Juan
Duarte Martín nació en Yunquera el 17 de marzo de 1912. Sus padres fueron
Juan Duarte Doña y Dolores Martín de la Torre. De este matrimonio nacieron diez
hijos, de los que sobrevivieron seis, Juan era el cuarto de ellos.
Su padre era un labrador autónomo, con bienes suficientes para no
tener que trabajar por cuenta ajena, aunque no para llevar una vida desahogada;
hombre de campo de recia piedad; miembro veterano de la Adoración Nocturna,
como recuerda la insignia expuesta en el chinero de su casa, que mantuvo una
relación muy estrecha con su hijo Juan, desde que era pequeño, y aún más cuando
le comunicó su deseo de ingresar en el Seminario. Era, sin duda, su hijo
preferido, lo cual nunca despertó celos en sus hermanos, pues ellos también le
tenían como el mejor de todos.
Fue bautizado en la parroquia de la Encarnación de Yunquera el 20
de marzo de 1912 de la mano del párroco Don Francisco López Rodríguez, donde
recibió también la Primera Comunión a los ocho años y poco después la
Confirmación por el Obispo y Santo Manuel González. De la recepción de estos
sacramentos no hay partidas, porque el archivo parroquial fue totalmente
destrozado en el año 1936 y las hojas de sus libros sirvieron para envolver los
productos que se adquirían en la iglesia, convertida entonces en economato.
Desde niño, con cinco años, ya se entretenía en su casa haciendo
altares y cuando su padre le preguntaba por qué hacía aquello, él le decía que
eso le gustaba más que estar jugando en la calle. Vecinos de su calle relataron
que en torno a la Semana Santa solía jugar con los niños a montar pequeños
tronos y a hacer procesiones.
Ingresó en el Seminario en el curso 1925-1926, a la edad de trece
años. A decir verdad, fue una decisión que a nadie sorprendió, pues desde muy
pequeño ya mostró su cercanía y su inclinación hacia la Iglesia. Y se sentía
tan firme en su vocación que cuando, ante los insuficientes medios económicos
de la familia, el padre le planteó cómo podrían pagar sus estudios, él sin
vacilar respondió: «No se preocupe, el Señor le va a ayudar».
En el Seminario Juan se sintió perfectamente, pues más que un internado se
encontró una verdadera familia, con un auténtico padre –el rector– y un
excelente director espiritual, el P. Soto.
Juan quería mucho al
Seminario, como permanentemente pudieron constatar sus padres y sus hermanos.
Cuando estaba en el pueblo pasando las vacaciones de verano, contaba los días
que faltaban para el regreso. Y en una ocasión muy señalada, cuando, después de
la quema de iglesias y de conventos en Málaga en mayo del 1931, se planteó la
necesidad de regresar al Seminario y su padre le pidió que aplazara su vuelta
hasta que la situación política se normalizase, Juan
Duarte fue de los valientes que volvieron al
Seminario, dispuestos a emprender aquella nueva etapa, huérfanos de su Obispo
tan querido, D. Manuel González, y con muy escasos recursos económicos, pero
con unos superiores que vivían ya el ideal expresado en aquellos días por el
propio D. Manuel: «Espíritu Santo, concédenos el gozo de servir a la Madre
Iglesia de balde y con todo lo nuestro».
Durante
los años de Seminario, Juan era,
como decía el Padre Soto, «un seminarista ejemplar». Inteligente y estudioso,
fue aprobando siempre con las máximas calificaciones. Reconociendo su
capacidad, en los últimos cursos se le encomendó la tarea de prefecto de los
seminaristas menores, educador de ellos. Era alegre y sencillo, de lo cual
tuvieron constancia los niños del catecismo de la parroquia de la Victoria y
los de Yunquera. De él y de otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz,
también de Yunquera, se decía que en sus vacaciones traían la alegría al
pueblo. Era muy notable su profunda vocación apostólica. Contaba a este
respecto su hermana que Merino le dijo un día: «Cuando sea sacerdote, quiere
irse a las misiones».
El 1 de julio de 1935 recibió el Subdiaconado; de la noche
anterior tenemos una plegaria a la que él alude en una emotiva carta al Obispo
Don Manuel González: «¡Con qué ganas me pongo en brazos de la Iglesia y con qué
ganas le pido al Señor que me quite la vida si no he de servirla con la alegría
que inunda mi alma el día que a ella me entrego!».
Al año siguiente fue ordenado Diácono en la Catedral de Málaga, el 6 de marzo
de 1936.
Cualidades sobresalientes de Duarte eran su arrojo y valentía,
pese a ciertas apariencias de timidez. Prueba de ello es la respuesta que dio a
uno de los principales dirigentes políticos y revolucionarios de su pueblo,
cuando, estando en su casa, preguntó a su hermana Dolores y a su novio por qué
si llevaban 11 años de noviazgo no se casaban o se juntaban, y él,
adelantándose a ellos, respondió: «Se casarán cuando las cosas cambien a
mejor». Así mismo se hizo patente este arrojo cuando, en plena vorágine
revolucionaria, un día pasó junto a la puerta de su casa uno blasfemando y él
quiso salir para abofetearle, o en su empeño de salir por las calles con sotana
hasta el último momento, o de negarse a esconderse en el zulo que le había
preparado su padre, como le pedían con lágrimas en los ojos su madre y sus
hermanas.
Juan Duarte, sin embargo, dudaba de su capacidad para
afrontar el martirio «si llega el momento», como le confesó un día a su amigo
Merino.
A este arrojo y valentía de Duarte bien pueden
llamársele «parresía», esto es, libertad recibida del Espíritu para decir y hacer
lo que él quiere. Su familia y los que le trataron de cerca en aquellos meses
saben que una respuesta que frecuentemente salía de sus labios cuando alguien
le advertía que la situación empeoraba era: «¡El Señor triunfará, el Señor
triunfará!
Quizás ese arrojo o «parresía» fuese la razón
última de por qué no fue martirizado en El Burgo como sus dos compañeros José
Merino Toledo y Miguel Díaz Jiménez, y se lo llevaran a Álora para matarle en
este pueblo, después de una semana de torturas y humillaciones.
Su detención ocurrió
el 7 de noviembre, por la delación de alguien que, tras un registro fallido
llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña ventana para respirar
aire puro después de varias horas, sin luz ni ventilación, en una pequeña pocilga
que le había servido de escondite.
Cuando los milicianos pegaron en la puerta, sólo
se encontraban en casa su madre y él, pues de sus hermanas dos habían ido al
campo para lavar la ropa y la otra, la más pequeña, Carmen, se encontraba
aprendiendo a bordar para confeccionarle la cinta con la que sus padres atarían
las manos de Juan en su ordenación sacerdotal.
De su casa le llevaron al calabozo municipal, y de allí, con los
otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, sobre las cuatro de la tarde,
lo trasladaron a El Burgo, donde quedaron sus dos compañeros, martirizados en
la noche del 7 al 8, mientras Juan fue llevado, por la carretera de Ardales,
hasta Álora.
Los motivos para no asesinar a Juan en El Burgo, como hicieron con
los otros, y llevarlo a Álora no son suficientemente conocidos, pero parece ser
fruto de un acuerdo del Comité Local de Yunquera con algún dirigente
revolucionario de Álora.
En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, a la
Garipola o calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a
torturas sin cuento, con las que pretendían forzarle a blasfemar. Pero él
siempre respondía: «¡Viva el Corazón de Jesús!» o «¡Viva Cristo Rey!».
Las torturas y humillaciones a las que fue sometido en la Garipola fueron muy
variadas: desde palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas,
aplicación de corriente eléctrica en su genitales, (en una ocasión llegó a
avisar que el cable se habría debido desconectar de la batería, porque no
sentía la corriente) hasta paseos por las calles entre burlas y bofetadas con
el mismo objetivo. De cómo se desarrollaban estos paseos hay testimonios de
varios familiares y amigos, ya difuntos.
La buena gente de Álora vivió la pasión de Juan Duarte como
la de un hijo o hermano muy querido. Fueron muchos los que deseaban que aquel
sufrimiento, aquella insoportable muerte lenta acabase de una vez. Algún
bienintencionado llegó a hablar con él para convencerle y que cediera en su
actitud.
De la Garipola lo llevaron a la cárcel, que entonces se encontraba en la Plaza
Baja, hoy Plaza de la Iglesia. Allí se inició el sádico proceso de
mortificación, psíquico y físico, que habría de llevarle al fin hasta la
muerte.
Empezó este proceso introduciendo en su celda a una muchacha de 16
años, con la misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había
violado. Como este atropello no dio el resultado apetecido, uno de los
milicianos, con la colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una
navaja de afeitar le castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, que los
paseó por el pueblo.
Realizada esta salvaje acción, cuando Juan Duarte recuperó el conocimiento, sólo
preguntaba a los demás presos que estaban en la misma celda: «Pero, ¿qué me han
hecho, qué me han hecho?».
Como la indignación de mucha gente de Álora aumentaba por días y la actitud de Juan Duarte se
hacía más provocadora –pues con serenidad preguntaba a sus verdugos si no se
daban cuenta de que lo que le hacían a él se lo estaban haciendo al Señor–, los
dirigentes del Comité decidieron acabar con él proporcionándole una muerte
horrenda.
Esta muerte se llevó a cabo en la noche del día 15 de noviembre.
Lo bajaron al Arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora, y allí
a unos diez metros del puente de la carretera, lo tumbaron en el suelo y con un
machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de gasolina el
vientre y el estómago y luego le prendieron fuego.
Durante este último tormento, Juan Duarte sólo decía: «Yo os perdono y pido
que Dios os perdone… ¡Viva Cristo Rey!».
Las últimas palabras que salieron de su boca con los ojos bien abiertos y
mirando al cielo fueron: «¡Ya lo estoy viendo… ya lo estoy viendo!».
Los mismos que intervinieron en su muerte contaron luego en el pueblo que uno
de ellos le interpeló: «¿Qué estás viendo tú?». Y acto seguido, le descargó su
pistola en la cabeza.
Pocos meses después, el 3 de mayo, su padre, hermanos y otros
familiares se presentaron en Álora para exhumar su cuerpo, fácil de encontrar
bajo la arena, pues había sido enterrado por unos vecinos a tan poca
profundidad que su hermano José, como él mismo contó, con sólo escarbar con sus
manos, topó enseguida con sus restos.
Una mujer, que estuvo presente en aquella exhumación y que lo vio todo, refirió
que su sangre no aparecía como derramada en su ropa, sino cuajada formando
bolas, lo que viene a confirmar que fue, efectivamente, quemado después de
abrirle el vientre y el estómago.
Y finalizamos estas breves notas afirmando que, al conocer así los
datos tan impresionantes de aquella semana de pasión, puede decirse, con toda
certeza, que el martirio de nuestro diácono y ahora Beato, Juan Duarte Martín,
aquel joven de sólo 24 años de edad, no es menor que el de los insignes
diáconos de la Iglesia, San Esteban y San Lorenzo.
Guede Fernández, L. Martirologio Malaginense; edición del
autor; Málaga-2003.
Orellana Hurtado, L. Dios ha soltado la cuerda;
edición del autor; Málaga-2006.
Sánchez Trujillo, P. La fuerza de la fe, vida y
martirio de Juan Duarte;
edición del autor; Málaga-2003.
Id. Juan Duarte Martín, un amigo valiente de Jesús;
edición del autor; Málaga-2007.
Para catequistas y niños de catequesis.