Siendo el Santo Abandono la conformidad perfecta, amorosa y filial, no puede ser efecto sino de la caridad; es su fruto natural, de suerte que un alma que ha llegado a vivir del amor, vivirá también del abandono. Propio es del amor, en efecto, unir al hombre estrechamente con Dios, la voluntad humana al beneplácito divino.
Por otra parte, esta perfección de conformidad supone una plenitud de desprendimiento, de fe, de confianza, y sólo el Santo Abandono nos eleva a tales alturas y nos lleva a ella como naturalmente. El amor dispone al abandono por un perfecto desasimiento. El ejercicio habitual del abandono requiere una verdadera muerte a nosotros mismos. Podrán comenzarlo otras causas, pero no tendrán la delicadeza ni fuerzas necesarias para llevarlo a término; para lo cual será necesario «un amor fuerte como la muerte». Mas el amor lo conseguirá, por que le es propio olvidarlo todo, darse sin reserva, y no admite división: ni quiere ver sino al Amado, no busca sino al Amado, ama todo cuanto agrada al Amado. «El amor de Jesucristo -dice San Alfonso- nos pone en una indiferencia total; lo dulce, lo amargo, todo viene a ser igual; no se quiere nada de lo que agrada a sí mismo, se quiere todo lo que agrada a Dios; empléase con la misma satisfacción en las cosas pequeñas como en las grandes, en lo que es agradable y en lo que no lo es; pues con tal que agrade a Dios, todo es bueno. Tal es la fuerza del amor cuando es perfecto -dice Santa Teresa-; llega a olvidar toda ventaja y todo placer personal, para no pensar sino en satisfacer a Aquel que se ama.»
Y San Francisco de Sales añade, con su gracioso lenguaje: «Si es únicamente a mi Salvador a quien amo, ¿por qué no he de amar tanto el Calvario como el Tabor, puesto que se halla tan realmente en uno como en otro? Amo al Salvador en Egipto, sin amar el Egipto. ¿Por qué no lo amaré en el convite de Simón el leproso sin amar el convite? Y si le amo entre las blasfemias que lanzaron sobre El, sin amar tales blasfemias, ¿por qué no le amaré perfumado con el ungüento precioso de la Magdalena, sin amar ni el ungüento ni el perfume?» Y como lo decía, así lo practicaba. El amor dispone al abandono haciendo la fe más viva y la confianza inquebrantable.
Ciertamente la fe se esclarece y el corazón se abre a la esperanza, a medida que la niebla de las pasiones se disipa y la virtud crece. Mas cuando llega a la vía unitiva, las convicciones tórnanse más luminosas, las relaciones con Dios se convierten en cordial comunicación llena de confianza e intimidad, sobre todo cuando un alma ha experimentado repetidas veces que es ardientemente amante, y al revés, aún más amada de Dios cuando la ha purificado y afinado en el rudo y saludable crisol de las purificaciones pasivas.
Como un niño en brazos de su madre reposa sin inquietud y se abandona con confianza, porque instintivamente siente que su madre le ha dado todo su corazón, así el alma se entrega a la Providencia con entera tranquilidad de espíritu, cuando ha podido llegar a decirse:
«Es mi Padre del cielo, es mi Esposo adorado, el Dios de mi corazón que tiene en sus manos mi vida, mi muerte, mi eternidad; no me sucederá sino lo que El quiera, y no quiere sino mi mayor bien para el otro mundo y aun para éste.» Así es como terminando de romper nuestras ligaduras, y dando a nuestra confianza y a nuestra fe su última perfección, el santo amor completa nuestra preparación al abandono. Nos queda por manifestar cómo lo produce directamente. El amor perfecto es el padre del perfecto abandono.
« El amor es lazo que une al amante con el amado, y hace de los dos uno, como el odio separa a los que la amistad había unido. La unión que produce el amor, es sobre todo la unión de las voluntades. El amor hace que los que se aman tengan un mismo querer y no querer para todas las cosas que se ofrezcan y no hieran la virtud; lo mismo que el odio llena el corazón de sentimientos diametralmente opuestos a la persona a la que se tiene aversión, de lo cual hemos de concluir que la unión y la conformidad con la voluntad de Dios se miden por el amor; que poco amor da poca conformidad, y un amor mediano una mediana conformidad, finalmente, un amor completo, una completa conformidad.» Por esto, los principiantes generalmente no pasan de la simple resignación, los proficientes se elevan a una conformidad ya superior; no consiguiéndose la perfecta conformidad sin un amor perfecto, con el cual se llega con seguridad a ella. Insistamos más para declarar mejor nuestro pensamiento. Nadie ignora que el término a donde tiende el amor es la unión; y según San Juan: «El que permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él.» La experiencia nos lo dice al igual que la fe. El movimiento propio del amor es entregarse la criatura a Dios y Dios a la criatura, los lanza el uno hacia el otro; no hay amor de amistad en donde no exista este movimiento de unión. Cuando Dios nos estrecha contra su corazón en amoroso abrazo, nos unimos a El con todas nuestras fuerzas; se le querría estrechar mil veces más, hasta confundirnos con El y formar un solo ser.
Cuando Dios se oculta por amoroso artificio, como pala hacerse buscar con más avidez, la pobre alma, temiendo haberle perdido, va preguntando por El por todas parte con amorosa ansiedad; es una necesidad dolorosa, es un hambre insaciable, una sed inextinguible. Siente el vacío de Dios y no podría pasar sin El; nada le puede consolar en ausencia suya, a no ser el pensar que ella le agrada cumpliendo su adorable voluntad, y la esperanza de volverlo a encontrar más perfectamente. Querría poseerle, por decirlo así, infinitamente en el otro mundo para amarle, para alabarle, para unirse a El en la medida de sus deseos. Entre tanto lo busca aquí abajo sin descanso, aspira a una unión de amor cada vez más estrecha, dada por el sentimiento de una posesión sabrosa si Dios quiere, unión en la que dominará con frecuencia la necesidad y el deseo y el esfuerzo laborioso. En el primer caso, el alma está unida a Dios y en el otro, trata de unirse; en ambos es idéntico el movimiento de amor que nos saca fuera de nosotros para lanzarnos en Dios con ardiente deseo de poseerle. Esta unión de corazones produce la unión de voluntades. Desde que está poseído de un profundo afecto hacia Dios y se ha entregado a El sin reserva ni división, poseyendo nuestro corazón, se adueña también de nuestra voluntad, tanto que nada podríamos negarle.
En el cielo se gusta la unión con Dios en las alegrías del amor beatifico. Aquí abajo se le encuentra más frecuentemente sobre el Calvario que sobre el Tabor; respecto a la unión de gozo, es rara y fugaz, y generalmente el sufrimiento la precede y la sigue. Dios mostró en un éxtasis a Santa Juana de Chantal que «padecer por Él es pasto de su amor en la tierra, como gozar de El lo es en el cielo». Concuerdan con las de su fundadora estas expresiones de Santa Margarita María: «Tanto vale el amor cuanto es lo que se atreve a sufrir. No vive a gusto el amor, si no sufre. Querer amar a Dios sin sufrimiento es ilusión.» Ya que el sufrimiento es necesario para purificar, desprender, y adornar las almas y preparar así su unión a Dios. Es también preciso para alimentar esta unión, para impedir que se debilite y hacerla crecer, pues no bastarían los ardores del amor.
Es porque el amor, en efecto, no vive tan sólo de lo que recibe; vive aún más de lo que da; su mejor alimento será siempre el sacrificio. Así acontece hasta en las cosas humanas: el hijo que ha costado más dolores y lágrimas a su madre, ¿no será por ventura el más amado? De la misma manera el alma se une a Dios en la medida en que sabe abnegarse por El; la unión de corazón y de voluntad, cimentada por el hábito del sacrificio, será siempre la más sólida, y por decirlo así, inquebrantable. Mas, ¿sobreviviría la que ha nacido de las suavidades del amor? Quizá. Pero hay necesidad de que la prueba venga a reforzarla y mostrar lo que vale.
Cuando Dios nos prodiga inefables ternuras y nos acaricia amorosamente como un padre que estrecha a su hijo contra su corazón, nuestra alma emocionada, anhelante, enloquecida, sale de si misma, se da por entero y se entrega con sinceridad. Mas el amor propio está muy lejos de morir definitivamente y hasta puede hallar su más delicado alimento en las dulzuras de esas emociones. Para completar la obra de las divinas ternuras, para robustecer la debilidad de la naturaleza y el reinado de la santa dilección, será, pues, imprescindible la acción lenta y dolorosa de la prueba bien aceptada.
Dejémonos crucificar de buena gana: en el Calvario fue dada a luz nuestra alma y en la cruz hallará siempre la vida. El dolor es, pues, el alimento necesario del santo amor y por cierto muy sustancial. Un alma iluminada lo declara así: tanto más experimenta un alma que Dios se le comunica y le abraza, cuanto la favorece más el Señor, permitiendo que sea humillada y que reconozca su incapacidad y que sienta su inutilidad. «El amor divino crece en el dolor. Cuando éste es más punzante, tanto más vivos son los ardores del santo amor. Cuanto más pesa la tristeza sobre un alma, tanto más siente las llamas del divino amor, y su corazón deja escapar palabras de fuego.»
Nuestro Señor le pondrá frecuentemente en la imposibilidad de comulgar a causa de enfermedad, pero El compensará esta privación del pan eucarístico, partiendo en mayor abundancia el pan de la tribulación. En una palabra, «el dolor es el pan sustancial de que Jesús quiere alimentarla»; ella lo entiende así y pide tan sólo que no se harte jamás de este manjar divino. Este es el lenguaje de todas las almas grandes, que por alcanzar la unión tan deseada con el Dios de su corazón, atravesarían el fuego y el hielo, sin que esto quiera decir que son insensibles al dolor.
Mas el amor dulcifica el padecimiento, y hasta lo busca y desea. «¡Cuántas crucecitas encuentro cada día!, decía un alma ardiente. Amo esas cruces, aun cuando me causan mucho dolor, porque si no lo sintiera me parecería que no amo. Si no padeciera, amando tantísimo a mi Dios, no sería feliz y me creería juguete del demonio.» La venerable María Magdalena Postel dice: «Cuando se ama, no hay trabajo para el que ama, pues es tanta la dicha que se halla en padecer por el objeto amado.» Y San Francisco de Sales nos revelará el secreto de este heroísmo: Ved las aflicciones en sí mismas, son pavorosas, vedlas en la voluntad divina, son amores y delicias. Si miramos las aflicciones fuera de la voluntad de Dios, tienen su amargura natural; mas considéreselas en este beneplácito eterno y son todo oro, amables y preciosas, mucho más de lo que puede decirse. Las medicinas desagradables ofrecidas por una mano cariñosa las recibimos con alegría, sobreponiéndose el amor a la repugnancia. La mano del Señor es igualmente amable, ya distribuya aflicciones, ya nos colme de consolaciones.
El corazón verdaderamente amante, ama aún más el beneplácito de Dios en la cruz, en las penas y en los trabajos, porque la principal virtud del amor consiste en hacer sufrir al amante por la cosa amada.» En fin, el amor justifica la Providencia y la aprueba en todos sus caminos. El Hijo de Dios cree a su Padre celestial, le adora, confía en El, pero sobre todo le ama, y amándole tiene gusto para todo cuanto viene de El, aun cuando su divina Providencia fuere en apariencia dura y severa. De esta manera su amor filial recibe con escrupuloso respeto todo cuando es enviado del cielo. San Francisco de Sales no miraba bien que uno se quejase del tiempo: ¡hace mal tiempo, hace mucho frío, qué calor! «semejantes reflexiones -decía no convienen a un hijo de la Providencia que siempre ha de bendecir la mano de su Padre». El amor divino obra de la misma manera cuando intervienen las causas segundas y la malicia humana: por encima de los hombres y de los acontecimientos ve a su Amado, al Dios de su corazón, y con amor filial, con respecto inalterable besa la mano que le está hiriendo.