En la vida de SAN BRUNO,
fundador de los Cartujos, se encuentra un hecho estudiado muy a fondo por los
doctísimos Bolandistas, y presenta a la crítica más formal todos los caracteres
históricos de la autenticidad; un hecho acaecido en Paris en pleno día, en
presencia de muchos millares de testigos, cuyos detalles han sido recogidos por
sus contemporáneos, y que ha dado origen a una gran orden religiosa.
Acababa de fallecer un célebre
doctor de la Universidad de Paris llamado Raymond Diocrés, dejando universal
admiración entre todos sus alumnos. Era el año de 1082. Uno de los más sabios
doctores de aquel tiempo, conocido en toda Europa por su ciencia, su talento y
sus virtudes, llamado Bruno, hallábase entonces en Paris con cuatro compañeros,
y se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre difunto.
Se había depositado el cuerpo en
la gran sala de la Cancillería, cerca de la Iglesia de Nuestra Señora, y una
inmensa multitud rodeaba respetuosamente la cama, en la que, según costumbre de
aquella época, estaba expuesto el difunto cubierto con un simple velo.
En el momento en que se leía una
de las lecciones del Oficio de difuntos, que empieza así:
“Respóndeme ¡Cuán grandes y
numerosas son tus iniquidades !”1, sale de debajo del fúnebre velo una voz
sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras:
“Por justo juicio
de Dios he sido ACUSADO”.
Acuden
precipitadamente, levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba ahí
inmóvil, helado, completamente muerto. Continuose luego la ceremonia por un
momento interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los
concurrentes.
Se vuelve a empezar
el Oficio, se llega a la referida lección: “Respóndeme”, y esta vez a vista de
todo el mundo levántase el muerto, y con robusta y acentuada voz dice:
“Por justo juicio
de Dios he sido JUZGADO”.
Y vuelve a caer. El
terror del auditorio llega a su colmo: dos médicos justifican de nuevo la
muerte; el cadáver estaba frío, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se
aplazó el Oficio para el día siguiente.
Las autoridades
eclesiásticas no sabían que resolver. Unos decían:
“Es un condenado; es indigno de las oraciones
de la Iglesia”.
Decían otros:
“No,
todo esto es sin duda espantoso; pero al fin ¿no seremos todos acusados primero
y después juzgados por justo juicio de Dios?”
El Obispo fue de este parecer, y al siguiente
día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose
presentes, como en la víspera, Bruno y sus compañeros. Toda la Universidad,
todo París había acudido a la iglesia de Nuestra Señora. Vuelve, pues, a
empezarse el Oficio. A la misma lección: “Respóndeme”, el cuerpo del doctor
Raymond se levanta de su asiento, y con un acento indescriptible que hiela de
espanto a todos los concurrentes, exclama:
“Por justo juicio de Dios he sido CONDENADO” y volvió a caer inmóvil.
Esta vez no quedaba duda alguna: el terrible
prodigio, justificado hasta la evidencia, no admitía réplica. Por orden del
Obispo y del Capítulo, previa sesión, se despojó al cadáver de las insignias de
sus dignidades, y fue llevado al muladar 2 de Montfaucon.
Al salir de la gran sala de la Cancillería,
Bruno, que contaría entonces cerca de cuarenta y cinco años de edad, se decidió
irrevocablemente a dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las
soledades de la Gran Cartuja, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese
asegurar su salvación, y prepararse así despacio para los justos juicios de
Dios.
Verdaderamente, he aquí un condenado que
“volvía del infierno” no para salir de él, sino para dar de él irrecusable testimonio.
1 Cuarta lectura de Maitines del Oficio de
difuntos: Job, 13,22-28
2 Muladar: sitio donde se vacía el estiércol o
basura.
EL INFIERNO
Monseñor De Ségur
SI LO HAY – QUÉ ES –
MODO DE EVITARLO
Paris, 1875