Meditación sobre la falsa
confianza
(Tomado del Año Cristiano mes de
Junio)
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: El que os oye a vosotros,
me oye a Mí, y el que a vosotros os desprecia,
me desprecia a Mí. Y el que me desprecia a Mí, desprecia al que me envió.
Los setenta y dos pues, volvieron con alegría, diciendo: Señor, hasta los
demonios se nos sujetan en tu nombre. Y Él les dijo: Yo veía a Satanás caer del
cielo como un rayo. He aquí que yo os he dado potestad de andar sobre serpientes
y escorpiones, y de superar toda la fuerza del enemigo, y nada os dañará. Sin embargo, no os alegréis por esto, porque
los espíritus se os sujeten; sino alegraos, porque vuestros nombres están
escritos en los cielos”.
Considera qué tan pernicioso es tener poca confianza, como tener
demasiada. La primera es desconfianza, la segunda presunción: aquella nace de
una culpable pusilanimidad, esta de un orgullo que mira a Dios con horror. La
verdadera confianza se funda en la bondad infinita de Dios, en su poder, y en
la dignación con que quiere le consideremos como nuestro padre. Esta es aquella
confianza que acredita nuestra fe, y nos
pide continuamente el Señor como condición indispensable para oír nuestras oraciones, bajo la cual no nos
negará cosa que le pidamos. Pero hay otra confianza presuntuosa, otra confianza
falsa, que no merece el nombre de esta virtud, y consiste en cierta opinión
demasiadamente ventajosa que tiene el hombre de sí mismo, en una esperanza
fundada en cierta virtud imaginaria que se atribuye a sí propio y no a las
especiales gracias con que el Señor nos ha querido favorecer; confianza que
fácilmente se conoce cuánto engaña y cuánto precipita. Cuéntase mucho con las
máximas piadosas que se tienen frecuentemente en los labios; cuéntase con
cierta como virtud de costumbre, de que nos lisonjea nuestro amor propio;
cuéntase con una especie de ciega seguridad, que siempre es hija de una necia
confianza. Aunque no hubiera otro pecado que esta vana opinión que tiene uno de
sí mismo, bastaría para que delante de Dios fuese muy reprensible.
¿Quién puede presumir racionalmente de su fidelidad, ni, mucho menos, de
su perseverancia en las ocasiones más frecuentes y comunes? Se han visto caer las más robustas columnas
de la Iglesia, que la sirvieron de apoyo por algún tiempo; viéronse precipitar
y se vieron eclipsar los más brillantes astros que por muchos años fueron luz,
farol y guía de los fieles: un Salomón, a quien dotó Dios de tan portentosa
sabiduría, se precipitó en los mayores excesos; un apóstol del mismo
Jesucristo, llamado al apostolado por el Señor, instruido en su divina escuela,
paró en ser un alevoso traidor. Desbarraron en errores, y se extraviaron en
descaminos muchos que hicieron milagros. Y, después de esto, ¿habrá todavía quien fie mucho de su aparente
fervor, y de una virtud inconstante mientras está expuesto a las tentaciones de
esta vida?
¡Ah, Señor! Que esta falsa confianza bastaría ella sola para
precipitarnos en funestas caídas y en desacertados desvaríos dentro de los
caminos mismos de la perfección.
Considera que no es menos falsa, ni menos insuficiente la confianza
fundada en los favores recibidos del Señor, si no la acompaña siempre una muy
santa desconfianza de sí mismo; y si, exponiéndose a las ocasiones más
peligrosas, se presume imprudentemente en auxilios extraordinarios, que siempre
niega Dios a los orgullosos, y solamente
los concede a las almas verdaderamente humildes.
Reflexiona sobre la respuesta que dio a sus discípulos, cuando tanto se
gloriaban del poder que les había dado para lanzar los demonios. Mirad, les dijo, que Yo vi caer a Satanás como un rayo precipitado del cielo. Fue lo
mismo que decirles: Guardaos bien de envaneceros por las gracias que habéis
recibido de mi poderosa mano; mayores había Yo concedido a aquellos espíritus
puros que componían mi corte; los enriquecí con dones más excelentes, y los
escogí para hacerlos las criaturas más nobles que habían salido del seno de mi
poder; ocupaban en el cielo las primeras sillas; pero su orgullo y su
presunción los precipitaron en los abismos. Cuanto mayores gracias se han
recibido de la mano del Señor, mayor cuenta se ha de dar a su justicia; a los
favores más señalados corresponden mayores obligaciones de agradecimiento y de fidelidad.
Trabajad en el negocio de vuestra salvación con temor y temblor, dice el
Apóstol. No te fíes mucho de esa inocencia de costumbre, de esa constante
devoción; es una flor que el aire la marchita; es un cristal que el menor soplo
le empaña, un golpe de viento echa muchas veces a pique los más fuertes navíos;
basta un soplo para apagar el hacha más luminosa. ¡Buen Dios, cuántos perecen
por una falsa seguridad!
Las pasiones nunca se doman enteramente, ni al enemigo de la salvación
se le vence jamás por medio de la complacencia. Todo aquel que se descuida, es
hombre perdido. Cuando el Salvador recomienda tanto el velar y orar, no habla
precisamente con los pecadores de profesión; dirigió estas palabras a los tres
Apóstoles más favorecidos suyos. ¿Te expones a los mayores peligros de pecar,
sin miedo de precipitarte, porque fuiste fiel hasta ahora? ¡Qué ilusión, qué
confianza tan mal fundada! David había salido victorioso de muchos combates,
había hecho grandes progresos en la virtud, y David, aquel hombre según el corazón de Dios, luego que no desconfió de su
flaqueza, cayó en los pecados más enormes. Apenas hay tentación más digna de
temerse que la falsa confianza. Basta un solo pecado para perder en un momento
todos los méritos de la vida más santa y más penitente. Después que hagáis hecho todo cuanto os he mandado (dice
Jesucristo), decid: Siervos inútiles
somos. Bienaventurado aquel que desconfía siempre de sí, y anda siempre
temeroso.
¡Ah, Señor, y cuánto tengo
de que acusarme en este punto! Mis frecuentes caídas, ¿no han sido efecto de mi
demasiada confianza, o, por mejor decir, de mi necia presunción? En vuestra
sola gracia debo esperar, mi Dios y en Vos solo coloco toda mi confianza; Vos
solo sois toda mi esperanza y toda mi fortaleza; en mí no hay más que miseria,
y nunca perderé de vista mi pobreza y mi nada.
Bienaventurado aquel que siempre
vive temeroso y desconfiado de sí mismo. (Prov. XXVIII, v.14).