(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F
Capitulo 11
EL ANUNCIO A JOSÉ
“No temas recibir en tu casa a María, tu esposa...” (Mt 1, 20)
Dios había conducido a José hasta el borde de la sima de la desolación, hasta el límite en que el sufrimiento, colmado, no se puede superar. El momento de la atroz separación había llegado.
A la espera de partir en secreto, antes de que amanezca, Dios ha permitido que José, rendido de cansancio y de dolor, se duerma. Y de repente, mientras duerme, un ángel del Señor se le aparece.
Parece razonable presumir que este ángel fuese Gabriel, el mismo que se había aparecido a María para anunciarle la concepción del Salvador, ya que habría sido designado por Dios para ejecutar todas las órdenes concernientes al misterio de la Encarnación.
Habiendo tomado esta resolución —dice San Mateo en su evangelio—, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a, quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados...
"José, hijo de David", le dice el ángel. El pobre carpintero de Nazaret, consciente tan sólo de su pequeñez, es llamado con el máximo respeto. Le saluda como descendiente de reyes, le da su título de nobleza, pues ha llegado el momento de recordar las promesas que fueron hechas a su antepasado el rey David y que han empezado ya a cumplirse.
"No temas recibir en tu casa a María, tu esposa". Si José estaba dispuesto a abandonar a María, no era por indignación o despecho, sino por temor. Temía que, quedándose, pareciera que asumía una paternidad a la que no tenía derecho, que se inmiscuía indiscretamente en un misterio que no le concernía, ofendiendo así al Señor.
"Pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo". Esta frase proporciona la clave del enigma y revela la prodigiosa grandeza de lo que se ha realizado en el seno de María. Se trata de una concepción que tiene por autor al Espíritu Santo. El Dios eterno ha intervenido allí donde no había lugar para la carne y la sangre.
"Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados". Aunque José no haya participado en la concepción, no deberá considerarse por eso como un extraño respecto al niño. Antes al contrario, se le anuncia que ejercerá el oficio —con todos sus derechos— de un auténtico padre, en especial el de darle un nombre. Ese nombre designará su misión, pues "Jesús" quiere decir "Salvador": viene a la tierra, en efecto, para librar a los hombres de la peor esclavitud: la del pecado. Y con ello afirmará su naturaleza divina, pues ¿quién puede librar a la humanidad de su pecado sino Dios?...
José no tuvo oportunidad de dialogar con el ángel como María en el momento de la Anunciación. Recibe el mensaje de Dios mientras duerme, pero eso le basta para disipar sus temores. Es como el centurión del Evangelio que está acostumbrado a obedecer y a que le obedezcan sin resistencia alguna. Aunque la visión se ha producido en sueños, hay motivos para pensar que fuese una visión de carácter profético, sin lugar para la ilusión o la duda, que llevaba en sí misma la certeza de una procedencia divina. José estaba seguro de que no ha "soñado" en el sentido vulgar del término: es Dios quien se ha dirigido a él por mediación de un ángel.
Inundado de felicidad, se despierta inmediatamente. Le invade una alegría desbordante, equivalente a su anterior angustia. Las sombras desaparecen, la tempestad se disipa. El lazo que anudaba su corazón se rompe y, liberado de su tortura, exulta de júbilo. Todo se ilumina a sus ojos, todo resplandece. Se da cuenta de que Dios le ha confiado no sólo lo más valioso del mundo, sino también —en frase de Monseñor Gay— «lo que vale más que todos los universos posibles...». Comprende que el niño que se ha encarnado en el seno de su prometida es el Mesías, por cuya venida tanto ha rezado. Se acuerda del texto de Isaías: una virgen concebirá y alumbrará un hijo... Y esa Virgen profetizada es María, lo cual no le sorprende, pues conoce mejor que nadie su santidad y sus virtudes. Sí, es digna de convertirse en tabernáculo del Altísimo...
Al mismo tiempo, se dibuja ante sus ojos el papel que le ha sido asignado. Se da cuenta de que, lejos de dejar d e ser su esposa al convertirse en madre del Hijo de Dios, lejos de seguir considerándose como un intruso, Dios mismo le ha encargado salvaguardar, con su presencia, el honor de María y del niño, asegurarles con su entrega la necesaria protección. Sin él, el misterio de la Encarnación. habría carecido de su armoniosa expresión.
Su misión se le presenta corno soberanamente grave. Es un peso exaltante y abrumador a la vez. Se pregunta cómo él, simple trabajador aldeano, ha podido ser elegido para tal tarea y, lejos de enorgullecerse, se siente penetrado de la conciencia de su bajeza y miseria. Pero sabe que Dios lo quiere así y que, en adelante, deberá callar sus temores y sus dudas. Está dispuesto a encarar esa responsabilidad, convencido de que Dios le ayudará.
Enseguida, pues, acepta su misión. No es su costumbre responder a los favores del cielo con protestas de incapacidad. Estima que es más urgente, cuando Dios habla, responder a su llamada con presteza y sin vacilaciones.
Al despertar José de su sueño —dice el Evangelio— hizo como el ángel del Señor te había mandado. Puede imaginarse lo que, en concreto, significan estas palabras. Se apresura a vaciar el saco de viaje y, en cuanto amanece, corre a casa de su prometida. María, que le abre la puerta, comprende inmediatamente, viendo la expresión de su cara, su sonrisa radiante, que Dios le ha revelado el misterio. Es lo que, por supuesto, le anuncia contándole la visión del ángel. María, por su parte, informa, por primera vez a una criatura humana, de la escena que precedió a la Encarnación del Verbo.
Al terminar, José, posando sus ojos, llenos de ternura y de respeto, en el rostro de su esposa, quien, a causa del misterio operado en ella le parece más bella, más pura y más divina, la saludaría como la Flor de Jesé, que, según la profecía, contenía, en germen, la esperanza de los tiempos futuros. Y por primera vez, haciéndose eco de las palabras que María había escuchado en la Anunciación y en la Visitación, entonaría la alabanza que los labios humanos habían de repetir incesantemente hasta el fin de los siglos: "Dios te salve, María, llena de eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús". Y María respondería a su vez repitiendo una vez más los versículos del Magnificat...
Luego, hablarían de la ceremonia nupcial, manifestándose de acuerdo en la conveniencia de celebrarla cuanto antes, no sólo porque fuera oportuno socialmente, sino también, y sobre todo, porque José tenía prisa en obedecer las órdenes del cielo y poner así de manifiesto que deseaba incorporarse de lleno al misterio inefable en que Dios había querido implicarle. Deseaba mostrar que aceptaba la paternidad legal del Niño y que ocupaba el lugar que se le había asignado. Ella le pertenecía ya, pero cuando él había pronunciado el "sí" de los esponsales, no había dado más que un asentimiento a su unión con una mujer virgen. Ahora, sin embargo, esa virgen se había convertido en madre del Mesías y Dios mismo le había pedido que la aceptara tras —si se puede hablar así— esta divina metamorfosis. Por eso, arde en deseos de pronunciar un nuevo "sí" que le asocie definitiva y plenamente a los imprevisibles destinos —tal vez dolorosos— de la Corredentora del género humano...
Capitulo 12
EL ESPOSO DE MARÍA
“Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús...” (Mt 1, 16)
El Evangelio de San Mateo nos dice que José, tras la aparición del ángel, hizo lo que le había sido indicado: recibió a María en su casa. Lo cual quiere decir que" debía ser, en efecto, sólo la prometida de José, ya que las costumbres no le permitían tenerla en su casa hasta la boda. Así pues, se apresuraría a ratificar mediante el matrimonio la unión que había acordado con ella el día de los esponsales.
Se conoce con bastante precisión cómo se desarrollaban entonces entre los judíos las ceremonias nupciales. Ni qué decir tiene que María y José, respetuosos con los menores detalles de la Ley, observarían exactamente todas las costumbres y ritos tradicionales.
María llevaría el atuendo en uso: una larga túnica multicolor cubierta por un amplio manto. Bajo su velo y ciñendo su pelo cuidadosamente dispuesto, una corona sobredorada. Al caer la tarde, montaría en un palanquín y la conducirían a la casa de José. Los invitados a la boda, vestidos de blanco, con un anillo de oro en el dedo,' la escoltaban, y un grupo de jóvenes doncellas la precedían con una lámpara encendida, mientras otras ondeaban ramas de mirto sobre su cabeza.
Los habitantes de Nazaret, avisados por el sonido de las flautas y los tamboriles, se apretaban curiosos, en las terrazas y a lo largo de las calles para aplaudir a la desposada. Nadie sospechaba que se trataba de la elegida de Dios, en cuyo seno habitaba ya el Mesías, objeto de todos los deseos y anhelos de la nación.
José esperaría, a María en el umbral de su morada, vestido también de blanco y coronado de brocado de oro. Uno y otro, ya. dentro de la casa, intercambiarían sus anillos y se sentarían mirando a Jerusalén, María a la derecha de José, bajo un dosel o nicho ricamente adornado con objetos dorados y telas pintadas.
Tras la lectura de¡ contrato de sus esponsales, beberían en el mismo vaso, roto enseguida en su presencia con un gesto que significaba que debían estar dispuestos a compartir sus penas y alegrías.
El banquete se desarrollaría en la hospedería de Nazaret, y las fiestas se prolongarían, en un clima de desbordante jolgorio, durante varios días.
José y María ya se pertenecían. Estaban unidos ante Dios y ante los hombres. Dios se había reservado a María, pero se complacía en dar a un hombre mortal, a José, un derecho matrimonial sobre esta criatura privilegiada, bendita entre todas las mujeres. Ponía en sus manos a la que había creado con tanto amor, en la que había pensado desde toda la eternidad, a la que iba a hacer suya con tanto celo.
No había, sin embargo, desigualdad entre los dos esposos. El matrimonio era ajustado. Indudablemente, María, llamada a ser Madre de Dios y elevada por la gracia a' la altura de esta función, superaba ampliamente en santidad a José, pero José había oído del ángel estas palabras tranquilizadoras: no temas tomar a María por esposa...
El significado de esta frase, que ya hemos comentado, puede interpretarse así: "Cálmate. Tú eres el que Dios ha escogido para esposo de la que acaba de concebir por obra del Espíritu Santo. Estarás a la altura de tu misión. Ser esposo de la Madre de Dios sería una función aplastante sólo para las fuerzas humanas, pero lo que es imposible para los hombres, es posible con la ayuda de Dios. Tú recibirás las gracias necesarias".
José y María son esposos realmente, no se trata de una simple ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto una pareja de almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan maravilloso amor. Se aman, por supuesto, sobre todo en Dios. Sus corazones laten al unísono con ternura recíproca bajo la inspiración del Espíritu Santo. Su única ambición es unirse más y más a la voluntad de Dios tres veces Santo; es la aspiración esencial de su ser. El amor del Altísimo constituía la base de su alianza.
Pero es precisamente esto lo que da al amor humano toda su fuerza y su belleza. El apóstol San Pablo dice en la Epístola, a los Romanos (8, 58): Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro… Un clamor semejante hace vibrar constantemente el corazón de José y de María. Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta de¡ de Dios. Y, en consecuencia, se afanan por complacerse mutuamente, tanto más cuanto que esta actitud, lejos de apartarles de Dios, les une a El más y más.
Había sido así desde que se hicieron las primeras promesas. José creía entonces que su amor a María no podría crecer más, pero tras la revelación de] ángel aumentó considerablemente. La fuerza de su amor se redobló hasta tal punto que se sentía como un hombre nuevo. Las perfecciones de' María se embellecieron a sus ojos porque el Niño que llevaba en su seno era el Dios de las promesas, hacia el cual tendían todas sus aspiraciones y deseos: la contemplaba y la veneraba como una nueva Arca de la Alianza, tabernáculo de¡ Santo de los Santos.
María, por su parte, se sentía ligada a él, como al representante de la autoridad de Dios, escogido para ser su coadjutor en el misterio de la Encarnación. Le presta, pues, una confianza y un cariño llenos de deferencia, de sumisión tierna y afectuosa.
Han hecho ambos votos de virginidad, pero eso les une más estrechamente. Precisamente porque su, amor es virginal y la carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las decepciones. Las vírgenes tienen una ternura que no conocen los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama "las aflicciones de la carne" en su Epístola a los Corintios (1, 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor capaz de todas las riquezas, de todos los matices. «Oh, Santísima Virgen —exclama Bossuet—, tus llamas son tanto más vivas cuanto que son más puras y más sueltas, y el fuego de la concupiscencia que arde en nuestro cuerpo no puede igualar jamás el ardor de los castos abrazos de los espíritus que el amor a la pureza une».
Por otra parte, nos equivocaríamos si pensáramos que su atracción recíproca era solamente mística, que su afecto no tenía nada de sensible. No tenemos ningún motivo para negarles esa limpia ternura hace palpitar el corazón, esa dulzura amorosa que ilumina el corazón de los esposos.
¿Presentía José que a causa de su misión María sería llamada un día por el mundo entero "causa de nuestra alegría"? En cualquier caso, en cuanto la instaló en su casa para vivir con ella una vida en común que sólo la muerte podría, interrumpir, María se convirtió para él en fuente de desbordante alegría.
Y mientras que él la rodea de cuidados y atenciones que para ella formarán parte de ese tesoro de pensamientos y de recuerdos que conservará en su corazón, María, por su parte, se comporta como una esposa amorosa y dulce, cuya entrega pronta y alegre está atenta a los menores detalles.
Hay entre ellos una admirable emulación para servirse mutuamente: "Soy tu servidora", dice María. "No —responde José—, soy yo el designado por Dios para servirte".
Y mientras María cose y borda la canastilla del Niño, José hace la cuna de madera donde reposará el Hijo del Altísimo, el Rey del universo, el Salvador del mundo