Mis amados
hermanos, mis queridísimos amigos:
Henos
aquí reunidos una vez más en Econe, para participar en esta ceremonia, tan
tocante, de la ordenación sacerdotal. Efectivamente si hay una ceremonia que
nos hace vivir los instantes más sublimes de la Iglesia, ésa es la ordenación
sacerdotal. En particular, ella nos recuerda la última Cena, en cuyo transcurso
Nuestro Señor Jesucristo, hizo sacerdotes a sus apóstoles. También nos recuerda
la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de Pentecostés. De esa
manera la Iglesia continúa y el Espíritu Santo sigue expandiéndose por mano del
sucesor de los apóstoles. Hoy nos sentimos dichosos de poder conferir la
ordenación sacerdotal a trece nuevos sacerdotes.
No
habría tenido que haber ordenaciones sacerdotales este, año ya que como los
estudios se han extendido de cinco a seis años, las consecuencias de ese cambio
gravitaron sobre 1982. Pero circunstancias particulares, ocasiones especiales,
han hecho que hoy ordenemos a siete diáconos de la Fraternidad y a otros seis
que forman parte de diversas congregaciones hermanas, que sostienen la misma
lucha, con las mismas convicciones e idéntico amor a la Iglesia. Antes de ayer
he conferido la ordenación sacerdotal a dos miembros del distrito de Alemania
de la Fraternidad, con lo cual el número de sacerdotes este año se eleva a
quince.
Esperemos
que, por gracia de Dios y a medida que pasen los años ese número vaya en
aumento, puesto que nuestros seminarios, especialmente los de Alemania y
Estados Unidos, van ahora a rendir los frutos del trabajo realizado en los años
precedentes.
La
primera ordenación en Ridgefield (Estados Unidos) se hará el año próximo con
tres nuevos sacerdotes. Lo mismo ya ha sucedido, el seminario de Zaitzkofen, en
Alemania.
Debemos
rezar para que Dios bendiga esos seminarios y haga que los que en ellos se
preparan para el sacerdocio reciban en abundancia las gracias que necesitan.
Queridos
amigos, vosotros que dentro de pocos instantes vas a ser ordenados sacerdotes,
hoy más que nunca comprendéis, estáis de seguro, que esta ordenación habrá de
colocaros en el corazón mismo de la obra de la Redención de Nuestro Señor
Jesucristo. Por su sacrificio cumplido en la Cruz, Nuestro Señor, en cierta
manera, se comprometía a hacer sacerdotes, a hacer participar de su sacerdocio
eterno a aquellos que Él elegiría para continuar su sacrificio, fuente de
gracias, de la Redención, porque es la gran obra de
Dios. Dios creó todo para la Redención. Es su gran obra de caridad.
Dios es caridad. Todo lo que sale de Dios es
caridad. Él ha querido divinizarnos, comunicarnos esa caridad inmensa en la que
Él arde desde la eternidad. Ha querido comunicárnosla y lo ha hecho mediante
una manifestación extraordinaria, por su Cruz, por la muerte de un
Dios, por su Sangre derramada. Quiso que hombres elegidos por Él continuasen
ese Sacrificio con el fin de infundir su vida divina a las almas, de curarlas
de sus defectos, de sus pecados, de comunicarles su propia Vida, para que un
día esa vida nos glorifique y para que seamos glorificados con Dios en la
eternidad. Esa es la obra de Dios.
Para eso Él ha creado todo; todo ese mundo que
vemos Él lo hizo para la Cruz, lo hizo para la Redención de las almas. Lo hizo
para el Santo Sacrificio de la Misa. Lo hizo para los sacerdotes. Lo hizo para
que las almas puedan unirse a Él, particularmente como Víctima en la Santa
Eucaristía. Se comunica a nosotros como Víctima, para que también nosotros
ofrezcamos nuestras vidas con la suya y para que así participemos no sólo en
nuestra Redención sino también en la Redención de las almas.
Ese plan de Dios, ese pensamiento de Dios que ha
creado el mundo, es una cosa extraordinaria. Quedamos estupefactos ante ese
gran misterio que Dios ha realizado en esta tierra. Y precisamente porque el
Sacrificio de Nuestro Señor se halla en el corazón de la Iglesia, en el corazón
de nuestra salvación, en el centro de nuestras almas, todo aquello que se
refiere al Santo Sacrificio de la Misa nos toca profundamente, nos toca a cada
uno de nosotros personalmente, porque debemos recibir la Sangre de Jesús por el
Bautismo y todos los sacramentos, en particular por el sacramento de la
Eucaristía, para salvar nuestras almas. Por eso sentimos tanta adhesión al
Santo Sacrificio de la Misa, y más todavía
desde el momento en que quiere tocársela para hacerla, supuestamente, más
aceptable para los que no tienen nuestra fe, para los que no tienen la fe
católica. Todos esos cambios que
han sido introducidos estos últimos años en lo que tiene de más precioso la
Santa Iglesia, en la liturgia, se han hecho para acercarnos a nuestros hermanos
separados, es decir, a los que no tienen nuestra fe.
Entonces se ha estremecido nuestro corazón, nuestra inteligencia y se ha conmovido nuestra fe. Nos hemos preguntado: ¿Es posible que se pueda reducir esa realidad, la más grande, la más mística, la más hermosa, la más divina de nuestra Iglesia, la Santa Iglesia Católica Romana? ¿disminuirla de tal suerte que se la deje a disposición de los herejes? No hemos podido comprenderlo, y, emocionados, nos preguntamos cómo, realmente, algunos clérigos con ideas ajenas a la Iglesia, sin verdaderas inspiraciones del Espíritu Santo, movidos no por el Espíritu de Verdad sino por el espíritu del error, hayan podido ascender hasta la cumbre más alta dé la Iglesia y promulgar reformas que la destruirían. ¡Misterio insondable! ¿Cómo pudo ser? ¿Cómo Dios pudo permitir eso? ¿Cómo pudo permitirlo Nuestro Señor, que había hecho todas aquellas promesas a Pedro ya sus sucesores, cómo pudimos llegar a ver esa realidad en nuestra época? ¡Bienaventurados los fieles que vivieron antes que nosotros y que no tuvieron que plantearse y resolver estos problemas!
En pocas palabras, querría intentar llevar a
vuestras mentes un poco de luz acerca de lo que creo debe ser nuestra línea de
conducta en medio de estos acontecimientos tan dolorosos que vive la Iglesia.
Me parece que esta pasión que sufre la Santa Iglesia hoy en día puede
compararse con la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Sabéis cuán estupefactos
se sintieron los apóstoles mismos ante Nuestro Señor maniatado, después de
recibir el beso de la traición de Judas. Sé lo llevan, lo disfrazan con un
manto escarlata, se burlan de Él, le golpean, le cargan con la Cruz y los
apóstoles huyen, escandalizados. ¡No es posible! que aquel a quien Pedro
proclamó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, se vea reducido a esa
indigencia, a esa humillación, a esa afrenta, ¡no es posible! Y los apóstoles
huyen.
Únicamente la Virgen María con
San Juan y algunas mujeres rodean a Nuestro Señor y conservan la fe; no quieren
abandonarle. Saben que Nuestro Señor es verdaderamente Dios, pero saben también
que es hombre. Precisamente esa unión de la divinidad con
la humanidad de Nuestro Señor es la que ha planteado problemas
extraordinarios. Porque Nuestro Señor no quiso solamente ser hombre: quiso ser
hombre como
nosotros, con todas las consecuencias del pecado,
pero sin el pecado, exento del pecado. Sin embargo, quiso sufrir todas las
consecuencias del pecado: el dolor, el cansancio, el sufrimiento, el hambre, la
sed, la muerte. Hasta la muerte sí, Nuestro Señor realizó esa cosa
extraordinaria que escandalizó a los apóstoles, antes de escandalizar a muchos
y otros que se separaron de Nuestro Señor porque no creyeron en Su Divinidad.
En todo el curso de la historia de la Iglesia se
encuentra a almas que, atónitas ante la debilidad de Nuestro Señor, no creyeron
que Él era Dios. Es el caso de Arrio. Arrio se dijo: “No, no es
posible, este hombre no puede ser Dios, puesto que ha dicho que Él era menos
que Su Padre, que Su Padre era más grande que Él; por lo tanto, Él es menos que
Su Padre. Así, pues, no es Dios. Y luego pronunció aquellas palabras
sorprendentes: “Mi alma está triste hasta la muerte”. ¿Cómo , Aquel
que tenía la visión beatífica, que veía a Dios en su alma humana y que, por
ende, era mucho más glorioso que débil, mucho más eterno que temporal —su alma
ya estaba en la eternidad, bienaventurada— podía sufrir y decir: “Mi alma
está triste hasta la muerte”, y después pronunciar esas palabras inauditas
que nunca hubiéramos podido imaginar en los labios de Nuestro
Señor: "Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?” Entonces es
cuando el escándalo, por desgracia, se extiende entre las almas débiles y
Arrio consigue que casi toda la Iglesia diga: no, esta persona no es Dios.
En cambio, otros reaccionaron y dijeron: quizá
todo eso que Nuestro Señor sufrió, la sangre, las heridas, la Cruz, todo esa es
pura imaginación. ¿En realidad, se trata de fenómenos exteriores que
sucedieron? pero que no eran reales, algo así como lo del arcángel Rafael
cuando acompañó a Tobías y le dijo después: Creíais que yo comía cuando, tomaba
alimento, pero no, me nutría de un alimento espiritual. El arcángel Rafael no
tenía un cuerpo como el de Nuestro Señor Jesucristo; no había sido concebido en
el seno de una madre terrenal como lo había sido Nuestro Señor en el seno de la
Virgen María. Dijeron que Nuestro Señor era un fenómeno como ese, y que parecía
comer y no comía, que parecía sufrir y no sufría. Esos fueron los que negaron la naturaleza humana de Nuestro Señor
Jesucristo, los monofisitas, los monotelitas, que negaron la
naturaleza y la voluntad humana de Nuestro Señor Jesucristo: todo era divino
en Él, y todo lo que había sucedido no era sino apariencia.
Ved las consecuencias de aquellos que se
escandalizan de la realidad, de la Verdad. Haría aquí una comparación con la
Iglesia de hoy. Nos hemos escandalizado, sí verdaderamente escandalizado de la
situación de la Iglesia. Pensábamos qué la Iglesia era realmente divina, que
nunca podía equivocarse y que nunca podía engañarnos.
Y en verdad es así. La Iglesia es divina; la
Iglesia no puede perder la Verdad; la Iglesia custodiará siempre la Verdad
eterna. Pero también es humana, y mucho más humana que Nuestro Señor
Jesucristo: Nuestro Señor no podía pecar, era el Santo, el Justo por
excelencia.
La Iglesia, si es divina, y verdaderamente divina,
nos proporciona todas las cosas de Dios —particularmente la Santa Eucaristía—,
cosas eternas que jamás podrán cambiar, que harán la gloria de nuestras almas
en él Cielo. Sí, la Iglesia es divina, pero también es humana. Está sostenida por hombres que pueden ser
pecadores, que son pecadores y que, si bien participan en cierta
manera de la divinidad de la Iglesia, en cierta medida —como el Papa, por
ejemplo, por su infalibilidad, por el carisma de la infalibilidad participa de
la divinidad de la Iglesia, no obstante seguir siendo hombre—, siguen siendo
pecadores. El Papa, salvo en el caso en que usa su carisma de infalibilidad,
puede equivocarse, puede pecar.
No tenemos por qué escandalizarnos y decir, como
algunos, al estilo de Arrio, que, entonces, no es Papa. Así decía Arrio: “No
es Dios, no es verdad, Nuestro Señor no puede ser Dios”.
También nosotros nos sentimos tentados de decir:
“No es Papa, no puede ser Papa si hace lo que hace”. (esto es arrianismo puro)
O si no, en cambio, como otros que divinizarían a
la Iglesia al punto de que todo sería perfecto en la Iglesia, podríamos decir:
“No es cuestión de que hagamos algo que se oponga a lo que viene de Roma,
porque todo es divino en Roma y debemos aceptar todo lo que de allí venga”.
(Monofisismo y monotelismo) Los que así dicen hacen como aquellos que decían
que Nuestro Señor era de tal manera Dios que no era posible que sufriere, que
todo aquello no eran sino apariencias de sufrimientos, que en realidad no
sufría, que en realidad Su Sangre no manaba, que no eran sino apariencias que
afectaban los ojos de los que Le rodeaban, pero no una realidad. Lo mismo
sucede hoy en día con algunos que siguen diciendo: “No, nada puede ser humano
en la Iglesia, nada puede ser imperfecto, en la Iglesia”. También esos se
equivocan. No admiten la realidad de las cosas. ¿Hasta dónde puede llegar la
imperfección de la Iglesia, hasta dónde puede llegar—diría yo— el pecado en la
Iglesia, el pecado en la inteligencia, el pecado en el alma, el pecado en el
corazón y en la voluntad? Los hechos nos lo muestran.
Hace un momento os decía que nunca nos habríamos
atrevido a colocar en labios de Nuestro Señor las palabras: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y bien, tampoco nunca habríamos
pensado que el mal, que el error, pudieran penetrar en el seno de la Iglesia.
Ahora vivimos esa época: no podemos cerrar los ojos. Los hechos se nos aparecen
ante los ojos y no dependen de nosotros. Somos testigos de lo que sucede en la
Iglesia, de todo lo espantoso que ha ocurrido a partir del Concilio, de las
ruinas que se acumulan día tras día, año tras año en la Santa Iglesia. A medida
que pasa el tiempo, más se extienden los errores y más pierden los fieles la
fe católica. Una encuesta hecha recientemente en Francia indicó que nada más
que dos millones de franceses son todavía verdaderamente católicos en la
práctica.
Estamos llegando al fin. Todo el mundo caerá en la
herejía. Todo el mundo caerá en el error porque, como decía San Pío X, hay
clérigos que se han infiltrado en el interior de la Iglesia y la han ocupado.
Han difundido los errores gracias a los puestos claves que ocupan en la Iglesia.
Ahora bien, ¿estamos obligados a seguir el error
porque nos venga por vía de autoridad? Así como no debemos obedecer a padres
indignos que nos exijan hacer cosas indignas, así tampoco debemos obedecer a los
que nos exijan renegar de nuestra fe y abandonar toda la tradición. No hay nada
que hacer. Ciertamente, es un gran misterio esa unión de la divinidad con la
humanidad.
La Iglesia es divina, y la Iglesia es humana.
Hasta qué punto las fallas de la humanidad pueden afectar, me atrevo a decir,
la divinidad de la Iglesia, sólo Dios lo sabe. Es un gran misterio. Comprobados
los hechos, debemos enfrentarlos y nunca debemos abandonar la Iglesia, la
Iglesia Católica Romana; nunca debemos abandonarla, ni abandonar nunca al
sucesor de San Pedro, pues por su intermedio estamos unidos a Nuestro Señor
Jesucristo. Pero si, por desgracia, arrastrado por vaya a saber qué idea o qué
formación o qué presión que sufriese, o por negligencia, nos abandona y nos
arrastra por caminos que nos hacen perder la fe, pues entonces, no deberemos
seguirlo, aunque reconozcamos que es Pedro y que, si habla con el carisma de
la infalibilidad debemos aceptarlo, pero cuando no hable con el carisma de la
infalibilidad bien puede equivocarse, desgraciadamente. No es la primera vez
que sucede una cosa así en la historia.
Nos sentimos profundamente perturbados,
profundamente mortificados, nosotros que tanto amamos a la Santa Iglesia, que
la hemos venerado, que la veneramos siempre. Por eso existe este seminario, por
amor a la Iglesia Católica Romana, y por eso existen todos esos seminarios.
Nos sentimos profundamente heridos en el amor a nuestra Madre, al pensar que,
por desgracia, sus servidores ya no la sirven, e incluso la traicionan. Debemos
orar, debemos sacrificarnos, debemos permanecer como la Virgen María, al pie de
la Cruz, no abandonar a Nuestro Señor Jesucristo, aunque parezca que, como dice
la Sagrada Escritura, "Era como un leproso” sobre la Cruz, Pues
bien: la Virgen María tenía fe y detrás de esas, llagas, detrás del
corazón traspasado, veía a Dios en su Hijo, su divino Hijo.