Artículo 2º.- Las humillaciones
La humildad es una virtud capital y su acción altamente
beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los
peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y
orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a
los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores;
es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace
adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su
autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido
con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús,
«manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad
personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al
humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el
humilde se inclina y le colma de gracias, y después del
abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus
secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si». La
palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será
ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será
humillado».
Si tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un
tanto en la amistad e intimidad con Dios, el verdadero secreto
de granjeamos sus favores será siempre rebajarnos por la
humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes
no se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo
convendría esforzarse por descender. Cuánto convendría
meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa del Niño
Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en
todo lo que he de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis
decir, porque estoy viendo que equivocáis el camino y no
llegaréis jamás al término de vuestro viaje. Queréis subir a una
elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera en
el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer
rápidos progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.»
Muchos son los caminos que conducen a la humildad.
Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según
esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación
conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio
a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es
verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o
retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas,
empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen
realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la
perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad?
-concluye San Bernardo-; no huyáis del camino de la
humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis
ser elevados a la humildad.»
Decía San Francisco de Sales que hay dos maneras de
practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al
beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del
abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios
significada. La mayor parte de las personas no quieren sino
ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y
no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio
a medio.
Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de. dar
siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a
nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones.
San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí
mismo palabras despreciativas que no naciesen del fondo del
corazón, de otra suerte, «este modo de hablar es un refinado
orgullo. Para conseguir la gloria de ser considerado como
humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al
puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina
sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad».
Recurramos, pues, más a las obras que a las palabras para
abatirnos. La mejor humillación activa en nuestros claustros
será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros
superiores y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los
doce grados de humildad, según nuestro Padre San Benito, se
fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de
esta virtud de la que San Francisco de Sales hace derivar la señal de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión
de San Pablo, que Nuestro Señor se anonadó haciéndose
obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad?
Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente,
sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente
humildes, y sin la humildad es difícil ser verdadero obediente;
porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero humilde se
hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de
Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se
considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la
plebe y la escoria del mundo.» Humillación excelente es
también descubrir el fondo de nuestros corazones y de
nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos,
dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras
malas inclinaciones y, en general, de todos los males de
nuestra alma. Finalmente, es saludable humillación acusarse
ante los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo
Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado las
penitencias usadas en nuestros Monasterios. Además de
estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas.
San Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas,
porque el amor propio puede deslizarse en ellas sagaz e
imperceptiblemente, y ponía en sexto grado procurarse las
abyecciones cuando no nos vinieren de fuera».
El santo estimaba mucho las humillaciones que no son de
nuestra libre elección; porque en verdad, las cruces que
nosotros fabricamos son siempre más delicadas, además de
que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar
nuestro amor propio.
Necesitamos, pues, que nos cubran de confusión, que nos
digan las verdades sin miramientos, y que nos hagan sentir
todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en
nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya
nuestras facultades naturales, nos abandone a la impotencia y
oscuridad, o nos aflija con otras penas interiores. Esta misma
razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás, a
ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la
Comunidad que tome parte conforme a nuestros usos en la
corrección de nuestros defectos. La acción ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por
aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra,
utilizando para ello el buen celo y el celo amargo, las virtudes
y los defectos, las intenciones santas, la debilidad y aun, en
caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino
instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o
recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no
viendo en El sino a. nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo
por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo para
la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y
bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario,
éstas son breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y
dolorosas, no lo serian sino de una manera más eficaz,
dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las
faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el
remedio de nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y
méritos, un testimonio de nuestra total entrega a Dios, el
precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra
perfección».
La humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con
indignación o se sufre murmurando; y esto explica cómo «se
hallan tantas personas humilladas que no son humildes». Sólo
será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en la
medida en que la reciba humildemente como si fuera de la
mano de Dios, diciéndose, por ejemplo: en verdad que la
necesito y bien la he merecido. Y si una ligera ofensa, una
falta de consideración, una palabra desagradable es suficiente
para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el
orgullo se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar
de mirar la humillación como un mal, debiera mirarla como mi
remedio; bendecir a Dios que quiere curarme, y saber
agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi amor
propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera
humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo
después de tantos años pasados en el servicio del Rey de los
humildes? Si conociéramos bien nuestras faltas pasadas y
nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos
de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y
ultrajarnos en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de quejamos cuando Dios nos envía la confusión, se lo
agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a
trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias
de aquí abajo a casi todas las miradas y nos ahorra la
vergüenza eterna. Y no digamos que somos inocentes en la
presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han
quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es
menos merecido.
San Pedro mártir, puesto injustamente en prisión,
quejábase a Nuestro Señor de esta manera: «¿Qué crimen he
cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el divino
Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?» La Iglesia
en uno de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor,
solo Altísimo con el Espíritu Santo en la gloria del Padre», y
con todo, vino a su reino y los suyos no le recibieron, sino que
le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le acusaron, le
condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al
suplicio entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el
más despreciado, el último de los hombres; su faz adorable es
maltratada con bofetadas, manchada con salivazos. No
aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de
reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre
y la reconoce enteramente justa, y la acepta con amor porque
se ve cubierto de los pecados del mundo, ¿y nosotros, viles
criaturas suyas, tantas veces culpables, miraríamos con
deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y
recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la
Santa Víctima padezca sola por faltas que son nuestras y no
suyas, y no querremos beber en el cáliz de las humillaciones?
¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una
vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a
Aquel «que es manso y humilde de corazón»? ¿No tendría
derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado,
tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás
siendo todavía sensible a los desprecios»?
Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto
amado, y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto
y hasta se considera uno dichoso en compartir las
humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús. Entonces el amor «nos hace considerar como favor
grandísimo y como singular honor las afrentas, calumnias,
vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace
renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado
Crucificado, por la cual nos gloriamos en el abatimiento, en la
abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, no
queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas
del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio
que le fue impuesto y el trono de su cruz, en la cual los
sagrados amantes hallan más contento, más gozo y más
gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».
Al hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus
propias disposiciones. En medio de la tempestad, de los
desprecios y de los ultrajes reconocía la voluntad de Dios y a
ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil sin
conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión
para rehusar petición alguna razonable; y de seguro que si
alguno le hubiera arrancado un ojo, con el mismo afecto le
hubiera mirado con el otro. Ante el amago de tenerse que
enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca
infernal y una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es
precisamente lo que nos hace falta. ¿No ha sido Nuestro
Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no sacará Dios
de mi confusión! Si descaradamente somos insultados,
magníficamente será El exaltado; veréis las conversiones a
montones, cayendo a mil a vuestra derecha y diez mil a
vuestra izquierda.» San Francisco de Asís respira los mismos
sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su
compañero: «Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que
ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia está en los
lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»