Difícil sintetizar en un par de líneas el oscuro fenómeno que desató la muerte de Maradona. Valga el intento:
El sujeto que acaba de morir era un degenerado; un vicioso ostensible, que aglomeró en su conducta todos los pecados capitales. Una contrafigura, un antimodelo, un personaje despreciable. Los filigranas que supo hacer con una pelota no quiso ni supo hacerlo con su vida, a la que llevó, en no pocas ocasiones, al límite mismo del bestialismo. Sus predilecciones hacia la izquierda rabiosa y virulenta, tan ostensibles cuanto básicas, completaron el cuadro de una degradación que parecía no hallar fondo.
La deificación que se le tributó en vida –y que él fomentó como parte de su inmoralidad- hasta la actual apoteósis insensatamente organizada por el gobierno alrededor de su cadaver, muestran como pocas veces en la historia la inmensa y avasallante corrupción que envuelve al poder político, y la penosísima estupidización de las masas, incapaz el uno como las otras, de admirar a los verdaderos arquetipos, pero siempre prontos a glorificar a los canallas.
La reacción oficial de la Iglesia,desde el obsceno Bergoglio hacia abajo, pasando por Poli,Tucho, capellanes futboleros et caterva, fue la previsible en estos tiempos de felonías múltiples e idolatrías formales: se sumó a la oclocracia imperante y desbordada, laudando al finado cual si estuviera ante los funerales de Héctor o el tránsito de un Padre del Yermo. Frases estamparon los encumbrados pretes en estas horas aciagas, que escandalizan y ofenden la vida y la memoria de los hombres de bien. El precitado Tucho, verbigracia, –que al fin de cuentas también se llama Fernández- osó decir que Maradona “nunca perdió la fe popular de los sencillos”. El besólogo episcopal debería saber que el occiso era la cabeza de una “Iglesia Maradoniana”, fundada en Rosario el 30 de octubre de 1998,en nombre de cuyos principios blasfemos pidió ser embalsamado y exhibido. No habrá sido la Pachamama, pero de haberse cumplido con su voluntad póstuma, no habría faltado quien lo llevara después hasta los mismos jardines del Vaticano.
Se repite por todas partes que “al Diego” le debemos felicidad los argentinos todos; que no ha sido sino un surtidor de dichas, gozos y alegrías colectivas. Y el mismísimo Alberto, tras declarar tres días de duelo nacional y ordenar su velatorio en la Casa de Gobierno, usando el mismo argumento de la felicidad emanada por doquier, se preguntó retóricamente: “con qué autoridad moral puede alguien decirle algo?”.
La respuesta es muy simple: con la autoridad moral que no tiene el que se formula el interrogante. Con la autoridad moral que sí tienen, en cambio, los simples hombres buenos, que a diferencia del orgulloso papi de “Dyhzy”, no son aborteros, ladrones, mentirosos, verdugos de la nación, hermafroditas o mafiosos.
Mala señal para un pueblo cuando su máximo dador de felicidad es precisamente alguien que ha sido la antítesis de las dos condiciones que señalan los maestros clásicos para ser genuinamente feliz:vivir virtuosamente y contemplar lo que rectamente se ama.
Como paradójico saldo positivo del circo tanático orquestado por el Gobierno, quedan varias evidencias. La mentira infame de la cuarentena; el mito del distanciamiento social, la cruel insensatez de embarbijar a la población y la aberración de la llamada neonormalidad. De la noche a la mañana,en cuestión de minutos, todo este andamiaje homicida y tiránico montado por el Gobierno, en consonancia con el Nuevo Orden Mundial al que sirve, se vino completamente abajo. Las multitudes recuperaron por arte de magia la paleonormalidad habitual, ordinaria, común y corriente. Dieron la vuelta al mundo las fotos de esos morochos rubicundos en cuero, “ferné” o “birra” en ristre, amontonados, atiborrados y hacinados; llorando, gritando y mucho más, los unos encima de los otros.
De ahora en más, el ciudadano que siga creyendo en que nos han estado cuidando la salud, a costa de nuestra libertad genuina y de nuestra dignidad creatural, o es un estulto o es un cómplice de la “plandemia”. De ahora en más, lo reiteramos, será tenido por necio o por aliado de la tiranía, el que no advierta que hay muertos de primera y otros de cuarta, que la plata y la fama no tienen protocolos sanitarios que cumplir,y que para los actuales gobernantes se puede prohibir el culto, la educación y la familia, pero se debe permitir el desborde de las hordas futboleras.
Interrogado el asesino Ginés González García acerca del peligro de un contagio masivo ante los desmanes provocados por las tales hordas, respondió con uno de sus flatus vocis: “no se puede ir en contra del pueblo”. Esto es lo que sucede cuando se confía el cuidado de la salud pública a un regenteador de chiqueros, a un repartidor de condones, a un promotor de vacunaciones probadamente dañinas, a un propulsor del filicidio y de la contranatura.
Ha muerto Maradona. Dios sabrá –siempre lo supo, ya lo sabe- lo que tiene que hacer con su alma. A nosotros, más que su previsible muerte, nos duele hasta la sangre, constatar una vez más que,en la patria, hace tiempo ha muerto la Verdad, el Bien y la Belleza.
Ha muerto Maradona. Su muerte, seguida de faraónicos tributos y de libertinajes por doquier, ha sido un insulto para los tantos muertos de estos meses de encierro; apenas dígitos de las estadísticas fraguadas por el oficialismo; apenas bolsas de cenizas; acaso apenas desconsolados agonizantes.
Que a nadie se le ocurra, tras lo visto y vivido, que debemos quedarnos en casa; sin templos, sin escuelas, sin cercanías hogareñas; sin responsos ni festejos ni duelos.