Aclaración conveniente: esta recopilación de Encíclicas sobre la masonería fueron hechas por Monseñor Lefebvre; los párrafos subrayados en negrita y bastardilla son propiamente los textos de las Encíclicas, lo demás son los comentarios de Monseñor Lefebvre a dichas Encíclicas. Al finalizar el texto anexaremos algunas fotos de saludos masónicos tan populares aún, por desgracia, entre los prelados de Iglesia incluyendo a los Papas posteriores a S.S. Pio XII. Espero aprovechen lectura tan instructiva y muy necesaria en nuestros tiempos, vuestro servidor Arturo Vargas Meza Pbro.
Encíclica Quo graviora
Del Papa León XII
Sobre la Masonería
(13 de marzo de 1826)
La encíclica Quo graviora, publicada por el
Papa León XII el 13 de marzo de 1826 y que trata sobre la Masonería, tiene la
particularidad de contener el texto completo de los documentos publicados por
los Papas precedentes, principalmente la carta de Clemente XII (1738), la de
Benedicto XIV (1751) y la de Pío VII (1821), con lo que vemos que desde 1738,
es decir, desde hacía ya un siglo, los Papas ya habían denunciado las
sociedades secretas y lo siguieron haciendo después de León XII.
Este Papa quiso volver a poner estos textos ante los
ojos de los obispos y fieles porque, por des-gracia, no se había hecho bastante
caso a las advertencias que contenían y estas sociedades se des-arrollaban cada
día más.
Quo graviora empieza
así:
«Cuanto más graves son los males que aquejan a la grey
de Jesucristo nuestro Dios y Salvador, tanto más deben cuidar de librarla de
ellos los Pontífices romanos, a quienes, en la persona de Pedro príncipe de los
Apóstoles, se confió la solicitud y el poder de apacentarla».
Recuerda, pues, la principal obligación que tiene el
Papa, encargado de conducir el rebaño: señalarle los peligros que le rodean.
«Corresponde pues a los Pontífices, como a los que
están puestos por primeros centinelas para seguridad de la Iglesia, observar
desde más lejos los lazos con que los enemigos del nombre cristiano procuran
exterminar la Iglesia de Jesucristo, a lo que nunca llegarán, e indicar estos
lazos a fin de que los fieles se guarden de ellos y pueda la autoridad
neutralizarlos y aniquilarlos».
Insisto: el Papa no vacila en decir: “¡Esas sectas
amenazan a la Iglesia!”, es decir: “quieren la ruina completa de la Iglesia”. Y
continúa:
«No sólo se encuentra esta solicitud de los Sumos
Pontífices en los antiguos anales de la cristiandad, sino que brilla todavía en
todo lo que en nuestro tiempo y en el de nuestros padres han estado haciendo constantemente
para oponerse a las sectas clandestinas de los culpables, que en contradicción
con Jesucristo, están prontos a toda clase de maldades».
En ese momento introduce la carta de Clemente XII:
«Cuando nuestro predecesor, Clemente XII, vio que echaba
raíces y crecía diariamente la secta llamada de los francmasones, o con
cualquier otro nombre, conoció por muchas razones que era sospechosa y
completamente enemiga de la Iglesia católica, y la condenó con una elocuente
constitución expedida el 28 de abril de 1738, la cual comienza: In eminenti ».
La carta de Clemente XII dice:
«Habiéndonos colocado la Divina Providencia, a pesar
de nuestra indignidad, en la cátedra más elevada del Apostolado, para velar sin
cesar por la seguridad del rebaño que Nos ha sido confiado, hemos dedicado
todos nuestros cuidados, en lo que la ayuda de lo alto Nos ha permitido, y toda
nuestra aplicación ha sido para oponer al vicio y al error una barrera que
detenga su progreso, para conservar especialmente la integridad de la religión
ortodoxa, y para alejar del Universo católico en estos tiempos tan difíciles,
todo lo que pudiera ser para ellos motivo de perturbación».
¡Qué claros y sencillos eran en otro tiempo los Papas!
Decían: “Somos los pastores y tenemos que proteger al
rebaño”. ¿Contra qué? “Contra los errores y contra los vicios; por esto, denunciamos
los vicios y los errores, y proclamamos la verdad del Evangelio”. No podía ser
más claro. Con tales pastores, que no tenían miedo en decir: “¡Cuidado! ¡Evitad
tal o cual cosa! ¡Aquí hay peligro! ¡Seguid la verdad de la Iglesia!, etc.”, se
sentía seguridad. Ahora, después del Papa Juan XXIII, ya no sentimos esto.
Antes de él, en 1950, Pío XII había escrito la Humani generis, una
encíclica fuerte y magnífica contra los errores de los tiempos modernos, pero
desde entonces parece como si ya no hubiera errores o como si en los mismos
errores hubiese elementos de verdad. Con esa porcioncita de verdad aparente, la
gente se traga el error que la recubre y el rebaño se envenena… Volvamos a
Clemente XII:
«Nos hemos enterado, y el rumor público no nos ha permitido ponerlo en
duda, que se han formado, y que se afirmaban de día en día, centros, reuniones,
agrupaciones, agregaciones o conventículos, que bajo el nombre de Liberi Muratori o Francmasones o bajo otra denominación
equivalente, según la diversidad de lengua, en las cuales eran admitidas
indiferentemente personas de todas las religiones, y de todas las sectas, que
con la apariencia exterior de una natural probidad, que allí se exige y se
cumple, han establecido ciertas leyes, ciertos estatutos que las ligan entre
sí, y que, en particular, les obligan bajo las penas más graves, en virtud del
juramento prestado sobre las sagradas Escrituras, a guardar un secreto
inviolable sobre todo cuanto sucede en sus asambleas».
Esta definición es maravillosa. Primeramente son: hombres «de todas las
religiones», con una «apariencia exterior de una natural probidad» —es decir de
filantropía—, haciéndose pasar por amigos del pueblo, del progreso, de la
sociedad… lo mismo que hoy. Entre ellos siempre hay un pacto secreto que les
compromete, bajo penas graves —hasta la muerte, como después se supo— a un
silencio inviolable. Es imposible saber exactamente qué se trama en estas
sociedades; el secreto es absoluto. Los Papas insisten en este hecho: lo que se
realiza de este modo sólo puede ser malo, pues si hicieran cosas buenas no
habría motivos para no hacerlas a la luz del día.
Clemente XII enuncia luego las acusaciones de la Iglesia contra estas
sociedades. En primer lugar, las sospechas que nacen en la mente de los fieles:
«Pero como tal es la naturaleza humana del crimen que se traiciona a sí
mismo, y que las mismas precauciones que toma para ocultarse lo descubren por
el escándalo que no puede contener, esta sociedad y sus asambleas han llegado a
hacerse tan sospechosas a los fieles, que todo hombre de bien las considera hoy
como un signo poco equívoco de perversión para cualquiera que las adopte. Si no
hiciesen nada malo no sentirían ese odio por la luz».
El Papa se apoya en cierta opinión pública: los fieles prudentes y
personas honradas juzgan que algo malo sucede en estas sociedades.
«Por ese motivo, desde hace largo tiempo, estas sociedades han sido
sabiamente proscritas por numerosos príncipes en sus Estados, ya que han
considerado a esta clase de gente como enemigos de la seguridad pública».
En aquel tiempo, por supuesto, los Estados eran católicos y los
príncipes decidieron prohibir las sociedades secretas. Como vemos, el Papa
funda su juicio en lo que sabe a través de personas que están en contacto con
estas sociedades, y así proclama:
«Después de una madura
reflexión sobre los grandes males que se originan habitualmente de esas
asociaciones, siempre perjudiciales para la tranquilidad del Estado y la salud
de las almas, y que, por esta causa, no pueden estar de acuerdo con las leyes
civiles y canónicas; instruidos por otra parte, por la propia palabra de Dios,
que en calidad de servidor prudente y fiel, elegido para gobernar el rebaño del
Señor, debemos estar continuamente alerta contra la gente de esta especie, por
miedo a que, a ejemplo de los ladrones, asalten nuestras casas, y al igual que
los zorros se lancen sobre la viña y siembren por doquier la desolación, es
decir, el temor a que seduzcan a la gente sencilla y hieran secretamente con
sus flechas los corazones de los simples y de los inocentes.
Finalmente, queriendo
detener los avances de esta perversión y prohibir una vía que daría lugar a
dejarse ir impunemente a muchas iniquidades, y por otras varias razones de Nos
conocidas, y que son igualmente justas y razonables; después de haber
deliberado con nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia
romana, y por consejo suyo, así como por nuestra propia iniciativa y
conocimiento cierto, y en toda la plenitud de nuestra potencia apostólica,
hemos resuelto condenar y prohibir, como de hecho condenamos y prohibimos, los
susodichos centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos de francmasones o cualquiera que fuese
el nombre con que se designen, por esta nuestra presente Constitución, valedera
a perpetuidad.
Por todo ello, prohibimos muy expresamente y en virtud de la santa
obediencia, a todos los fieles, sean laicos o clérigos, seculares o regulares…
que entren por cualquier causa y bajo ningún pretexto en tales centros,
reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos antes mencionados, ni
favorecer su progreso, recibirlos u ocultarlos en sus casas, ni tampoco
asociarse a los mismos, ni asistir, ni facilitar sus asambleas, ni
proporcionarles nada, ni ayudarles con consejos, ni prestarles ayuda o favores
en público o en secreto, ni obrar directa o indirectamente por sí mismo o por
otra persona, ni exhortar, solicitar, inducir ni comprometerse con nadie para
hacerse adoptar en estas sociedades, asistir a ellas ni prestarles ninguna
clase de ayuda o fomentarlas; les ordenamos, por el contrario, abstenerse completamente
de estas asociaciones o asambleas, bajo la pena de excomunión…»
Tal es el primer documento. Clemente XII se inquietaba por las acciones
secretas que llevaban a cabo estas sociedades, y por eso excomulgó a los que
asistían a sus reuniones.
Sin embargo, esta carta —podemos decir esta bula— de 1738, no fue
suficiente:
«Muchos decían que no habiendo confirmado expresamente Benedicto XIV las
letras de Clemente XII, muerto pocos años antes, no subsistía ya la pena de
excomunión».
Esto le hizo decir a León XII:
«No parecieron suficientes todas estas precauciones a Benedicto XIV,
también predecesor nuestro de venerable memoria».
Benedicto XIV: luchar contra el indiferentismo
«Era seguramente absurdo pretender que se reducían a nada las leyes de los
Pontífices anteriores, al no ser expresamente aprobadas por los sucesores; por
otra parte era manifiesto que la Constitución de Clemente XII había sido
confirmada por Benedicto XIV diferentes veces. Con todo eso, pensó Benedicto
XIV que debía privar a los sectarios de tal argucia mediante la nueva
Constitución expedida el 18 de mayo de 1751… y que comienza Próvidas».
León XII se refiere a este segundo documento. Primeramente, Benedicto
XIV explica por qué ha juzgado oportuno confirmar el acto de su predecesor:
«Nuestro predecesor, Clemente XII, de gloriosa memoria… en 1738, el
octavo de su Pontificado… ha condenado y prohibido a perpetuidad ciertas
sociedades llamadas comúnmente de los Francmasones…
prohibiendo a todos los fieles de Jesucristo, y a cada uno en particular, bajo
pena de excomunión, que se incurre en el mismo acto y sin otra declaración, de
la cual nadie puede ser absuelto a no ser por el Sumo Pontífice… Pero como se
ha visto, y Nos hemos sabido, que no existe temor de asegurar y publicar que la
mencionada pena de excomunión dada por nuestro predecesor, no tiene ya
vigencia… y como también algunos hombres piadosos y temerosos de Dios Nos han
insinuado que, para quitarle toda clase de subterfugios a los calumniadores y
para poner de manifiesto la uniformidad de Nuestra intención con la voluntad de
Nuestro Predecesor, es necesario acompañar el sufragio de Nuestra confirmación
a la Constitución de Nuestro mencionado predecesor…»
Vemos cómo el Papa confirma con claridad lo que había dicho Clemente
XII, aunque luego da algunas razones suplementarias que hay que estudiar,
puesto que las precisa con mucha claridad. En la primera, repite con fuerza lo
que ya había advertido Clemente XII:
«...que en esta clase de sociedades, se reúnen hombres de todas las
religiones y de toda clase de sectas...»
Y Benedicto XIV añade:
«...de lo que puede resultar evidentemente cualquier clase de males para
la pureza de la religión católica».
Hay que recordar que los Papas han luchado siempre contra el indiferentismo:
el error que consiste que todas las
religiones son buenas, que cada persona puede tener la suya y que no hay que
poner la católica por encima de las demás. Esto contradice a la verdad
católica. Un católico no lo puede aceptar. Por esto los Papas han luchado
siempre contra estas reuniones denominadas “interconfesionales”, sindicatos o
congresos en los que se da la impresión de que todas las religiones son iguales
y que ninguna tiene más valor que las demás. Es algo absolutamente contrario a
nuestra fe.
Hay algunos casos en los que se puede llegar a un acuerdo espontáneo
ante un acontecimiento o una catástrofe, como un terremoto, un maremoto o un
ciclón, en que todo el mundo está en la misma desgracia; o en tiempos de
guerra, etc. En ese caso, ponerse de acuerdo con un grupo de otra religión para
ayudar a los demás, es una acción puntual que no compromete a la fe; es un acto
de caridad y algo perfectamente normal.
Pero es peligroso crear instituciones permanentes, porque no se tienen
los mismos principios.
Yo recuerdo muy bien que tuvimos dificultades parecidas en Camerún. El
gobierno había pro-puesto una ayuda a las escuelas privadas. A algunos les
pareció muy ingenioso decir: “Hay escuelas privadas católicas y protestantes;
unámonos para presentar nuestras exigencias, reclamos y programas, y así
seremos más fuertes”… y resultó que los que, a pesar de los consejos de los
obispos, actuaron así, se dejaron engañar por los protestantes, pues un buen
día estos últimos decidieron que había que aceptar todo lo que proponía el
gobierno, ya sea en los programas o en la implantación de las escuelas, siendo
que había cosas inadmisibles para un católico. Fue algo que casi arruinó a las
escuelas católicas. Se produjo una ruptura y la situación fue peor que antes.
Lo mismo pasa con los sindicatos. Hay una noción verdadera de la
justicia, puesto que la de los que no son católicos sólo es más o menos buena,
y cuando se llega a las discusiones, estos últimos se sienten más bien tentados
a inducir a los obreros a la rebelión. San Pío X tuvo que intervenir, sobre
este tema, ante los sindicatos alemanes, que estaban divididos acerca de la
creación de sindica-tos interconfesionales, y los desaconsejó en una carta en
que, en pocas palabras, les decía a los cató-licos: “Vosotros tenéis principios
que aplicáis en la práctica, pero ellos no tienen principios ni convicciones
claras y los cambian; es imposible trabajar juntos”. Volvamos al razonamiento
de Bene-dicto XIV contra la Masonería:
«La segunda es el estrecho e impenetrable pacto secreto, en virtud del
cual se oculta todo lo que se hace en estos conventículos, por lo cual podemos
aplicar con razón esta sentencia:… las
cosas buenas aman siempre la publicidad; los crímenes se cubren con el secreto».
Esta comprobación está relacionada con la tercera razón, que se refiere
a la aplicación del secreto:
«La tercera es el juramento que ellos hacen de guardar inviolablemente
este secreto como si pudiese serle permitido a cualquiera apoyarse sobre el
pretexto de una promesa o de un juramento, para negarse a declarar si es
interrogado por una autoridad legítima, sobre si lo que se hace en cualesquiera
de esos conventículos, no es algo contra el Estado y las leyes de la Religión o
de los gobernantes».
Hay un secreto y además, después de haberlo jurado, no se puede decir
nada ante la justicia. Eso es algo ilegítimo. Nadie puede comprometerse bajo
juramento a negarse a responder a quienes tienen derecho a preguntar, ni a los
que tienen que saber cosas que repercuten en el ámbito de la seguridad del
Estado e incluso para la existencia de la religión.
Benedicto XIV sigue con la cuarta razón:
«La cuarta es que esas sociedades no son menos contrarias a las leyes
civiles que a las normas canónicas».
Las leyes civiles y canónicas prohíben estos conventículos, asociaciones
y reuniones secretas, de las que no se sabe nada, puesto que todas las
sociedades que se reúnen sin el permiso de la autoridad pública están
prohibidas por el derecho civil y también por el canónico.
«La quinta es que ya en muchos países las dichas sociedades y
agregaciones han sido proscritas y desterradas por las leyes de los príncipes
seculares».
Evidentemente, se podría objetar que los príncipes obran así porque
estas sociedades les estorban —y que eso no quiere decir que siempre sean
malas—, pero el Papa se apoya en los príncipes seculares católicos que creen
que no pueden tolerar estas asociaciones que se esconden y obran en secreto.
Luego da la sexta razón:
«Estas sociedades gozan de mal concepto entre las personas prudentes y
honradas, y alistarse en ellas es ensuciarse con las manchas de la perversión y
la malignidad».
El Papa se apoya en la opinión de personas prudentes y honradas, y luego
insiste, como su predecesor, ante los prelados, obispos, ordinarios del lugar,
superiores eclesiásticos y también ante los príncipes y jefes de Estado para
pedirles que luchen contra esas sociedades secretas.
Este es, pues, el segundo documento de Benedicto XIV. León XII añade una
reflexión: reprocha a los gobiernos y jefes de Estado que no hayan tenido en
cuenta los avisos de los Papas, de modo que las sociedades secretas siguieron
expandiéndose y difundiendo el mal. Citemos:
«Ojalá los gobernantes de
entonces hubiesen tenido en cuenta esos decretos que exigía la salvación de la
Iglesia y del Estado.
Ojalá se hubiesen creído
obligados a reconocer en los romanos Pontífices, sucesores de San Pedro, no
sólo los pastores y jefes de toda la Iglesia, sino también los infatigables
defensores de la dignidad y los diligentes descubridores de los peligros de los
príncipes.
Ojalá hubiesen empleado su
poder en destruir las sectas cuyos pestilenciales designios les había
descubierto la Santa Sede Apostólica. Habrían acabado con ellas desde entonces.
Pero fuese por el fraude de los sectarios, que ocultan con mucho cuidado sus
secretos, fuese por las imprudentes convicciones de algunos soberanos que
pensaron que no había en ello cosa que mereciese su atención ni debiesen
perseguir; no tuvieron temor alguno de las sectas masónicas, y de ahí resultó
que naciera gran número de otras más audaces y más malvadas.
Pareció entonces que en cierto modo, la secta de los Carbonarios las encerraba todas en su
seno. Pasaba ésta por ser la principal en Italia y otros países; estaba
dividida en muchas ramas que solo se diferencian en el nombre, y le dio por
atacar a la religión católica y a toda soberanía legítima».
Como vemos, el Papa no vacila en señalar esta nueva secta, que ataca
abiertamente a la religión católica y autoridad legítima del Estado.
CONTINUARÁ
CONTINUARÁ