como el maestro y el miembro como la Cabeza (Jn. 15, 20). Y si el Cielo os ofrece, como a Santa Catalina de Siena, una corona de espinas y otra de rosas, elegid como ella la corona de espinas, sin vacilar, y hundidla en vuestra cabeza, para asemejaros a Jesucristo.
No ignoráis que sois templos vivos del Espíritu Santo (1 Cor. 6, 19), y que como piedras vivas (1 Pe. 2, 5), habéis de ser construidos por el Dios del amor en el templo de la Jerusalén celestial (Ap. 21, 2.10). Pues bien, disponeos para ser tallados, cortados y cincelados por el martillo de la cruz. De otro modo, permaneceríais como piedras toscas, que no sirven para nada, que se desprecian y se arrojan fuera.
¡Guardaos de resistir al martillo que os golpea! ¡Cuidado con oponeros al cincel que os talla y a la mano que os pule! Es posible que ese hábil y amoroso arquitecto quiera hacer de vosotros una de las piedras principales de su edificio eterno, y una de las figuras más hermosas de su reino celestial. Dejadle actuar en vosotros: él os ama, sabe lo que hace, tiene experiencia, cada uno de sus golpes son acertados y amorosos, nunca los da en falso, a no ser que vuestra falta de paciencia los haga inútiles.
El Espíritu Santo compara la cruz: -unas veces a una criba que separa el buen grano de la paja y hojarasca (Is. 41, 16; Jer. 15, 7; Mt. 3, 12): dejaos, pues, sacudir y zarandear como el grano en la criba, sin oponer resistencia: estáis en la criba del Padre de familia, y pronto estaréis en su granero; -otras veces la compara a un fuego, que elimina el orín del hierro con la viveza de sus llamas (1 Pe. 1, 7): en efecto, nuestro Dios es un fuego devorador (Heb. 12, 29), que por la cruz permanece en el alma para purificarla, sin consumirla, como aquella antigua zarza ardiente (Ex. 3, 2-3); -y otras veces, en fin, la compara al crisol de una fragua, donde el oro bueno se refina (Prov. 17, 3; Sab. 2, 5), y donde el falso se disipa en humo: el bueno, sufre con paciencia la prueba del fuego, mientras que el malo se eleva hecho humo contra sus llamas. Es en el crisol de la tribulación y de la tentación donde los verdaderos amigos de la Cruz se purifican por su paciencia, mientras que los que son sus enemigos se desvanecen en humo (Sal. 36, 20; 67, 3) por su impaciencia y sus protestas.
Mirad, Amigos de la Cruz, mirad delante de vosotros una inmensa nube de testigos (Heb. 12, 1), que demuestran sin palabras lo que os estoy diciendo.
Ved al paso un Abel justo, asesinado por su hermano (Gén. 4, 4.8); un Abraham justo, extranjero sobre la tierra (12, 1-9); un Lot justo, expulsado de su país (19, 1.17); un Jacob justo, perseguido por su hermano (25, 27; 27, 41); un Tobías justo, afligido por la ceguera (Tob. 2, 9-11); un Job justo, arruinado, humillado y hecho una llaga de los pies a la cabeza (Job 1, 1 ss). Mirad a tantos apóstoles y mártires teñidos con su propia sangre; a tantas vírgenes y confesores empobrecidos, humillados, expulsados, despreciados, clamando a una con San Pablo: mirad a nuestro buen «Jesús, el autor y consumador de la fe» (Heb. 12, 2), que en él y en su cruz profesamos. Tuvo que padecer para entrar por su cruz en la gloria (Lc. 24, 26). Mirad, junto a Jesús, una espada afilada que penetra hasta el fondo del corazón tierno e inocente de María (Lc. 2, 35), que nunca tuvo pecado alguno, ni original ni actual. ¡Lástima que no pueda extenderme aquí sobre la Pasión de uno y de otra, para hacer ver que lo que nosotros sufrimos no es nada en comparación de lo que ellos sufrieron! Después de todo esto ¿quién de nosotros podrá eximirse de llevar su cruz? ¿Quién de nosotros no volará apresurado hacia los sitios donde sabe que la cruz le espera? ¿Quién no exclamará con San Ignacio mártir: «¡que el fuego, la horca, las bestias y los tormentos todos del demonio vengan sobre mí para que yo goce de Jesucristo!» [Romanos 5]? [33] Pero, en fin, si no queréis sufrir con paciencia y llevar vuestra cruz con resignación, como los predestinados, tendréis que llevarla con protesta e impaciencia, como los reprobados. Así os pareceréis a aquellos dos animales que arrastraban el Arca de la Alianza mugiendo (1 Re. 6, 12). Os asemejaréis a Simón de Cirene, quien echó mano a la Cruz misma de Jesucristo, a pesar suyo (Mt. 27, 32), y que no dejaba de protestar mientras la llevaba. Vendrá a sucederos, en fin, lo que al mal ladrón, que de lo alto de la cruz se precipitó al fondo de los abismos (27, 38). No, no, esta tierra maldecida en que habitamos no cría hombres felices. No se ve claro en este país de tinieblas. No es en absoluto perfecta la tranquilidad en este mar tormentoso. Nunca faltan los combates en este lugar de tentación, que es un campo de batalla. Nadie se libra de pinchazos en esta tierra llena de espinas (Gén. 3, 18). Es preciso que los predestinados y los reprobados lleven su cruz, de grado o por fuerza. Tened presentes estos cuatro versos:
Escoge una de las cruces que ves en el Calvario Escoge sabiamente pues será necesario, Que sufras como santo y como penitente, O como los réprobos, sin fin y eternamente
Eso significa que si no queréis sufrir con alegría, como Jesucristo; o con paciencia, como el buen ladrón, tendréis que sufrir a pesar vuestro como el mal ladrón; habréis de apurar entonces hasta las heces el cáliz más amargo (Is. 51, 17), sin consolación alguna de la gracia, y llevando todo el peso de la cruz sin la poderosa ayuda de Jesucristo. Más aún, tendréis que llevar el peso fatal que añadirá el demonio a vuestra cruz, por la impaciencia a la que os arrastrará; y así, tras haber sido unos desgraciados sobre la tierra, como el mal ladrón, iréis a reuniros con él en las llamas.
Por el contrario, si sufrís como conviene, la cruz se os hará un yugo muy suave (Mt. 11, 30), que Jesucristo llevará con vosotros. Vendrá a ser las dos alas del alma que se eleva al cielo; el mástil de la nave que os llevará al puerto de la salvación feliz y fácilmente. Llevad, pues, vuestra cruz con paciencia, y por esta cruz bien llevada, os veréis iluminados en vuestras tinieblas espirituales, pues quien no ha sido probado por la tentación, nada sabe (Sab. 34, 9). Llevad vuestra cruz con alegría, y os veréis abrasados en el amor divino, pues «sin cruces ni dolor, no se vive en el amor» [Imitación de Cristo III, 5, 7]. Solamente se recogen rosas entre las espinas. Y sólo la cruz enciende el amor de Dios, como la leña el fuego. Recordad aquella hermosa sentencia de la Imitación: «cuanta violencia os hiciereis sufriendo con paciencia, tanto creceréis» en el amor divino [I, 25, 3]. No esperéis nada grande de esas personas delicadas y perezosas, que rehuyen la cruz cuando ésta se les acerca, y que jamás por su cuenta se buscan alguna con discreción: son tierra inculta que no dará sino abrojos, porque no ha sido arada, desmenuzada y removida por el labrador experto; son agua estancada, que no sirve ni para lavar ni para beber.
Continuará (13)