3. OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS SIGNIFICADA
Dejamos ya establecido que la voluntad de Dios, tomada
en general, es la sola regla suprema, y que se avanzará en
perfección a medida que el alma se conforme con ella. Bajo
cualquier forma en que llegue hasta nosotros, sea como
voluntad significada o de beneplácito, es siempre la voluntad
de Dios, igualmente santa y adorable. La obra, pues, de
nuestra santificación implica la fidelidad a una y a otra. Sin
embargo, dejando por el momento a un lado el beneplácito
divino, querríamos hacer resaltar la importancia y necesidad
de adherirnos de todo corazón y durante toda nuestra
existencia a la voluntad significada, haciendo de ella el fondo
mismo de nuestro trabajo. Al fin de este capítulo daremos la
razón de nuestra insistencia sobre una verdad que parece
evidente.
La voluntad de Dios significada entraña, en primer lugar,
los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y nuestros deberes
de estado. Estos deben ser, ante todo, el objeto de nuestra
continua y vigilante fidelidad, pues son la base de la vida
espiritual; quitadla y veréis desplomarse todo el edificio.
«Teme a Dios -dice el Sabio-, y guarda sus mandamientos,
porque esto es el todo del hombre». Podrá alguien figurarse
que las obras que sobrepasan el deber santifican más que las
de obligación, pero nada más falso. Santo Tomás enseña que
la perfección consiste, ante todo, en el fiel cumplimiento de la
ley. Por otra parte, Dios no podría aceptar favorablemente
nuestras obras supererogatorias, ejecutadas con detrimento
del deber, es decir, sustituyendo su voluntad por la nuestra.
La voluntad significada abraza, en segundo lugar, los
consejos. Cuando más los sigamos en conformidad con
nuestra vocación y nuestra condición, más semejantes nos
harán a nuestro divino Maestro, que es ahora nuestro amigo y
el Esposo de nuestras almas y que ha de ser un día nuestro
Soberano Juez. Ellos nos harán practicar las virtudes más
agradables a su divino corazón, tales como la dulzura, y la
humildad, la obediencia de espíritu y de voluntad, la castidad
virginal, la pobreza voluntaria, el perfecto desasimiento, la
abnegación llevada hasta el sacrificio y olvido de nosotros
mismos; en ellos también encontraremos el consiguiente
tesoro de méritos y santidad. Observándolos con fidelidad
apartaremos los principales obstáculos al fervor de la caridad,
los peligros que amenazan su existencia; en una palabra, los
consejos son el antemural de los preceptos. Según la
expresión original de José de Maistre:
«Lo que basta no basta.
El que quiere hacer todo lo permitido, hará bien pronto lo que
no lo está; el que no hace sino lo estrictamente obligatorio,
bien pronto no lo hará completamente.»
La voluntad significada abraza por último las inspiraciones
de la gracia. «Estas inspiraciones son rayos divinos que
proyectan en las almas luz y calor para mostrarles el bien y
animarlas a practicarlo; son prendas de la divina predilección
con infinita variedad de formas; son sucesivamente y según
las circunstancias, atractivos, impulsos, reprensiones,
remordimientos, temores saludables, suavidades celestiales,
arranques del corazón, dulces y fuertes invitaciones al
ejercicio de alguna virtud. Las almas puras e interiores reciben
con frecuencia estas divinas inspiraciones, y conviene mucho
que las sigan con reconocimiento y fidelidad.» ¡ Es tan valioso
el apoyo que nos prestan! ¡Con cuánta razón decía el Apóstol:
«No extingáis el espíritu» , es decir, no rechacéis los piadosos
movimientos que la gracia imprime a vuestro corazón!
¿Necesitaremos añadir que la voluntad significada nos
mandará, nos aconsejará, nos inspirará durante todo el curso
de nuestra vida? Siempre tendremos que respetar la autoridad
de Dios, pues nunca seremos tan ricos que podamos creernos
con derecho a desechar los tesoros que su voluntad nos haya
de proporcionar. Guardar con fidelidad la voluntad significada
es nuestro medio ordinario de reprimir la naturaleza y cultivar
las virtudes; por que la naturaleza nunca muere, y nuestras
virtudes pueden acrecentarse sin cesar. Aunque mil años
viviéramos y todos ellos los pasáramos en una labor asidua,
nunca llegaríamos a parecernos en todo a Nuestro Señor y ser
perfectos como nuestro Padre celestial.
No debemos omitir que para un religioso sus votos, sus
Reglas y la acción de los Superiores constituyen la principal
expresión de la voluntad significada, el deber de toda la vida y
el camino de la santidad.
Nuestras Reglas son guía absolutamente segura. La vida
religiosa «es una escuela del servicio divino», escuela
incomparable en la que Dios mismo, haciéndose nuestro
Maestro, nos instruye, nos modela, nos manifiesta su voluntad
para cada instante, nos explica hasta los menores detalles de
su servicio. El es quien nos asigna nuestras obras de
penitencia, nuestros ejercicios de contemplación, las mil
observancias con que quiere practiquemos la religión, la
humildad, la caridad fraterna y demás virtudes; nos indica
hasta las disposiciones íntimas que harán nuestra obediencia
dulce a Dios, fructuosa para nosotros. Esto supuesto, ¿qué
necesidad tenemos -dice San Francisco de Sales- que Dios
nos revele su voluntad por secretas inspiraciones, por visiones
y éxtasis? Tenemos una luz mucho más segura, «el amable y
común camino de una santa sumisión a la dirección así de las
Reglas como de los Superiores. »«En verdad que sois
dichosas, hijas mías -dice en otra parte-, en comparación con
los que estamos en el mundo. Cuando nosotros preguntamos
por el camino, quién nos dice: a la derecha; quién, a la
izquierda; y, en definitiva, muchas veces nos engañan. En
cambio vosotras no tenéis sino dejaros conducir,
permaneciendo tranquilamente en la barca. Vais por buen
derrotero; no hayáis miedo. La divina brújula es Nuestro
Señor; la barca son vuestras Reglas; los que la conducen son
los Superiores que, casi siempre, os dicen: Caminad por la
perpetua observancia de vuestras Reglas y llegaréis
felizmente a Dios. Bueno es, me diréis, caminar por las
Reglas; pero es camino general y Dios nos llama mediante
atractivos particulares; que no todas somos conducidas por el
mismo camino. -Tenéis razón al explicaros así; pero también
es cierto que, si este atractivo viene de Dios, os ha de
conducir a la obediencia».
Nuestras Reglas son el medio principal y ordinario de
nuestra purificación. La obediencia, en efecto, nos despega y
purifica por las mil renuncias que impone y más aún por la
abnegación del juicio y de la voluntad propia que, según San
Alfonso, son la ruina de las virtudes, la fuente de todos los
males, la única puerta del pecado y de la imperfección, un
demonio de la peor ralea, el arma favorita del tentador contra
los religiosos, el verdugo de sus esclavos, un infierno
anticipado. Toda la perfección del religioso consiste, según
San Buenaventura, en la renuncia de la propia voluntad; que
es de tal valor y mérito, que se equipara al martirio; pues si el
hacha del verdugo hace rodar por tierra la cabeza de la
víctima, la espada de la obediencia inmola a Dios la voluntad
que es la cabeza del alma.»
Nuestras Reglas son mina inagotable para el cielo, y
verdadera riqueza de la vida religiosa. Contra la obediencia,
en efecto, no hay sino pecado e imperfección; sin ella, los
actos más excelentes desmerecen; con ella lo que no está
prohibido llega a ser virtud, lo bueno se hace mejor. «Introduce
en el alma todas las virtudes, y una vez introducidas las
conserva», multiplica los actos del espíritu, santificando todos
los momentos de nuestra vida; nada deja a la naturaleza, sino
todo lo da a Dios. El divino Maestro, según la bella expresión
de San Bernardo, «ha hecho tan gran estima de esta virtud,
que se hizo obediente hasta la muerte, queriendo antes perder
la vida que la obediencia». Por eso todos los santos la han
ensalzado a porfía y han cultivado con ardiente celo esta
preciosa virtud tan amada de Nuestro Señor. El Abad Juan
podía decir, momentos antes de presentarse a Dios, que él
jamás había hecho la voluntad propia. San Dositeo, que no
podía practicar las duras abstinencias del desierto, fue con
todo elevado a un muy alto grado de gloria después de solos
cinco años de perfecta obediencia. San José de Calasanz
llamaba a la religiosa obediente, piedra preciosa del
Monasterio. La obediencia regular era para Santa María
Magdalena de Pazzis el camino más recto de la salvación
eterna y de la santidad. San Alfonso añade:
«Es el único
camino que existe en la religión para llegar a la salvación y a
la santidad, y tan único, que no hay otro que pueda conducir a
ese término... Lo que diferencia a las religiosas perfectas de
las imperfectas, es sobre todo la obediencia.»
Y según San
Doroteo, «cuando viereis un solitario que se aparta de su
estado y cae en faltas considerables, persuadíos de que
semejante desgracia le acontece por haberse constituido guía
de sí mismo. Nada, en efecto, hay tan perjudicial y peligroso
como seguir el propio parecer y conducirse por propias
luces» .
«La suma perfección -dice Santa Teresa- claro es que no
está en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni en
visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra
voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa
entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra
voluntad y tan alegremente tomemos lo amargo como lo
sabroso, entendiendo que lo quiere su Majestad.» De ello
ofrece la santa diversas razones; después añade: «Yo creo
que, como el demonio ve que no hay camino que más presto
llegue a la suma perfección que el de la obediencia, pone
tantos disgustos y dificultades debajo de color de bien.» La
santa conoció personas sobrecargadas por la obediencia de
multitud de ocupaciones y asuntos, y, volviéndolas a ver
después de muchos años, las hallaba tan adelantadas en los
caminos de Dios que quedaba maravillada. « ¡ Oh dichosa
obediencia y distracción por ella, que tanto pudo alcanzar!» .
San Francisco de Sales abunda en el mismo sentir: «En
cuanto a las almas que, ardientemente ganosas de su
adelantamiento, quisieran aventajar a todas las demás en la
virtud, harían mucho mejor con sólo seguir a la comunidad y
observar bien sus Reglas; pues no hay otro camino para llegar
a Dios.» Era Santa Gertrudis de complexión débil y enfermiza,
por lo que su superiora la trataba con mayor suavidad que a
las demás, no permitiéndole las austeridades regulares.
«¿Qué diréis que hacía la pobrecita para llegar a ser santa?
Someterse humildemente a su Madre, nada más; y por más
que su fervor la impulsase a desear todo cuanto las otras
hacían, ninguna muestra daba, sin embargo, de tener tales
deseos. Cuando le mandaban retirarse a descansar, hacíalo
sencillamente y sin replicar; bien segura de que tan bien
gozaría de la presencia de su Esposo en la celda como si se
encontrara en el coro con sus compañeras. Jesucristo reveló a
Santa Matilde que si le querían hallar en esta vida le buscasen
primero en el Augusto Sacramento del Altar, después en el
corazón de Gertrudis.» Cita el piadoso doctor otros ejemplos y
luego añade: «Necesario es imitar a estos santos religiosos,
aplicándonos humilde y fervorosamente a lo que Dios pide de
nosotros y conforme a nuestra vocación, y no juzgando poder
encontrar otro medio de perfección mejor que éste» .
«Y a la verdad, siendo Dios mismo quien nos ha escogido
nuestro estado de vida y los medios de santificarnos, nada
puede ser mejor ni aun bueno para nosotros, fuera de esta
elección suya. Santa fue por cierto la ocupación de Marta, dice
un ilustre Fundador; santa también la contemplación de
Magdalena, no menos que la penitencia y las lágrimas con
que lavó los pies del Salvador; empero todas estas acciones,
para ser meritorias, hubieron de ejecutarse en Betania, es
decir, en la casa de la obediencia, según la etimología de esta
palabra; como si Nuestro Señor, según observa San Bernardo,
hubiera querido enseñarnos con esto que, ni el celo de las
buenas obras, ni la dulzura en la contemplación de las cosas
divinas, ni las lágrimas de la penitencia le hubiesen podido ser
agradables fuera de Betania» .
La obediencia a la voluntad de Dios significada es, por
consiguiente, el medio normal para llegar a la perfección. Y no
es que queramos desestimar, ni mucho menos, la sumisión a
la voluntad de beneplácito, antes proclamamos su alta
importancia y su influencia decisiva. Pues Dios con esa su
voluntad nos depara y escoge los acontecimientos en vista de
nuestras particulares necesidades, prestando de esta manera
a la acción benéfica de nuestras reglas un apoyo siempre
utilísimo y a veces un complemento necesario; apoyo y
complemento tanto más precioso cuanto nos es más personal,
al contrario de las prescripciones de nuestras reglas, que por
fuerza han de ser generales. Sin embargo, no es menos cierto
que la obediencia a la voluntad significada sigue siendo, en
medio de los sucesos accidentales y variables, el medio fijo y
regular, la tarea de todos los días y de cada instante. Por ella
es preciso comenzar, por ella continuar y por ella concluir.
Hemos juzgado conveniente recordar esta verdad capital al
principio de nuestro estudio, a fin de que los justos elogios que
han de tributarse al Santo Abandono no exciten a nadie a
seguirle con celo exclusivo, como si él fuera la vía única y
completa. Forma, a no dudarlo, una parte importante del
camino, pero jamás podrá constituir la totalidad. De otra
suerte, ¿para qué guardamos la obediencia? Al descuidaría
nos perjudicaríamos enormemente, sobre todo si se atiende a
que durante todo el día, desde que el religioso se levanta
hasta que se acuesta, casi no hay momento en que le deje de
la mano y en que no lo dirija con alguna prescripción de regla;
además, que la voluntad de Dios sea significada de antemano
o declarada en el curso de los acontecimientos, siempre tiene
la obediencia los mismos derechos e impone los mismos
deberes y no nos es dado escoger entre ella y el abandono;
ambos deben ir de acuerdo y en unión estrechísima.
Ofrécese la oportunidad de señalar aquí ciertas
expresiones peligrosas. Decir, por ejemplo, que Dios «nos
lleva en brazos» o que nos hace adelantar «a largos pasos»
en el abandono, y al revés que nosotros damos «nuestros
cortos pasos» en la obediencia, ¿no es acaso rebajar el precio
de ésta y encarecer con exceso el valor del primero?
Si sólo se considera su objeto, la obediencia, es cierto, nos
invita por lo regular a dar pasos cortitos; mas, pudiéndose
contar éstos por cientos y por miles al día, su misma
multiplicidad y continuidad nos hacen ya adelantar muchísimo.
La constante fidelidad en las cosas pequeñas está muy lejos
de ser una virtud mediocre; antes bien, es un poderoso medio
de morir a sí mismo y de entregarse todo a Dios; es,
llamémosle con su verdadero nombre, el heroísmo oculto. Por
lo demás, ¿Qué impide que nuestros pasos sean siempre
largos y aun más largos? Para ello no es necesario que el
objeto de la obediencia sea difícil o elevado, basta que las
intenciones sean puras y las disposiciones santas. La
Santísima Virgen ejecutaba acciones en apariencia
vulgarísimas, mas ponía en ellas toda su alma,
comunicándoles así un valor incomparable. ¿No podríamos,
en la debida proporción, hacer nosotros otro tanto?
El abandono a su vez se ejercitará más frecuentemente en
cosas menudas que en pruebas fuertes. Además, no es cierto
que Dios por su voluntad de beneplácito nos «lleve en brazos»
y nos haga avanzar sin trabajo alguno de nuestra parte.
Ordinariamente al menos, pide activa cooperación y personal
esfuerzo del alma, cuyo espiritual aprovechamiento guarda
relación con esa su buena voluntad. Y al revés, ocasiones
habrá en que por desgracia contrariemos la acción de Dios,
enorgulleciéndonos en 1a prosperidad, rebelándonos en la
adversidad; en cuyo caso también caminaremos a largo
pasos, pero hacia atrás.
Dos cosas dejamos, pues, asentadas: primera, que
debemos respetar ambas voluntades divinas, esto es,
obedecer generosamente a la voluntad significada y
abandonarnos con confianza a la de beneplácito; y segunda,
que así en la obediencia como en el abandono Dios no quiere
en general santificarnos sin nosotros; siendo, por tanto,
necesario que nuestra acción concurra con la divina, y ello en
tal forma que la buena voluntad venga a ser la indicadora de
nuestro mayor o menor progreso.