Por lo tanto ¿qué es un pastor o un sacerdote de acuerdo al Corazón de Dios '? Un tesoro inestimable que contiene una inmensidad de bondades. San Juan Eudes
Difícil sintetizar en un par de líneas el oscuro fenómeno que desató la muerte de Maradona. Valga el intento:
El sujeto que acaba de morir era un degenerado; un vicioso ostensible, que aglomeró en su conducta todos los pecados capitales. Una contrafigura, un antimodelo, un personaje despreciable. Los filigranas que supo hacer con una pelota no quiso ni supo hacerlo con su vida, a la que llevó, en no pocas ocasiones, al límite mismo del bestialismo. Sus predilecciones hacia la izquierda rabiosa y virulenta, tan ostensibles cuanto básicas, completaron el cuadro de una degradación que parecía no hallar fondo.
La deificación que se le tributó en vida –y que él fomentó como parte de su inmoralidad- hasta la actual apoteósis insensatamente organizada por el gobierno alrededor de su cadaver, muestran como pocas veces en la historia la inmensa y avasallante corrupción que envuelve al poder político, y la penosísima estupidización de las masas, incapaz el uno como las otras, de admirar a los verdaderos arquetipos, pero siempre prontos a glorificar a los canallas.
La reacción oficial de la Iglesia,desde el obsceno Bergoglio hacia abajo, pasando por Poli,Tucho, capellanes futboleros et caterva, fue la previsible en estos tiempos de felonías múltiples e idolatrías formales: se sumó a la oclocracia imperante y desbordada, laudando al finado cual si estuviera ante los funerales de Héctor o el tránsito de un Padre del Yermo. Frases estamparon los encumbrados pretes en estas horas aciagas, que escandalizan y ofenden la vida y la memoria de los hombres de bien. El precitado Tucho, verbigracia, –que al fin de cuentas también se llama Fernández- osó decir que Maradona “nunca perdió la fe popular de los sencillos”. El besólogo episcopal debería saber que el occiso era la cabeza de una “Iglesia Maradoniana”, fundada en Rosario el 30 de octubre de 1998,en nombre de cuyos principios blasfemos pidió ser embalsamado y exhibido. No habrá sido la Pachamama, pero de haberse cumplido con su voluntad póstuma, no habría faltado quien lo llevara después hasta los mismos jardines del Vaticano.
Se repite por todas partes que “al Diego” le debemos felicidad los argentinos todos; que no ha sido sino un surtidor de dichas, gozos y alegrías colectivas. Y el mismísimo Alberto, tras declarar tres días de duelo nacional y ordenar su velatorio en la Casa de Gobierno, usando el mismo argumento de la felicidad emanada por doquier, se preguntó retóricamente: “con qué autoridad moral puede alguien decirle algo?”.
La respuesta es muy simple: con la autoridad moral que no tiene el que se formula el interrogante. Con la autoridad moral que sí tienen, en cambio, los simples hombres buenos, que a diferencia del orgulloso papi de “Dyhzy”, no son aborteros, ladrones, mentirosos, verdugos de la nación, hermafroditas o mafiosos.
Mala señal para un pueblo cuando su máximo dador de felicidad es precisamente alguien que ha sido la antítesis de las dos condiciones que señalan los maestros clásicos para ser genuinamente feliz:vivir virtuosamente y contemplar lo que rectamente se ama.
Como paradójico saldo positivo del circo tanático orquestado por el Gobierno, quedan varias evidencias. La mentira infame de la cuarentena; el mito del distanciamiento social, la cruel insensatez de embarbijar a la población y la aberración de la llamada neonormalidad. De la noche a la mañana,en cuestión de minutos, todo este andamiaje homicida y tiránico montado por el Gobierno, en consonancia con el Nuevo Orden Mundial al que sirve, se vino completamente abajo. Las multitudes recuperaron por arte de magia la paleonormalidad habitual, ordinaria, común y corriente. Dieron la vuelta al mundo las fotos de esos morochos rubicundos en cuero, “ferné” o “birra” en ristre, amontonados, atiborrados y hacinados; llorando, gritando y mucho más, los unos encima de los otros.
De ahora en más, el ciudadano que siga creyendo en que nos han estado cuidando la salud, a costa de nuestra libertad genuina y de nuestra dignidad creatural, o es un estulto o es un cómplice de la “plandemia”. De ahora en más, lo reiteramos, será tenido por necio o por aliado de la tiranía, el que no advierta que hay muertos de primera y otros de cuarta, que la plata y la fama no tienen protocolos sanitarios que cumplir,y que para los actuales gobernantes se puede prohibir el culto, la educación y la familia, pero se debe permitir el desborde de las hordas futboleras.
Interrogado el asesino Ginés González García acerca del peligro de un contagio masivo ante los desmanes provocados por las tales hordas, respondió con uno de sus flatus vocis: “no se puede ir en contra del pueblo”. Esto es lo que sucede cuando se confía el cuidado de la salud pública a un regenteador de chiqueros, a un repartidor de condones, a un promotor de vacunaciones probadamente dañinas, a un propulsor del filicidio y de la contranatura.
Ha muerto Maradona. Dios sabrá –siempre lo supo, ya lo sabe- lo que tiene que hacer con su alma. A nosotros, más que su previsible muerte, nos duele hasta la sangre, constatar una vez más que,en la patria, hace tiempo ha muerto la Verdad, el Bien y la Belleza.
Ha muerto Maradona. Su muerte, seguida de faraónicos tributos y de libertinajes por doquier, ha sido un insulto para los tantos muertos de estos meses de encierro; apenas dígitos de las estadísticas fraguadas por el oficialismo; apenas bolsas de cenizas; acaso apenas desconsolados agonizantes.
Que a nadie se le ocurra, tras lo visto y vivido, que debemos quedarnos en casa; sin templos, sin escuelas, sin cercanías hogareñas; sin responsos ni festejos ni duelos.
Capitulo 20
HALLADO EN EL TEMPLO
“Al volverse ellos, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo echasen de ver” (Lc 2, 43)
Según lo prescrito en la Ley, todos los israelitas debían realizar una peregrinación al Templo de Jerusalén en cada una de las fiestas anuales de la Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos. Cuando vivían lejos —como era el caso para los de Nazaret—, bastaba con que acudieran durante una de las tres fiestas. La Ley no decía nada de las mujeres, pero la costumbre era que acompañasen a su marido. Ni qué decir tiene que José y María observaban puntualmente el precepto.
Cuando Jesús alcanzó la edad de doce años convirtiéndose de golpe en "hijo de la ley" tuvo que someterse también a esta observancia. Así pues, subió a Jerusalén con sus padres. Nos gusta representárnoslo en medio de una caravana, cantando por el camino el "Cántico de las Subidas": Como el ciervo suspira por las fuentes de agua viva, así suspira mi alma por ti, Señor. Los que confían en el Señor serán tan firmes como la montada sobre la que está construida Sión... ¡Qué bueno es y qué agradable para los hermanos el caminar todos juntos…!
En Jerusalén, durante una semana, los tres miembros de la Sagrada Familia María, Madre de la Iglesia universal, José, futuro protector de la Iglesia, y Jesús, Dios eterno y cabeza de esa misma Iglesia, perdidos entre la multitud, sin buscar el hacer prevalecer sus títulos para reclamar prioridades, aceptando más bien los empujones y los últimos lugares, asistieron a las ceremonias de culto en el Templo.
Una vez terminada la fiesta, las caravanas volvían a formarse con la confusión y la exuberancia que caracteriza habitualmente a las concentraciones orientales, luego, se ponían en camino.
Cuando la caravana de que formaba parte la Sagrada Familia había cubierto su primera jornada de viaje, María y José comprobaron, desconcertados, que Jesús no estaba presente. No hay por qué asombrarse de que tardaran tanto en darse cuenta. Jesús tenía doce años y por eso, la Ley, cuyo "hijo" ya era, le concedía una cierta libertad. Hubiese sido inoportuno que sus padres le vigilaran de manera demasiado estrecha. Por otra parte, podía escoger, dentro de la misma caravana, entre los grupos de hombres o de mujeres. Al no volver a su lado, José pensaría que estaba con María —y se alegraría por ella—, mientras que la Virgen, por su parte, se imaginaría el gozo que sentiría José al tener a Jesús junto a él. Incluso pudiera ser que Jesús hubiese dicho a María, al partir la caravana, que pensaba permanecer con su "Padre", y que Ella no hubiese comprendido de qué "padre" se trataba...Sea como fuere, una pesada angustia se apoderó de ellos. Mil suposiciones pasarían por su mente. ¿Se habría extraviado y caído en manos de unos malhechores? ¿Les habría abandonado para emprender su misteriosa misión? ¿Habría sonado la hora de la espada predicha por Simeón? Tal vez oyeran murmurar a su alrededor: "Si hubiesen estado más vigilantes, no le habrían perdido...".
Inmediatamente, regresaron a Jerusalén, recorriendo el mismo camino a la inversa. Tienen el corazón en un puño y caminan en silencio. La pena de José es tan viva como la de María. En el paraíso terrestre, Adán había acusado a Eva y ésta a la serpiente. Aquí, sin embargo, cada uno se acusa a sí mismo y excusa al otro. Ninguno de los dos piensa en hacer recaer en el otro la prueba que le humilla. José se pregunta si Dios no le ha castigado por cumplir mal su tarea, y se lo dice a María, la cual responde: 6 ' ¡No, no!... ¡Soy yo la que debía haber tenido más cuidado! ".
De regreso a Jerusalén, emprenden a través de las calles y callejas de la ciudad una búsqueda punzante, una especia de viacrucis que anticipa el que recorrerá su hijo un día, con la cruz en sus hombros...
Preguntan a los viandantes, describiendo a su hijo, pero nadie es capaz de informarles, nadie sabe nada. Y cuando divisan, aunque sea de lejos, un adolescente de la talla de Jesús, echan a correr para sufrir enseguida una nueva decepción.
Prosiguen su búsqueda él con el rostro contraído, ella curvada por el dolor, enseñando a las generaciones futuras cómo hay que comportarse cuando se tiene la desgracia de perder a Jesús.
Por fin, al tercer día, lo encuentran en una sala del Templo rodeado por los doctores judíos que, según la costumbre, en las fiestas de la Pascua organizaban una especie de congresos de teología en los que hacían gala de erudición y sutileza. Jesús estaba sentado en una estera, como un alumno, pero el asombro que manifestaban los que él interrogaba ponía de manifiesto que su inteligencia era magistral.
Ante tal espectáculo, María y José no pudieron ocultar su sorpresa. Era la primera vez que Jesús manifestaba un resplandor de su sabiduría increada. Por otra parte, ¿cómo era posible que él, que hasta entonces había dado ejemplo de todas las virtudes, se hubiera sustraído a su autoridad y guardara una calma tal, conociendo como debía conocer la terrible ansiedad de sus padres?...
Comprenden que deben decirle algo, pero José se coloca en un segundo plano, pensando que es María la que debe intervenir en este caso, por estar más comprometida que él en el misterio de la Encarnación.
Así, pues, ella deja escapar una exclamación en la que se manifiesta toda su alma maternal: Hijo mío, ¿Por qué has obrado así con nosotros? Queja amorosa y afectuoso reproche. Deseo también de conocer el motivo de una conducta tan contraria a las costumbres de un hijo siempre respetuoso y sumiso.
Jesús no se excusa ni pide perdón, sino que a la legítima pregunta de su madre, responde: ¿Por qué me buscáis? ¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?
Esta respuesta de Jesús, acompañada sin duda de una sonrisa, puede entenderse de dos maneras. Según una, no les reprocha que le hayan buscado, sino que no hayan acudido enseguida al Templo, único sitio donde podía estar, ya que era la casa de su Padre; sin embargo, atenerse a ese único sentido sería tanto corno suavizar unas palabras de un alcance mucho más profundo y sublime. Según la otra, Jesús quiso, al salir de la infancia, recordar a sus padres su filiación divina y la trascendencia de su misión. Les advirtió que la obediencia que les tenía estaba subordinada a la que debía prestar a su Padre celestial. Era preciso que supieran que todo lo que sucediese en su vida estaría conforme con esa voluntad, en virtud de la cual se había encarnado. Habrá, por eso, cosas que les sorprenderán; quiso, pues prevenirles y prepararles para el "escándalo" de la Redención por la Cruz.
Antes de volver al silencio de Nazaret y a esa postura que el Evangelio resume con las palabras "les estaba sujeto", quiso enseñarnos —Él, que diría que no llamáramos a nadie en la tierra nuestro padre, pues sólo tenemos uno, el que habita en los cielos— que nuestra principal ocupación, como la suya, debe consistir en buscar los intereses y la gloria de Dios.
Sus palabras, pues, no significaban que quisiera eludir la tutela de sus padres. Al contrario, les tenía un amor y una sumisión incomparables. Por otra parte, ¿cómo un Dios que dictó a los hombres con tanta solemnidad el precepto de honrar padre y madre no habría comenzado Él mismo por subrayar con su ejemplo la gravedad del mandamiento?… Lo que quería decirnos era que nuestras obediencias, deben estar jerarquizadas y que el servicio de Dios debe anteponerse a los más legítimos afectos.
El Evangelio nos dice que ni María ni José comprendieron lo que Jesús quería decirles. Ciertamente, no podían engañarse en cuanto a su más profundo sentido, pero se preguntaban por qué Jesús, que hasta entonces había llevado una vida oculta hasta el punto de no haber mostrado nunca el menor signo de su divinidad, había querido evidenciar esta. actitud -misteriosa en tan singulares condiciones. Lo que no comprendían era que su hijo, todavía tan joven, rompiendo totalmente con su habitual actitud de sumisión, se mostrara bruscamente como Hijo de Dios y pareciera evadir, como molesta, la tutela de sus padres.
Su humildad les hizo confesar que no acababan de comprender las palabras de Jesús. Comprenderlas plenamente hubiese sido abarcar todos los misterios de la Encarnación y de la misma Trinidad. Pero José y María estaban sometidos, como toda criatura, a la ley del progreso. Jesús quería estimular su curiosidad religiosa y comprometerles en esa vía que señalará a quien quiera ser su discípulo: Buscad y hallaréis, Pedid y recibiréis. Llamad y se os abrirá...
Capitulo 21
LA TAREA PATERNAL DE JOSÉ
“Tu padre y yo, apenados, te andábamos buscando” (Lc 2, 48)
San Lucas parece complacerse en dar a José el nombre de padre de Jesús y unirle al de María bajo la apelación común de "parentes eius", sus padres... Sin embargo, este evangelista, que había sido confidente de María, conocía más que ningún otro todo lo concerniente al nacimiento del Mesías y sabía perfectamente que José no era padre por generación carnal. Así pues, como hace notar Suárez, sólo por inspiración especial de Dios usó esos términos.
Por otra parte, la expresión de que se sirve San Lucas la encontramos también en labios de María. Cuando encuentra a Jesús en el Templo, la oímos pronunciar estas palabras: ¿Por qué nos has hecho eso? Tu padre y yo, llenos de angustia, te andábamos buscando... Al hablar de su esposo, no vacila en darle el título de "padre". Era, sin duda, el nombre que utilizaba habitualmente en la intimidad de su hogar de Nazaret, y que no teme ella, Virgen prudentísima pronunciarla públicamente ante los doctores de la Ley. Y es que, profundamente iluminada sobre el misterio de la Encarnación, no se cree con derecho a ocultar, en ocasión tan solemne, esta verdad: que José debe ser llamado, con toda sinceridad, padre de Jesús.
Conviene que sepamos de qué manera le corresponde este título y tratemos de descubrir la realidad oculta bajo esa palabra.
Se distinguen habitualmente dos clases de paternidad: la natural, que lleva consigo la transmisión de la vida, de la que resulta la venida al mundo de un nuevo ser, y la adoptiva, que es una simple atribución por la cual un hombre se compromete a reconocer y aceptar legalmente como suyo un niño engendrado por otro. Sin embargo, ninguna de estas dos paternidades convienen en absoluto a José. La primera dice demasiado y la segunda poco. Es histórica y teológicamente cierto que José, según el modo ordinario y natural, no fue padre de Jesús, el cual no tuvo padre humano. ¿Quiere decir esto que fue solamente su padre adoptivo o "putativo", según la expresión consagrada por el uso y sancionada por la liturgia de la fiesta del 19 de marzo?... "Adoremos a Cristo, hijo de Dios, que aceptó pasar en la tierra por hijo de José". Es el mismo término que utilizan los soberanos Pontífices en numerosos documentos oficiales.
Sin embargo, los teólogos se inclinan cada vez más unánimemente a declarar que las expresiones corrientes —padre adoptivo, padre putativo, padre nutricio— son minimizantes y no dicen más que una verdad incompleta. Esos títulos, por honorables que sean, sólo expresan una paternidad fáctica, ficticia, prestada: una especie de simple protección. Ahora bien, la realidad sobrepasa esos calificativos. La adopción, por ejemplo, supone esencialmente que un extraño, por afecto, escoge al que trata como un hijo. Pero en ningún momento José fue un extraño para Jesús, ni Jesús para José: desde que se encarnó en María, al hacerse divinamente fecunda, Jesús perteneció legítimamente a José, ya que el esposo y la esposa, según el orden querido y establecido por Dios, son una sola cosa y sus bienes comunes.
No es fácil desde luego, calificar la paternidad de José de una manera precisa; representa, si se puede decir así, un caso único en la historia de la paternidad, que requiere, si el vocabulario ofrece la posibilidad, un título nuevo, adaptado a la función ejercida.
Recordemos, de entrada, que la generación humana de Jesús en la genealogía que nos dan los Evangelios es la de José. El hecho merece ser subrayado. No dudemos en repetir la expresión de Bossuet, tomada por él mismo de San Juan Crisóstomo: «Dios ha dado a José todo lo que pertenece a un padre, sin detrimento de la virginidad». Dicho de otra manera: José no tuvo ninguna participación en el nacimiento natural de Jesús, pero exceptuando eso, su paternidad implica todos los privilegios, todos los deberes, todos los derechos que normalmente tiene en el hogar un padre de familia, de tal forma que el título que le conviene mejor es el de padre virginal de Jesús.
José es padre de Jesús por derecho de matrimonio. María, a consecuencia del contrato matrimonial, reconocido por la ley y sancionado por Dios, era el bien de José y, por lo tanto, todo lo que le podía suceder eventualmente a María, incluso milagrosamente, se convertía inmediatamente en propiedad de José, su esposo. En consecuencia, Jesús nacido de la carne de su esposa, la cual le pertenecía en razón del sagrado lazo y de la donación propia del matrimonio, tenía un necesario parentesco con José, y al revés. Además, al ocupar José un lugar insustituible al lado de María, había sido ese instrumento considerado indispensable por Dios para que el misterio de la Encarnación pudiese insertarse en el seno de una familia compuesta por las tres unidades habituales. No convenía que el hogar donde había de nacer el niño se viese desprovisto de su cabeza.
Junto a ese papel que se puede considerar negativo, José tuvo también otro activo en el nacimiento de Jesús. ¿No fue acaso el Hombre-Dios fruto de la virginidad de María? ¿No fue grata al Señor a causa de su pureza, por la que el Espíritu Santo pudo realizar en ella su divino designio? En cierto sentido, fue su virginidad lo que la hizo fecunda. Ahora bien, ¿no fue José el que, al respetar la virginidad de María, había como preparado las vías al Espíritu Santo y hecho posible esa fecundidad milagrosa?... Fue él, en efecto, quien conservó la virginidad de su esposa, estimada por Dios indispensable; y los dos, de común acuerdo, la habían ofrecido al cielo como un bien que fue aceptado, a cambio del cual recibieron ambos un hijo que les pertenecía por igual, ya que era como el fruto de su alianza virginal.
José, indudablemente, no dio a ese hijo su sangre, pero esa sangre tenía que ser alimentada, mantenida, enriquecida. Y fue el humilde carpintero quien, con el sudor de su frente, se encargó de hacerlo. Jesús comerá el pan que José ganará con su trabajo y gracias a él alcanzará la talla humana que necesitaba para salvar al mundo al ser clavado en la Cruz.
Con ese alimento, adquirido gracias al duro trabajo de José, Jesús llenará sus venas con la sangre generosa que derramará hasta la última gota y correrá hasta la consumación de los siglos en nuestros altares durante el Santo Sacrificio de la Misa. Así, José tuvo su parte activa en la sangre de la Redención.
Tenía, pues, derecho a llamar a Jesús “hijo” suyo y a considerarle como tal. Por eso los Padres de la Iglesia no dudan en verle junto a Jesús, como «la sombra de Dios Padre», según una expresión consagrada. Fue, en palabras de Olier, «como un sacramento del Padre eterno bajo el cual Dios ha puesto, una vez engendrado, su Verbo, encarnado en María». Y porque el verdadero Padre de Jesús, que lo engendra desde la eternidad según su naturaleza divina, confió a José la misión de ser en la tierra su vicario de alguna manera, tuvo, al mismo tiempo, que poner en él algo del amor infinito que tiene al Verbo.
El ángel había precisado: Le pondrás por nombre Jesús. Dicho de otra manera: “El padre de este niño es Dios, pero El te transmite sus derechos. Eres tú el designado para hacer de padre. Tendrás con él un verdadero corazón paternal y ejercerás sobre él tus derechos de padre”.
José pues, cuidó de Jesús, amándole a la vez como su hijo y adorándole como su Dios. Y el espectáculo que tenía constantemente ante los ojos de un Dios que daba al mundo su amor infinito era un estímulo para amarle más y más y entregarse cada vez con más generosidad.
Amaba a Jesús como sí realmente le hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios otorgado a su pobre vida humana. Le consagró sin reservas, de forma total, sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra recompensa que poder vivir su consagración cada vez mejor. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, apacible y ardiente, emotivo y tierno. Podemos representárnoslo tomando al niño en sus brazos, meciéndole con canciones, acunándole para que se duerma, sonriéndole, paseándole, fabricándole graciosos juguetes, jugando él mismo con él como hacen todos los padres, prodigándole sus caricias como actos de adoración y testimonio del más profundo afecto.
Dejemos a los. apócrifos imaginando un pequeño niño —prodigio ajeno a la verdadera infancia—, viviendo aparte como en un nimbo glorioso, con costumbres impropias de su edad y una potencia milagrosa sobrecogedora. En realidad, el Hombre-Dios había escogido, al venir al mundo, aparecer como un niño corriente. No iba por delante de su edad, no hablaría —Él, que era el Verbo divino— antes que los demás niños. Y José, al cubrirle de tiernas caricias, se maravillaría precisamente de ver dormir al custodio de Israel, siempre vigilante, de ver llorar al que es la alegría de los elegidos, de ver jugar como un niño al Creador del universo.
Según las costumbres judías, el niño, en el hogar, estaba al cuidado de su madre hasta la edad de cinco años. Luego, el padre empezaba a ocuparse de él más activamente, enseñándole la Ley de Dios y los preceptos mosaicos. Grande sería la alegría de José cuando llegara el momento de realizar esa función paternal, constatando que su hijo crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres. De sus labios se elevarían silenciosamente al Señor, para expresarle su felicidad y darle gracias, las palabras del Cantar de los Cantares:
Mi amado es rubio y sonrosado,
se distingue entre diez mil.
Su persona emana encanto y gracia.
Mi amado es mío y yo soy suyo...
La Parusía[1]
Padre Juan Rovira[2]
(Cortesía de Miles Christi)
Es
este nombre griego derivado del verbo pareimi,
“estar presente”, y significa presencia, advenimiento, y con él se designa en
los Libros Sagrados del Nuevo Testamento el Segundo Advenimiento de Cristo
Señor Nuestro para juzgar a los hombres. De la Parusía no sabemos otra cosa
sino lo que se nos dice en los Libros Santos.
Realidad de la Parusía
Cristo,
el Mesías y Redentor prometido al género humano al principio de los tiempos (Gn.
3, 15) es el Verbo de Dios que se hizo carne (Jn. 1, 14) y habitó entre los
hombres y padeció y murió por la salud de los hombres en la plenitud de los tiempos,
y el mismo Cristo que subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre,
vendrá desde allí a juzgar a los hombres en el fin de los tiempos.
Dos son, pues, las Venidas de Cristo; la una en la plenitud de los tiempos; la otra al fin de los tiempos; la primera para enseñar al hombre con sus palabras y con su ejemplo, para padecer y morir por el hombre, para salvar a los hombres; la segunda para juzgar a los hombres y dar a cada uno según sus obras, a los buenos premio eterno porque guardaron sus santos mandamientos y a los malos pena eterna porque no los guardaron. Esta Segunda Venida de Cristo es un artículo de nuestra santa fe, que se contiene en aquel artículo del Credo: “Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”, y se predice en muchos textos de la Sagrada Escritura, de los cuales bastará traer algunos.
Así,
San Pablo habla de las dos venidas (Heb. 9, 28). Cristo se ofreció una vez para
quitar los pecados de muchos; la segunda vez fuera del pecado, esto es, sin ser
expiación por el pecado, aparecerá a los que esperan en Él, para su salvación;
y el mismo Cristo dice en San Mateo (16, 27): el Hijo del hombre ha de venir en
la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus
obras. Y después de la Ascensión de Cristo, según se refiere en el libro de los
Hechos de los apóstoles (1, 10-11), mientras estaban los discípulos mirando al
cielo, entre tanto que Él se iba, he aquí que dos varones con vestidos blancos
se pusieron junto a ellos y les dijeron: “Varones
de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús que ha sido tomado
de vosotros al cielo, así vendrá, así como le habéis visto subir al cielo.” Así,
pues, como Cristo subió al cielo el día de la Ascensión, así ha de volver a
venir, y este es el Segundo Advenimiento, la Parusía.
Hora de la Parusía
Cuanto
al tiempo y hora de la Parusía, cuatro cosas se nos dicen en las Sagradas
páginas: a) Lo primero, que será pronto. b) Lo segundo, que no es inminente. c)
Lo tercero, que su hora es desconocida. d) Lo cuarto, que será súbita e
inesperada.
1º)
Que será pronto, se nos dice en la epístola de Santiago (5, 8): “Tened también vosotros paciencia, confirmad
vuestros corazones porque la venida del Señor se acerca.” Y más claro en el
Apocalipsis (22, 20). Así dice el que da testimonio de estas cosas: “Ciertamente vengo en breve.” Mas estas
palabras: se acerca, pronto, en breve, han de entenderse relativamente, parece indicarlo San
Pedro en su segunda carta (3, 8): “No se
os esconda esto, carísimos, que un día delante del Señor, es como mil años y
mil años como un día”.
2º)
De aquí, pues, se deduce ya que la Parusía, aunque hubiera de ser pronto o en
breve, no por eso era inminente. Y esto es lo que dice el Apóstol San Pablo en
su segunda carta a los fieles de Tesalónica. Por lo visto algunos habían
alborotado a los Tesalonicenses o por medio de falsas revelaciones, o tal vez
por medio de cartas, anunciándoles y persuadiéndoles la proximidad inminente de
la Parusía o Segundo Advenimiento del Señor, y turbándoles con estos prenuncios
y predicciones.
San
Pablo les escribió una carta en la que les dice (2 Tes. 2, 1-2): “Os rogamos, hermanos, que cuanto a la
venida de Nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con Él, no os mováis
fácilmente de vuestro sentir ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por
palabras, ni por cartas enviadas a nombre nuestro; como si el día del Señor
estuviese cerca.” Y luego, en los versos siguientes, les prueba que esta
venida no es inminente, porque antes de ella han de suceder otras cosas que
allí pone: la apostasía y la rebelión, y la manifestación del hombre del
pecado, y se remite a las enseñanzas que sobre esto les habrá dado de palabra.
Y
el mismo Cristo dice expresamente que antes de su Advenimiento y de la
consumación se ha de predicar su Evangelio en todo el mundo (Mt. 24, 14). “Y será predicado este Evangelio del reino
en todo el mundo en testimonio a todas las gentes, y entonces vendrá la
consumación.” Así, pues, los Apóstoles no miraban como inminente la venida
del Señor. En realidad, ellos ignoraban el tiempo de la Parusía, puesto que:
3º)
La hora de la Parusía es ignorada de todos, como dice el mismo Cristo (Mt. 24,
36): “Aquel día y aquella hora nadie la
sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, sino sólo el Padre.” Claro está
que Cristo, Hijo de Dios, y un solo Dios con el Padre, que recibe del Padre
toda la naturaleza divina y el entendimiento y la ciencia divina y, en fin, todo
lo que tiene el Padre (Jn. 16, 15), sabe y conoce también el tiempo y la hora
de la Parusía. Y si se dice que no lo sabe, como en San Marcos (13, 32), ha de
entenderse que no lo sabe para comunicarlo y revelarlo a los hombres, según lo
declaró ya San Gregorio Magno (590-604) contra los agnoetas. Porque siendo Él,
como es, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, Él comunica a este
Cuerpo Místico la potestad, la doctrina y la gracia.
Mas
este conocimiento del tiempo de la Parusía no lo comunica ni lo revela y, por
lo tanto, este conocimiento no pertenece en modo alguno al depósito de la
revelación. De donde se sigue que los Apóstoles que, como tales, no predicaban
sino lo contenido en el depósito de la revelación, la doctrina que habían
recibido de Cristo, no pudieron en modo alguno, ni en sus enseñanzas
apostólicas, ni en sus escritos inspirados señalar o precisar el tiempo y hora
de la Parusía.
Recientemente
con este motivo se suscitaron algunas opiniones erróneas o inexactas que
motivaron algunas decisiones de la Santa Sede. Porque unos, fundándose quizá en
el texto citado de San Marcos (13, 32) o, más bien, en las sentencias u
opiniones de algunos Santos Padres, pretendieron limitar la extensión de la
ciencia humana de Cristo.
Contra
los cuales la Suprema Congregación del
Santo Oficio dio el decreto del 5 de junio de 1918, en el cual, entre
otras, prohíbe enseñar esta proposición: “No
es cierta la sentencia que afirma que el alma de Cristo no ignoró nada, sino
que desde el principio conoció en el Verbo todas las cosas presentes, pasadas y
futuras, o sea todo lo que Dios conoce por la ciencia de visión.” Luego, al
contrario, podemos afirmar con certeza que el alma de Cristo no ignoró nada,
sino que desde el principio conoció en el Verbo todas las cosas presentes,
pasadas y futuras.
El
otro error se refiere a las afirmaciones de los Apóstoles y, en especial, de
San Pablo acerca de la Parusía. Dijeron, pues, algunos, que los Apóstoles y, en
particular San Pablo, en sus escritos inspirados, aunque sin enseñar ningún
error, expresaban o podían expresar su propio sentir acerca de la proximidad de
la Parusía. Mas la Comisión Bíblica
Pontificia, en sus respuestas del 18 de junio de 1915, dio las siguientes
decisiones:
1ª)
Que a ningún exégeta católico le es permitido afirmar que los Apóstoles, si
bien bajo la inspiración del Espíritu Santo no enseñan error alguno, expresan
no obstante sus propios sentimientos humanos, en los que puede deslizarse error
o engaño.
2ª)
Que, considerada de una parte la verdadera noción del ministerio apostólico y
la fidelidad de San Pablo en su misión apostólica, y de otra parte, el dogma de
la inspiración, según el cual todo lo que afirma, enuncia o insinúa el escritor
sagrado, lo afirma, enuncia e insinúa el Espíritu Santo; examinados, además,
los textos de las cartas de San Pablo y su modo de hablar, que concuerda con el
de Cristo Señor Nuestro, debe afirmarse que San Pablo en sus escritos no dijo
nada que no esté conforme con aquella ignorancia del tiempo de la Parusía, que,
según dijo Cristo, es propia de los hombres.
3ª)
Que en ningún modo hay que rechazar como rebuscada o destituida de todo
fundamento la interpretación tradicional fundada en la recta inteligencia del
texto griego y en la interpretación de los Santos Padres, y en especial de San
Juan Crisóstomo, sobre el capítulo cuarto de la primera carta a los
Tesalonicenses, en los versículos 15-17. Es de advertir que en este texto se
fundaban principalmente los de la opinión contraria que rechaza la Comisión
Bíblica. Describe este texto la Parusía, y dice así: “El mismo Señor, con imperio y con voz de Arcángel y con trompeta de
Dios, bajará del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Después
nosotros, los que vivimos, los que quedamos, juntamente con ellos seremos
arrebatados en las nubes a recibir al Señor en el aire” (1 Tes. 4, 16-17).
De
este texto pretendían deducir que San Pablo pensaba que la Parusía había de ser
muy pronto viviendo todavía él o viviendo los Tesalonicenses, a quienes
escribía la carta. Mas el texto griego no dice: “Nosotros, los que vivimos”,
los que quedamos, sino que lo dice en participio: “Nosotros, los vivientes”,
esto es, los que vivieren, los que quedaren. No dice, pues, ni insinúa que la
Parusía había de ser pronto o que él o los Tesalonicenses habían de verla.
4ª)
Por último, la hora de la Parusía será también súbita e inesperada. El día del
Señor vendrá como el ladrón. Así lo dicen San Pedro, 2 Pe. 3, 10, y San Pablo,
1 Tes. 5, 2, y San Juan en su Apocalipsis, 16, 15, y el mismo Cristo, en su
Evangelio, compara el tiempo de la Parusía con los días de Noé y con los días
de Lot, Lc. 16, 26-30: “Y como sucedió en
los días de Noé, así será en los días del Hijo del hombre. Comían y bebían, tomaban
esposas y se casaban, hasta el día que entró Noé en el arca: y vino el diluvio,
y los hizo perecer a todos. Y asimismo, como sucedió en los días de Lot; comían
y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban. Mas el día que salió Lot
de Sodoma llovió fuego y azufre del cielo y los hizo perecer a todos. Así,
pues, será el día en que apareciere el Hijo del hombre” (Mt. 24, 38-39).
Será su venida inesperada como un lazo que vendrá sobre todos los que habitan
en la tierra (Lc. 21, 35); será súbita como el rayo que sale del Oriente y se muestra
hasta el Occidente (Mt. 24, 27; Lc. 17, 24).
Podría
sí preguntarse cómo es que la venida de Cristo podrá ser inesperada, siendo así
que han de precederle tantas señales como veremos luego. A esto se responde que
será inesperada, según dice el mismo Cristo, como fue inesperado el diluvio en
los tiempos de Noé. Porque no faltaban ciertamente entonces señales y
predicciones del diluvio. Y el mismo Noé que se lo anunciaba y que por orden de
Dios construía aquella gran arca, para salvarse en ella con su familia y los
animales, qué otra cosa era sino una predicción viviente y continua del castigo
de Dios.
Pero
los hombres no hicieron caso de aquellas predicciones (2 Pe. 3, 20) y se fueron
acostumbrando a ellas, y así cuando vino el diluvio les cogió desprevenidos. Y
esto mismo sucederá con el advenimiento de Cristo que, al ver las señales
próximas de su venida, la mayor parte de los hombres, acostumbrados a juzgar de
las cosas con criterio meramente natural, mirarán aquellas señales como
fenómenos de la naturaleza, como efectos de la corrupción y perversidad humana,
y así la venida de Cristo les cogerá de improviso y desprevenidos.
Señales de la Parusía
Aunque
Cristo Señor Nuestro dijo que la hora de su Venida era desconocida, dio, con
todo, a sus discípulos, y en ellos a nosotros, algunas señales por las que
pudiese de algún modo vislumbrarse la proximidad de su Venida. Estas señales
son de diversas clases; las unas remotas, las otras próximas; unas en el cielo,
otras en la tierra; unas en la naturaleza, otras en la sociedad humana. Hablaremos
primero de las remotas y generales, luego de las próximas y más especiales y
determinadas.
Señales remotas
Señales
remotas de la venida de Cristo son:
1ª)
Las guerras, hambres, pestes, terremotos, de las cuales, dice: “Oiréis guerras y rumores de guerras: mirad
que no os turbéis, porque es menester que todo esto acontezca, mas aún no es el
fin. Porque se levantará gente contra gente y reino contra reino, y habrá
pestilencias y hambres y terremotos. Y todas estas cosas son los comienzos de
los dolores.” (Mt. 24, 6-7; Mc. 13, 7-8; Lc. 21, 9-11).
2ª)
Las persecuciones y martirios de los Apóstoles y de los Siervos de Dios, de que
dice: “Entonces os entregarán para ser
afligidos y os matarán; y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de
mi nombre.” (Mt. 24, 9; Mc. 13, 13; Lc. 21, 12).
3ª)
Los escándalos y persecuciones y martirios, los odios y discordias: “Y muchos entonces serán escandalizados, y
se entregarán unos a otros, y unos a otros se aborrecerán.” (Mt. 24, 10;
Mc. 13, 12; Lc. 21, 16-19).
4ª)
La seducción de los falsos profetas, como fue, por ejemplo, Mahoma: “Y muchos falsos profetas se levantarán y
engañarán a muchos.” (Mt. 24, 11).
5ª)
“Consecuencia de todo esto será el
acrecentarse la maldad y el enfriarse la caridad: Y por haberse acrecentado la
maldad se enfriará la caridad de muchos. Mas el que perseverare hasta el fin,
este será salvo.” (Mt. 24, 12, 13).
6ª)
“Jerusalén será destruida y será hollada
y conculcada por las gentes hasta que se cumplan los tiempos de las naciones.”
(Lc. 21, 20-24).
7ª)
La predicación del Evangelio por todo el mundo: “Y será predicado este Evangelio en todo el mundo, en testimonio a
todas las gentes; y entonces vendrá la consumación.” (Mt. 24, 14).
Señales próximas en el
mundo
1ª)
Voces o rumores acerca de la próxima venida de Cristo, de los cuales dijo el
mismo Cristo Jesús: “Entonces si alguno
os dijere: aquí está el Cristo o allí, no lo creáis; porque se levantarán
falsos Cristos y falsos profetas, y darán grandes señales y harán prodigios, de
suerte que engañarán, si es posible, aun a los mismos escogidos. Así, que si os
dijeren: He aquí que en el desierto está, no lo creáis; he aquí que está en los
recintos, no lo creáis. Porque como el relámpago sale del Oriente y se muestra
hasta el Occidente, así será también la venida del Hijo del hombre.” (Mt.
24, 23-26; Mc. 21. 22; Lc. 17, 23-24).
2ª)
Otra señal será, según las palabras de Cristo ya citadas, la aparición de
falsos Cristos y falsos profetas, que no serán como Mahoma, que no hizo ningún
milagro, sino que harán prodigios o portentos fingidos y aparentes, con los
cuales inducirán a error y engañarán a los hombres.
3ª)
El espíritu de apostasía e irreligión y de rebelión de que habla San Pablo en
su segunda carta a los Tesalonicenses (2, 3).
4ª)
La venida de los dos testigos que, según la interpretación de muchos Santos
Padres, son Elías y Enoc. La venida de Elías se predice expresamente en la
profecía de Malaquías (4, 5-6): “He aquí
que yo os envío a Elías el profeta, antes que venga el día del Señor grande y
terrible. Él convertirá el corazón de los padres a los hijos y el corazón de
los hijos a los padres; no sea que yo venga y hiera la tierra con destrucción.”
Y el mismo Cristo Jesús predijo también la futura venid de Elías (Mt. 17, 11): “Elías vendrá y restituirá todas las cosas.”
Elías y Enoc, pues, predicarán a los judíos y a los gentiles. Estos dos
testigos, según dice San Juan, enviados por Dios, predicarán y profetizarán por
mil doscientos sesenta días, vestidos de sacos:
“Y si alguno les quisiere dañar, sale fuego de su
boca, y devora a sus enemigos. Y si alguno les quisiere dañar, es preciso que
así sea él muerto. Y éstos tienen poder para cerrar el cielo, que no llueva en
los días de su profecía, y tienen poder sobre las aguas para convertirlas en
sangre, y para herir la tierra con toda plaga cuantas veces quisieren. Y cuando
hubieren acabado su testimonio (esto es, después
de los mil doscientos sesenta días), la
bestia que sube del abismo (esto es el Anticristo) hará guerra contra ellos y los vencerá y matará, y sus cuerpos yacerán
en la plaza de la ciudad grande, que se llama espiritualmente Sodoma y Egipto
donde su Señor fue crucificado. (Es la ciudad de Jerusalén, pero no la
llama así a causa de su maldad). Y los de
los diversos pueblos y tribus y lenguas y gentes, verán sus cuerpos tres días y
medio, y no permitirán que sus cuerpos sean puestos en sepulcros. Y los
moradores de la tierra se alegrarán sobre ellos y se regocijarán y se enviarán
regalos unos a otros, porque estos dos profetas atormentaron a los que moran
sobre la tierra. Mas después de tres días y medio entró en ellos espíritu de
vida enviado de Dios y se alzaron sobre sus pies, cayó gran temor sobre los que
los vieron. Y oyeron una gran voz desde el cielo que les decía: Subid acá, y
subieron al cielo en una nube y sus enemigos los vieron. Y a la misma hora fue
un gran terremoto en toda la tierra, y cayó la décima parte de la ciudad, y
murieron en el terremoto 7.000 hombres y los demás, llenos de temor, dieron
gloria al Dios del cielo” (Ap. 11, 3-13).
5ª)
En fin, otra señal será el Anticristo, llamado así por antonomasia, el que San
Pablo llama hombre de pecado o de rebelión e hijo de perdición, “el que se opone y se levanta contra todo lo
que se llama Dios o que se adora, hasta el punto de sentarse él en el templo de
Dios y mostrarse y aparecer como si fuese Dios; aquel inicuo, cuya venida será,
según la operación de Satanás, con grande poder y con señales y milagros
mentirosos y con todo engaño de iniquidad” (2 Tes. 2, 3-9).
Esta
es la bestia de que habla San Juan en el Apocalipsis, capítulo trece (no que
haya de ser una bestia, sino un hombre malo), la bestia a quien el dragón (el
demonio) le dio todo su poder y su trono y su potestad y una de sus cabezas
como herida de muerte, y la herida de muerte fue curada, “y se admiraron las gentes de toda la tierra y adoraron al dragón que
dio la potestad a la bestia, y adoraron a la bestia, diciendo: ¿Quién es
semejante a la bestia? Y ¿quién podrá pelear con ella?” Cuatro cosas dice
San Juan que se le dieron a la bestia, permitiéndolo así Dios.
–
Diósele potestad de obrar durante cuarenta y dos meses (o sea tres años y medio
o mil doscientos sesenta días, como se dice en otros textos).
–
Diósele una boca que habla grandezas y blasfemias; “y prorrumpió en blasfemias contra Dios para blasfemar su nombre y su
tabernáculo y a los que moran en el cielo.”
–
Diósele, por permisión divina, el hacer la guerra contra los santos y el
vencerlos.
–
Diósele, en fin, potestad pobre toda tribu y pueblo y lengua y gente: “y le adoraron todos los habitantes de la
tierra; todos aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida
del cordero que fue inmolado desde el principio del mundo.”
A
esta bestia, el Anticristo, se añade la segunda bestia, el Falso Profeta, que
será como lugarteniente del Anticristo. Dice, pues, San Juan, que vio otra
bestia que tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como el
dragón:
“Y ésta ejercía el poder de la primera bestia en
presencia de ella, y hacía que la tierra y los habitantes de ella adorasen a la
primera bestia, cuya herida de muerte fue curada. Y hacía grandes señales,
hasta el punto de hacer bajar fuego del cielo a la tierra delante de los
hombres, y con las señales que hacía engañaba a los moradores de la tierra,
mandándoles que hiciesen una imagen de la bestia, que tenía la herida de
muerte, y vivió (el Anticristo). Y fuele dado que diese espíritu a la imagen de la bestia (sin duda,
por arte diabólico) para que la imagen de
la bestia hable. Y hará que cualesquiera que no adoraren la imagen de la bestia
sean muertos. Y hará que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y
siervos, se pongan una marca en su mano derecha o en sus frentes, y que ninguno
pueda comprar ni vender, sino el que tenga la señal o el nombre de la bestia o
el número de su nombre. Y este número es seiscientos sesenta y seis.” Sin
duda, este número es simbólico, como dan a entender las palabras de San Juan
(Ap. 13, 12-18).
Tal
es el carácter del Anticristo y del Falso Profeta y tal es la terrible
persecución que levantarán contra los buenos. Algunos de estos rasgos
característicos del Anticristo, las blasfemias o palabras contra el Altísimo,
el conculcar los santos del Altísimo, los hallamos también en la profecía de
Daniel sobre las cuatro bestias (Dn. 7, 23-28). Según esto, será, pues, el
Anticristo un rey poderoso que recibirá la potestad del dragón o del diablo,
por permisión divina, que tendrá por lugarteniente al Falso Profeta y reinará
en toda la tierra y será adorado por todos los habitantes de ella menos por los
escogidos, los que tienen sus nombres escritos en el libro de la vida del
Cordero; y por eso perseguirá a los santos, mas no sin castigo de Dios; pues
como allí mismo se dice: “El que lleva a
otros en cautividad irá él en cautividad; el que a cuchillo matare, es preciso
que a cuchillo sea muerto” (Ap. 13, 10).
Mas
no será el Anticristo el único rey en la tierra, puesto que San Juan habla
también de otros diez reyes que tendrán poder juntamente con la bestia, los
cuales tienen un mismo consejo y darán su poder y su autoridad a la bestia (Ap.
17, 12-13).
Habrá
entonces otras calamidades y plagas o castigos de Dios que describe San Juan en
el capítulo 16, y habrá también grandes guerras. Porque los diez reyes y la
bestia o el Anticristo, tomarán y asolarán é incendiarán la ciudad de
Babilonia, metrópoli del vicio, la gran ciudad que tiene su reino sobre los
reyes de la tierra y con la cual prevaricaron los reyes de la tierra (Ap. 17),
cuya ruina y castigo se describe en Ap. 18. Por fin, se juntarán los reyes y el
Anticristo para pelear contra el Cordero (Cristo) y el Cordero los vencerá
porque Él es el Señor de los señores y el Rey de los reyes; y los que están con
Él son llamados, escogidos y fieles (Ap. 17, 14).
Y
así, dice San Juan que vio tres espíritus inmundos a manera de ranas que
salieron de la boca del dragón y de la boca de la bestia y de la boca del pseudoprofeta,
y que hacían señales para ir a los reyes de la tierra y de todo el mundo para
congregarlos para la batalla de aquel gran día de Dios Todopoderoso. Y los
congregó en el lugar que en hebreo se llama Armagedón (Har Mageddo: “montaña de Megido”).
No
es probable que el Anticristo y los reyes y ejércitos se junten para pelear
contra Cristo en su persona, puesto que Cristo estará aún en el cielo; sino más
bien para pelear contra Cristo en la persona de sus siervos y seguidores; lo
cual parece indicar que se habrá formado ya un núcleo de resistencia, de
partidarios de Cristo contra el Anticristo. Probablemente se habrá formado este
núcleo en Jerusalén, quizá entre los judíos convertidos por Elías, y esto
parece indicarlo el profeta Zacarías, capítulos doce y catorce, pues dice que
el Señor reunirá todas las gentes en batalla contra Jerusalén, y la ciudad será
tomada y saqueadas sus casas y la mitad de la ciudad irá en cautiverio. Y
saldrá el Señor y peleará con aquellas gentes como en el día de su batalla.
“Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte
de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente; y el monte de los
Olivos se partirá por en medio, hacia el oriente y hacia el occidente, haciendo
un valle muy grande”; y luego añade: “Y acontecerá que en ese día no habrá luz
clara, ni oscura. Será un día, el cual es conocido de Jehová, que no será ni
día ni noche; pero sucederá que al caer la tarde habrá luz.” (Zac. 14, 4; 6-7).
Y
esto mismo se insinúa en la profecía de Joel, capítulo 3, donde dice que el
Señor juntará todas las gentes y las hará descender al valle de Josafat, a
causa de su pueblo y de Israel, su heredad. Cuando, pues, el Anticristo con sus
reyes y sus partidarios se junten para pelear contra el Cordero, esto es,
contra los seguidores de Cristo, los judíos convertidos y sus auxiliares,
entonces bajará el mismo Cristo para defender a los suyos, para vencer y
quebrantar y derrocar al Anticristo, y entonces será la Parusía.
Señales próximas en el
cielo
A
estas señales próximas de la Parusía en el mundo o en la sociedad humana, se
juntarán otras señales en el cielo, que predijo Cristo en su Evangelio y
tráelas también Joel en su profecía. Y luego, después de la aflicción de
aquellos días (la aflicción y persecución del Anticristo a la que alude el
Señor en Mt. 24, 21-22), el sol se oscurecerá y la luna no dará su luz, y las
estrellas caerán del cielo y las virtudes del cielo serán conmovidas (Mt. 24,
29; Mc. 13, 24-25). Señales semejantes antes del día del Señor las traen
también Isaías y Joel en sus profecías (Is. 13, 9-11; Jl. 2, 30-31; 3, 15).
Carácter de la Parusía
Antes
de hablar de la misma Parusía o Segunda Venida de Cristo, bueno es que
examinemos el carácter y el fin de esta Venida. En la Sagrada Escritura suele
esta Venida compararse con la siega, después de la cual se separa el trigo de
la cizaña, como en la parábola de la cizaña (Mt. 13, 24-30; 36-43), y asimismo
en Mc. 4, 26-29; y en el Apocalipsis se describe al Hijo del hombre que viene
sobre las nubes con corona de oro en la cabeza y con una hoz en la mano como
para segar (Ap. 14, 14-20).
Compárase
con la trilla, y así San Juan nos pinta a Cristo con el ventalle en la mano
para limpiar el trigo y separarlo de la paja (Mt. 3, 11-12). Compárase con la
pesca, después de la cual se escogen los peces buenos y se separan de los malos,
como en la parábola de la red (Mt. 13, 47-50) y en la segunda pesca milagrosa
(Jn. 21, 6-11). Compárase a un banquete nupcial al que son convidados muchos,
pero muchos se excusan, y del cual son excluidos los indignos, como en la parábola
de los convidados (Mt. 22, 1-14; Lc. 14, 16-24; Ap. 19, 9) y en la de las vírgenes
prudentes y necias (Mt. 25, 1-13). Compárase con un señor, un rey que se va a
conquistar y a tomar posesión de su reino, y que vuelve y pide cuenta a sus
siervos del empleo de los talentos que les dejó (Mt. 25, 14-30; Lc. 19, 12-27).
Compárase a un pastor que discierne y separa su ganado, los cabritos de las
ovejas (Mt. 25, 31-46). Descríbese, en fin, como una guerra contra los enemigos
y rebeldes, como aparece en Mt. 22, 7; Lc. 19, 14-27, y más claramente en Joel
3, 2; 9-13; Zac. 14, 2-4, y en Ap. 19, 11-21. Tiene, pues, la Parusía o Venida
de Cristo un triple aspecto o carácter:
1°)
Carácter de juicio, de discreción y separación de buenos y malos, y de justa
remuneración y retribución de unos y de otros, como en algunos de los textos ya
citados y en algunos otros (Mt. 16 28; Rm. 2, 5-10; 1 Cor. 3, 13-15; 2 Cor. 5,
10; 2 Tes. 1, 7-10.
2°)
Carácter de guerra para quebranto y destrucción de los malos.
3°)
Carácter de auxilio y socorro y salvación para los buenos, como dice San Pablo
en su carta a los Hebreos 9, 28. Cristo se ofreció una vez para quitar los
pecados de muchos (en su primera Venida), la segunda vez sin pecado (esto es,
sin ofrecerse por el pecado) aparecerá a los que esperan en Él para la salud.
De
ahí es que el mismo Cristo propone su venida como un bien y motivo de consuelo
para loa justos, como dice en San Lucas 21, 28. “Y cuando comenzaren a hacerse estas cosas (las señales próximas de
la Parusía de que habló antes), mirad y
alzad vuestras cabezas, porque ya está cerca vuestra redención… Mirad la
higuera y todos los árboles. Cuando ya brotan, viéndolos, entendéis de ahí que
ya está cerca el verano. Así también vosotros cuando viereis que acaecen estas
cosas, sabed que ya está cerca el Reino de Dios.”
Según
eso, pues, será la Parusía juicio o separación y debida retribución de los
buenos y los malos; ruina y destrucción de los malos, un banquete de las bodas
del Cordero Cristo Jesús con la Santa Iglesia su esposa, al que serán admitidos
los buenos. Pero veamos más en particular los diversos pormenores de la
Parusía.
Venida gloriosa de Cristo
La
Parusía no es otra cosa, según dijimos, sino la segunda venida de Cristo.
Vendrá Cristo Jesús del cielo adonde subió en su gloriosa ascensión (Act. 1,
9-11), mas no vendrá como vino la primera vez cuando el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros, cuando nació de Santa María Virgen en el portal de Belén
y fue reclinado en un pesebre, cuando, en fin, se hizo en todo semejante a los
hombres menos en el pecado, de tal suerte que era tenido por el hijo del
carpintero; antes vendrá y aparecerá con gloria, con la gloría y esplendor de
su divinidad como Él mismo dijo a sus apóstoles. Y entonces, esto es, después
que el sol se oscurecerá y la luna no dará su luz y las estrellas caerán,
entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre (probablemente la Cruz), y
entonces lamentarán todas las tribus de la tierra y verán al Hijo del hombre
venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria (Mt. 24, 30; Mc. 13,
26, y Lc. 21, 27); y lo mismo dijo el Señor a Caifás: “Desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra de la
virtud de Dios y venir sobre las nubes del cielo” (Mt. 26, 64).
Y
del mismo modo se describe la Venida de Cristo en Apocalipsis 1, 7 y en la
primera carta a los Tesalonicenses 4, 16 donde dice San Pablo que el Señor, con
voz de imperio y con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del
cielo. Pero entre todas campea la descripción que de esta Venida nos hace el
Apóstol San Juan en el capítulo diecinueve del Apocalipsis, en donde lo
describe como rey guerrero que va a pelear contra el Anticristo, que juntó sus
tropas para pelear con el Cordero, según vimos antes.
Dice,
pues, así: “Y vi el cielo abierto, y he
aquí un caballo blanco, y el que estaba sentado en el caballo es llamado Fiel y
Veraz, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos como llama de fuego y sobre su
cabeza muchas coronas y tiene un nombre escrito que nadie lo sabe sino Él, y
estaba vestido de una ropa teñida en sangre, y llámase su nombre el Verbo de
Dios, y los ejércitos del cielo le seguían, sobre caballos blancos, vestidos de
lino finísimo, blanco y limpio, y de su boca sale una espada aguda, para herir
con ella las gentes; y Él las regirá con vara de hierro, y Él pisa el lagar del
vino del furor y de la ira de Dios Omnipotente, y en su vestidura y en su muslo
tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de los señores” (Ap. 19,
11-16).
Escolta de Cristo
Pero
Cristo no vendrá solo. Como Rey que es, vendrá acompañado de su corte. Ya San
Juan en el texto anteriormente citado nos le presenta seguido de los ejércitos
del cielo. Vendrá el Señor acompañado de sus Ángeles, como Él mismo indicó al
explicar la parábola de la cizaña (Mt. 13, 41); y más claramente lo dijo en
otra ocasión: “El Hijo del hombre vendrá
en la gloria de su Padre con sus Ángeles, y entonces dará a cada uno según sus
obras” (Mt. 16, 27).
Asimismo
en los textos evangélicos en que describe su venida dice que enviará sus
Ángeles con trompeta y con gran voz a congregar sus escogidos (Mt. 24, 31, y
Mc. 13, 27). Y San Judas en su carta trae unas palabras de Enoc, que dice: “He aquí que el Señor viene con sus santas
miríadas a hacer juicio contra todos y a convencer a los impíos acerca de todas
las obras de su impiedad, que hicieron impíamente, y de todas las cosas duras
que hablaron contra Dios los pecadores impíos” (Jud. 14-15).
Resurrección de los
santos y congregación de los escogidos
Seguiráse
después la resurrección de los santos. Verdad es que acerca de este punto no
están de acuerdo los teólogos e intérpretes, pues que comúnmente dicen que la
resurrección ha de ser de todos juntos y a un mismo tiempo. Pero esto ha de
entenderse de la resurrección general. Mas esta resurrección particular de los
Santos será como un privilegio, y así como resucitó Cristo y con Cristo
resucitaron también otros santos, como dice San Mateo (27, 52-53), los cuales
probablemente, como siente Santo Tomás (S. Th. Sup., 3 p., q. 77, a. 1, ad 3),
no volvieron a morir, así también puede admitirse que cuando aparecerá Cristo
en su segunda venida para destruir el Anticristo, resucitarán por privilegio,
no todos los Santos, sino solamente algunos.
“Vendrá, pues, el Señor sobre las nubes y acompañado
de sus Ángeles con gran poder y majestad, y enviará sus Ángeles con gran voz y
con sonido de trompeta y congregarán sus escogidos de los cuatro vientos desde
un confín de los cielos hasta el otro confín” (Mt.
24, 31 y Mc. 13, 27). ¿Pero, quiénes son estos escogidos, y de dónde y adónde
se han de congregar?
Estos
escogidos de que habla aquí el Señor son de la tierra y de la tierra se han de
tomar, y así parecen indicarlo claramente aquellas palabras que añadió después:
“Entonces dos estarán en el campo, el uno
será tomado y el otro será dejado; dos estarán moliendo en una muela, la una
será tomada y la otra será dejada” (Mt. 24, 40-41 y Lc. 17, 34-35).
Pero,
¿para qué serán tomados y adónde han de ir? Eso mismo preguntaron los
discípulos a Cristo: “¿Adónde, Señor?”
Y Él les dijo: “En donde quiera que
estuviere el cuerpo allí se congregarán las águilas” (Lc. 17, 37), que es
como si dijera, así como las águilas o los buitres se congregan alrededor del
cuerpo, así los escogidos se reunirán y juntarán alrededor de Cristo glorioso.
De
esta congregación de los escogidos habla también San Pablo en su primera carta
a los Tesalonicenses, pero advierte que ha de preceder a ésta la resurrección
de los que murieron en el Señor. Y así dice: “El mismo Señor, con imperio y con voz de arcángel y con trompeta de
Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero;
después nosotros los vivientes, los que quedemos junto con ellos, seremos arrebatados
en las nubes por el aire al encuentro del Señor, y así estaremos siempre con el
Señor” (1 Tes. 16, 17). Y lo mismo dice en la primera carta a los
Corintios. Dice que tocará la trompeta y los muertos resucitarán incorruptos, y
nosotros (esto es, los que estuvieren vivos), seremos transformados.
Según
esto, distingue San Pablo claramente a la venida de Cristo dos clases o suertes
de justos que se le juntarán. Los unos serán los muertos que resucitarán
primeramente, resucitarán incorruptos; los otros serán los vivos, los cuales no
morirán, sino que serán transformados de mortales y corruptibles en
incorruptibles e inmortales, y juntamente con los otros serán arrebatados por
el aire sobre las nubes al encuentro de Cristo.
Pero,
¿quiénes serán estos mortales tan dichosos que resucitarán entonces o serán
transformados? ¿Serán todos los justos muertos? ¿Serán todos los justos vivos? San
Pablo habla en términos generales, aunque no dice expresamente que hayan de ser
todos los justos. Los textos evangélicos hablan de los escogidos, dicen que los
Ángeles congregarán los escogidos, pero no dicen ni dan a entender que éstos
sean todos los justos o predestinados. Y así de los dos que estarán en un campo
dicen que el uno será tomado con Cristo, y el otro será dejado; no dicen que
este otro será condenado, sino que será dejado.
¿Quiénes,
pues, serán estos justos escogidos, que serán tomados y arrebatados para que se
junten con Cristo en su venida? Si, como es probable, la resurrección de los
justos de que habla San Pablo en su primera carta a los Tesalonicenses, es la
que San Juan llama en el Apocalipsis la primera resurrección, entonces los
resucitados, los escogidos son los que allí dice San Juan. Dice que vio las
almas de los degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios y
los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen ni recibieron su marca o
señal, en su frente o en su mano: y vivieron y reinaron con Cristo mil años.
Los otros muertos no vivieron hasta que se cumplan los mil años. Esta es la
primera resurrección.
Este
texto de San Juan parece indicar dos clases o suertes de escogidos, los unos
son los degollados por el testimonio de Jesús, esto es, los mártires, o todos o
algunos, y en primer lugar los Apóstoles a los cuales prometió el mismo Cristo
que en la regeneración se sentarían sobre doce tronos para juzgar a las doce
tribus de Israel; los otros son los que no adoraron a la bestia ni recibieron
su señal, aunque no hayan sido martirizados sino que estén vivos, pues, de lo
contrario, no había para qué distinguirlos de los mártires. Y de los unos y de
los otros, dice San Juan, que vivieron; de los mártires porque resucitaron, de
los otros porque, aunque estaban vivos, fueron transformados y comenzaron a
vivir vida incorruptible e inmortal.
Derrota y destrucción del
Anticristo
Efecto
de la Venida de Cristo será también la destrucción del Anticristo y en general
de todas las potestades antiteocráticas, que se oponen al gobierno de Dios.
Vimos ya que el Anticristo ha de reunir sus reyes y sus ejércitos en Armagedón
para pelear contra el Cordero. Entonces, pues, vendrá Cristo a destruirle y a
salvar y librar a los suyos.
Así
lo dijo ya Zacarías, según vimos, que: saldrá el Señor y peleará contra
aquellas gentes enemigas de Jerusalén, y se afirmarán sus pies en el Monte de
los Olivos (Zac. 14, 3-4). Y más claramente San Pablo en su segunda carta a los
Tesalonicenses. “Y entonces se
manifestará aquel inicuo, al cual el Señor matará con el soplo de su rostro y
lo destruirá con el resplandor de su venida” (2 Tes. 2, 8).
Y
San Juan en el Apocalipsis dice lo mismo. Después de describir a Cristo Rey de
reyes y Señor de señores montado sobre un caballo blanco, sus ojos como llama
de fuego, en su cabeza muchas coronas, saliendo de su boca una espada aguda
para herir con ella a las gentes, y seguido de los ejércitos y escuadrones
celestiales, dice:
“Y vi a la bestia (el
Anticristo) y a los reyes de la tierra
congregados para hacer guerra contra el que estaba sentado sobre el caballo y
contra su ejército. Y fue presa la bestia y con ella el pseudoprofeta, el que
hacía delante de ella las señales con que engañó a los que recibieron la señal
de la bestia y adoraron su imagen. Ambos fueron echados vivos en un lago de
fuego ardiendo en azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de
la boca del que estaba sentado sobre el caballo, y todas las aves se hartaron
de las carnes de ellos” (Ap. 19, 19-21).
Junto
con esta derrota y destrucción del Anticristo y de las potestades
antiteocráticas terrenas, parece probable, según veremos luego, que ha de
ponerse también la atadura y encarcelamiento del diablo y de las potestades
infernales que San Juan pone a continuación:
“Y vi bajar del cielo un ángel, que tenía la llave del
abismo, y una gran cadena en su mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua
(la del paraíso), que es el diablo y Satanás y lo ató por mil años. Y lo arrojó al
abismo, y cerró y selló sobre él para que no engañe más a las gentes, hasta que
se cumplan mil años: y después de esto es necesario que sea desatado un poco de
tiempo” (Ap. 20, 1-3).
Y
a esto mismo parece que se refiere Isaías en su profecía cuando dice: “Ese día Yahvé pedirá cuentas al ejército de
los cielos, allá en lo alto (esto es, al diablo y a sus ángeles), y aquí abajo, a los reyes de la tierra (esto
es, el Anticristo y los otros reyes sus partidarios); los juntará a todos y los meterá en un calabozo, y serán encerrados
en la cárcel, y después de muchos días (los mil años de san Juan), recibirán su sentencia.”
Reino de los santos
Destruidas
las potestades antiteocráticas y encadenado y encarcelado el demonio, seguiráse
luego el reino de Cristo y de los Santos. Este reino predícelo el profeta
Daniel en el capítulo séptimo de su profecía, en el cual, después de describir
aquellas cuatro bestias que simbolizan cuatro imperios, después de describir
los diez cuernos que proceden de la cuarta bestia, que son diez reyes y el
undécimo cuerno (el Anticristo) que hablará palabras contra el Altísimo y
quebrantará a los santos del Altísimo y pensará que puede mudar los tiempos y
las leyes y serán entregados en su mano hasta tiempo, y tiempos y medio tiempo
(esto es, tres años y medio) añade que se sentará el juez y le quitarán su
señorío para que sea arruinado y destruido hasta el fin y para que el reino y
el señorío y la majestad de los reinos de debajo de todo el cielo sea dada al pueblo
de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino sempiterno, y todos los reyes
le servirán y obedecerán (al pueblo de los santos).
En
este texto se predice claramente que a la destrucción del Anticristo y de las
otras potestades antiteocráticas seguirá no sólo un triunfo, sino un reino de
Cristo y de los santos, un reino, que será sobre la tierra o debajo del cielo,
como dice Daniel, un reino en que el poder será del pueblo de los santos del
Altísimo, al cual pueblo todos los reyes servirán y obedecerán.
Es,
por consiguiente, muy probable que, inmediatamente después de la muerte del
Anticristo, no se acabará el mundo, sino que se seguirá todavía la Santa
Iglesia, el Reino de los Santos que ejercerá la soberanía sobre toda la tierra.
Y en este sentido interpretan el texto de Daniel los mejores y más renombrados
intérpretes, Maldonado, Mariana, Menoquio Tírini, Gaspar Sánchez, Cornelio a
Lapide y Kabenbauer. Véase, por ejemplo, lo que dice Cornelio a Lapide: “Entonces, destruido el reino del Anticristo,
la Iglesia reinará en toda la tierra y de los judíos y de los gentiles se hará
un solo redil con un solo pastor.” [1]
Resurrección Universal y
Juicio Final
Seguiráse
después la sublevación o rebelión de Gog y Magog contra la ciudad de los santos,
que es probablemente, según veremos, diversa de la persecución del Anticristo. Luego,
más tarde, el fuego de la conflagración, con el cual serán encendidos y
abrasados los cielos y los elementos, según dice el apóstol San Pedro en su
segunda carta (3, 7-12). Y, por fin, terminará todo con la resurrección última
y el juicio final.
Esta
resurrección y juicio lo describió Cristo a sus discípulos, según se refiere en
el Evangelio de San Mateo (25, 31-46): “Cuando
viniere el Hijo del hombre, en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará
en el trono de su gloria. Y se juntarán delante de Él todas las gentes y las
separará unas de otras como el pastor separa las ovejas de los cabritos: y
pondrá las ovejas a la mano derecha y los cabritos a la izquierda. Entonces
dirá el rey a los que estarán a su diestra: Venid, benditos de mi Padre, poseed
el reino preparado para vosotros desde el principio del mundo; porque tuve
hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber. Y le responderán
los justos diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer,
sediento y te dimos de beber? Y respondiendo el rey les dirá: En verdad os
digo, que cuantas veces lo hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicisteis. Entonces dirá el rey a los que estén a su izquierda:
Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que está preparado para el diablo y
para sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me
disteis de beber.” Y ellos le harán también la misma pregunta que los buenos y Él
les dará la misma respuesta: “En verdad os digo, que cuantas veces no lo
hicisteis con uno de estos pequeñuelos, tampoco conmigo lo hicisteis. E irán
estos al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.”
Se
contiene, pues, en esta descripción, el tribunal del juez, la congregación de
las gentes, la separación de buenos y malos, el examen de la causa, la
sentencia del juez y sus efectos, vida eterna y suplicio eterno. Más el examen
de la causa, que se ciñe y circunscribe a las obras de misericordia.
Otra
descripción del juicio final hallamos en el Apocalipsis (20, 11-15): “Y vi un gran trono blanco, y al que estaba
sentado en él, de delante del cual huyó la tierra y el cielo, y no fue hallado
el lugar de ellos. Y vi los muertos, grandes y pequeños, que estaban delante de
Dios, y los libros fueron abiertos: y otro libro fue abierto el cual es el de
la vida: y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en
los libros, según sus obras. Y el mar dio los muertos que estaban en él; y la
muerte y el infierno dieron los muertos que estaban en ellos; y fue hecho
juicio de cada uno según sus obras. Y el infierno y la muerte fueron echados en
el lago de fuego. Esta es la muerte segunda y el que no fue hallado escrito en
el libro de la vida, fue echado en el lago de fuego.”
Y
San Pablo (1 Cor. 15, 24-28) dice también que Cristo reinará hasta que ponga
bajo sus pies a todos sus enemigos, y la última de todas será destruida la
muerte: después de esto Cristo entregará su reino al Padre y entonces será Dios
todo en todos.
Por
último, como remate y complemento de todo, sucederán los cielos nuevos y la
tierra nueva de que habla San Pedro (2 Pe. 3, 13), en los cuales habita la
justicia, los nuevos cielos y tierra, que vio San Juan en el Apocalipsis y la
nueva ciudad de Jerusalén, que allí describe, que bajaba del cielo, de Dios,
dispuesta como una esposa ataviada para su marido, el tabernáculo de Dios con
los hombres, y morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios con
ellos será su Dios (Ap. 21, 1-27).
Duración del Reino de los
Santos
Hemos
visto que, según la predicción de Daniel (7, 26-27), inmediatamente después de
la muerte del Anticristo no se acabará el mundo, sino que seguirá la Iglesia,
compuesta de judíos y gentiles y extendida por toda la tierra, y los santos
ejercerán el poder y la soberanía y a ellos servirán y obedecerán todos los
reyes del orbe. Esta interpretación del texto de Daniel no es universalmente
reconocida, pero sí la más común y autorizada y más conforme a las palabras del
profeta.
Pero,
¿cuánto tiempo ha de durar este reino de los santos en la tierra? Esto es ya
objeto de discusión; del texto daniélico no puede sacarse nada, pues aunque
Daniel dice que su reino será sempiterno, es porque nos presenta este reino de
los santos en la tierra continuándose con el del cielo, el reino de los santos
anterior al juicio final, continuándose con el de después del juicio. Mas ahora
hablamos solamente del reino de los santos en la tierra, del reino de los santos
anterior al Juicio Final: y éste, claro está que no ha de ser eterno. Pero
¿cuánto tiempo ha de durar?
Algunos
intérpretes, aun de los que admiten el reino de los santos en la tierra, dicen
como Tirini, a Lapide y otros que este reino ha de durar breve tiempo; otros no
hablan de su duración; otros suponen o afirman que durará largo tiempo; y esto
último parece más conforme con la mente de Daniel, pues que nos presenta un
reino en la tierra, debajo del cielo, y lo contrapone a los otros cuatro reinos
antiteocráticos figurados por las cuatro bestias, que son, según la
interpretación común de los Santos Padres y de los buenos intérpretes, el reino
o imperio babilónico, el medo-persa, el griego y el romano.
Pero,
en fin, Daniel nada nos dice de la duración de este reino de los santos en la
tierra. Y, por consiguiente, de las palabras de Daniel no podemos sacar cuánto
durará, si breve, si largo tiempo. Si, pues, hay otro texto en la Sagrada Escritura
que nos determine de algún modo la duración del reino de los santos, la
sabremos, si no, no la sabremos.
En
este punto los milenaristas, fundándose en el Apocalipsis (20, 1-9), admitieron
después de la muerte del Anticristo un reino de Cristo y de los Santos en la
tierra que había de durar mil años. Pero los milenaristas eran de dos clases.
El milenarismo herético y judaizante, cuyo fundador fue Cerinto, de los que
admitían un reino de Cristo terreno con placeres y deleites materiales y
sensuales, o asimismo un reino judaizante en el que se restablecería la
circuncisión y los sacrificios, ritos y ceremonias de la ley mosaica.
El
otro milenarismo admitía un reino espiritual de Cristo y de los santos en la
tierra que había de durar mil años. Este otro milenarismo, aunque no fue
universalmente admitido, estuvo con todo muy extendido en los primeros siglos
de la Iglesia. Y así, milenaristas fueron San Papías, obispo de Hierápolis; San
Ireneo, obispo de Lion, Adv. Haer. (c. 32-36); San Justino mártir, Dialog. cum
Tryph. (n. 80), quien dice que muchos cristianos, aunque no todos, son del
mismo parecer; el Autor de la Epístola de Bernabé (t. 15), el de la Didascalia,
Tertuliano, Adv. Martion (L. 3, c. 24), San Victoriano, obispo Petavionense y
mártir, De Fabrica Mundi; San Metodio, Conviv. Decem Virginum (Or. 9, c. 5), y
Lactancio, Divinae Institut. (Lib. 7, c. 24), San Zenón, obispo de Verona (Lib.
2, Tract. 6) y otros.
Verdad
es que otros Santos Padres no admiten el milenarismo y aun positivamente lo
rechazan y combaten, pero, en general, atacan y combaten el milenarismo terreno
y carnal o el judaizante, mas no el de Ireneo y Papías. Y así, San Agustín (De
Civitate Dei, lib. 20, c. 7), dice: “Esta
opinión (la de los milenaristas)
sería tolerable si juzgasen que los santos en aquel sábado habían de gozar de
delicias espirituales por la presencia del Señor. Pues que también nosotros
fuimos en otro tiempo de esta opinión; mas como dicen que los que resucitaren
se entregarán a placeres carnales sin moderación alguna, esto no pueden creerlo
sino los carnales.” Por donde se ve que San Agustín rechaza el milenarismo
carnal.
Asimismo
San Jerónimo, acérrimo impugnador del milenarismo judaizante, dice del otro
milenarismo, en sus Comm. in Jer. (c. 19): “Y
aunque no sigamos esta opinión, con todo no podemos condenarla, porque muchos
varones eclesiásticos y mártires dijeron estas cosas.” Dos cosas son
también dignas de notarse. La primera es que la Santa Iglesia nunca ha
reprobado positivamente el milenarismo de los Santos Padres y mártires de que
habla San Jerónimo. La segunda, que los milenaristas más antiguos, como fueron San
Papías y San Ireneo, transmiten esta doctrina del reino milenario no como fruto
de sus interpretaciones escriturísticas, sino como enseñanzas recibidas de los
Apóstoles y de los varones apostólicos.
Con
todo, no puede negarse que en la doctrina milenarista se mezclaron y se
involucraron con frecuencia otros errores, que motivaron la condenación de
libros de autores milenaristas. Por eso, prescindiendo de todo lo demás,
trataremos solamente esta cuestión: ¿Puede o debe admitirse entre el Anticristo
y el juicio final un reino de mil años, tal cual lo describe San Juan al principio
del capítulo 20 del Apocalipsis? O, en otras palabras: El reino de Cristo y de
los santos, reino de mil años, que describe San Juan en el Apocalipsis (20,
1-7), ¿ha de ser posterior a la muerte del Anticristo? La respuesta más probable
parece que es la afirmativa, ya se miren las razones o indicios extrínsecos, o
ya se consideren los argumentos intrínsecos.
Vemos,
en efecto, que los milenaristas más antiguos son San Papías y San Ireneo, los
cuales apelan, como dijimos, a las enseñanzas apostólicas. Ahora bien, San
Ireneo es discípulo de San Policarpo, y San Policarpo y San Papías son
discípulos de San Juan Evangelista, el autor del Apocalipsis. ¿No es, pues, lo
más natural que en el Apocalipsis se halle la misma doctrina que enseñaban San
Papías y San Ireneo?
Además,
sabido es que muchos milenaristas se fundaban en este texto del Apocalipsis y, al
contrario, Eusebio de Cesarea, para rechazar el milenarismo, puso en duda la
inspiración del Apocalipsis y negó que fuese escrito por San Juan Evangelista. A
esto puede añadirse la comparación del texto del Apocalipsis con el de Daniel
ya citado (Dn. 7, 25-28). En uno y otro texto se describe la destrucción del
Anticristo (Dn. 7, 25-26; Ap. 19, 19-21). En uno y otro se predice un reino de
los santos (Dn. 7, 27; Ap. 20, 4).
El
reino de los santos en Daniel es posterior a la muerte del Anticristo; es, pues,
natural que el reino de los santos que se describe en el Apocalipsis (20, 4-6)
sea también posterior a la muerte del Anticristo. Pero vengamos ya a las
razones y argumentos intrínsecos y examinemos el mismo texto y la mente de San
Juan. Dos cosas principales dice el texto en cuestión:
1ª)
El encadenamiento y encarcelamiento del demonio. Vio el Ángel que ató al
demonio por mil años, y lo arrojó en el abismo y cerró y selló sobre él para
que no engañe más las gentes hasta que se cumplan mil años; después lo
desatarán un poco de tiempo.
2ª)
La resurrección y el reino de los santos con Cristo. Vio las almas de los
degollados por el testimonio de Jesús y par la palabra de Dios y los que no
adoraron a la bestia ni a su imagen, ni recibieron su señal en sus frentes y en
sus manos y vivieron y reinaron con Cristo mil años.
Todo
esto puede entenderse de dos modos:
1º)
Unos dicen: Todo esto ya se ha cumplido. El demonio fue encarcelado y
encadenado con la Encarnación o, mejor, con la Pasión de Cristo, porque
entonces fue vencido y ya no puede dañar sino a los que se le acercan. La
resurrección primera de que aquí habla San Juan es la entrada en el cielo de
las almas que gozan de la visión beatífica y reinan con Cristo y son
reverenciados y venerados en la tierra.
2º)
Otros, al contrario, dicen que nada de esto se ha cumplido: todo se ha de
cumplir después de la destrucción del Anticristo. Porque el demonio, aunque con
la Pasión de Cristo quedó vencido, no parece que esté atado y encerrado en el
abismo, como lo pinta aquí San Juan; antes, otros textos de la Escritura nos le
presentan muy suelto. Así, San Pablo dice que nuestra lucha no es contra la
carne y sangre, sino contra los principados y potestades, contra los señores
del mundo, de estas tinieblas, contra las malicias espirituales en los aires -esto
es, contra los demonios- (Ef. 6, 12); y San Pedro pinta al diablo como león rugiente
buscando a quien devorar (1 Pe. 5, 8). De manera que los Príncipes de los
Apóstoles no describen al diablo encerrado y aprisionado en el infierno.
Tampoco
parece que la que San Juan llama primera resurrección haya de entenderse de la
vida de gloria de las almas; porque la palabra resurrección, anástasis, suele decirse de los cuerpos
y no suele aplicarse a las almas y menos a su entrada en la gloria. Podrá
decirse que el alma resucita o se levanta del pecado a la vida de la gracia
(Ef. 5, 14); pero parece violento decir que el alma resucita al empezar su vida
de gloria, pues que sólo resucita lo que murió.
Además
de esto, San Juan dice claramente que vio a los que no adoraron a la bestia, ni
a su imagen, ni recibieron su señal, y que éstos vivieron y reinaron con Cristo
mil años; pero estos que no adoraron a la bestia, ni a su imagen son
contemporáneos del Anticristo que hacía adorar su imagen, como se dice en Ap.
13, 14; luego, si éstos reinaron mil años, estos mil años han de empezar a
contarse después de la destrucción del Anticristo.
Consideremos,
por fin, la mente de San Juan: cómo entendía San Juan este texto. En cuanto al
diablo, distingue él tres periodos:
1º)
Un primer período en que el diablo está en el cielo o en el aire luchando con
San Miguel hasta que es derribado en tierra, como se describe en Ap. 12, 3-9.
2º)
Un segundo período en que el diablo está en la tierra, período que comienza a
lo que parece poco antes de la aparición del Anticristo (Ap. 12, 13-18), y que
dura todo el tiempo de la persecución del Anticristo (Ap. 13, 4; 16, 13).
3º)
Por último, un tercer período en que el diablo está encerrado en el abismo; lo
cual no parece pueda ser sino después de la destrucción del Anticristo.
Y
en cuanto al reino de los santos, ¿qué piensa San Juan? Él dice expresamente
que han de reinar sobre la tierra (Ap. 5, 10). Pero ¿entiende que reinan ya
ahora sobre la tierra? Compárese Ap. 6, 9-11 con Ap. 20, 4-6, y la descripción
que hace de las almas de los mártires en uno y otro texto. En el primero de
ellos (6, 9-11) aparecen las almas de los mártires debajo del altar, clamando
al Señor con grandes voces y diciéndole: “¿Hasta
cuándo, Señor, no juzgas y no vengas nuestra sangre de los que habitan en la tierra?”
Y se les dieron sendas estolas blancas y se les dice que aguarden un poco de
tiempo, hasta que se complete el número de los mártires.
Y
¿quién dirá que, según la mente de San Juan, las almas que están aquí clamando
al Señor y pidiéndole juicio y venganza de los que viven en la tierra, y aguardando
a que se complete el número de los mártires, reinan ya sobre la tierra? Si
reinan ya, ¿qué piden entonces? ¿Por qué claman? ¿Qué aguardan? Se dirá que
piden la resurrección de sus cuerpos. Se podrá decir esto, pero no dice esto
San Juan, sino que piden juicio y venganza.
Cuán
diferente es el cuadro que nos presenta el capítulo 20, 4-6. Aquí ya no piden
ni claman; aquí los mártires han resucitado y reinan con Cristo; aquí son
sacerdotes de Dios y de Cristo y reinan con Él mil años. Son sacerdotes y el
sacerdote no es un alma, es un hombre, como dice San Pablo (Heb. 8, 3).
Distingue,
pues, San Juan claramente dos diversos períodos, uno antes del Anticristo,
antes que se complete el número de los mártires, en el cual las almas de los
mártires claman, piden, aguardan juicio y venganza (Ap. 6, 9-11); y otro
período, después de la destrucción del Anticristo, en que se les da el juicio y
los mártires, resucitados ya, son sacerdotes de Dios y de Cristo y reinan con él
mil años (Ap. 20, 4-6).
A
esto se añade que la persecución del Anticristo es muy diversa de la de Gog y
Magog, ni pueden en modo alguno confundirse. Porque la del Anticristo es una
persecución en que el Anticristo, que es rey, hace guerra a los santos y los
vence y los conculca (Ap. 13, 7 y Dn. 7, 25), pero la de Gog y Magog no es una
persecución, es una guerra y rebelión, en la cual los ejércitos de Gog y Magog
ponen cerco al campamento de los Santos y a la ciudad querida; pero no entran
en ella, pues baja fuego del cielo, de Dios, que los abrasa y consume.
Así
que, miradas y consideradas todas estas razones, parece más probable que el
reino de mil años que predice San Juan en su Apocalipsis ha de ponerse después
de la destrucción del Anticristo. Admitido esto, muchos puntos obscuros del
Apocalipsis se esclarecen; de lo contrario, este libro se convierte en un
tejido de incoherencias inexplicables. Y no sólo el Apocalipsis, sino muchos
otros textos bíblicos se esclarecen con esta explicación.
Afectivamente
admitido este reino, se explica por qué los Profetas con frecuencia, después de
describir el juicio, hablan del reino del Señor. Se explica, por ejemplo, por
qué Zacarías (c. 14), después de habernos descripto a las gentes que se juntan
para pelear contra Jerusalén y al Señor que baja en auxilio de Jerusalén a
pelear contra ellas (que, según vimos, es Cristo que viene a vencer y derrotar
al Anticristo), después de hablarnos de aquel día que es conocido de Dios (Zac.
14, 7 y Mt. 24, 36), y que no es día ni noche, después sigue en el v. 9: “Y será el Señor rey sobre toda la tierra:
en aquel día, será el Señor uno, y será su nombre uno”, y describe luego la
situación y la seguridad de Jerusalén.
Así
se explica por qué Joel (c. 3), después de haber descripto el juicio de Dios
contra las gentes, esto es contra el Anticristo y sus reyes, después de
describir las señales próximas de la Parusía, el sol y la luna que se oscurecen
y las estrellas que niegan su luz, luego, en los versos siguientes, pinta la
santidad de Jerusalén y su prosperidad: “Y
el Señor bramará desde Sión, y desde Jerusalén dará su voz: y se conmoverán los
cielos y la tierra, mas el Señor será la esperanza de su pueblo y la fortaleza
de los hijos de Israel. Y sabréis que yo soy el Señor vuestro Dios que habito
en Sion, el monte de mi santidad: y Jerusalén será santa, y los extraños no
pasarán más por ella” (Jl. 3, 15-18). Y así podrían traerse otros ejemplos.
Podría,
sí, objetarse a todo lo dicho que el reino que Daniel predice después del
Anticristo (Dn. 7, 27) no puede ser el que predice San Juan (Ap. 20, 4), porque
el de Daniel es perpetuo; mas el del Apocalipsis ha de durar un tiempo definido
de mil años (ora se haya de ver en éste un número exacto o bien un número
redondo).
Pero,
en realidad, no hay oposición entre los dos textos. Porque el reino de los santos
que describe Daniel es perpetuo, según dijimos, porque dura en la tierra hasta
el fin del mundo y porque se continúa después en el cielo eternamente. Y en
este sentido es también perpetuo el reino de los santos que pinta San Juan en
su Apocalipsis. Mas éste dice que el reino durará mil años; porque en realidad,
durante este tiempo, el demonio estará encarcelado y encadenado y los santos
reinarán pacífica y universalmente en toda la tierra.
Después
sobrevendrá la seducción de las gentes y la sublevación de Gog y Magog, durante
la cual los santos conservarán su poder y soberanía, puesto que no serán
vencidos; pero su reino ya no será entonces pacífico ni universal como antes;
hasta que, castigadas con fuego del cielo las tropas rebeldes de Gog y Magog,
se restablecerá en su primitivo esplendor el reino de los santos hasta el fin
del mundo o hasta el tiempo que Dios sabe.
Puesto que el fin del mundo no ha de seguir inmediatamente a la rebelión de Gog y Magog, ya que, después de ésta, dice Ezequiel, los israelitas pasarán siete años sin gastar otra leña que la de las armas de los ejércitos de Gog y Magog. Cuánto tiempo haya pues de transcurrir entre esta rebelión y el fin de los tiempos, es cosa que sólo Dios sabe.
[1] Enciclopedia Espasa-Calpe, Artículo “Parusía”, tomado de: https://radiocristiandad.org/2013/01/16/p-jose-rovira-s-j-parusia/#more-24433 - Texto publicado en 2018 por la editorial Vórtice en el libro “El que vuelve”: http://www.vorticelibros.com.ar/libro.php?id=156 - http://millenarismus.blogspot.com/2018/06/el-que-vuelve.html - Este texto fue revisado, corregido, editado y publicado por Miles Christi el 25/10/2020: https://gloria.tv/post/mAbBjmCqrZjr2vPsFz2vKCGZG
[2] Sobre el Padre Rovira: http://millenarismus.blogspot.com/2016/02/p-juan-rovira-sj.html
[3] “Y el reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo. Reino eterno es su reino, y todos los imperios le servirán y le obedecerán” (Dn. 7, 27). Cornelio a Lapide comenta: “Digo que es cierto que vendrá este reinado de Cristo y de los santos, y que no será solamente espiritual como el que ha tenido siempre en la tierra, cuando sufrieron persecuciones y el martirio, sino será corporal y glorioso, pues reinarán gloriosamente con Cristo para siempre. Sin embargo, Cristo y los santos comenzarán este reino en la tierra, tras la muerte del Anticristo. Entonces, destruido el reino del Anticristo, la Iglesia reinará en toda la tierra y de los judíos y de los gentiles se hará un solo redil con un solo pastor, ya que no dice ‘‘arriba’’ sino ‘‘bajo el cielo’’, es decir toda la tierra, todo el espacio que se halla bajo el cielo. Luego, un poco después, este reino será confirmado y glorificado por toda la eternidad.” (Commentaria In Danielem Prophetam 7, 27)
http://reader.digitale-sammlungen.de/en/fs1/object/goToPage/bsb10624768.html?pageNo=90