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miércoles, 16 de julio de 2014

VIDA DE SAN BENITO POR SAN GREGORIO MAGNO (5a PARTE)



CAPITULO XVII

PROFECÍA SOBRE LA DESTRUCCIÓN DE SU MONASTERIO
GREGORIO 

Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, había sido convertido por las exhortaciones del abad Benito, quien por su vida ejemplar le tenía gran confianza y familiaridad. Un día entró Teoprobo en su
celda y le encontró llorando amargamente, Esperó largo rato, pero al ver que no cesaban sus lágrimas y que el hombre de Dios no lloraba como en la oración, sino por alguna congoja, preguntóle la causa de tanto llanto. A lo que respondió enseguida el hombre de Dios: "Todo este monasterio que he construido y todas estas cosas que he preparado para los monjes, por disposición de Dios todopoderoso, serán entregadas a los bárbaros. Sólo a duras penas he podido alcanzar que se me concedieran las vidas de los monjes".
Este oráculo, que entonces oyó Teoprobo, nosotros lo vemos cumplido, pues sabemos que su monasterio ha sido destruido por las hordas de los lombardos.

En efecto, no ha muchos años, una noche, mientras los monjes dormían, entraron allí los lombardos y lo saquearon todo, pero no pudieron apresar ni un solo monje. Así Dios todopoderoso cumplió lo que había prometido a su fiel siervo Benito: que aunque entregaría los bienes a los bárbaros, salvaría empero la vida de
los monjes. Y en esto veo que a Benito le sucedió lo mismo que a san Pablo, el cual vio cómo su navío perdía todo lo que llevaba, pero salvó, para consuelo suyo, la vida de todos los que iban con él (Hch 27).


CAPÍTULO XVIII
DE UN FRASCO ESCONDIDO Y DESCUBIERTO EN ESPÍRITU

En otra ocasión, nuestro Exhilarato, a quien conociste después de su conversión, fue enviado por su amo al hombre de Dios para que llevara al monasterio dos vasijas de madera -llamadas vulgarmente frascos-, llenas de vino. Fue y presentó sólo una; la otra la escondió en el camino. Pero el hombre de Dios, a quien no podía ocultársele lo que se hacía en su ausencia, recibióla dándole las gracias, pero al ir a marcharse el criado le avisó diciendo: "Mira, hijo, no bebas ya de aquel frasco que escondiste. Inclínalo con cuidado y verás lo que
hay en él". El criado salió muy confuso de la presencia del hombre de Dios, pero a su regreso quiso comprobar lo que le había dicho. Inclinó el frasco y al punto salió de él una serpiente. Entonces el joven Exhilarato, viendo lo que había encontrado en el vino, se avergonzó de la falta cometida.

CAPÍTULO XIX
DE LOS PAÑUELOS ACEPTADOS POR UN MONJE

No lejos del monasterio había una aldea, de la cual una gran mayoría de sus habitantes había sido convertida del culto de los ídolos a la fe en Dios, por la predicación de Benito. Había también allí unas mujeres consagradas a Dios, a las cuales el siervo de Dios procuraba enviarles con frecuencia algunos de sus monjes para atenderlas espiritualmente. Un día, según su costumbre, envió a uno de ellos. Acabada la plática, el monje que había sido enviado aceptó, instado por aquellas santas mujeres, unos pañuelos y los escondió en su pecho. Luego que hubo regresado al monasterio
empezó el hombre de Dios a reprenderle con grandísima acrimonia diciéndole: "¿Cómo ha penetrado la iniquidad en tu pecho?". Quedó aquél estupefacto, pues no acordándose de lo que había hecho, tampoco atinaba a comprender por qué le reprendía. Entonces Benito le dijo: "¿Acaso no estaba yo presente cuando recibiste de las siervas de Dios los pañuelos y los guardaste en tu pecho?". Al oír esto, se echó a sus pies, dio satisfacción por haber obrado tan neciamente y arrojó los pañuelos que había escondido en su pecho.

CAPÍTULO XX

DEL PENSAMIENTO DE SOBERBIA DE UN MONJE, CONOCIDO EN ESPÍRITU

Fin otra ocasión, mientras el venerable abad tomaba su alimento hacia el atardecer, cierto monje, hijo de un abogado, le sostenía la lámpara delante de la mesa. Y mientras el hombre de Dios comía y
él le alumbraba, comenzó a pensar y decir secretamente en su interior: "¿Quién es éste para que yo tenga que servirle y sostenerle la lámpara mientras come? ¿Y siendo yo quien soy, he de servirle?".
Al punto, dirigiéndose a él el hombre de Dios, comenzó a increparle ásperamente, diciéndole:
"¡Santigua tu corazón, hermano! ¿Qué es lo que estás pensando? ¡Santigua tu corazón!".

Inmediatamente llamó a los monjes, mandó que le quitasen la lámpara de sus manos, y a él le ordenó que cesara en su servicio y se sentara. Preguntado luego por los monjes qué es lo que había
pensado, les contó prolijamente cómo se había envanecido por espíritu de soberbia y lo que había dicho interiormente en su pensamiento contra el hombre de Dios. Con esto, todos vieron claramente que nada podía ocultarse al venerable Benito, pues había percibido hasta un simple discurso mental.

CAPÍTULO XXI

DE DOSCIENTOS MODIOS DE HARINA HALLADOS DELANTE DEL MONASTERIO EN TIEMPO DE CARESTÍA

En otra ocasión, sobrevino en la región de la Campania una gran hambre que afligía a todo el mundo por la falta de alimentos. Empezaba también ya a escasear el trigo en el monasterio de Benito y se habían consumido casi todos los panes, de tal manera que a la hora de la refección de los monjes sólo pudieron hallarse cinco. Viéndolos el venerable abad contristados, trató primero de corregir con suave reprensión su pusilanimidad y luego de animarlos con esta promesa, diciendo: "¿Por qué está triste vuestro corazón por la falta de pan? Hoy ciertamente hay poco, pero mañana lo tendréis en abundancia". Al día siguiente encontraron delante de la puerta del monasterio doscientos modios de harina metido en sacos, sin que hasta el día de hoy se haya podido saber, de quién se valió Dios
todopoderoso para llevarlos allí. Viendo esto, los monjes alabaron a Dios y aprendieron a no dudar más de la abundancia, aun en tiempo de escasez.

PEDRO.- Dime, por favor, si este siervo de Dios tenía siempre espíritu de profecía o si este espíritu invadía su alma sólo de vez en cuando.

GREGORIO.- El espíritu de profecía, Pedro, no está continuamente inspirando la mente de los profetas, porque si el Espíritu Santo, según está escrito, inspira donde quiere (Jn 3,8), también has de
saber que inspira cuando quiere. Por eso, preguntado el profeta Natán por el rey David, si podía construir el templo, primeramente le dijo que sí y luego que no (2Sam 7,17). Y por lo mismo, cuando el profeta Eliseo vio llorar a la mujer sunamita, sin conocer la causa de su llanto, dijo al criado que la impedía acercarse: Déjala, porque su alma está llena de amargura y el Señor me lo ha ocultado y no me lo ha revelado (2Re 4,27). Dios todopoderoso actúa así por disposición de su soberana bondad, porque unas veces da el espíritu de profecía y otras lo retira, eleva las almas de los profetas a las alturas y al mismo tiempo las mantiene en la humildad, para que vean lo que son por la gracia de Dios, cuando reciben este espíritu, y lo que son por sí mismos, cuando les falta.

PEDRO.- Que es así como dices, lo manifiesta tu mismo razonamiento. Pero cuéntame por favor, todo lo que sepas del venerable abad Benito.

CAPÍTULO XXII

CÓMO EN UNA VISIÓN TRAZÓ EL PLANO DEL MONASTERIO DE TERRACINA

GREGORIO.- En otra ocasión, cierto varón piadoso le rogó que enviase algunos de sus discípulos para fundar un monasterio en una posesión suya, junto a la ciudad de Terracina. Accedió Benito a su demanda; designó a los monjes que habían de ir y nombróles abad y prior. A1 despedirlos les prometió: "Id y tal día iré yo y os mostraré dónde debéis edificar el oratorio, el refectorio de los monjes, la hospedería y todo lo demás". Recibida la bendición, partieron en seguida. Esperaron con ansia el día señalado y prepararon todo lo necesario para los que habían de venir en compañía del santo abad. Pero la noche anterior al día convenido, antes de que amaneciera, el hombre de Dios se apareció en sueños al que había constituido abad y a su prior y les fue señalando minuciosamente cada uno de los lugares donde había de edificarse algo. Al levantarse de la cama, refiriéronse mutuamente lo que habían visto en sueños, pero no dieron crédito a la visión y así esperaron a que viniera el siervo de Dios, tal como se lo había prometido. Mas viendo que no había comparecido el día señalado, fueron a él y le dijeron llenos de tristeza: "Padre, esparábamos que vinieras, tal como nos lo habías prometido, y nos indicaras lo que habíamos de edificar, pero no compareciste". Él les respondió: "Hermanos, ¿cómo decís esto? ¿Acaso no vine según había prometido?". Contestáronle:

"¿Cuándo viniste?". Él respondió: "Cuando me aparecí a los dos mientras dormíais y os señalé cada uno de los lugares. Id, pues, y según lo oísteis en la visión, construid todos los edificios del
monasterio". Al oír esto, quedaron estupefactos; regresaron al predio susodicho y construyeron todas las dependencias según las instrucciones recibidas en la visión.

PEDRO.- Desearía que me explicaras, cómo pudo ir tan lejos, dar la respuesta a unos que dormían y éstos reconocerle y oírle en la visión.

GREGORIO.- ¿Por qué, Pedro, porfías en querer averiguar el hecho con tanta prolijidad? Es evidente que el espíritu es de naturaleza más sutil que el cuerpo. Por otra parte, sabemos con absoluta certeza, por el testimonio de la Escritura, que el profeta Habacuc fue arrebatado y transportado en un instante de Judea a Caldea con la comida. Y después de dar de comer al profeta Daniel se halló de nuevo súbitamente en Judea (Dn 17,32-39). Si, pues, Habacuc pudo en un instante ir corporalmente tan lejos a llevar la comida, no es de maravillar que al abad Benito le fuera concedido ir espiritualmente y decir lo necesario a los espíritus de aquellos monjes que estaban durmiendo. Pues así como aquél fue corporalmente para llevar el alimento corporal, éste fue
espiritualmente para llevarles una instrucción de tipo espiritual.

PEDRO.- Confieso que la claridad de tus palabras ha hecho desaparecer en mí toda duda, pero quisiera saber cómo era el modo habitual de hablar de este santo varón.

CAPÍTULO XXIII

DE UNAS RELIGIOSAS QUE DESPUÉS DE SU MUERTE FUERON READMITIDAS A LA COMUNIÓN ECLESIAL, MERCED A UNA OBLACIÓN SUYA

GREGORIO.- Su lenguaje habitual, Pedro, no estaba desprovisto tampoco de poder sobrenatural, porque no podían caer en el vacío las palabras de la boca de aquel, cuyo corazón estaba suspendido
en las cosas celestiales. Y si alguna vez decía algo, no ya ordenando sino amenazando, su palabra tenía tanta fuerza, que parecía que la hubiese proferido no con duda o vacilación, sino como una
sentencia. En efecto, no lejos del monasterio vivían consagradas a Dios en su propia casa dos mujeres de noble linaje, a quienes cierto piadoso varón cuidaba de proveerles de todo lo necesario para su sustento. Pero en algunos, la nobleza de linaje suele engendrar vulgaridad de espíritu, puesto que los que recuerdan haber sido algo más que los demás, se desprecian menos en este mundo. Así,
las citadas religiosas no habían domeñado perfectamente su lengua, ni siquiera bajo el freno de su hábito religioso, y frecuentemente con palabras injuriosas provocaban a ira a aquel piadoso varón, que les suministraba lo necesario para vivir. Éste, después de aguantar por largo tiempo sus ofensas, se dirigió al hombre de Dios y le contó las grandes afrentas que de palabra tenía que sufrir. El hombre de Dios, después de oír de ellas semejantes cosas, les mandó a decir: "Refrenad vuestra lengua, porque si no lo hacéis os excomulgaré". -Sentencia de excomunión que de hecho no lanzó, pues sólo amenazó con ella-. A pesar del aviso, ellas no corrigieron en nada su conducta. A los pocos días murieron y fueron sepultadas en la iglesia. Pero cuando se celebraba en ella el sacrificio de la misa y el diácono decía, según se acostumbra, en voz alta: "Si alguno está excomulgado salga de la iglesia", su nodriza, que solía ofrecer por ellas la oblación al Señor, las veía salir de sus sepulcros y abandonar la iglesia. Después de comprobar repetidas veces que a la voz del diácono salían fuera de la iglesia y no podían permanecer en ella, recordó lo que el hombre de Dios les había mandado estando aún vivas, a saber: que las privaría de la comunión eclesial si no enmendaban su conducta y sus palabras. Entonces, sumamente apenada, comunicó el caso al siervo de Dios, el cual
entregó por su propia mano una oblación, diciendo: "Id y haced ofrecer por ellas esta oblación al Señor y en adelante ya no estarán excomulgadas". Mientras se inmolaba la oblación presentada por
ellas, el diácono, como de costumbre, dijo que salieran de la iglesia los excomulgados, pero en adelante no se las vio salir más del templo. Con lo que quedó de manifiesto que al no retirarse con los excomulgados, era porque habían sido recibidas a la comunión del Señor, gracias a su siervo Benito.

PEDRO.- Realmente, me admira que un hombre por más venerable y santo que fuera, viviendo aún en carne mortal, pudiera absolver a unas almas que estaban ya ante el invisible tribunal de Dios.

GREGORIO.- Pero, ¿es que no vivía en carne mortal el apóstol san Pedro, cuando oyó de la boca del Señor: Todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos y todo lo que desatares en la tierra
será desatado en el cielo? (Mt 16,1). Este poder de atar y desatar lo tienen ahora aquellos que gobiernan santamente, por su fe y sus buenas costumbres. Pero, para que el hombre terreno pudiera hacer tales cosas, el Creador de cielos y tierra bajó del cielo, y para que la carne pudiera juzgar incluso a los espíritus, Dios hecho carne por los hombres se dignó concederle esto: que su debilidad se elevara sobre sí misma, porque la fortaleza de Dios se había debilitado por debajo de sí misma.

PEDRO.- El razonamiento de tus palabras concuerda perfectamente con el poder de sus milagros.

CAPÍTULO XXIV
DE UN MONJE JOVEN A QUIEN ARROJÓ LA TIERRA DEL SEPULCRO

GREGORIO.- Un día, cierto monje joven, que amaba a sus padres más de lo conveniente, se marchó a su casa, saliendo del monasterio sin pedir la bendición. El mismo día, en llegando a su
casa murió y le sepultaron. Pero al día siguiente hallaron su cuerpo fuera de la fosa. De nuevo volvieron a enterrarle, pero al día siguiente lo hallaron otra vez fuera de la tumba. Entonces corrieron a los pies del abad Benito, pidiéndole entre sollozos que se dignara concederles su favor.

Al punto, dióles el hombre de Dios por su propia mano la comunión del Cuerpo del Señor, diciéndoles: "Id y poned sobre su pecho esta partícula del Cuerpo del Señor y sepultadlo con ella".

Hiciéronlo así y la tierra retuvo el cuerpo, sin volver a arrojarlo más.
¿Ves, Pedro, qué méritos no tendría este hombre delante de nuestro Señor Jesucristo, que hasta la tierra arrojaba de sí el cuerpo de aquel que no tenía el favor de Benito?

PEDRO.- Lo veo perfectamente y ello me llena de asombro.

CAPÍTULO XXV
DEL MONJE QUE AL MARCHARSE DEL MONASTERIO CONTRA LA VOLUNTAD DE BENITO LE SALlÓ AL ENCUENTRO UN DRAGÓN QUE QUERÍA DEVORARLE

GREGORIO.- Un monje suyo, proclive a la inconstancia, no quería perseverar en el monasterio. Y aunque el hombre de Dios le corregía asiduamente y le amonestaba con frecuencia, de ningún modo quería permanecer más en la comunidad y se empeñaba con importunos ruegos a que le dejara marchar. Un día, cansado ya el venerable abad de tanta impertinencia, le mandó airado que se fuese.
No bien hubo abandonado el monasterio, cuando le salió al encuentro un dragón, que abriendo sus fauces contra él amenazaba con devorarle. Entonces, tembloroso y jadeante empezó a gritar con
fuerte voz: "¡Corred, corred, que este dragón quiere devorarme!". Acudieron rápidamente los monjes; no vieron al dragón, pero condujeron al monasterio al monje, despavorido y tembloroso, quien en seguida hizo promesa de no abandonar jamás el monasterio. Y desde aquel momento permaneció constante en su promesa, gracias a que por las oraciones del santo varón había podido ver a aquel dragón que quería devorarle y al que antes seguía sin ver.

CAPÍTULO XXVI

UN CASO DE ELEFANTIASIS CURADO

Tampoco debo callar lo que me contó el ilustre Antonio: que un esclavo de su padre fue atacado de una elefantiasis tan grave, que se le entumecía la piel y se le caía el cabello, sin poder ocultar la podredumbre que avanzaba por momentos. Enviado por su padre al hombre de Dios, instantáneamente recuperó la salud perdida.

CAPÍTULO XXVII

DE UNOS SUELDOS DEVUELTOS MILAGROSAMENTE AL DEUDOR

Asimismo, no puedo callar tampoco lo que su discípulo Peregrino solía contar: que en cierta ocasión un fiel cristiano, apremiado por la obligación de saldar una deuda, creyó que sólo hallaría remedio si
acudía al hombre de Dios y le exponía la necesidad que tenía de pagarla.

Fue, pues, al monasterio halló al siervo de Dios omnipotente y le explicó cómo su acreedor le afligía gravísimamente por doce sueldos que le debía. El venerable abad le respondió que no tenía doce sueldos, pero después de consolarle de su pobreza con suaves palabras, le dijo: "Ve y vuelve dentro de dos días, porque no tengo hoy lo que quisiera darte".

Durante estos dos días, Benito, según su costumbre, estuvo ocupado en la oración. Cuando al tercer día volvió aquel hombre afligido por la deuda, se encontraron inesperadamente trece sueldos sobre un arca del monasterio que estaba llena de trigo. Mandó traerlos el hombre de Dios y entregarlos al afligido demandante, diciéndole que pagara los doce sueldos y se reservara el sobrante para sus propias necesidades.
Pero volvamos ahora a lo que supe por referencias de los discípulos, de quienes hice mención en el exordio de este libro.
Un hombre tenía una grandísima envidia de su enemigo y a tal punto llegó su odio, que ocultamente vertió veneno en su bebida. El veneno no llegó a quitarle la vida, pero de tal manera hizo mudar el
color de su piel, que aparecieron esparcidas por todo el cuerpo unas manchas semejantes a las de la lepra. Fue enviado al hombre de Dios y recobró inmediatamente la salud perdida. Pues con sólo tocarle el santo desaparecieron al punto las manchas de su piel.

CAPITULO XXVIII

DE UNA AMPOLLA DE CRISTAL ARROJADA A UNAS ROCAS, QUE NO SE ROMPIÓ

En aquel tiempo en que el hambre afligía gravemente la región de la Campania, el hombre de Dios distribuyó entre los pobres cuanto había en el monasterio, hasta el punto de no quedar apenas nada en la despensa, fuera de un poco de aceite en una vasija de cristal. Llegó al monasterio un subdiácono, por nombre Agapito, pidiendo con insistencia que le diesen un poco de aceite. El hombre de Dios, que se había propuesto darlo todo en la tierra para encontrarlo todo en el cielo, ordenó dar al demandante aquel poco de aceite que quedaba. Pero el monje encargado de la despensa, aunque oyó perfectamente la orden, hizo oídos sordos a la misma. Poco después, preguntó el abad si había dado lo que le había mandado. Respondió que no había dado el aceite, porque de haberlo hecho no habría quedado nada para los monjes. Airado entonces el santo, mandó a otros monjes que arrojasen por la ventana aquella vasija de cristal que contenía un poco de aceite, para que en el monasterio no se guardara nada contra la obediencia. Así se hizo. Debajo de la ventana había un gran precipicio erizado de enormes rocas. Arrojada, pues, la vasija de cristal, cayó sobre las rocas, pero permaneció tan sana como si no la hubieran lanzado; de tal manera que ni se rompió ni se derramó el aceite. Entonces el hombre de Dios mandó subirla y entera como estaba entregarla al subdiácono. Luego reunió a la comunidad y en su presencia reprendió al monje desobediente por su soberbia y poca fe.