CAPITULO VII - LOS SOCIAL CRISTIANOS
Un gendarme amigo de Joinville, le dice:
—Amigo,
¡arrojémonos sobre esta canalla!
Los azares de la vida deciden las vocaciones más de lo
que se cree y éstas, a su vez, traen consigo la formación de movimientos que
influyen sobre la orientación de las ideas en una época dada.
Dos jóvenes oficiales franceses, Albert de Mun y René de
la Tour du Pin, fueron hechos prisioneros en la guerra franco-prusiana de 1870.
Durante su cautiverio tuvieron conocimiento del movimiento social cristiano
alemán de Mons. von Ketteller. Este conocimiento les llevaría a estudiar a los
sociólogos franceses, cuyas ideas eran semejantes a las del citado Monseñor.
Leyeron a Le Play.
René de la Tour du Pin, de ahora en adelante, llamará a
Frédéric Le Play su “maestro” porque, decía, de él había aprendido que las
instituciones pueden corromper a los hombres y que los “falsos dogmas de 1789”
podían contarse entre ellos. Así pues, era importante restaurar instituciones
que permitiesen que el Evangelio moralizase al Estado.
De 1885 a 1891, La Tour du Pin y de Mun siguen
apasionadamente el movimiento desencadenado por Mons. Mermillod, en Friburgo, y
la UNIÓN DE ESTUDIOS, que había nacido con el propósito de definir y de
preparar un “orden social cristiano”.
Toda una élite europea sigue a la Unión de
Friburgo que desarrolla esta idea fundamental, en oposición total con los
dogmas democráticos de que los cuerpos profesionales son, no solamente cuerpos
sociales, sino también “colegios electorales naturales e históricos, verdaderos
cuerpos políticos”.
“El régimen corporativo —concluye La Tour du Pin—
proporciona los mejores elementos de competencia y de estabilidad al régimen
representativo en el orden político”.
En la cima de su estructura, La Tour du Pin coloca al
ESTADO, es decir, el conjunto de los poderes y fuerzas de una nación organizada
con miras al bien común, al que llama interés nacional. Estos poderes son los
del Príncipe en sus dictámenes, limitados éstos por las leyes fundamentales
consentidas por el Pueblo en sus Estados”.
Como ha
observado M. Adrien Dansette en su Histoire
religieuse de la France contemporaine (Historia religiosa de la Francia
contemporánea) , “se trataba de edificar un sistema de representación de
los derechos y de los intereses profesionales frente al sufragio universal y al
régimen parlamentario, los cuales, manejados por la burguesía, aseguran de
hecho el predominio capitalista”.
Louis Veuillot, que seguía con simpatía la acción doctrinal
de Albert de Mun, le escribió una carta el 15 de febrero de 1876, carta
extremadamente curiosa, porque se nota en ella la irritación que le causan los
discursos, sin duda admirables, del antiguo oficial de dragones, pero que le
parecen de efecto demasiado remoto, ¡ en cambio el sable...! Pero, veamos lo
que escribía Veuillot:
“Muy Sr. mío:
“Le he oído ayer por primera vez.
“Permítame
que no haga un cumplido trivial a un hombre y a un talento que
“Después del acto, fui a una casa en la que las damas se
quejaban de no haberse sentido bastante arrebatadas. Tenga cuidado, Ud. es
capitán de dragones para arrebatar a las damas y para cortar las retiradas y
los nudos gordianos. Si su elocuencia no tiene sello de cuartel, que puede y
debe ser un sello de suprema distinción, no será más que una hermosa y honrada
muchacha casadera, cosa que Juana de Arco no era. Al soldado orador que no tira
de la espada, le falta el más bello de los gestos. Uno se pregunta por qué ese
soldado no es abogado o sacerdote.
¡Desenvaine,
reparta sablazos, acogote! Esto es lo que Dios le pide al darle el don de la
elocuencia y al hacerlo dragón.
“Escuchándole, habría que sentir la necesidad de rendirse para no ser
fusilado, porque así pedirá a
la violencia lo que no va a obtener por
el amor. Siendo justo Y deseando el bien, parte de la idea de que tiene derecho al amor y a la vida y de que no quiere morir prisionero, ni asesinado. Un dragón tiene derecho
a morir en el campo de batalla.
Está bien que tienda la mano, que
ofrezca su corazón, es lo que un cristiano
debe hacer; pero que no arroje jamás su sable, el que da tanto peso a la palabra de
los sacerdotes. Hay que verle siempre a caballo, presto a desenvainar.
Un sablazo dado a tiempo es una
bella limosna, una caridad muy grande. Muchos pobres no piden más que eso y eso sólo es lo que tienen que recibir. En
general el temor basta: entonces, registramos nuestra bolsa y la limosna
no se pierde.
“Un buen gendarme amigo de Joinville
viendo que los moros, aprovechándose
de que era domingo, insultaban el
campo cristiano, dijo a Joinville:
‘Amigo, ¡lancémonos sobre esta canalla!’.
Señor mío, no pierda de vista esta palabra. No sea Ud.
un hombre de gran mérito que dice inútilmente cosas
buenas. Desenvaine y sea como San
Luis, como esos mártires que
no temen matar. También existen ángeles
exterminadores”.
Veuillot había adivinado que
la derecha iba a hundirse en la verborrea y que ya no
saldría de ella, por gusto y por comodidad.
¿Cuáles eran las probabilidades del Sistema
corporativo a fines del siglo XIX?
En todos los grandes
países de Europa el problema se
planteaba de forma perceptiblemente semejante, pues los intereses, los egoísmos y las pasiones se
habían desarrollado simultáneamente en el
mismo sentido.
En 1880, el marxismo tenía trece años y no disponía todavía de tropas. El mundo del trabajo estaba disponible. El reflejo egoísta de la burguesía del mundo de los negocios debía llevar al patronato a declararse hostil a las corporaciones, y a preferir, en lugar de los sindicatos mixtos que eran el cebo, los sindicatos puramente patronales organizados frente a los sindicatos obreros para la defensa de clases y que sólo podía llevar a la lucha de clases.
Albert de Mun comprendió entonces que no se podía
transformar la condición social sin reemplazar, previamente, el Estado liberal
por un Estado orgánico. Este fue el tema de su gran discurso de Vannes, en
1881:
En el estado en que la Revolución ha puesto a Francia,
decía, “el gobierno, el orden legal, tiene tan gran dominio y un poder tan
abrumador que, si es malo, si está viciado en sus orígenes, en sus doctrinas y
en sus representantes, tiene en los destinos del país una influencia cada día
más funesta y llega una hora en la que el despotismo del Estado acaba por
ahogar la voz de la conciencia”.
A la tentativa católico liberal de Lamennais y de
sus discípulos, condenados por Gregorio XVI y Pío IX, responde pues, en la
segunda mitad del siglo XIX, una tentativa tradicionalista cristiana que se
orienta hacia la vuelta de las corporaciones.
Muy pronto sus iniciadores se dan cuenta de que la
organización corporativa no es muy compatible con el liberalismo político y
llegan a la conclusión de que es necesario, en el orden de los medios, resolver
primero el problema político.
En 1885, Albert de Mun intenta fundar un partido
católico, como los que existían en Alemania y en Bélgica, pero tal partido, en
el contexto político francés, estaría necesariamente en la oposición y
constituido mayoritariamente por monárquicos. El gobierno de la III República,
ejerció un típico chantaje sobre el Vaticano: la autorización dada por Roma
para la fundación de tal partido, llevaría consigo una reacción anticlerical
violenta por parte de los poderes públicos.
Pronto fue solucionado el asunto. El 8 de
septiembre, de Mun anuncia la constitución de la “Unión Católica” y el 9 de
noviembre, después de una conversación con el nuncio, de Mun anuncia que
renuncia a su proyecto.
Siete años más tarde, en 1892, León XIII, que se había
opuesto a la creación de un partido católico monárquico, incitaba a los
católicos franceses a formar un partido católico republicano, y de Mun, por
obediencia, aceptaba. Contaría después que León XIII llegó hasta “abrazarle
suplicándole que se plegase a una táctica que él juzgaba necesaria para el bien
de la Iglesia y de Francia”.
La diferencia entre las dos tentativas era fundamental.
Con la “Unión Católica”, de Mun pretendía la destrucción de las instituciones
basadas sobre los principios de la Revolución de 1789 y la instauración de una
monarquía corporativa.
En su estudio sobre Jacques Piou, M. Joseph Denais señala
sutilmente que las razones de la oposición romana a la idea de Albert de Mun
fueron “la intransigencia de su posición contrarrevolucionaria” y “la audacia
de su programa social”.
Lo que León XIII había pedido a de Mun no era admitir los
principios de 1789 — pues él mismo no los admitía—, sino aceptar la lucha en el
marco de la democracia liberal. Cuestión de táctica, que el historiador sólo
puede juzgar por sus resultados.
Estos fueron catastróficos.
Antes de abordar la cuestión de la política vaticana del
“Ralliement” (adhesión y aceptación de la República como régimen
gubernamental), hay que subrayar bien la aprobación completa de lo principios
corporativos hecha por León XIII. En la Encíclica Rerum Novarum (1891) el Papa
condenaba formalmente el liberalismo económico y el
“Este siglo ha destruido, sin sustituirlas por nada, las
antiguas corporaciones que eran una protección para los obreros; todo principio
y todo sentimiento religioso han desaparecido de las leyes y de las
instituciones públicas, y así, poco a poco, aislados los trabajadores y sin
defensa, se han visto entregados con el tiempo, a la merced de amos inhumanos y
a la codicia de una competencia desenfrenada.
“El primer lugar pertenece a las corporaciones obreras
que abarcan en sí casi todas las obras. Nuestros antepasados experimentaron
durante largo tiempo la influencia bienhechora de las corporaciones”.
Albert de Mun reconoció en esta encíclica un “esfuerzo
poderoso” del Jefe de la Iglesia, “para entrar en comunicación directa con el
pueblo, al que la evolución de los tiempos ha convertido en la gran potencia
espiritual de nuestra época”.
Las clases dirigentes encerradas en el disfrute egoísta
de los beneficios de la economía liberal, sin preocupación todavía ante las
posibles reacciones de una clase obrera desorganizada, rehúsan favorecer el
establecimiento de un régimen corporativo, por las mismas razones que le han
hecho rechazar al conde de Chambord.
Amenazado en sus intereses y en su poder político, los demo-plutócratas se
dedican a frenar el movimiento socialcristiano.
León XIII busca entonces entrar “en comunicación directa
con el pueblo”. ¿No es éste último el Poder de hecho, puesto que dispone del
sufragio popular?
Por el pueblo y para el pueblo se va a poder
recristianizar la Sociedad. Para ello, basta con VOTAR BIEN.
Fue un error táctico. ¿Cómo León XIII llegó a cometerlo?
Sin duda porque creía que los católicos tenían todavía en Francia la fuerza
suficiente para derrotar a la democracia liberal con sus propias armas. El Papa
había subestimado la penetración oculta de la Francmasonería —aunque
desconfiaba de ella con gran perspicacia— e iba a lanzar a los católicos a las
luchas electorales que la Masonería podía falsear de mil maneras. Se dio cuenta
demasiado tarde y los últimos años de su vida estuvieron amargados por ello.
Solía decir:
“Me han engañado, no me han comprendido”. A M. Nizard,
embajador de Francia, le había dicho el 10 de noviembre de 1900, que nunca
había tenido otra idea que la de adherir a los católicos franceses “a una
república cristiana, heredera de las tradiciones y continuadora del papel de
gran nación católica que es Francia, pues si se tratase de una república donde
prevaleciese el espíritu de secta y las pasiones de los enemigos
irreconciliables de la Iglesia y de Cristo, ¿cómo podría esperarse del Soberano
Pontífice que convidase a los católicos a adherirse a ella ?“.
Pero la política del “Ralliement” merece un estudio más
profundo. Primero hay que comprenderla. Esto es lo que vamos a intentar en las
páginas siguientes.