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viernes, 29 de diciembre de 2017

VANIDAD DE LA VIDA LARGA


  “El tiempo que vivió Adán fue de novecientos y treinta años, y murió.
  Todos los días de Set vinieron a ser novecientos y doce años, y murió.
  Y todos los días de Enós fueron novecientos y cinco años, y murió.
  Todos los días de Matusalén fueron novecientos y sesenta y nueve años, y murió”.
  Cincuenta años que han de pasar parecen inacabables.
  Pero cincuenta años, cien años, novecientos años, pasados, parecen un instante.
  Echemos cada uno de nosotros una ojeada a nuestra vida. Hemos vivido veinte, cincuenta, sesenta años. ¿Cómo se nos han pasado? Como un sueño.
  La prosperidad, la adversidad, las alegrías, el dolor, todo parece soñado.
  El Libro de la Sabiduría dice de los pecadores condenados: “¿De qué nos ha servido la soberbia? O ¿qué provecho nos ha traído la vana ostentación de nuestras riquezas? Pasaron como sombras todas aquellas cosas”.
  La eternidad es vivir siempre, siempre, siempre.
  No tantos siglos como átomos tiene el mundo, sino siempre, siempre, siempre.
  ¿Qué es nuestra vida al lado de eso? No una gota comparada con el mar, no un granito de arena comparado con toda la tierra.
  Nuestra vida es infinitamente menos: nada, nada, nada.
  ¿Qué son las penas de una vida larga, comparada con la eternidad de las penas del infierno? Nada.
  ¿Qué son nuestras alegrías comparadas con la felicidad eterna del Cielo? Nada.
  Nuestra vida presente comparada con la eternidad es como una burbuja que revienta y de ella no queda nada.
  ¿Por qué es vana la vida larga? Porque todo lo que pasa es despreciable.
  Porque el hombre nunca se sacia de vivir.
  Porque el futuro es incógnito y no sabemos si nos traerá el bien o el mal.
  Porque la vida larga aumenta nuestros pecados y responsabilidades.
  Porque la vida larga está llena de peligros y tentaciones.
  Porque la vida es un valle de lágrimas.
 Porque muchos que murieron pronto estarán en el cielo por eso. Doloroso es para una madre ver a su niño pequeñito muerto entre sus brazos; pero está en el cielo, y, de vivir mucho, tal vez se hubiera condenado.
  Porque la vida no es sino una guerra continuada, como dice Job.
 Danos, pues, Dios nuestro, una vida santa, con los años que Tú quieras, con los que Tú veas son convenientes para nuestra santificación.

  Ignacianas
  Angel Anaya, S.J.