Es lo que no tiene fin. Es un mar sin riberas. Es un espacio sin
término. Un momento que nunca pasa. Bajada a un abismo sin fondo. Noche sin
nuevo día. Circunferencia que no se sabe dónde comienza y acaba. Reloj que sólo
señala esta hora: siempre.
¿Cuántos siglos tiene toda la eternidad? Todos. Pongamos el número mayor
de siglos que pueda concebirse. ¿Ha pasado ya el primer instante de la
eternidad? No, porque queda ella toda tan entera como antes.
Si un condenado derramase cada cien años una lágrima, ¿cuántos siglos
habrían de pasar hasta que sus lágrimas igualasen las aguas del océano?
Si todo el espacio fuese de papel y en él se escribiera la unidad
seguida de tantos ceros como caben en todo el cielo, ¿cuándo acabarían de pasar
los siglos representados por ese número?
Si hubiese un monte que llegara hasta las estrellas y un ángel quitara
un granito cada mil años, ¿cuándo acabaría de desaparecer ese monte?
Pues cuando todos esos siglos hubieran pasado, la eternidad no sólo no
habría terminado, sino ni siquiera comenzado.
Todo es mudable en la vida: sus penas se acaban, se alivian o acaban con
quienes las padecen. En el infierno serán sin alivio sin fin.
¡Qué despecho será para el condenado viendo que se acabaron las llamas
de San Lorenzo, la cruz de San Andrés, los ayunos de San Hilarión, las
disciplinas de Santo Domingo, y que sus propias penas ni se pasan, ni tienen
esperanza de que se acaben. Padezcamos ahora para gozar eternamente.
¿Qué será nuestra vida de cincuenta, sesenta, ochenta años, comparada
con la eternidad?
Por un instante que duró el pecado de los ángeles tienen ahora una
eternidad de condenación.
De la misma manera, pasada la vida pecadora del hombre le parecerá un
relámpago comparada con la eternidad.
Repitamos muchas veces ¡siempre! ¡Jamás! Siempre durará el infierno;
jamás se acabará. Siempre será el condenado odiado de Dios; jamás le perdonará.
Siempre blasfemará de la Virgen Santísima; jamás será mirado con misericordia
por Ella. Siempre tendrá los demonios por señores; jamás se verá libre de su
yugo. Siempre sentirá que le roe las entrañas su mala conciencia. Jamás tendrá
un instante de paz en su espíritu.
¡Oh, si los hombres pensaran estas verdades! No quieren…
Tengamos con ellos la inmensa caridad de hacerlos pensar; aunque no
quieran.
Ignacianas
Angel Anaya S.J.